EL AGOTAMIENTO ARTÍSTICO DEL SUJETO HISTÓRICO BURGUÉS
Una genealogía estética desde la música culta hasta la cultura zombi
I. Introducción: música como síntoma histórico
La música no es solo arte: es síntoma, expresión sensible de las tensiones, esperanzas y contradicciones de una época. A través de ella, se puede leer la historia de las clases sociales, sus proyectos, sus crisis y sus mutaciones. En este ensayo se propone una lectura histórico-dialéctica de la música, entendida como reflejo del sujeto histórico burgués, desde su fase revolucionaria hasta su decadencia posmoderna. Se abordará el surgimiento de la música culta como expresión de la burguesía ilustrada, el fracaso de los intentos totalitarios de crear una música proletaria, el esplendor melódico del capitalismo de bienestar, y finalmente, el colapso estético del capitalismo tardío, donde la música se convierte en descarga compulsiva de una sociedad zombi.
II. La música culta como expresión revolucionaria de la burguesía
Durante los siglos XVIII y XIX, la burguesía emergente se convierte en sujeto histórico revolucionario. Su lucha contra el absolutismo y el feudalismo se expresa no solo en la política, sino también en el arte. La música culta —especialmente la sinfónica— se convierte en vehículo de emancipación, en símbolo de la razón ilustrada y del espíritu romántico.
Beethoven encarna esta tensión: su música es heroica, dialéctica, cargada de conflicto y resolución. La Quinta Sinfonía no es solo música: es historia en sonido. La forma sonata, la sinfonía, el lied, el cuarteto de cuerdas: todas son estructuras que reflejan el ideal burgués de unidad orgánica, desarrollo temático, progreso formal.
En esta etapa, la melodía, la armonía y el ritmo están integrados en una totalidad estética que refleja el proyecto ilustrado: razón, libertad, belleza.
III. El fracaso de los totalitarismos en crear una música proletaria
Con el siglo XX llegan los intentos de construir una música popular proletaria desde los regímenes totalitarios. Tanto el nazismo como el estalinismo intentan manipular el arte para convertirlo en instrumento del partido, pero fracasan en crear una estética auténtica.
En la URSS, el realismo socialista impone una música funcional, heroica, pero vacía de conflicto real. Compositores como Shostakovich viven bajo censura, y la música se convierte en propaganda, no en expresión. En el nazismo, se promueve una música nacionalista, épica, pero profundamente reaccionaria. Se persigue el jazz, la música moderna, y se impone una estética de pureza racial.
Ambos sistemas fracasan porque el arte no puede ser impuesto desde arriba. La música popular proletaria no nace de decretos, sino de la experiencia viva de las clases trabajadoras. Lo que emerge en cambio es una estética manipulada, sin alma, sin historia, sin autenticidad.
IV. El esplendor melódico del capitalismo de bienestar (1950–1970)
Tras la brutalidad de la Primera y Segunda Guerra Mundial, en muchos países occidentales se instala el capitalismo de bienestar. La pequeña burguesía vive una época de estabilidad, seguridad social y expansión cultural. En este contexto, la música popular alcanza una profundidad melódica y sentimental que conmueve el alma.
The Beatles, Simon & Garfunkel, The Carpenters, Bee Gees, Chicago, Bread, America, The Moody Blues: todos estos grupos crean baladas que vibran con ternura, melancolía, amor, esperanza. La melodía es rica, la armonía sofisticada, el ritmo acompaña sin dominar. Las letras son poéticas, íntimas, existenciales.
Esta música no es solo entretenimiento: es expresión sensible de una clase que aún cree en el futuro, que aún busca belleza, sentido y comunidad.
V. Capitalismo tardío y el colapso estético
Con la llegada del capitalismo global neoliberal, todo cambia. La música popular es fagocitada por la lógica del mercado, y la estética se empobrece. La repetición sustituye a la innovación: loops, beats, fórmulas virales. La melodía se desvanece, la armonía se simplifica, el ritmo se vuelve maquínico. La letra se empobrece, se vuelve funcional, hedonista, sin narrativa.
El oyente ya no se conmueve: se sacude. La música se convierte en descarga compulsiva, en estímulo sin alma. El cuerpo se mueve, pero el espíritu no vibra. Es la música de una sociedad cosificada, adictiva, zombi.
VI. Lumpenización estética y la música como simulacro
En el capitalismo tardío, la música popular no solo se empobrece: se lumpeniza. Este término, tomado de la crítica marxista, no se refiere aquí a lo marginal en sentido social, sino a una pérdida de proyecto histórico, de densidad simbólica, de horizonte estético. La música deja de ser expresión de una clase con ideales para convertirse en ruido funcional, en simulacro de arte.
La lumpenización se manifiesta en la desarticulación entre melodía, armonía y ritmo: ya no hay desarrollo temático, ni tensión formal, ni resolución emocional. El ritmo se impone como pulsión maquínica, repetitiva, uniforme, sin respiración ni variación. La melodía se reduce a frases cortas, meméticas, o desaparece por completo. La armonía se convierte en fondo decorativo, sin función estructural.
Esta música no busca conmover ni narrar: busca estimular, enganchar, viralizar. Es el sonido de una cultura que ha perdido el alma, pero que aún sacude el cuerpo.
VII. El cuerpo sin alma: danza posmoderna y estética zombi
La transformación musical se refleja también en la danza. Lo que antes era ritual colectivo, expresión simbólica del deseo, del duelo, de la comunión, se convierte en coreografía compulsiva, en sacudimiento sin sentido.
En las culturas tradicionales, el baile era forma de conexión con la naturaleza, con el otro, con lo sagrado. En la posmodernidad, el baile se vuelve hipersexualizado, brutal, repetitivo, diseñado para impactar, no para expresar. El cuerpo se mueve, pero no siente. La danza ya no es ceremonia, sino algoritmo de gestos.
Esta estética zombi —donde el cuerpo se agita pero el alma no vibra— es reflejo de una subjetividad cosificada, atrapada en el consumo, la imagen y la adicción.
VIII. La desnaturalización del sujeto urbano
La música posmoderna se corresponde con un sujeto que ha perdido el contacto con la naturaleza. Nacido y criado en la megalópolis, rodeado de concreto, pantallas y ruido, este sujeto ya no conoce el canto de los pájaros, el rumor de las cascadas, el silencio del bosque. Su mundo se ha desnaturalizado, y con ello, él mismo se ha deshumanizado. La música que escucha no emana del entorno, sino de máquinas, algoritmos, software. El ritmo ya no imita el latido del corazón ni el fluir del río, sino el golpeteo de la fábrica, el loop del sistema.
La música se convierte en eco de una existencia artificial, donde el arte ya no conecta con lo vivo, sino que reproduce lo muerto.
IX. La generación Z: humanidad en entredicho
La generación Z no ha dejado de ser biológicamente humana, pero su condición espiritual está en entredicho. Rodeada por un mundo hiperconsumista, acelerado y desespiritualizado, esta generación vive en una crisis de sentido, donde la música, el arte y la cultura ya no ofrecen refugio ni horizonte.
Su sensibilidad está mediada por pantallas, redes, algoritmos. La música que consume es descarga compulsiva, no experiencia estética. El arte ya no eleva ni transforma: acompaña la caída silenciosa de una civilización sin alma.
Y sin embargo, hay esperanza. Porque lo que Dios ha puesto en el hombre no lo quita ni la maldad más refinada. La chispa divina —la capacidad de amar, de crear, de buscar lo eterno— resiste incluso en los entornos más hostiles.
X. El canto perdido
La música posmoderna es el estertor de cisne de la modernidad finisecular. Es el canto final de un sujeto histórico que ha perdido su proyecto, su alma, su vínculo con la naturaleza y con lo trascendente. En ella ya no hay melodía que conmueva ni armonía que eleve: solo ritmo maquínico, repetición compulsiva, letras fragmentadas y cuerpos sacudiéndose sin alma. Es el sonido de una civilización que ha olvidado cómo escuchar.
En este paisaje, la figura de John Travolta emerge como símbolo de transición. En Saturday Night Fever (1977), Travolta encarna al joven de clase trabajadora que encuentra en la pista de baile un espacio de expresión emocional, identidad y escape. La música disco que lo acompaña —aún melódica, aún armónica, aún cargada de deseo— permite una danza que, aunque estilizada y urbana, conserva una dimensión ritual. Travolta no solo baila: interpreta, seduce, sufre, busca. Su cuerpo está en movimiento, pero su mirada aún tiene profundidad. Él representa el último bailarín melódico antes de la llegada del beat maquínico, del reguetón compulsivo, del algoritmo coreográfico. Su figura marca el paso de la danza como expresión del alma urbana a la danza como descarga corporal en la era del simulacro. En sus apariciones posteriores, Travolta se convierte en símbolo nostálgico de una época donde el cuerpo aún bailaba con alma.
Pero el verdadero giro hacia lo maquínico se consuma con Michael Jackson. En sus videoclips —especialmente desde Thriller (1982) en adelante— el cuerpo ya no baila como expresión espontánea del alma, sino como máquina perfecta, como coreografía milimétrica, como espectáculo visual diseñado para impactar. Jackson convierte la danza en sistema de gestos codificados, en lenguaje corporal que ya no narra ni vibra, sino que ejecuta. Su música, aunque aún melódica en muchos aspectos, comienza a ceder terreno al ritmo dominante, al beat programado, al sonido digital. En él, el cuerpo se convierte en interface, en superficie de proyección, en objeto estético. Es el momento en que la música popular deja de ser canto del alma para convertirse en coreografía del simulacro.
La alemana Nina Hagen representa la ruptura total con el canon estético burgués. Su voz estridente, su teatralidad punk y su apariencia andrógina no son simple provocación, sino una forma de desfigurar los límites impuestos por la cultura dominante. En ella, el cuerpo ya no busca belleza ni armonía, sino convertirse en grito, en caos, en resistencia. Parece hombre no por imitación, sino porque encarna lo inclasificable: lo que no puede ser domesticado ni convertido en mercancía. Es el estallido simbólico de lo excluido, una figura que desafía tanto el orden burgués como el simulacro posmoderno. Nina Hagen abrió la puerta, pero no estuvo sola. Otras mujeres alemanas como Gudrun Gut, Anja Huwe de Xmal Deutschland, y Nico (Christa Päffgen) encarnaron distintas formas de ruptura estética. Gudrun Gut desfiguró la voz femenina en la electrónica industrial; Anja Huwe convirtió el post-punk en un lamento gótico desde el margen; y Nico, con su canto fúnebre y minimalismo radical, anticipó la estética del vacío. Todas ellas desafiaron la feminidad normativa y el canon burgués, convirtiéndose en cuerpos sonoros que no buscan agradar, sino despertar. Son figuras del exceso, del desgarro, del grito que aún resiste. Nena, con 99 Luftballons, representa el instante fugaz en que el pop alemán logró condensar sensibilidad política y melancolía generacional en una sola canción. Su éxito único se convirtió en símbolo de una juventud atrapada entre la amenaza nuclear y el deseo de paz, dejando un eco que aún resuena como canto aislado en medio del colapso cultural.
Y, sin embargo, en medio del colapso, aún hay gestos de resistencia. Músicos que buscan profundidad, oyentes que anhelan belleza, almas que no se resignan al ruido. En los márgenes, en lo íntimo, en lo híbrido, persiste un canto que no ha sido del todo silenciado.
Paradójicamente, algunos de estos gestos surgen desde el corazón mismo del sistema. El caso de Bad Bunny es emblemático: figura central del mainstream posmoderno, su música encarna la estética del beat dominante, la imagen viral, la lírica fragmentada. Pero en ciertos momentos —como en sus referencias a la identidad puertorriqueña, la crítica a la gentrificación, o su denuncia del colonialismo cultural— emerge una voz que busca algo más que consumo. Aunque su estilo está atravesado por la lógica del mercado, hay en él una tensión entre el simulacro y la autenticidad, entre el ruido y el alma.
Lo mismo ocurre con otros artistas contemporáneos que, desde distintas estéticas, encarnan ese canto perdido. Rosalía, por ejemplo, fusiona flamenco con reguetón y electrónica, a veces con profundidad simbólica, otras con vaciamiento estético. Billie Eilish, con su minimalismo melancólico, da voz al vacío existencial de la generación Z. Frank Ocean explora la intimidad, el deseo y la identidad con una sensibilidad poética que resiste la estandarización. Bon Iver, desde lo independiente, cultiva una sonoridad introspectiva, casi ritual. Sufjan Stevens combina lo espiritual, lo político y lo íntimo en composiciones que aún vibran con alma.
Estos músicos no representan una revolución estética, pero sí una resistencia fragmentaria. Son ecos del alma que se niega a desaparecer del todo. En sus obras, a veces contradictorias, a veces ambiguas, se escucha el murmullo de lo perdido, el susurro de lo que aún puede ser salvado.
Así, el canto perdido no es solo nostalgia: es posibilidad. Es la música que aún puede conmover, aún puede elevar, aún puede recordar que somos más que cuerpos sacudiéndose en la pista del algoritmo. Es la música que, en medio del colapso, aún canta.
XI. La música folklórica y su contaminación por la industria cultural
La música folklórica, en su origen, es expresión viva de comunidades concretas, portadora de memoria, ritual, identidad y resistencia. No nace en los conservatorios ni en los estudios de grabación, sino en los campos, las montañas, los barrios, las celebraciones populares. Es música que narra la vida, que acompaña el trabajo, el duelo, la fiesta, la lucha.
Sin embargo, en el capitalismo tardío, esta música comienza a ser fagocitada por la industria cultural. Se mercantiliza: adaptada a formatos comerciales para festivales, turismo o plataformas digitales. Se estiliza: despojada de su función ritual, política o narrativa para volverse “agradable” o “vendible”. Se fusiona superficialmente: mezclada con géneros globales sin diálogo profundo, perdiendo su raíz. Lo folklórico deja de ser memoria viva para convertirse en mercancía cultural, decorado exótico para el consumo urbano.
Esta contaminación no es solo estética, sino ideológica: borra memorias, luchas y saberes comunitarios. La música folklórica, que antes era resistencia simbólica, se convierte en simulacro de autenticidad.
XII. El contraste entre el arte burgués ilustrado y el arte manipulado por el partido
La burguesía ilustrada, en su fase revolucionaria, promovía un arte que buscaba libertad, belleza, verdad. La música culta del siglo XVIII y XIX —de Mozart a Brahms— era expresión de un sujeto que aún creía en el progreso, en la razón, en la dignidad humana.
En contraste, los regímenes totalitarios del siglo XX intentaron manipular el arte desde el poder: En la URSS, el realismo socialista impuso una estética heroica, funcional, sin conflicto real. La música debía servir al partido, no al alma. En el nazismo, se promovió una música nacionalista, épica, racialmente “pura”, mientras se perseguía el jazz, la música moderna, lo “degenerado”.
Ambos fracasaron en crear una música popular proletaria auténtica. El arte impuesto desde arriba se volvió vacío, mecánico, propagandístico. No nació del pueblo, sino del decreto. No vibró con la historia, sino que la simuló.
XIII. ¿Es posible una estética de resistencia?
En medio del colapso estético del capitalismo tardío, aún hay gestos de resistencia. Músicos, poetas, artistas, oyentes que no se resignan al ruido, que buscan profundidad, belleza, sentido. En los márgenes, surgen expresiones musicales que recuperan la melodía, la poesía, la comunidad. En lo independiente, lo local, lo híbrido, se cultiva una estética que no busca viralidad, sino verdad. En lo íntimo, lo espiritual, lo ritual, se preserva la chispa que ni la maldad más refinada puede extinguir. La música aún puede ser puente, refugio, fuego. Aún puede cantar lo que el algoritmo no entiende.
XIV. Epílogo: el canto que resiste
El sujeto histórico burgués ha agotado su proyecto. Su música, en la posmodernidad, se ha vuelto descarga compulsiva, ritmo maquínico, coreografía zombi. Pero en medio del colapso, aún hay almas que buscan. Aún hay cantos que no se resignan. Aún hay melodías que vibran con lo eterno. Estas líneas no son sólo una crítica: es una invocación. A recuperar el arte como forma de vida, como expresión del alma, como resistencia al ruido. A escuchar el canto perdido. A volver a ser humanos.
Este ensayo se inscribe en una tradición crítica que reconoce en el arte no solo una forma de expresión, sino un campo de lucha simbólica. En este sentido, es imprescindible mencionar a Theodor W. Adorno, quien en Introducción a la sociología de la música y Dialéctica de la Ilustración denunció la transformación de la música en mercancía bajo el capitalismo avanzado. Para Adorno, la industria cultural convierte el arte en producto estandarizado, anulando su capacidad de crítica y de experiencia estética auténtica. Su concepto de regresión de la escucha es clave para entender cómo el oyente moderno ha sido reducido a consumidor pasivo, incapaz de experimentar la música como forma de verdad.
También es pertinente evocar a Walter Benjamin, quien en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica anticipó la pérdida del “aura” en el arte moderno, fenómeno que se ha radicalizado en la era digital. La música posmoderna, reproducida infinitamente, pierde su singularidad, su contexto, su ritual, convirtiéndose en sonido flotante, sin historia ni cuerpo.
Desde otra perspectiva, Fredric Jameson y Mark Fisher han descrito el posmodernismo como la lógica cultural del capitalismo tardío, donde la estética se vuelve simulacro, y el arte ya no representa ni transforma, sino que reproduce la superficie del presente. Fisher, en particular, habla del “realismo capitalista” como bloqueo de la imaginación política, fenómeno que se refleja en la música como imposibilidad de lo nuevo, como repetición infinita de lo mismo.
Este ensayo se articula como fundamento de una propuesta teórica que el autor denomina Estética del Ocaso, entendida como crítica filosófica, histórica y simbólica del agotamiento artístico del sujeto burgués. Esta estética no busca restaurar el pasado ni idealizar lo perdido, sino nombrar el colapso, denunciar el simulacro, y preservar la chispa espiritual que aún resiste en medio del ruido.
La Estética del Ocaso es, por tanto, una forma de pensamiento que reconoce en el arte contemporáneo no solo su decadencia, sino también su posibilidad: la posibilidad de volver a escuchar, de volver a cantar, de volver a ser humanos.
En el siglo XX, especialmente tras el fracaso de los grandes proyectos emancipatorios —la revolución soviética degenerada en burocracia, el fascismo derrotado, pero no extirpado, y la socialdemocracia absorbida por el mercado—, la música popular comenzó a ocupar un lugar supletorio: el de canal simbólico de una revolución política que no llegó.
En ausencia de transformación estructural, la música se convirtió en refugio emocional, en territorio simbólico de resistencia, en simulacro de lo imposible. Las baladas, el rock, el soul, la canción de autor, el folk: todos estos géneros ofrecieron una revolución del alma cuando la revolución del mundo parecía clausurada. Pero con el avance del capitalismo tardío, incluso ese supletorio fue colonizado. La música dejó de ser promesa de redención para convertirse en banda sonora del colapso. Así, la música popular pasó de ser eco de la revolución ausente a ser ruido de fondo del conformismo global.
Esta transformación no es solo estética: es histórica, política, espiritual. Y por eso, la Estética del Ocaso no es solo una crítica del arte, sino una crítica de la historia misma: de sus promesas incumplidas, de sus sueños traicionados, de sus cantos silenciados.
La música cumple funciones múltiples y contradictorias. Puede despertar, cuando conmueve, cuando revela algo que estaba dormido en el alma, cuando nos conecta con lo profundo, lo verdadero, lo trascendente. Pero también puede adormecer, cuando se convierte en ruido de fondo, en estímulo repetitivo, en acompañamiento anestésico de la vida cotidiana. Y a veces compensa: sustituye lo que falta, consuela lo que no se dio, ofrece una emoción simbólica donde la realidad está vacía. Así, la música puede ser llamada, narcótico o consuelo. No es solo arte: es reflejo espiritual, tecnología afectiva, síntoma histórico. En ella se juega la posibilidad de despertar o de hundirse más profundamente en el simulacro. Por eso, en la Estética del Ocaso, la música no se analiza solo como sonido, sino como forma de vida.