NIETZSCHE Y EL COLAPSO DE LA INTERPRETACIÓN
Introducción
El pensamiento de Nietzsche no es una salida del nihilismo: es su forma más refinada. No es una superación, sino una consumación. No es una afirmación vital, sino una disolución lúcida. Este ensayo no busca interpretar a Nietzsche, ni celebrarlo, ni condenarlo. Busca llevar su lógica hasta el final, hasta el punto donde incluso sus gestos afirmativos —la voluntad de poder, el eterno retorno, el superhombre— se revelan como ficciones que se autodevoran, máscaras que se disuelven en el vacío que ellas mismas generan.
Nietzsche no escapa al colapso que diagnostica: lo encarna. Su pensamiento no construye, no redime, no salva. Arde. Y en esa combustión, se convierte en el cuerpo enfermo de una civilización que ha entrado en su curva de muerte. Su escepticismo radical no es lucidez filosófica: es síntoma terminal. Es el reflejo de una cultura que ya no cree en sus verdades, ni en sus ficciones, ni en su propia capacidad de sostener el juego del sentido.
Este ensayo no se detendrá en la superficie, como lo hace el libro de Russo Delgado, por ejemplo, que se limita a recorrer los bordes del pensamiento nietzscheano sin horadar su núcleo. Aquí se desciende hasta el corazón mismo de sus presupuestos, y se los lleva hasta su colapso final. Porque si todo es interpretación, y toda interpretación es ilusión, entonces no hay afirmación posible, ni siquiera estética. No hay devenir, porque el flujo mismo es ilusión. No hay nada, porque incluso la nada se vuelve figura.
Lo que queda es el gesto vacío. El estilo sin fondo. La farsa sin autor. Nietzsche, el ilusionista, deviene en payaso sin propósito. No por error, sino por fidelidad extrema a su propia lógica. Y ese gesto —ese último gesto— es el que este ensayo se propone desentrañar con precisión, sin consuelo, sin redención, sin esperanza.
Parte I: El ilusionista en el corazón de la decadencia
Nietzsche no es un pensador sistemático, ni un filósofo en el sentido clásico. Es un estallido. Un síntoma. Una fiebre que recorre el cuerpo enfermo de una civilización que ha comenzado a descomponerse desde adentro. Su obra no construye: dinamita. No ordena: descompone. No redime: expone. Y en esa exposición, Nietzsche se convierte en el espejo deformante de Europa, en el bufón lúcido de una cultura que ha perdido toda fe en sus fundamentos.
Durante más de un siglo, se lo ha leído como el gran transvalorador de todos los valores, el profeta del superhombre, el esteta del devenir. Se lo ha celebrado como el destructor de ídolos, el poeta de la voluntad, el arquitecto de una nueva afirmación vital. Pero todo eso —como este ensayo se propone demostrar— no es más que una ilusión más dentro del juego que Nietzsche mismo desata. Un juego que, llevado hasta sus últimas consecuencias, devora incluso sus propias reglas, sus propias ficciones, sus propios gestos afirmativos.
Nietzsche no escapa al colapso que diagnostica. Lo encarna. Lo intensifica. Lo convierte en estilo. Su pensamiento no es una salida del nihilismo, sino su forma más refinada. No hay redención en su obra, ni siquiera estética. Lo que hay es un juego lógico que se autodevora, una danza sobre el abismo, una tragicomedia sin autor.
El libro de Russo, que pretende horadar el núcleo de Nietzsche, se queda en la superficie. Se detiene en los gestos, en las máscaras, en las frases incendiarias, pero no se atreve a seguir la lógica hasta el final. No ve —o no quiere ver— que el eterno retorno, la voluntad de poder, el superhombre, no son afirmaciones ontológicas, sino ficciones que se disuelven en su propia imposibilidad de sostenerse. No hay afirmación posible en Nietzsche que no se autodestruya. No hay concepto que no se pliegue sobre sí mismo. No hay interpretación que no se revele como ilusión.
Este ensayo no busca interpretar a Nietzsche. Busca llevar su lógica hasta el colapso absoluto. Mostrar que su pensamiento, lejos de ser una salida del nihilismo, es su consumación más radical. Que no hay potencia creadora, porque toda creación se devora en su propia ilusión. Que no hay devenir, porque el flujo mismo es ilusión. Que no hay nada, porque incluso la nada se vuelve figura, máscara, espejismo.
Nietzsche, el ilusionista, deviene en payaso sin propósito. No por error, sino por fidelidad extrema a su propia lógica. Y ese gesto —ese último gesto— es el que este ensayo se propone desentrañar.
Parte II: El juego del sentido y la ilusión del devenir
Nietzsche desmantela la verdad, pero no la reemplaza por el error: la reemplaza por el juego. Un juego sin reglas fijas, sin árbitro, sin finalidad. Un juego donde todo sentido es interpretación, y toda interpretación es ficción. En este escenario, la verdad no muere: se disuelve, se multiplica, se parodia. Y el pensamiento ya no busca afirmarse, sino danzar.
Este es el núcleo de la lógica nietzscheana: todo se convierte en juego del sentido. No hay hechos, solo interpretaciones. No hay esencia, solo máscaras. No hay sujeto, solo gestos. La vida no se afirma como verdad, sino como estilo. El pensamiento no se sostiene en fundamentos, sino en figuras que se rehacen y se deshacen sin cesar.
Pero este juego, llevado hasta el extremo, devora incluso su propia posibilidad de sostenerse. Porque si toda interpretación es ilusión, entonces el juego mismo es ilusión. Y si no hay fondo, ni forma, ni garantía, entonces el devenir —ese flujo que Nietzsche opone al ser— también se disuelve. El devenir no deviene nada. Es solo una figura más dentro del juego. Una ilusión que se interpreta a sí misma, sin remitir a nada.
Aquí se revela el colapso: no hay afirmación posible, ni siquiera estética. La voluntad de poder, el eterno retorno, el superhombre… no son conceptos ontológicos, ni principios vitales. Son ficciones que se autodevoran. Gestos que se repiten sin sostén. Máscaras que se disuelven en el vacío que ellas mismas generan.
Nietzsche quiso transformar el nihilismo en potencia creadora. Pero si toda creación es ilusión, y toda ilusión se reconoce como tal, entonces no hay potencia, ni creación, ni afirmación. Solo queda el juego. Y ese juego, en su forma más radical, no afirma nada, no niega nada, no sostiene nada. Es el pensamiento como vértigo. Como danza sin suelo. Como estilo sin fondo.
En este punto, incluso la nada —como ausencia, como vacío, como colapso— se vuelve ilusión. No hay abismo, porque el abismo es ya una figura. No hay silencio, porque el silencio es ya una forma. No hay mística, porque la mística es ya una interpretación. La nada no es el fin del juego, sino su última jugada.
Nietzsche, el ilusionista, deviene en payaso sin propósito. No por error, sino por fidelidad extrema a su propia lógica. Y ese gesto —ese último gesto— es el que revela el colapso absoluto de la interpretación.
Parte III: La ilusión de la nada y el diagnóstico civilizatorio
Cuando todo se ha disuelto —la verdad, el ser, el devenir, la voluntad, incluso la ilusión misma— lo que queda es la nada. Pero no una nada ontológica, ni metafísica, ni mística. Una nada que se devora a sí misma, que no puede sostenerse ni siquiera como ausencia. Una nada que, al ser nombrada, ya es forma. Y toda forma, en la lógica nietzscheana llevada al extremo, es ilusión.
Nietzsche no ofrece una salida del nihilismo. Lo consuma. Lo intensifica. Lo convierte en estilo. Su pensamiento no redime: expone la imposibilidad de toda redención. Y en esa exposición, revela el estado patológico de una civilización que ha perdido toda fe en sí misma. El escepticismo radical que Nietzsche encarna no es una lucidez filosófica: es el síntoma terminal de una cultura que ya no cree en sus propios fundamentos.
La civilización occidental, en el momento en que Nietzsche irrumpe, ya ha comenzado su curva de muerte. La verdad ha sido desmantelada por la ciencia, la moral por la historia, el sujeto por la psicología, el arte por la repetición. Lo que queda es una tragicomedia sin autor, un espectáculo sin guion, una danza de máscaras que ya no saben por qué bailan.
Nietzsche, en este escenario, no es el redentor. Es el enfermo lúcido, el cuerpo febril que grita desde el centro del colapso. Su pensamiento no cura: diagnostica. No ordena: descompone. No afirma: desenmascara. Y en ese gesto, se convierte en el espejo deformante de una cultura que se ha vuelto infatuada con su propia disolución.
El eterno retorno, la voluntad de poder, el superhombre… no son respuestas. Son figuras dentro del juego, ficciones que se repiten sin sostén, gestos que se autodevoran. No hay afirmación posible, porque toda afirmación se disuelve. No hay creación posible, porque toda creación es ilusión. No hay devenir posible, porque el flujo mismo es una máscara más.
Este es el diagnóstico: una civilización que ha perdido toda consistencia simbólica, que ya no puede sostener ni siquiera sus propias ilusiones. El pensamiento se convierte en mueca, el arte en parodia, la política en espectáculo, la filosofía en ironía. Y Nietzsche, en el corazón de ese colapso, deviene en payaso sin propósito. No por error, sino por fidelidad extrema a su propia lógica.
Parte IV: El fracaso de la afirmación y la caída del ilusionista
Nietzsche quiso afirmar la vida. Quiso transformar el nihilismo en potencia creadora, en estilo, en danza. Quiso que el pensamiento, liberado de la verdad, se convirtiera en arte. Que el sujeto, liberado del deber, se convirtiera en gesto. Que el mundo, liberado del sentido, se convirtiera en escenario. Pero esa afirmación —como todo en su obra— se devora a sí misma.
La voluntad de poder no afirma nada: interpreta. Y toda interpretación, en la lógica nietzscheana, es ficción sin garantía. El eterno retorno no redime nada: repite. Y toda repetición, en el juego del sentido, es ilusión sin fondo. El superhombre no crea valores: los representa como máscaras, como figuras que se disuelven en el mismo vacío que las genera.
Nietzsche no escapa al colapso que diagnostica. Lo encarna. Lo intensifica. Lo convierte en estilo. Pero ese estilo —esa afirmación estética— no puede sostenerse. Porque si todo es interpretación, y toda interpretación es ilusión, entonces no hay afirmación posible. No hay creación posible. No hay devenir posible. Solo queda el juego. Y ese juego, en su forma más radical, no afirma nada, no niega nada, no sostiene nada.
Nietzsche, el ilusionista, deviene en payaso sin propósito. No por error, sino por fidelidad extrema a su propia lógica. Su pensamiento, llevado hasta el extremo, no deja nada intacto, ni siquiera sus propias herramientas. No hay redención estética. No hay afirmación vital. No hay salida. Solo queda la mueca del pensamiento que se sabe ilusión, y que sigue actuando porque no puede dejar de hacerlo.
Este es el colapso final: el fracaso de la afirmación, no como error, sino como destino. El pensamiento que quiso liberarse de la verdad, del ser, del deber, del sujeto… termina disolviéndose en su propia lucidez. Y en ese gesto, Nietzsche se convierte en la figura más trágica de la filosofía moderna: no el redentor, sino el bufón lúcido. No el arquitecto de nuevos valores, sino el testigo del derrumbe.
Parte V: La farsa sin autor y el estilo como último gesto
Cuando todo se ha disuelto —la verdad, el ser, el devenir, la voluntad, incluso la nada— lo único que queda es la escena vacía. No hay Dios, no hay sujeto, no hay mundo. Solo queda el teatro sin dramaturgo, la representación sin guion, el gesto sin propósito. El cosmos, en esta lógica, no es un orden ni un caos: es una farsa sin autor.
Nietzsche, que quiso hacer del pensamiento una danza, termina bailando solo sobre un escenario que él mismo ha vaciado. Su filosofía, que comenzó como crítica, se convirtió en estilo. Y ese estilo —aforístico, incendiario, poético— es lo único que queda cuando todo contenido se ha disuelto. El estilo como último gesto. El pensamiento como máscara. La filosofía como performance sin público.
Este es el punto final del colapso: cuando incluso la crítica se vuelve forma vacía, y el pensamiento ya no busca verdad, ni redención, ni siquiera destrucción. Solo queda el gesto. El movimiento. La mueca. Nietzsche no es el arquitecto de nuevos valores: es el bufón lúcido que sigue actuando porque no puede dejar de hacerlo.
Y sin embargo, en ese gesto hay algo que no se deja borrar. No porque afirme, sino porque expone la imposibilidad de afirmar. No porque redima, sino porque muestra que no hay redención posible. No porque construya, sino porque revela que ya no hay nada que construir.
El pensamiento nietzscheano, llevado hasta sus últimas consecuencias, no deja nada en pie. Ni verdad, ni ilusión, ni nada. Y en ese vacío, lo único que queda es el estilo de quien ha mirado el abismo y ha nombrado su silencio. No como consuelo, ni como esperanza, sino como último gesto de lucidez.
Conclusión
Nietzsche no fue el arquitecto de una nueva afirmación, sino el médium de una disolución sin retorno. Su pensamiento, celebrado por muchos como una vía de liberación, es en realidad la forma más refinada del colapso moderno. No hay en él redención, ni estética, ni vital, ni filosófica. Solo hay el eco de una civilización que ha perdido toda fe en sus ficciones, y que ya no puede sostener ni siquiera la ilusión de sentido.
El eterno retorno, la voluntad de poder, el superhombre: todos ellos son máscaras que se deshacen en el mismo vacío que intentan ocultar. No hay afirmación posible, porque toda afirmación se autodevora. No hay devenir, porque el flujo mismo es ilusión. No hay nada, porque incluso la nada se vuelve figura. Y en ese teatro sin guion, Nietzsche —el ilusionista— deviene en payaso sin propósito, repitiendo gestos que ya no significan nada, pero que no puede dejar de hacer.
Este no es un pensamiento que libere: es un pensamiento que expone la imposibilidad de liberarse. No hay afuera del juego, porque el juego es todo. Y todo es ilusión. Incluso el gesto de desenmascarar es ya una máscara más. Nietzsche no escapa al nihilismo: lo consuma, lo encarna, lo estiliza. Y en ese gesto final, su filosofía no deja nada en pie, ni siquiera a sí misma.
Lo que queda es el estilo. El último gesto. La mueca del pensamiento que se sabe vacío. Y ese vacío —ese abismo sin fondo— no es una promesa, ni una amenaza, ni una esperanza. Es el fin. No como catástrofe, sino como forma. No como tragedia, sino como farsa sin autor.
Los entusiastas de Nietzsche no han querido ver esto. Han celebrado su estilo, han enaltecido su retórica, han repetido sus gestos como si fueran afirmaciones. Pero han retrocedido —sistemáticamente— ante el desafío de extraer las conclusiones últimas de su pensamiento. Han preferido la máscara del profeta antes que enfrentar el vacío que esa máscara encubre. Han convertido su filosofía en culto, cuando lo que exige es vértigo.
Los exégetas de Nietzsche —Jaspers, Heidegger, Deleuze, Foucault, Derrida, Bataille, Klossowski, Kauffman, Safranski, Kofman, Vattimo, Luc Ferri, Reginster, Volpi, Losurdo, incluidos— han fracasado en enfrentar el vértigo que su pensamiento exige. Han interpretado, sistematizado, reordenado, pero no han descendido hasta el núcleo corrosivo de su lógica.
Jaspers lo convierte en figura existencial, en testimonio de una lucha interior, en símbolo del límite humano. Lo interpreta como pensador de la trascendencia, como conciencia desgarrada que apunta más allá de sí misma. Pero en ese gesto, lo psicologiza, lo moraliza, lo convierte en drama humano. Jaspers quiere salvar a Nietzsche del nihilismo llevándolo al terreno de la comunicación existencial, del “abrazo trágico” con la verdad. Pero Nietzsche no comunica: descompone. No busca trascendencia: devora toda posibilidad de ella. Jaspers lo humaniza, cuando Nietzsche exige ser llevado hasta el punto donde ya no queda sujeto, ni drama, ni sentido.
Heidegger lo reabsorbe en la historia del ser, lo domestica en la metafísica, lo convierte en antesala de su propio proyecto ontológico. Pero Nietzsche no es antesala de nada: es colapso.
Otros lo han convertido en psicólogo, en poeta, en precursor del posmodernismo, en estilista de la sospecha. Pero todos ellos —con matices y elegancia— han retrocedido ante el desafío de extraer las conclusiones últimas: que no hay afirmación posible, que toda interpretación se autodevora, que incluso la nada es figura. Han preferido el Nietzsche útil, el Nietzsche brillante, el Nietzsche citable. Pero han evitado el Nietzsche terminal, el Nietzsche que no deja nada en pie, ni siquiera a sí mismo y contra sí mismo.
Deleuze lo estiliza como afirmación del devenir, como multiplicidad sin centro, como máquina deseante. Pero en ese gesto, lo convierte en sistema, en potencia, en afirmación. Deleuze celebra el juego, pero no enfrenta su insostenibilidad. El Nietzsche que devora sus propias ficciones queda fuera de escena.
Foucault lo instrumentaliza como genealogista del poder, como analista de las prácticas discursivas. Lo convierte en herramienta crítica, en método. Pero Nietzsche no es método: es implosión. Foucault evita el abismo ontológico y lo reduce a operador estratégico.
Derrida lo vincula con la diseminación, con la escritura, con la deconstrucción. Lo convierte en precursor de la diferencia infinita. Pero en ese gesto, lo textualiza, lo diluye, lo convierte en juego sin vértigo. Derrida esquiva el colapso lógico que Nietzsche exige.
Klossowski se acerca al núcleo febril de Nietzsche: el cuerpo, el simulacro, la repetición. Pero incluso él, que roza el vértigo, lo estetiza. Lo convierte en figura, en estilo, en experiencia. El colapso total —la disolución de toda forma— queda suspendido.
Bataille lo lee como exceso, como experiencia límite, como transgresión. Lo potencia como gesto trágico. Pero lo convierte en rito, en mística, en éxtasis. Nietzsche no es éxtasis: es descomposición. Bataille lo celebra, pero no lo desarma.
Kaufmann lo moraliza. Lo convierte en humanista, en pensador liberal, en crítico cultural. Lo suaviza, lo ordena, lo hace accesible. Pero Nietzsche no es accesible: es vértigo. Kaufmann lo convierte en guía, cuando lo que exige es caída.
Vattimo lo convierte en aliado del pensamiento débil, en figura posmoderna, en hermeneuta de la disolución. Pero lo convierte en programa, en horizonte, en posibilidad. Nietzsche no ofrece posibilidad: ofrece colapso. Vattimo lo interpreta, pero no lo habita.
Safranski lo biografía con precisión, lo presenta con claridad. Pero no desciende al núcleo corrosivo. Lo narra, lo contextualiza, lo explica. Pero Nietzsche no se explica: se descompone. Safranski lo ilumina, pero no lo incendia.
Losurdo lo acusa de elitismo, de reaccionario, de protofascista. Lo convierte en enemigo ideológico. Pero Nietzsche no es ideología: es implosión. Losurdo lo combate, pero no lo comprende. Lo reduce a posición, cuando lo que exige es vértigo.
Reginster, Kofman, Volpi, Ferry… todos ellos, con matices y elegancia, han preferido el Nietzsche útil, el Nietzsche brillante, el Nietzsche citable. Pero han evitado el Nietzsche terminal, el Nietzsche que no deja nada en pie, ni siquiera a sí mismo.
En este ensayo se sostiene que Nietzsche representa el colapso de la interpretación misma. No porque niegue el sentido, sino porque lo lleva hasta el punto donde toda forma de sentido se vuelve insostenible. Si no hay hechos, sino solo interpretaciones, y si toda interpretación es ficción sin garantía, entonces no hay suelo posible para sostener ningún valor, ninguna afirmación, ninguna creación. La interpretación, en Nietzsche, no revela ni construye: se autodevora.
La voluntad de poder no afirma desde una posición: es la multiplicación infinita de posiciones sin sujeto. El eterno retorno no redime el tiempo: lo repite sin sentido. El superhombre no crea valores: los representa como gestos que se disuelven en el vacío. En Nietzsche, la interpretación no es apertura, ni método, ni herramienta: es vértigo sin fondo. Por eso su pensamiento no solo colapsa como sistema, sino que arrastra consigo la posibilidad misma de interpretar. No hay afuera del juego, porque el juego es todo. Y todo es ilusión. Incluso la nada, en su lógica, se vuelve figura. .
Frente a sus exégetas —Heidegger, Deleuze, Foucault, Jaspers y tantos otros— que lo han domesticado, estetizado, instrumentalizado o moralizado, este ensayo extrae las conclusiones últimas que todos ellos han evitado. Se rechaza el Nietzsche útil, brillante, citable, y se revela al Nietzsche terminal, al que no deja nada en pie, ni siquiera a sí mismo.
Nietzsche no es el futuro de la filosofía. Es su epitafio.
Bibliografía
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