miércoles, 22 de octubre de 2025

“Luz falsa en los umbrales del abismo: Francisco de la Cruz y el eco del engaño espiritual”

 

“Luz falsa en los umbrales del abismo: Francisco de la Cruz y el eco del engaño espiritual”

En la Lima virreinal del siglo XVI, donde la fe católica se entrelazaba con el poder político y el temor al demonio era tan real como las piedras de las iglesias, se desarrolló uno de los episodios más inquietantes de la historia religiosa americana: el caso de María Pizarro, una joven acusada de haber hecho pacto con el demonio, y la intervención secreta —y fallida— del fraile dominico Francisco de la Cruz. Este episodio, lejos de ser una anécdota marginal, constituye una clave interpretativa para comprender la verdadera naturaleza de las visiones y enseñanzas de dicho fraile. Su inoperancia espiritual frente a la posesión de la joven no solo revela su falta de autoridad carismática, sino que se erige como el más claro indicio de que él mismo fue víctima de un engaño demoníaco.

Francisco de la Cruz no era un hombre cualquiera. Fraile dominico, dotado de una elocuencia mística y una visión escatológica radical, proclamaba que América sería el nuevo centro del cristianismo, que los indígenas eran el verdadero pueblo elegido por Dios, y que el fin de los tiempos estaba próximo. Afirmaba haber recibido revelaciones celestiales, entre ellas la aparición del arcángel San Miguel, quien supuestamente le habría encomendado una misión profética. Estas afirmaciones, lejos de ser recibidas con entusiasmo por la jerarquía eclesiástica, despertaron sospechas y finalmente lo condujeron al tribunal de la Inquisición, donde fue condenado por herejía y ejecutado en 1578.

Pero antes de su caída definitiva, Francisco de la Cruz intervino —sin autorización eclesiástica— en el caso de María Pizarro. La joven, según los registros inquisitoriales, había sido objeto de fenómenos que en su tiempo se interpretaron como posesión demoníaca: convulsiones, voces extrañas, conocimiento oculto, y una confesión explícita de haber pactado con el demonio. La Compañía de Jesús, con su rigor teológico y su experiencia en discernimiento espiritual, fue llamada a examinar el caso. Sin embargo, en paralelo, Francisco de la Cruz se acercó a la joven en secreto, intentando ejercer una influencia espiritual que, según él, provenía de sus visiones y de su supuesta misión divina.

El resultado fue desolador. No solo fracasó en liberar a María de su estado, sino que su intervención fue considerada peligrosa, imprudente y espiritualmente ineficaz. La joven no mejoró; al contrario, su situación se agravó, y terminó muriendo en las cárceles de la Inquisición en 1573. Este fracaso no puede ser interpretado como un simple error pastoral o una falta de experiencia. En el contexto teológico de la época —y también desde una perspectiva espiritual más profunda—, la incapacidad de un supuesto vidente para ejercer autoridad sobre el demonio es un signo grave. En la tradición cristiana, los verdaderos santos y místicos, cuando son auténticos, irradian una fuerza espiritual que no proviene de ellos mismos, sino de su íntima unión con Dios. Donde hay santidad, hay luz; donde hay luz, el demonio huye.

Uno de los elementos más decisivos que la obra Apocalipsis Peruano de Rubén Quiroz omite —y cuya ausencia debilita cualquier evaluación profunda del papel espiritual de Francisco de la Cruz— es el principio teológico según el cual “donde hay santidad, el demonio huye”. Esta afirmación, sostenida por la tradición mística cristiana, no es una fórmula retórica, sino una regla espiritual verificada en la vida de los santos. Cuando el alma está verdaderamente unida a Dios, su sola presencia incomoda al enemigo, y su palabra, aunque sencilla, tiene poder para liberar, consolar y sanar. 

Si Francisco de la Cruz hubiera sido portador de una santidad auténtica, su intervención en el caso de María Pizarro habría irradiado esa fuerza espiritual que no necesita espectáculo ni visiones, sino que se manifiesta en frutos concretos: paz, conversión, liberación. El hecho de que esto no ocurriera, y que su presencia no solo fuera ineficaz sino incluso perturbadora, es un signo que no puede ser ignorado. La santidad no se proclama, se verifica; y en este caso, su ausencia es el indicio más claro de que el fraile, lejos de ser luz, pudo haber sido reflejo de una luz falsa. Por tanto, las conclusiones que Rubén Quiroz ofrece sobre la figura del fraile —al no considerar este principio espiritual esencial— resultan incompletas y, en buena medida, cuestionables.

La inoperancia de Francisco de la Cruz ante el caso de María Pizarro, entonces, no es un detalle menor. Es una grieta por donde se cuela la sospecha de que sus visiones no eran de origen divino, sino que estaban contaminadas —o incluso originadas— por el enemigo espiritual. San Pablo advierte que “el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz” (2 Cor 11,14), y la tradición mística, desde los Padres del Desierto hasta San Juan de la Cruz, insiste en que el demonio puede engañar incluso a las almas piadosas si estas no se mantienen en obediencia, humildad y comunión con la Iglesia.

Francisco de la Cruz actuó al margen de la autoridad eclesiástica, confiando en sus propias revelaciones, sin someterlas al discernimiento de sus superiores. Su intervención secreta en un caso tan delicado como el de una posesión demoníaca no solo fue temeraria, sino espiritualmente peligrosa. El hecho de que no lograra ningún fruto, que no produjera conversión, ni paz, ni liberación, es un signo que no puede ser ignorado. En el combate espiritual, los frutos son el criterio. Y en este caso, los frutos fueron amargos: confusión, escándalo, muerte.

Por tanto, lejos de confirmar su supuesta misión profética, el episodio de María Pizarro revela el verdadero rostro de las visiones de Francisco de la Cruz: no como luces celestiales, sino como reflejos engañosos de un poder que se disfraza para seducir. Su fracaso no fue solo pastoral, fue teológico. Fue el signo más claro de que él mismo, en su afán de ser instrumento de Dios, había caído en la trampa del adversario.

Este caso, leído con atención y discernimiento, no solo ilumina la figura de un fraile trágico, sino que ofrece una lección perenne: que incluso los más fervorosos pueden ser confundidos si se apartan de la obediencia, si se dejan seducir por la fascinación de lo extraordinario, y si no se someten al juicio de la Iglesia. La historia de Francisco de la Cruz es, en última instancia, una advertencia: no toda luz viene de Dios, y no todo celo espiritual es santo. A veces, el demonio habla en nombre de la verdad, y solo el silencio humilde y obediente puede desenmascararlo.

Bibliografía

Millar Carvacho, René. Entre ángeles y demonios: María Pizarro y la Inquisición de Lima. Revista de Historia, vol. 40, no. 2, 2007, pp. 25–58. 

Mesa, José Toribio. Historia del Tribunal de la Inquisición de Lima: 1569–1820. Tomo I, Imprenta de San Martín, 1887. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.

Quiroz, Rubén. Apocalipsis peruano: Francisco de la Cruz y el mesianismo en el virreinato. Heraldos Editores, 2025.

Catecismo de la Iglesia Católica. Librería Editrice Vaticana, 1992.

Biblia de Jerusalén. Desclée de Brouwer, 2009. (Referencia a 2 Corintios 11,14)

San Juan de la Cruz. Subida al Monte Carmelo. Ediciones Paulinas, 1990.

San Ignacio de Loyola. Ejercicios Espirituales. Ediciones Mensajero, 2004.

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