domingo, 26 de octubre de 2025

LA DISOLUCIÓN DEL SENTIDO BURGUÉS Y LA EXTINCIÓN DE LA MÚSICA CULTA

 


LA DISOLUCIÓN DEL SENTIDO BURGUÉS Y LA EXTINCIÓN DE LA MÚSICA CULTA

Primera Parte: El nacimiento del sujeto musical moderno

La historia de la música culta occidental no es solo una sucesión de estilos, formas y técnicas. Es, ante todo, la historia espiritual del sujeto moderno, de su afirmación, su expansión, su crisis y su eventual disolución. Desde Beethoven hasta Shostakovich, pasando por los grandes románticos y los modernistas del siglo XX, la música ha sido el espejo más profundo del alma europea, zarandeada por revoluciones, guerras, ideologías y sistemas económicos que han transformado radicalmente su modo de estar en el mundo.

Beethoven: el emancipado

Ludwig van Beethoven (1770–1827) marca el punto de inflexión. Su obra no solo representa el paso del clasicismo al romanticismo, sino la afirmación heroica del sujeto moderno, en plena sintonía con el ascenso de la burguesía revolucionaria. En la Sinfonía No. 3 “Heroica” (1804), Beethoven rompe con la forma clásica para componer un drama sonoro donde el individuo se convierte en protagonista de la historia. En Fidelio (1805), su única ópera, la libertad se convierte en tema central: la heroína rescata a su esposo encarcelado injustamente, en una clara alegoría de emancipación.

La Sinfonía No. 5 (1808), con su motivo rítmico inconfundible (ta-ta-ta-TAA), es la encarnación musical del destino enfrentado con voluntad. La Sonata para piano No. 23 “Appassionata” (1805) y la Sinfonía No. 9 “Coral” (1824) culminan esta trayectoria: el sujeto ya no solo se afirma, sino que proclama la fraternidad universal como horizonte espiritual. Beethoven no compone para servir a la aristocracia, sino para transformar el mundo desde la música. Es un emancipado: su arte es afirmación, voluntad, destino.

Shostakovich: el sobreviviente

Dmitri Shostakovich (1906–1975), en cambio, vive en un mundo donde el sujeto ya no puede afirmarse libremente. Bajo el totalitarismo estalinista, la música se convierte en instrumento de propaganda, y el artista en sospechoso permanente. Shostakovich comparte con Beethoven el alma individualista burguesa, pero late azorado por el colectivismo soviético, obligado a disimular, a cifrar, a sobrevivir.

Su Sinfonía No. 5 (1937), presentada como “respuesta creativa a una crítica justa”, mezcla obediencia formal con ironía encubierta. La Sinfonía No. 8 (1943) es un lamento sombrío por la guerra y la pérdida, mientras que la Sinfonía No. 10 (1953), compuesta tras la muerte de Stalin, se interpreta como retrato psicológico del dictador y liberación contenida. En el Cuarteto de cuerda No. 8 (1960), dedicado “a las víctimas del fascismo y la guerra”, Shostakovich cita sus propias obras, como si su música fuera testimonio cifrado de una conciencia desgarrada.

Shostakovich no proclama: susurra, codifica, resiste. Es un sobreviviente. Su música no celebra la libertad, sino que la protege como refugio interior bajo el peso del poder.

Segunda Parte: La expansión lírica y la voluntad de redención

Tras la afirmación heroica del sujeto moderno en Beethoven, la música culta europea se adentra en una fase de expansión lírica, donde el alma burguesa, ya emancipada, comienza a contemplarse a sí misma. Es el momento en que la subjetividad se vuelve poética, melancólica, íntima. El sujeto ya no se proyecta sobre la historia con ímpetu revolucionario, sino que se repliega en su mundo interior, buscando consuelo, belleza, sentido. Esta etapa, que atraviesa gran parte del siglo XIX, está marcada por compositores que transforman la música en espacio de introspección, de redención, de resistencia espiritual frente a una modernidad que comienza a mostrar sus fisuras.

Frédéric Chopin y Franz Schubert son los grandes poetas de esta sensibilidad. En Chopin, los Nocturnos, los Preludios, las Mazurcas y los Valses no son meras piezas de salón, sino confesiones del alma. Cada obra es un suspiro, una evocación, una plegaria íntima. La música se convierte en refugio, en espacio donde el yo puede aún respirar sin ser interpelado por la historia. En Schubert, los Lieder como Der Leiermann, Gretchen am Spinnrade o Winterreise son verdaderos monólogos existenciales, donde el sujeto canta su desamparo, su nostalgia, su deseo de pertenecer a un mundo que ya no lo reconoce. Ambos compositores encarnan el momento en que la burguesía, ya instalada como clase dominante, comienza a sentir el vértigo de su propia interioridad. La música deja de ser afirmación política y se convierte en melancolía estética.

Pero esa melancolía no es resignación. En Berlioz, Wagner y Brahms, el alma burguesa se vuelve ambiciosa, épica, redentora. Hector Berlioz, con su Sinfonía Fantástica, inaugura una música de la imaginación desbordada. El artista ya no es testigo del mundo: es protagonista de su propia visión. La sinfonía se convierte en relato alucinado, en viaje psicodélico, en confesión delirante. Richard Wagner lleva esta ambición al extremo: en Tristán e Isolda, El anillo del nibelungo y Parsifal, la música se vuelve mito, drama cósmico, redención metafísica. Wagner no compone para entretener, sino para salvar el alma moderna de su fragmentación. Su obra es un intento desesperado por reencantar el mundo, por devolverle al sujeto una narrativa trascendente.

Johannes Brahms, más contenido, más clásico, busca el equilibrio. En sus sinfonías, en sus sonatas, en su Réquiem Alemán, Brahms intenta reconciliar la forma heredada con la emoción romántica. Su música no delira ni proclama: medita, consuela, sostiene. El sujeto, en Brahms, aún cree en la posibilidad de armonía, de belleza, de sentido. Pero esa creencia ya no es heroica ni épica: es serena, madura, melancólica.

En todos estos compositores, la música culta sigue siendo expresión profunda del alma. Pero el alma ya no se afirma frente al mundo: lo contempla, lo recuerda, lo sueña. La modernidad ha comenzado a mostrar su rostro alienante: industrialización, imperialismo, aceleración, desarraigo. El sujeto burgués, que en Beethoven se proclamaba emancipado, ahora se busca a sí mismo en la música, como si presintiera que el mundo ya no le pertenece.

Tercera Parte: La crisis del sujeto moderno

A medida que el siglo XIX se desvanece y el XX irrumpe con sus guerras, revoluciones y tecnologías, el alma burguesa que antes se afirmaba, se contemplaba o se redimía, comienza a quebrarse. La música culta ya no puede sostener la ilusión de armonía, ni siquiera la esperanza de redención. El sujeto moderno, que en Beethoven se proclamaba emancipado, y en Wagner se soñaba redentor, ahora se fragmenta, se disuelve, se vuelve atmósfera, grito, código. La historia ya no es horizonte de sentido, sino campo de batalla ideológico. La música, en consecuencia, se transforma en testimonio de la crisis, en espacio de resistencia, en lenguaje de lo irreconciliable.

Gustav Mahler (1860–1911) es el primer gran testigo de esta mutación. En sus sinfonías —especialmente la Sexta, la Novena y la inconclusa Décima— el sujeto ya no se afirma ni se consuela: se interroga, se angustia, se descompone. La Sinfonía No. 9 es una despedida del mundo, una meditación sobre la muerte, una plegaria sin Dios. Mahler compone como quien ya no cree en la armonía, pero aún necesita decir algo antes del silencio. Su música es cósmica, pero no redentora; es inmensa, pero no triunfal. El sujeto se vuelve conciencia trágica, memoria del fracaso, eco de lo perdido.

Claude Debussy (1862–1918), desde otra sensibilidad, lleva esta disolución al plano sensorial. En obras como La Mer, Prélude à l'après-midi d'un faune y los Preludios para piano, la música ya no narra ni proclama: fluctúa, sugiere, se evapora. El sujeto se disuelve en atmósfera, en color, en vibración. Debussy no compone desde la angustia, sino desde la desaparición del yo como centro. La música impresionista es la banda sonora de un mundo donde el sujeto ya no se reconoce como protagonista, sino como parte de un flujo incesante, impersonal, indiferente.

Igor Stravinsky (1882–1971) radicaliza esta ruptura. En La consagración de la primavera (1913), la música se convierte en ritual salvaje, en explosión rítmica, en violencia sonora. El sujeto ya no habla: grita, danza, se sacrifica. Stravinsky rompe con la forma, con la armonía, con la narrativa. Su obra es modernista, pero también arcaica: como si el alma moderna, al no encontrar sentido en la historia, regresara a los mitos primitivos, a los ritos ancestrales. En su etapa neoclásica, Stravinsky juega con la tradición, la cita, la ironiza. El sujeto ya no busca autenticidad, sino distancia, artificio, máscara.

Sergei Prokófiev (1891–1953), atrapado entre la modernidad soviética y la censura estalinista, compone desde la tensión ideológica. En obras como la Sinfonía Clásica, Alexander Nevsky o Romeo y Julieta, se percibe una lucha entre claridad formal y crítica velada. Prokófiev no puede afirmar su subjetividad sin riesgo, pero tampoco puede renunciar a ella. Su música es ambigua, irónica, oscilante: como si el alma aún viviera, pero bajo vigilancia, bajo sospecha, bajo amenaza.

Arnold Schoenberg (1874–1951) lleva la crisis al extremo: en el Pierrot Lunaire, en sus obras dodecafónicas, en sus teorías sobre el fin de la tonalidad, el sujeto ya no canta ni proclama: se fragmenta, se descompone, se vuelve estructura. La música ya no busca belleza ni emoción, sino coherencia interna, lógica formal, resistencia al mercado. Schoenberg compone como quien ya no cree en el mundo, pero aún cree en el lenguaje. Su obra es el testimonio de un alma que ha perdido el sentido, pero no la necesidad de decir.

En todos estos compositores, la música culta se convierte en testimonio de la crisis del sujeto moderno. Ya no hay afirmación, ni redención, ni equilibrio. Hay fragmentación, disolución, ironía, tensión. El arte ya no consuela: resiste, denuncia, sobrevive. El sujeto, zarandeado por el imperialismo, por el comunismo, por el capitalismo, ya no puede sostenerse como centro de sentido. La música culta, en consecuencia, deja de ser afirmación espiritual y se convierte en campo de ruinas sonoras.

Cuarta Parte: El telón de fondo histórico — la historia del alma burguesa occidental

La música culta occidental no es solo una forma artística elevada: es, en su núcleo más profundo, la narración sonora del alma del sujeto burgués occidental. Desde sus primeras manifestaciones en el Renacimiento, cuando el individuo comienza a emerger como centro de experiencia y creación, hasta su extinción en la posmodernidad, cuando ese mismo individuo se disuelve en fragmentos de identidad y consumo, la música culta ha sido el espejo más fiel de su destino espiritual.

El Renacimiento marca el nacimiento del sujeto moderno. La polifonía de Josquin des Prez, la expresividad de Monteverdi, la racionalidad de Palestrina, son los primeros signos de una conciencia que se emancipa del orden teocéntrico medieval y comienza a afirmarse como centro de sentido. La música ya no es solo liturgia: se convierte en arte, en expresión, en forma de pensamiento. El sujeto burgués occidental nace aquí, en el cruce entre razón, sensibilidad y autonomía.

Con el Barroco, ese sujeto se vuelve dramático, complejo, contradictorio. Bach, Vivaldi, Händel componen desde una tensión entre orden divino y pasión humana. La música barroca es arquitectura espiritual: cada fuga, cada coral, cada aria, es una meditación sobre el alma que busca sentido en medio del mundo. El sujeto burgués aún cree en Dios, pero ya no se somete sin reservas: dialoga, interpreta, compone.

El Clasicismo, con Haydn y Mozart, representa el momento de equilibrio. La forma se vuelve clara, la armonía estable, la emoción contenida. Es el reflejo de una burguesía ilustrada que cree en la razón, en el progreso, en la armonía social. La música culta se convierte en modelo de orden, en símbolo de civilización. El sujeto burgués occidental, en este momento, se siente dueño del mundo.

Pero es con Beethoven que ese sujeto se afirma plenamente. Su música es heroica, dramática, revolucionaria. La Sinfonía Heroica, la Appassionata, la Novena, Fidelio: todas son gestos de emancipación, de voluntad, de destino. Beethoven no compone para entretener ni para servir: compone para transformar. El sujeto burgués occidental, en su figura, se convierte en fuerza histórica, en protagonista del mundo.

A partir de ahí, la música culta narra la expansión, la melancolía, la redención y finalmente la crisis de ese sujeto. Chopin y Schubert lo muestran introspectivo, lírico, nostálgico. Berlioz y Wagner lo vuelven épico, delirante, redentor. Brahms lo equilibra, lo madura, lo consuela. Mahler lo fragmenta, lo angustia, lo vuelve cósmico. Debussy lo disuelve en atmósfera. Stravinsky lo sacrifica en rito. Prokófiev lo ironiza bajo vigilancia. Schoenberg lo descompone en estructura.

Cada uno de estos compositores no solo representa un estilo musical: encarna una fase del alma burguesa occidental. Desde la afirmación hasta la disolución, desde la emancipación hasta el colapso, la música culta ha sido el lenguaje más profundo del sujeto moderno.

Pero ese sujeto, nacido con la burguesía ilustrada, no sobrevive a la posmodernidad. El siglo XX, con su brutal imperialismo colonial europeo, su enajenante capitalismo industrial británico, su totalitarismo comunista soviético, y finalmente su capitalismo tardío estadounidense, zarandea al sujeto hasta el límite. La música culta, que exige tiempo, interioridad, concentración, profundidad, ya no tiene lugar en un mundo de velocidad, consumo, estímulo y fragmentación.

La posmodernidad no solo extingue la música culta: extingue al sujeto que podía escucharla. El individuo occidental, antes emancipado, ahora se disuelve en pantallas, algoritmos, mercancías. Ya no hay alma que escuche, ni tiempo que contemple, ni mundo que sostenga. La música culta, que fue durante siglos la historia sonora del alma burguesa occidental, se extingue porque ese alma ha dejado de existir.

Epílogo: El silencio del alma y el triunfo vacío de la inmanencia

La música culta occidental ha sido, durante siglos, la forma más elevada de expresión espiritual del sujeto burgués occidental. Desde el Renacimiento hasta el siglo XX, ha narrado con una fidelidad estremecedora el tránsito del alma moderna: su nacimiento, su expansión, su crisis, su disolución. Pero ese tránsito no ha ocurrido en el vacío. Ha estado profundamente entrelazado con los grandes sistemas que han configurado la historia de Occidente: la religión, la economía, la ciencia, la política y la ideología. La música ha sido su resonancia más íntima, su eco más profundo, su testigo más veraz.

En el origen, la música estaba al servicio de la trascendencia. Era plegaria, liturgia, invocación. El sujeto no era aún centro, sino canal. La armonía reflejaba el orden divino, la polifonía era símbolo de la comunión espiritual. Pero con el Renacimiento y la irrupción del humanismo, comienza el lento pero irreversible triunfo del principio de inmanencia: el mundo deja de ser reflejo de lo eterno y se convierte en objeto de conocimiento, de dominio, de creación. La música se seculariza, se racionaliza, se estetiza. El sujeto burgués occidental nace como centro de sentido, y la música culta se convierte en su lenguaje privilegiado.

La economía acompaña este proceso con su propia lógica: el capitalismo mercantil primero, el industrial después, y finalmente el financiero y digital, transforman al sujeto en productor, consumidor, competidor. La música, que antes era experiencia espiritual, se convierte en mercancía, en espectáculo, en fondo. La ciencia, por su parte, despoja al mundo de misterio: lo explica, lo mide, lo reduce. La política, desde la Revolución Francesa hasta el totalitarismo del siglo XX, convierte al sujeto en masa, en número, en función. La ideología, finalmente, lo encierra en narrativas que lo exceden, lo manipulan, lo disuelven.

En este contexto, el principio de inmanencia triunfa: ya no hay cielo, ni alma, ni Dios. Solo mundo, cuerpo, materia. El sujeto moderno, que en Beethoven se afirmaba como héroe, en Mahler se interrogaba como conciencia, en Shostakovich se protegía como sobreviviente, ya no puede sostenerse. La música culta, que exigía profundidad, tiempo, interioridad, silencio, se extingue porque el mundo ya no ofrece esas condiciones. El sujeto burgués occidental, que fue su creador y su oyente, ha colapsado bajo el peso de su propia inmanencia.

La posmodernidad no es solo una época: es el quiebre final del principio de sentido. Ya no hay verdad, ni belleza, ni historia. Solo fragmentos, simulacros, algoritmos. La música culta, que fue durante siglos el espacio donde el alma podía decir lo indecible, ya no tiene lugar en un mundo que ha perdido el alma. El nihilismo posmoderno no es una idea: es el estado espiritual de una civilización que ha olvidado por qué existe.

Y así, el silencio se impone. No como pausa, sino como extinción de la posibilidad misma de decir. La música culta no ha muerto por falta de talento, ni de técnica, ni de instituciones. Ha muerto porque el sujeto que podía crearla y escucharla ha dejado de existir. Lo que queda es ruido, consumo, espectáculo. Lo que falta es alma, sentido, trascendencia.

Y, sin embargo, no todo está perdido. En medio del colapso posmoderno, donde el sujeto burgués occidental se ha disuelto en fragmentos y la música culta parece extinguida, comienza a asomar un nuevo horizonte espiritual. Bajo el amparo de un orden multipolar emergente —menos secular, más abierto a lo sagrado, más atento a las raíces culturales y a la pluralidad de tradiciones— renace la posibilidad de una música culta por venir. No será la música del sujeto emancipado ni del sobreviviente, sino la de una conciencia que busca reconciliar lo inmanente con lo trascendente, lo técnico con lo espiritual, lo local con lo universal. Esta música no se fundará en la nostalgia ni en la ironía, sino en una nueva forma de contemplación, en un reencuentro con el misterio, en una apertura al sentido. Será la música de un mundo que, tras haber tocado fondo en el nihilismo, vuelve a escuchar el silencio como promesa, y al arte como camino hacia lo absoluto.

No sabemos cómo sonarán sus notas, ni qué armonías, melodías o ritmos articularán su lenguaje. No podemos prever si será tonal o atonal, si evocará lo ancestral o lo inédito, si se escribirá para cuerdas, para algoritmos o para voces humanas en comunión. Pero lo que sí se puede intuir —como un murmullo que aún no es música, pero ya es promesa— es que esta nueva música culta por venir nacerá del renacimiento de un nuevo sujeto histórico, uno que no esté sometido ni a la economía, ni a la técnica, ni a la política. Será un sujeto que no se defina por su función, su utilidad o su productividad, sino por su capacidad de contemplar, de sentir, de escuchar. Un sujeto que no consuma el mundo, sino que lo habite con reverencia. Y si ese sujeto renace, entonces también lo hará la música culta: no como repetición del pasado, sino como revelación de lo que aún no ha sido dicho.

PARADOJA DE LA OMNIPOTENCIA Y ECLIPSE DEL SENTIDO

 


PARADOJA DE LA OMNIPOTENCIA Y ECLIPSE DEL SENTIDO

La ruptura del equilibrio metafísico

La historia del pensamiento occidental puede leerse como una larga meditación sobre el ser, la verdad y Dios. En su momento más alto, la metafísica clásica —especialmente en su expresión tomista— alcanzó una armonía profunda entre voluntad, sabiduría y amor divinos, donde Dios era concebido como actus purus, el ser mismo subsistente, fuente y plenitud de todo lo que existe. En este marco, la omnipotencia divina no era concebida como arbitrariedad, sino como expresión perfecta de una voluntad que no se contradice, porque está en unidad con el saber y el bien. Dios no podía hacer que “dos más uno fueran infinito”, no por limitación, sino porque su querer está en perfecta correspondencia con lo que es, con lo que sabe, y con lo que debe ser.

Sin embargo, esta armonía ontológica comienza a resquebrajarse con el surgimiento del nominalismo. Guillermo de Ockham, al negar la existencia real de los universales, desliga el orden del cosmos de la sabiduría divina. Ya no hay esencias objetivas que fundamenten el ser; sólo individuos concretos y nombres mentales. La voluntad divina se convierte entonces en principio absoluto: Dios no quiere el bien porque es bueno, sino que es bueno porque Dios lo quiere. Esta inversión marca el inicio de un voluntarismo teológico que transforma radicalmente la concepción de Dios. La omnipotencia ya no está regulada por la esencia divina, sino que se convierte en poder sin forma, capaz —en principio— de querer incluso lo contradictorio.

Duns Escoto, anterior a Ockham, había abierto la ventana a esta transformación. Al afirmar la univocidad del ser y la primacía de la voluntad divina, debilitó la analogía ontológica que permitía pensar la trascendencia sin ruptura. Su noción de haecceitas —la “estoidad” irreductible del individuo— acentuó la singularidad frente a lo universal, preparando el terreno para una ontología fragmentaria. Pero fue Ockham quien abrió la puerta: con él, el ser deja de ser participación en el acto divino, y se convierte en resultado de una voluntad soberana, desligada de toda racionalidad previa.

Este desplazamiento tiene consecuencias profundas. La metafísica de las esencias unidas a los trascendentales —unidad, verdad, bondad, belleza— se transforma en una metafísica del concepto y de la conciencia. El ser ya no se descubre como estructura inteligible, sino que se piensa, se construye, se interpreta. La verdad deja de ser adecuación al ser, y se convierte en coherencia interna del pensamiento. La voluntad humana, al no estar orientada por esencias reales, se vuelve autónoma, subjetiva, incluso caprichosa. Así nace el subjetivismo voluntarista que caracteriza la modernidad.

Descartes hereda este giro y lo radicaliza. En su concepción, las verdades eternas —como las leyes matemáticas o los principios lógicos— no son necesarias por sí mismas, sino porque Dios las ha querido así. La voluntad divina se convierte en fuente absoluta de toda verdad, incluso de la lógica. La paradoja de la omnipotencia se absorbe como expresión del poder divino ilimitado: Dios podría haber hecho que “2 + 2 no fueran 4”, si así lo hubiera querido. Con ello, se rompe el equilibrio metafísico entre voluntad, sabiduría y amor, y se impone una imagen de Dios como voluntad soberana sin necesidad interna.

Este voluntarismo se prolonga en la filosofía moderna, y con él, la crisis del sentido. El cosmos ya no refleja una sabiduría divina inscrita en la estructura del ser, sino que es producto de una voluntad sin forma. La razón pierde su anclaje ontológico, y la verdad se convierte en construcción. La filosofía del lenguaje reduce la paradoja de la omnipotencia a un problema lógico, una confusión semántica. El neopragmatismo de Rorty la convierte en narrativa edificante, útil para la cohesión social, pero sin pretensión de verdad. La posmodernidad, con Vattimo, la estetiza como lógica del deseo de lo trascendente, como eco nostálgico de una presencia que ya no se impone.

Incluso Heidegger, con toda su parafernalia de “retorno al ser”, no logra liberarse del trasfondo voluntarista y nominalista. Al colocar al Dasein como intérprete privilegiado del ser, convierte al ser en acontecimiento dependiente de la apertura hermenéutica. El ser ya no es lo que es por esencia, sino lo que se revela según la disposición del Dasein. Dios, en este marco, ya no es el ser mismo, sino una figura implicada en el ser, una posibilidad que acontece en el lenguaje. El hombre se convierte en “pastor del ser”, en custodio de un misterio que se retrae, que se oculta, que necesita ser interpretado.

Con ello, la paradoja de la omnipotencia divina se transforma en paradoja de la omnipotencia del ser. El ser se vuelve potencia sin sujeto, fuerza que acontece, se muestra o se niega. No tiene voluntad, pero tiene poder ontológico absoluto. La pregunta ya no es “¿puede Dios hacer todo?”, sino “¿puede el ser manifestarlo todo, incluso lo que lo excede?” El ser se convierte en absoluto pero impersonal, potente pero indeterminado, originario pero no creador.

Esta transformación culmina en una filosofía profundamente nihilista, relativista y escéptica. La verdad se disuelve en lenguaje, el ser en interpretación, Dios en deseo. La civilización occidental, al olvidar a Dios y al ser, pierde su orientación metafísica, su fundamento espiritual, su vocación trascendente. Lo que antes era búsqueda de sabiduría, hoy se convierte en juego de lenguaje, crítica sin redención, estética del vacío.

Voluntad, lenguaje y disolución del ser

La transformación ontológica que hemos trazado —desde la metafísica del ser como acto puro hasta su disolución en lenguaje, voluntad y deseo— no solo afecta la estructura del pensamiento filosófico, sino que reconfigura la experiencia humana del mundo, de sí mismo y de lo divino. La paradoja de la omnipotencia, que en la teología clásica era el límite racional ante el misterio de Dios, se convierte en un síntoma de una civilización que ha perdido su orientación metafísica.

En este contexto, la filosofía occidental contemporánea se revela como profundamente nihilista, relativista y escéptica. El nihilismo no es simplemente una negación de valores, sino una incapacidad de reconocer un fundamento ontológico que los sostenga. El inmanentismo moderno entronizó el temporalismo y se substanció antieternalista. El relativismo no es tolerancia, sino renuncia a la verdad como horizonte común. El escepticismo no es prudencia, sino desconfianza estructural frente a toda afirmación de sentido.

Este triple fenómeno refleja una decadencia civilizatoria que no es meramente cultural o política, sino espiritual y ontológica. La civilización occidental, al olvidar a Dios y al ser, ha perdido su centro de gravedad. Lo que antes era cosmos, orden, belleza, inteligibilidad, se convierte en mundo, fragmento, contingencia, interpretación. La persona humana, que antes era imagen de Dios, se convierte en sujeto de deseo, consumidor de signos, intérprete de narrativas.

Incluso los intentos de recuperar el sentido —como el de Heidegger con su “retorno al ser”— terminan atrapados en la misma lógica que pretenden superar. Al colocar al Dasein como intérprete privilegiado, Heidegger subordina el ser a la apertura hermenéutica, y con ello, convierte el ser en potencia sin sujeto, en acontecimiento que necesita del hombre para manifestarse. Dios, en este marco, ya no es el ser mismo, sino una figura implicada en el juego del ser, una posibilidad que acontece en el lenguaje. La hermenéutica es hija legítima del voluntarismo metafísico inmanentista de la modernidad.

Esta inversión tiene consecuencias teológicas profundas. Al afirmar que Dios no es el ser, sino que está implicado en él, se rompe con la tradición metafísica que lo concebía como fundamento absoluto. Se abre paso a una forma de gnosticismo ontológico, donde el ser se convierte en misterio superior a Dios, y el hombre en su intérprete privilegiado. La salvación ya no viene por participación en el ser divino, sino por conocimiento, por apertura, por acogida del acontecimiento. La paradoja de la omnipotencia, en este marco, se transforma en paradoja de la omnipotencia del ser. El ser, despersonalizado, se convierte en potencia que se retrae, que se muestra, que se niega. No tiene voluntad, pero tiene poder. No tiene rostro, pero tiene fuerza. El hombre, como Dasein, se convierte en pastor del ser, en custodio de un misterio que lo excede pero que necesita de su interpretación para manifestarse.

La filosofía del lenguaje, al reducir la paradoja a un problema lógico, trivializa el misterio. El neopragmatismo, al convertir la filosofía en narrativa edificante, renuncia a la verdad como horizonte. La posmodernidad, al estetizar el deseo de lo trascendente, convierte la metafísica en retórica. En todos estos casos, el ser deja de ser fundamento, y Dios deja de ser presencia. Lo que queda es una lógica del vacío, una estética del fragmento, una ética del deseo.

Este eclipse del sentido no es accidental. Es el resultado de una larga deriva que comienza con la negación de las esencias reales, continúa con la absolutización de la voluntad, y culmina en la disolución del ser en lenguaje. La metafísica clásica, al concebir el ser como acto, permitía pensar la trascendencia sin ruptura. La modernidad, al convertir el ser en concepto, lo somete al sujeto. La posmodernidad, al convertirlo en acontecimiento, lo disuelve en interpretación.

Ética, política y antropología del eclipse

La disolución del ser como fundamento ontológico no solo afecta la metafísica, sino que reconfigura la ética, la política y la antropología. Cuando el ser deja de ser lo que es por esencia, y se convierte en lo que se interpreta, lo que se desea o lo que se construye, la acción humana pierde su orientación trascendente. La voluntad, desligada del bien objetivo, se convierte en poder de autodeterminación. La libertad, sin verdad, se convierte en elección sin contenido. La persona, sin participación en el ser, se convierte en sujeto de deseo, en consumidor de signos, en intérprete de narrativas.

La ética clásica, fundada en la ley natural como participación en la razón divina, se desvanece. Ya no hay bienes objetivos que orienten la acción, sino preferencias subjetivas, contextuales, contingentes. El bien deja de ser lo que perfecciona la naturaleza, y se convierte en lo que satisface el deseo. La moral se convierte en ética del consenso, del contrato, de la utilidad, y con ello, la dignidad humana se vuelve negociable, funcional, relativa.

En el plano político, esta transformación se traduce en la crisis del orden natural. La autoridad ya no se funda en la verdad, sino en el poder. La voluntad de poder preside el constructivismo moderno y posmoderno. La ley natural es opacada por la voluntad humana. La ley ya no expresa la justicia, sino la voluntad del legislador. El derecho natural, como expresión racional del ser humano, es reemplazado por el positivismo jurídico, donde lo legal no necesariamente es lo justo. La política se convierte en gestión de deseos, administración de conflictos, ingeniería social, y pierde su vocación de bien común. De ese fondo fétido surge la contranatura ideología de género.

La antropología, por su parte, se ve profundamente afectada. El ser humano, que en la metafísica clásica era imagen de Dios, capaz de conocer la verdad, amar el bien y participar del ser, se convierte en sujeto sin esencia, en proyecto abierto, en construcción cultural. Ni el sexo natural escapa al voluntarismo arbitrario y desquiciado. La identidad ya no se descubre, sino que se elige. La naturaleza humana se convierte en campo de disputa, en espacio de interpretación, en plataforma de deseo. El cuerpo, el sexo, la inteligencia, la voluntad —todo se vuelve fluido, negociable, reconfigurable.

Este eclipse del sentido tiene consecuencias espirituales devastadoras. La experiencia de lo sagrado, que antes era encuentro con el ser trascendente, se convierte en nostalgia estética, en búsqueda emocional, en espiritualidad sin Dios. La religión, sin metafísica, se convierte en ética social, en terapia emocional, en rito vacío. Dios, sin ser, se convierte en símbolo, en metáfora, en posibilidad. La oración se convierte en introspección, el culto en espectáculo, la fe en experiencia.

Incluso los intentos de recuperar el sentido —como los de la teología postmetafísica o la fenomenología de lo divino— muchas veces preservan el marco hermenéutico que causó la crisis. Al renunciar a la metafísica del ser, y al convertir lo divino en acontecimiento, en don, en exceso, se corre el riesgo de estetizar lo trascendente, de convertir el misterio en experiencia, y de reducir lo absoluto a lo narrativo.

La paradoja de la omnipotencia, en este contexto, se convierte en síntoma de una civilización que ha perdido su orientación ontológica. Ya no se pregunta por el ser, sino por el lenguaje. Ya no se busca la verdad, sino la interpretación. Ya no se vive en el cosmos, sino en el mundo. El ser, que antes era plenitud, se convierte en potencia sin rostro. Dios, que antes era fundamento, se convierte en posibilidad sin forma. El hombre, que antes era imagen, se convierte en intérprete.

Vías de recuperación ontológica

Frente al panorama de disolución ontológica, relativismo ético y nihilismo espiritual que hemos trazado, surge la pregunta inevitable: ¿es posible recuperar el sentido perdido? ¿Puede la filosofía volver a ser camino hacia la verdad, y no solo juego de lenguaje o crítica cultural? ¿Puede el pensamiento reabrirse al ser como fundamento, y a Dios como plenitud?

La respuesta no puede ser ingenua ni nostálgica. No se trata de restaurar mecánicamente la metafísica clásica, ni de repetir fórmulas escolásticas sin contexto. Se trata de reconstruir una ontología participativa, capaz de integrar la conciencia histórica del pensamiento moderno, pero sin renunciar al ser como horizonte. Una ontología que no niegue la hermenéutica, pero que no la absolutice. Que reconozca la historicidad del saber, pero que no disuelva la verdad en interpretación.

Algunos pensadores contemporáneos han intentado esta recuperación. Cornelio Fabro, por ejemplo, reinterpreta el tomismo desde la noción de participación en el ser, y denuncia el eclipse del acto como núcleo de la metafísica. Rémi Brague propone una “sabiduría del mundo” que reconoce el orden cósmico como don, como herencia, como estructura inteligible. Augusto Del Noce analiza la crisis de la modernidad como resultado de la secularización del pensamiento, y propone una recuperación del espíritu como principio de cultura. Y por mi parte hablo de la erosión nihilista de la sociedad postmetafísica y de la necesidad de una metafísica encarnada que no divorcie ni confunda lo trascendente y lo inmanente.

En el plano teológico, también hay intentos de restaurar el vínculo entre ser y Dios. La teología radical, aunque crítica de la metafísica tradicional, busca pensar lo divino como exceso, como don, como acontecimiento que no se reduce a lógica ni a lenguaje. Sin embargo, si no se cuida el fundamento ontológico, corre el riesgo de estetizar lo trascendente, de convertir el misterio en experiencia subjetiva, y de perder la objetividad del ser.

La clave está en reconocer que el ser no es producto del pensamiento, ni resultado de la voluntad, ni efecto del lenguaje, sino realidad que se impone, que se ofrece, que se participa. El ser no es lo que se construye, sino lo que se recibe. La verdad no es lo que se interpreta, sino lo que se descubre. Dios no es posibilidad, sino plenitud. La filosofía, en este marco, vuelve a ser sabiduría, no técnica; búsqueda, no sistema; contemplación, no producción.

Recuperar el sentido implica también reconfigurar la antropología. El ser humano no es solo intérprete, sino imagen de Dios, capaz de conocer, amar y participar del ser. La libertad no es elección sin contenido, sino apertura al bien. La ética no es consenso, sino respuesta al llamado del ser. La política no es ingeniería social, sino orden hacia el bien común. La cultura no es espectáculo, sino expresión del espíritu.

La paradoja de la omnipotencia, en este marco restaurado, vuelve a su lugar original: no como problema lógico, ni como símbolo estético, sino como límite racional ante el misterio divino. Dios no puede hacer lo contradictorio, no por limitación, sino porque su querer está en perfecta unidad con su saber y su amor. El ser, como participación en Dios, no es potencia sin rostro, sino plenitud que se ofrece, que se acoge, que se vive.

Conclusión

La filosofía, en su origen, no fue técnica ni sistema, sino asombro ante el ser, búsqueda de sabiduría, contemplación del misterio. Fue el intento del hombre por comprender su lugar en el cosmos, por responder al llamado del ser, por vivir en armonía con la verdad. Esta vocación se ha visto oscurecida por siglos de desplazamientos ontológicos, por rupturas epistemológicas, por giros lingüísticos y estéticos que han convertido el pensamiento en crítica sin redención, en juego sin fundamento, en discurso sin destino.

La paradoja de la omnipotencia, que en la teología clásica era límite racional ante el misterio divino, se ha convertido en símbolo de una civilización que ha perdido el sentido del ser y de Dios. El ser, despersonalizado, se convierte en potencia sin rostro. Dios, desfundamentado, se convierte en posibilidad sin forma. El hombre, desorientado, se convierte en intérprete sin verdad. Esta triple disolución —del ser, de Dios y del hombre— configura el núcleo de la crisis espiritual de Occidente.

Pero esta crisis no es definitiva. Es también ocasión de despertar, de retorno, de reconstrucción. La filosofía puede volver a ser camino hacia la verdad, si se libera del encierro en la conciencia, del absolutismo de la voluntad, del reduccionismo del lenguaje. Puede volver a abrirse al ser como don, como plenitud, como fundamento. Puede volver a reconocer a Dios no como posibilidad, sino como acto puro, como origen y destino, como verdad que se ofrece.

Este retorno no es restauración mecánica, ni nostalgia metafísica. Es reconfiguración profunda, que exige pensar el ser desde su participación, no desde su construcción. Que exige pensar la libertad como apertura al bien, no como elección sin contenido. Que exige pensar la verdad como adecuación al ser, no como coherencia interna. Que exige pensar a Dios como plenitud del ser, no como símbolo del deseo.

La paradoja de la omnipotencia, en este marco restaurado, vuelve a ser lo que siempre fue: testimonio del misterio, límite de la razón, expresión de una sabiduría que reconoce que el poder divino no es arbitrariedad, sino unidad perfecta entre querer, saber y amar. El ser, como participación en Dios, vuelve a ser horizonte, camino, morada. El hombre, como imagen de Dios, vuelve a ser buscador de sentido, custodio del misterio, peregrino de la verdad. El hombre no es pastor del ser, sino custodio del misterio divino.

La filosofía, entonces, puede volver a ser sabiduría, no técnica; contemplación, no producción; diálogo con el ser, no juego de signos. Puede volver a encarnar la vocación originaria del pensamiento: reconciliar al hombre con el ser, y al ser con Dios. En ese horizonte, la paradoja deja de ser problema, y se convierte en puerta hacia el misterio. El eclipse del sentido deja de ser condena, y se convierte en llamado a la luz.