viernes, 31 de octubre de 2025

MODA Y FEMINIZACIÓN

 

MODA Y FEMINIZACIÓN

Introito

La moda no es juego ni ornamento: es guerra simbólica. Bajo su aparente frivolidad se esconde el dispositivo más eficaz de la modernidad para domesticar cuerpos, diluir esencias y neutralizar diferencias. En el orbe cultural occidental, donde el simulacro ha sustituido al ser y la estética ha usurpado a la metafísica, la moda opera como máquina de disolución ontológica. No embellece: uniformiza. No libera: somete. No revela: disfraza.

El varón, antaño eje estructurante del orden simbólico, ha sido convertido en superficie estética, en cuerpo neutro, en consumidor de signos sin raíz. Su sometimiento a la moda no es emancipación, sino feminización simbólica: adopta formas sin asumir esencias, se adapta sin afirmarse, se mezcla sin encarnar. La mujer, por su parte, ha sido transformada en inconsciente defensora del hibridismo cultural, legitimando la disolución de las esencias en nombre de la empatía, la armonía y la sensibilidad relacional.

Pero esta caída no es casual: es expresión de una posmodernidad nihilista, donde la diferencia sexual se diluye en lo híbrido, y la identidad se convierte en juego de apariencias. El jean, prenda universal, encarna esta lógica: símbolo de dominación cultural, de americanización estética, de uniformización del asalariado bajo el poder blanco de la plutocracia yanqui.

No habrá recuperación del sentido mientras el varón no reaccione ante su enajenación estética. Y ese despertar no será posible sin un cambio espiritual y metafísico, vinculado al surgimiento de una civilización multipolar que sepulte las distorsiones del mundo unipolar occidental. Solo entonces será posible afirmar nuevamente lo masculino profundo, lo femenino esencial, y una estética que no disuelva, sino que revele.

Moda como dispositivo simbólico y feminización estética del varón

La moda, lejos de ser una frivolidad, es uno de los dispositivos simbólicos más potentes de la modernidad y la posmodernidad. En ella se juegan tensiones profundas entre identidad, poder, sensibilidad, cultura y ontología. En el orbe cultural occidental, donde el paradigma moderno ha dado paso a una posmodernidad nihilista y reciamente inmanentista, la moda ha dejado de ser expresión de diferencia para convertirse en escenario de simulacro, de mezcla, de dilución.

En este contexto, el sometimiento del varón a la moda —antes ajeno o marginal— se ha convertido en norma. El hombre contemporáneo, especialmente en las sociedades occidentales, ha adoptado signos estéticos tradicionalmente femeninos: vulnerabilidad, emocionalidad, versatilidad, informalidad. Esta transformación, celebrada como progreso, no representa una dignificación de lo femenino, sino una feminización simbólica que adopta formas sin asumir esencias. El varón se somete a la moda no como afirmación de autoridad, sino como expresión estética. Su cuerpo, antes funcional, se convierte en superficie. Su presencia, antes estructurada, se diluye en lo intercambiable.

La mujer, por su parte, ha habitado la moda desde siempre. Pero su relación con ella no es de sumisión, sino de sabiduría encarnada. Desde una perspectiva esencialista, lo femenino se caracteriza por la empatía, la adaptabilidad, la resiliencia y la sensibilidad relacional. La mujer no se viste para agradar, sino para vincular. Su estética es ética. Su presencia es lenguaje. La moda, para ella, es forma de estar con el otro, de leer el entorno, de armonizar con él. Por eso, su sometimiento a la moda —cuando existe— no es debilidad, sino inteligencia afectiva.

Sin embargo, en la posmodernidad, esta razón estética femenina ha sido reconfigurada. Ya no opera como afirmación de lo esencial, sino como justificación del hibridismo estético y cultural. La mujer, por su disposición empática, se convierte en inconsciente defensora del mestizaje simbólico, de la mezcla de estilos, géneros, culturas y signos. Su sensibilidad, antes vinculada al cuidado y la presencia, ahora legitima la disolución de las esencias en nombre de la inclusión, la diversidad y la libertad estética.

Este fenómeno no es neutro. La mujer, al asumir el rol de curadora del híbrido, corre el riesgo de diluir su propia esencia en el juego de signos que ella misma ayuda a sostener. La moda, en este sentido, no solo la expresa: la absorbe, la convierte en superficie de legitimación de una estética sin raíz.

El jean como símbolo de dominación cultural

En el corazón de la moda posmoderna se encuentra el jean: prenda aparentemente neutra, funcional y democrática, pero en realidad cargada de significados históricos, políticos y ontológicos. Nacido en el siglo XIX como ropa de trabajo en el oeste estadounidense, el jean fue elevado a ícono global por Hollywood, la industria musical y el marketing corporativo. Su expansión no es casual: responde a una lógica de americanización estética, donde el poder blanco de la plutocracia yanqui impuso sus códigos bajo la apariencia de informalidad y libertad.

El jean se convirtió en el uniforme silencioso del cuerpo asalariado, borrando diferencias culturales y estéticas en nombre de la funcionalidad. En el hombre, representa una renuncia a la formalidad, una dilución de la autoridad simbólica, una estetización de la precariedad. En la mujer, el pantalón —y por extensión el jean— encarna una transgresión histórica: el acceso a espacios antes vedados, la afirmación de autonomía, pero también la adaptación al modelo masculino dominante. Así, mientras la mujer se viste de pantalón para afirmarse, el hombre se viste de jean para diluirse.

Ambas trayectorias, aunque similares en forma, revelan significados opuestos. El jean no es solo una prenda: es una herramienta de dominación simbólica, que disfraza la pérdida de identidad con estética juvenil. Su universalidad encarna la lógica del simulacro: todo parece libre, pero todo está uniformado.

Transformación híbrida y deshumanización posmoderna

La moda posmoderna celebra la fluidez, la mezcla, lo híbrido. Esta estética, presentada como apertura, es en realidad síntoma de una deshumanización profunda, propia de una posmodernidad nihilista que ha renunciado al ser, a la trascendencia y al sentido. El sujeto ya no se afirma desde una esencia, sino que se adapta, se mezcla, se simula. La moda deja de ser expresión de identidad para convertirse en juego de signos, donde el cuerpo es superficie intercambiable.

La transformación híbrida del sujeto —especialmente en el orbe cultural occidental— delata esta pérdida ontológica. La diferencia sexual, lejos de ser afirmada, es diluida en lo neutro, lo funcional, lo estéticamente adaptable. La moda, como dispositivo simbólico, no humaniza: deshumaniza. No libera: uniformiza. No afirma: simula.

El varón como catalizador del cambio

La mujer, por su disposición psicológica relacional, tiende a seguir al hombre en sus transformaciones simbólicas. En la posmodernidad, esto la convierte en inconsciente defensora del hibridismo cultural, legitimando la disolución de las esencias en nombre de la empatía y la armonía. Pero esta dinámica no se revertirá desde ella. La mujer no cambiará hasta que el hombre no reaccione ante su propia enajenación estética y simbólica.

El varón, al someterse a la moda, al adoptar signos femeninos sin asumir su profundidad, al diluir su identidad en lo informal y lo intercambiable, arrastra consigo a la mujer, que legitima inconscientemente ese proceso. Por eso, la recuperación del sentido femenino esencial —de su estética profunda, de su vínculo con la presencia, la diferencia y la trascendencia— depende de la reacción del varón ante su propia pérdida simbólica.

Filósofos de la moda: intuiciones valiosas, omisiones estructurales

Diversos pensadores han abordado la moda como fenómeno estético, social y simbólico. Sin embargo, frente a una crítica ontológica como la que aquí se propone, sus reflexiones resultan parciales, insuficientes o desviadas.

Georg Simmel, en su Filosofía de la moda, la concibe como juego de integración y diferenciación social. Pero su análisis es sociológico, no ontológico. No problematiza la moda como dispositivo de poder que coloniza el cuerpo ni como herramienta de disolución de la identidad sexual.

Walter Benjamin, en El libro de los pasajes, vincula la moda con el fetichismo de la mercancía, el tiempo y la muerte. Aunque su mirada es profunda, no articula la moda como feminización estética del varón ni como signo de renuncia metafísica al ser.

Roland Barthes, en El sistema de la moda, desarrolla una semiótica del vestido. La prenda es signo, el cuerpo es texto. Pero su enfoque textual reduce la identidad a lenguaje, sin atender a su dimensión ontológica. No problematiza la moda como simulacro que diluye la diferencia sexual en lo híbrido.

Jean Baudrillard, en El sistema de los objetos, denuncia la lógica del simulacro. La moda no responde a necesidades reales, sino a la lógica del signo y del consumo. Pero no articula la moda como feminización estética ni como colonización simbólica del cuerpo asalariado.

Gilles Lipovetsky, en El imperio de lo efímero, celebra la moda como expresión de autonomía estética. Pero su lectura es celebratoria: no advierte que esta autonomía es en realidad una forma de sometimiento silencioso al imperio inmanentista de la modernidad.

Michel Serres, por su parte, apenas lo nota. Aunque sensible al cuerpo y a los objetos, no desarrolla una crítica ontológica de la moda. No advierte que el jean, por ejemplo, es símbolo de dominación cultural, de americanización estética, de uniformización del asalariado bajo el poder blanco de la plutocracia yanqui.

Ninguno de estos pensadores vincula la moda con la dilución de la identidad sexual en lo híbrido, ni con la renuncia metafísica al ser. Nuestro enfoque esencialista y crítico abre una vía nueva: pensar la moda como signo profundo de una transformación civilizatoria que exige ser nombrada.

Civilización multipolar: horizonte de recuperación ontológica

La reacción del varón ante su enajenación estética —y con él, la recuperación del sentido femenino esencial— no será posible sin un cambio espiritual y metafísico profundo. Este cambio no puede surgir desde el interior del paradigma posmoderno occidental, que ha sustituido la trascendencia por la inmanencia, el ser por el parecer, la diferencia por lo neutro.

Solo el surgimiento de una civilización multipolar, capaz de sepultar las distorsiones del mundo unipolar occidental, podrá abrir espacio para una reconfiguración ontológica. En ese nuevo horizonte, será posible:

  • Recuperar la diferencia sexual como afirmación del ser.

  • Reinstaurar la estética como expresión de profundidad, no como superficie de consumo.

  • Reintegrar la moda en una lógica simbólica que afirme la identidad, el vínculo y la trascendencia.

La mujer, por su disposición relacional, seguirá al hombre en esta transformación. Pero el hombre no despertará sin ese cambio civilizatorio. La moda, entonces, será escenario no de simulacro, sino de revelación.

Conclusión

La moda en la posmodernidad occidental revela una transformación estética del varón que puede interpretarse como feminización. Pero esta adopción de signos femeninos no implica una dignificación de lo femenino, sino una simulación que renuncia a toda metafísica del ser. La mujer, por su razón estética, ha sido transformada en inconsciente defensora del hibridismo cultural, legitimando la disolución de las esencias. El jean, como prenda universal, encarna esta lógica: es símbolo de dominación cultural, de uniformización estética, de pérdida ontológica.

La recuperación del sentido exige una reacción masculina, pero esta no será posible sin un cambio espiritual y metafísico vinculado al surgimiento de una civilización multipolar. Solo entonces será posible afirmar nuevamente lo femenino esencial, lo masculino profundo, y una estética que no disuelva, sino que revele.

Bibliografía

  • Barthes, Roland. The Fashion System. Translated by Matthew Ward and Richard Howard, University of California Press, 1990. (El sistema de la moda)

  • Baudrillard, Jean. The System of Objects. Translated by James Benedict, Verso, 2005. (El sistema de los objetos)

  • Benjamin, Walter. The Arcades Project. Translated by Howard Eiland and Kevin McLaughlin, Belknap Press of Harvard University Press, 1999. (El libro de los pasajes)

  • Lipovetsky, Gilles. The Empire of Fashion: Dressing Modern Democracy. Translated by Catherine Porter, Princeton University Press, 1994. (El imperio de lo efímero)

  • Serres, Michel. The Five Senses: A Philosophy of Mingled Bodies. Translated by Margaret Sankey and Peter Cowley, Continuum, 2008. (Los cinco sentidos: una filosofía de los cuerpos mezclados)

  • Simmel, Georg. “Fashion.” American Journal of Sociology, vol. 62, no. 6, 1957, pp. 541–558. (La moda)

LA HIBRIDEZ CULTURAL COMO SIMULACRO DISOLVENTE

 


LA HIBRIDEZ CULTURAL COMO SIMULACRO DISOLVENTE

Una lectura desde la culturología filosófica

Introducción: El carnaval de la nada

Vivimos en la era posmoderna del todo mezclado y nada sostenido. La cultura contemporánea se ha convertido en un carnaval de hibridez, donde cada gesto estético, cada discurso académico, cada playlist digital y cada instalación artística se celebra como innovación, diversidad, inclusión. Pero bajo esa superficie colorida y tolerante, se esconde una maquinaria silenciosa y devastadora: el simulacro disolvente. Todo se fusiona, pero nada se transforma. Todo se representa, pero nada se revela. Todo se celebra, pero nada se sostiene.

La hibridez cultural, otrora síntesis viva de mundos en conflicto, ha sido degradada a estrategia de mercado, a estética de la neutralización, a política del vacío. Ya no es cruce simbólico, sino mezcla funcional. Ya no es tensión fecunda, sino dispersión anestésica. Ya no es resistencia, sino decoración. El sujeto híbrido, lejos de ser puente entre memorias, se ha vuelto avatar sin raíz, consumidor de identidades, operador de afectos líquidos. Y el arte, que alguna vez fue lugar de misterio, se ha convertido en espectáculo, algoritmo, mercancía.

Este ensayo no pretende lamentar el pasado ni idealizar lo perdido. Pretende desenterrar la raíz ontológica de la enfermedad espiritual que nos atraviesa: la hegemonía del principio de inmanencia de la modernidad. Ese principio que ha expulsado lo trascendente, lo simbólico, lo ritual, y ha convertido el mundo en objeto, el pensamiento en cálculo, la cultura en simulacro. Ese principio que incluso los críticos más lúcidos —Jameson, Bauman, Han— no han sabido cuestionar, atrapados como están en la lógica que denuncian.

A partir del hip hop y su posterior ramificación, este texto rastrea cómo la hibridez cultural ha sido absorbida por el totalitarismo inmanentista, cómo se manifiesta en todas las artes, en el pensamiento, en la universidad nihilista del USB, el webinar y el retroproyector. Y cómo, ante ese hundimiento, se vuelve urgente una filosofía de la síntesis: una metafísica que integre lo inmanente y lo trascendente sin confundirlos, sin mezclarlos, sin neutralizarlos. Porque solo desde ahí —desde el reencuentro con el misterio— será posible resistir el cáncer devorador del simulacro y reencantar el mundo.

I. El hip hop como génesis simbólica

El hip hop nació en el Bronx en los años 70 como un grito de resistencia, una forma de expresión cultural que emergía desde los márgenes, desde la exclusión, desde el dolor. No era solo música: era territorio, cuerpo, palabra, trazo. Era una forma de reencantar el mundo desde abajo, de devolverle sentido a lo cotidiano a través del ritmo, el graffiti, el breakdance y el rap. El hip hop, en su origen, fue una cultura profundamente simbólica, ritual, comunitaria. Su potencia no residía en la técnica, sino en la capacidad de articular memoria, denuncia y pertenencia.

El rap, como uno de sus pilares, encarnaba la voz del barrio, la crónica del sobreviviente, la poética del asfalto. No era una estética híbrida, sino una estética situada. Su hibridez —mezcla de lenguas, ritmos, referencias— no era simulacro, sino síntesis viva de una experiencia concreta. El rap no relativizaba: afirmaba. No fragmentaba: tejía. No disolvía: condensaba.

Pero esa potencia simbólica fue absorbida, digerida y reconfigurada por el aparato cultural de la modernidad tardía. Lo que era expresión se volvió producto. Lo que era rito se volvió algoritmo. Lo que era comunidad se volvió mercado. Así comenzó la ramificación del rap: trap, drill, lo-fi, mumble, reggaetón híbrido, afrotrap, etc. Cada ramificación, lejos de expandir el sentido, comenzó a diluirlo. La hibridez dejó de ser síntesis y se volvió simulacro.

II. La hibridez como simulacro disolvente

La hibridez cultural, en su forma actual, ya no representa el cruce fecundo de mundos, sino la neutralización de toda diferencia. Es una hibridez sin conflicto, sin memoria, sin tensión. Es una mezcla que no transforma, sino que trivializa. En lugar de integrar, disgrega. En lugar de enriquecer, empobrece. En lugar de abrir horizontes, los clausura bajo la estética del todo vale.

Esta hibridez es funcional al capitalismo neoliberal, que necesita sujetos flexibles, identidades líquidas, culturas consumibles. La hibridez se convierte en una estrategia de mercado: se vende como diversidad, pero opera como homogeneización. Se celebra como inclusión, pero actúa como borramiento. Es una expansión hacia la nada, una fragmentación del sentido, un simulacro que devora lo simbólico.

Ante la hibridez cultural Trump representa la respuesta brutal y plutocrática del fascismo intrademocrático imperialista. Ante el colapso simbólico que ha producido la hibridez cultural —esa mezcla sin tensión, esa estética del todo vale—, Donald Trump emerge como una respuesta brutal, regresiva y espectacularmente vacía. No representa una alternativa al simulacro, sino su forma más grotesca: una máscara de fuerza sobre un escenario de ruinas. Su figura encarna el fascismo intrademocrático del imperio en decadencia, donde el poder ya no destruye la democracia, sino que la habita como espectáculo. Su discurso mezcla populismo, nacionalismo, resentimiento y capital, sin síntesis ni profundidad. Es la hibridez vuelta contra sí misma: una identidad sin alma, una política sin símbolo, una estética sin misterio.

Trump no es anomalía, sino consecuencia lógica de una cultura que ha expulsado lo trascendente, lo ritual, lo contemplativo. Su estética plutocrática —torres doradas, slogans vacíos, culto al éxito— es expresión del totalitarismo de la inmanencia: todo se explica desde el yo, el poder, el dinero. Nada se abre al misterio, nada se ordena al absoluto. Por eso, frente a esta reacción brutal y vacía, no basta con más hibridez ni más relativismo. Hace falta una filosofía de la síntesis, capaz de articular lo inmanente y lo trascendente sin confundirlos ni separarlos. Solo desde ahí —desde lo que el simulacro no puede comprender ni destruir— será posible resistir el colapso espiritual de nuestra época.

III. Diagnóstico espiritual: fragmentación, desencantamiento, agotamiento

Este proceso no es solo estético o sociológico: es espiritual. La hibridez como simulacro disolvente es síntoma de una enfermedad más profunda: la hegemonía del principio de inmanencia de la modernidad. Todo se explica desde lo humano, lo técnico, lo funcional. Lo trascendente ha sido expulsado. Lo sagrado se ha convertido en mercancía o espectáculo. El arte ya no revela, solo entretiene. El pensamiento ya no busca verdad, solo opinión. La universidad ya no forma, solo certifica.

La música se ha vuelto algoritmo emocional. La pintura, gesto vacío. La escultura, instalación efímera. El cine, universo expandido sin mito. La literatura, autoficción sin alma. Todo se fragmenta, todo se relativiza, todo se agota. El sujeto moderno, sin horizonte trascendente, se vuelve narcisista, ansioso, vacío. La cultura se convierte en espejo roto, donde cada fragmento refleja una parte del yo, pero nunca el todo.

La fragmentación espiritual de Occidente —esa pérdida del símbolo, del rito, del horizonte trascendente— ha comenzado a volcarse en una fractura política y geoestratégica de proporciones históricas. Estados Unidos, atrapado en su propio colapso interno, ve cómo millones de ciudadanos huyen del desastre económico mientras su liderazgo se convierte en espectáculo. La figura de Donald Trump, lejos de ofrecer estabilidad, profundiza el caos: su giro hacia el aislacionismo y su cortejo con Moscú han dejado a Europa expuesta, debilitada y obligada a rearmarse sin convicción. La guerra en Ucrania, lejos de ser una anomalía, se ha convertido en el catalizador de esta deriva: un conflicto que revela la impotencia de Occidente, su pérdida de sentido común, su dependencia de estructuras que ya no garantizan estabilidad.

Lo que estamos presenciando no es solo una crisis geopolítica, sino la manifestación externa de una enfermedad interna: el totalitarismo del principio de inmanencia y el comienzo de la era postoccidental. Occidente no se fragmenta por falta de recursos ni por errores tácticos, sino porque ha sido vaciado de alma, su espíritu quedó inane. La hibridez cultural, el relativismo político, el espectáculo mediático y la disolución del pensamiento han dejado a las democracias sin brújula, sin vocación, sin símbolo. El mundo no se desordena por accidente: se desordena porque ha perdido el sentido. Y sin sentido, toda estructura —económica, política, militar o cultural— se derrumba. La guerra, la expulsión de migrantes, el caos institucional no son causas: son síntomas de un Occidente que ya no sabe quién es ni hacia dónde va.

IV. La universidad como dispositivo del nihilismo académico

La universidad contemporánea, lejos de ser un templo del saber, se ha convertido en un dispositivo funcional, en una mendaz industria más del sistema inmanentista. Salvo excepciones, congrega la intelectualidad anética de la hibridez cultural. Ya no forma sujetos, sino operadores. Ya no cultiva pensamiento, sino competencias. Ya no busca verdad, sino eficiencia. El aula se ha transformado en una interfaz: USB, webinar, retroproyector. El docente, en un facilitador. El estudiante, en un cliente. El conocimiento, en contenido. La sabiduría, en dato.

Este modelo universitario es expresión directa del principio de inmanencia: todo debe ser útil, medible, aplicable. Las humanidades son un estorbo y deben ser eliminadas o reducidas al mínimo. Por lo demás, la juventud enajenada, pragmática y funcional ya no se siente atraída por ella. En el propio docente ya no impera la investigación de largo aliento, sino el artículo indexado de ocasión. Lo trascendente —la filosofía, la poesía, la teología, el arte como experiencia— ha sido desplazado por lo técnico, lo instrumental, lo rentable. El saber ya no se contempla, se gestiona. Ya no se encarna, se exporta. Ya no se transmite, se descarga.

El USB, como símbolo, condensa esta lógica: el saber como archivo, como paquete, como objeto que se transfiere sin cuerpo, sin tiempo, sin vínculo. El webinar, como ritual vacío, simula la presencia, pero elimina el encuentro. El retroproyector, como dispositivo visual, reemplaza la palabra viva por la imagen proyectada, por el esquema, por el PowerPoint. Todo se vuelve plano, rápido, funcional. El aula se convierte en una sala de espera del mercado laboral. La universidad se transformó en la puerta giratoria del graduado sin empleo, sin mérito y sin profundidad humanística. Todo muy a tono con el espíritu nihilista de la sociedad pragmática y postmetafísica. 

V. El pensamiento atrapado en la inmanencia

Incluso los críticos más lúcidos —Jameson, Bauman, Han— no logran romper con esta hegemonía. Denuncian los síntomas, pero no la raíz. Jameson ve el simulacro, pero lo explica desde la economía. Bauman lamenta la liquidez, pero no propone una metafísica. Han denuncia la transparencia, pero no abre el horizonte. Todos operan dentro del marco inmanentista: el mundo se explica desde sí mismo, sin trascendencia, sin misterio, sin absoluto.

La enfermedad espiritual contemporánea no es solo cultural, es ontológica y metafísica. Es la imposibilidad de pensar lo que está más allá del sujeto, más allá del lenguaje, más allá del tiempo. Es la clausura de lo vertical, del símbolo, del rito, del silencio. Es el triunfo del ruido, del dato, del yo. La hibridez cultural, en este marco, no es apertura, sino disolución. No es síntesis, sino simulacro. No es pluralidad, sino fragmentación. El espíritu de la cultura occidental sucumbe ante su propio recortado cielo a meramente, terrenal, empírico y fáctico.  

VI. El arte como espejo roto

Todas las artes reflejan esta deriva. La música, atrapada en el algoritmo, ya no canta: produce. La pintura, convertida en instalación, ya no revela: decora. La escultura, despojada de materia simbólica, ya no encarna: se exhibe. El cine, fragmentado en series, ya no narra: entretiene. La literatura, reducida a autoficción, ya no imagina: se confiesa. El arte ya no conecta al sujeto con lo invisible, sino que lo encierra en lo visible. Ya no abre mundos, sino que reproduce pantallas.

El arte, que fue durante siglos el lugar del misterio, del símbolo, del rito, ha sido colonizado por la lógica del simulacro. La hibridez estética, celebrada como innovación, es muchas veces una forma de neutralización. Se mezcla todo, pero no se dice nada. Se fusiona todo, pero no se transforma nada. Se representa todo, pero no se revela nada.

La hibridez estética contemporánea ha alcanzado el colmo de la estulticia con episodios como el de Salvatore Garau, artista italiano que en 2021 vendió —no una, sino dos veces— una “escultura invisible” titulada Io Sono (“Yo soy”), supuestamente instalada sobre un pedestal vacío. La obra no existe físicamente: se trata de un espacio conceptual acompañado por un certificado de autenticidad. Lo grotesco no es solo que alguien haya pagado por ello, sino que el gesto fue celebrado como innovación estética. Este episodio no revela lo invisible: lo monetiza. No crea sentido: lo burla. Es la consagración del simulacro, donde incluso el vacío se convierte en mercancía certificada. Lejos de ser síntesis simbólica, esta hibridez es provocación sin misterio, mezcla sin alma, espectáculo sin profundidad. El arte, atrapado en el totalitarismo de la inmanencia, ya no busca lo trascendente: se conforma con vender la ausencia como si fuera revelación.

VII. Crítica culturológica a Jameson, Bauman y Han

Los tres pensadores —Fredric Jameson, Zygmunt Bauman y Byung-Chul Han— han ofrecido diagnósticos agudos sobre la cultura contemporánea. Han identificado síntomas como el simulacro, la liquidez, el cansancio, la transparencia, la fragmentación. Pero ninguno de ellos ha logrado romper con la raíz profunda del problema: la hegemonía del principio de inmanencia que sostiene la modernidad.

Fredric Jameson: el marxismo atrapado en la estructura. Jameson, en El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío, describe cómo la cultura se ha vuelto superficial, sin profundidad histórica, atrapada en el simulacro. Su análisis es brillante en lo formal, pero limitado en lo ontológico. Jameson explica todo desde la economía, desde la estructura material, desde el modo de producción. Su marxismo, aunque sofisticado, sigue siendo inmanentista: no hay apertura a lo simbólico, lo espiritual, lo trascendente. El sujeto es función, no misterio. El arte es mercancía, no revelación. La hibridez, para él, es alienación, pero no contempla que pueda ser también síntesis simbólica si se vive desde otro horizonte.

Zygmunt Bauman: la metáfora líquida sin metafísica. Bauman, en Modernidad líquida y Identidad, ofrece una crítica melancólica de la cultura contemporánea. Describe cómo los vínculos se disuelven, las identidades se fragmentan, el sujeto se vuelve errante. Pero su análisis se queda en la superficie del fenómeno: no interroga el fundamento ontológico que permite esa liquidez. No cuestiona el principio de inmanencia que ha vaciado el mundo de sentido. Su propuesta es ética, no metafísica. Invita a resistir, pero no a trascender. La hibridez, para él, es síntoma de la volatilidad, pero no explora su dimensión simbólica ni su potencial ritual.

Byung-Chul Han: el pesimismo sin salida. Han, en La sociedad del cansancio, La expulsión de lo distinto y La desaparición de los rituales, se acerca más que los otros a una crítica espiritual. Reconoce la pérdida de lo simbólico, lo contemplativo, lo ritual. Denuncia la transparencia como forma de violencia, la positividad como forma de agotamiento. Pero su tono es apocalíptico, sin esperanza. Han no propone una salida, no abre el horizonte. Su crítica es estética y fenomenológica, pero no ontológica. No rompe con la inmanencia, solo la lamenta. La hibridez, para él, es parte de la homogeneización, pero no contempla que pueda ser también lugar de reapropiación simbólica.

VIII. El totalitarismo de la inmanencia

Lo que estos pensadores no alcanzan a ver —o no se atreven a nombrar— es que la enfermedad espiritual contemporánea no se resuelve con crítica cultural, sino con ruptura ontológica. El problema no es solo el capitalismo, la tecnología o la posmodernidad: es la clausura de lo trascendente, la expulsión del misterio, la negación del símbolo. Es el totalitarismo del principio de inmanencia, que convierte al mundo en objeto, al sujeto en función, al arte en mercancía, al saber en dato.

La hibridez cultural, cuando se vive desde esta lógica, se convierte en simulacro disolvente. Mezcla todo, pero no dice nada. Fragmenta todo, pero no construye nada. Expande todo, pero no sostiene nada. Es una estética del vacío, una política de la neutralización, una espiritualidad del cansancio.

IX. ¿Es posible resistir?

Sí, pero no desde la técnica, ni desde la crítica funcional, ni desde la nostalgia. La resistencia exige reapertura del horizonte simbólico, reencantamiento del mundo, reinvención del rito, reconexión con lo trascendente. El arte puede volver a ser lugar de misterio. El pensamiento puede volver a ser búsqueda de verdad. La cultura puede volver a ser espacio de comunión.

La hibridez, si se vive desde el conflicto, desde la memoria, desde el símbolo, puede ser también lugar de síntesis, de creación, de reexistencia. Pero para eso, hay que romper con el totalitarismo de la inmanencia. Hay que volver a mirar hacia arriba, hacia dentro, hacia lo invisible.

Epílogo: Hacia una metafísica del reencuentro

Ante el hundimiento del Occidente moderno neoliberal —con su cultura del simulacro, su universidad nihilista, su arte desencantado y su sujeto agotado— se vuelve urgente y necesario que se yerga una nueva filosofía. No una filosofía técnica, ni crítica, ni funcional. Sino una filosofía metafísica, capaz de integrar lo inmanente y lo trascendente sin confundirlos, sin mezclarlos, sin neutralizarlos. Una filosofía que no se limite a operar dentro del marco de la modernidad, sino que lo cuestione desde su raíz ontológica, desde su clausura del misterio, desde su expulsión de lo simbólico.

La modernidad, al absolutizar la inmanencia, ha clausurado el horizonte vertical del sentido. Ha convertido el mundo en objeto, el arte en mercancía, el pensamiento en cálculo, el sujeto en función. Ha expulsado lo sagrado, lo ritual, lo contemplativo. Ha confundido hibridez con simulacro, diversidad con dispersión, libertad con vacío. Y en ese proceso, ha generado una enfermedad espiritual que devora todo: cultura, lenguaje, cuerpo, alma. Esta enfermedad no se resuelve con reformas institucionales ni con ajustes técnicos: exige una ruptura ontológica, una reapertura metafísica, una reconfiguración simbólica.

Lo que se necesita no es una vuelta al pasado, ni una nostalgia por lo perdido. Lo que se necesita es una síntesis superior, como la que intentó la teología postconciliar: una metafísica que reconozca la densidad de lo inmanente —el cuerpo, la historia, la cultura— pero que lo abra hacia lo trascendente —el misterio, el símbolo, el absoluto. Una filosofía como la personalista, que no reduce al sujeto a función ni lo disuelve en el sistema, sino que lo afirma como persona: encarnación de sentido, vocación de comunión, apertura al infinito. Esta filosofía no puede nacer en los laboratorios del pensamiento técnico, ni en los algoritmos del saber digital. Debe nacer en el cruce entre el dolor y la esperanza, entre la memoria y el rito, entre el arte y el silencio. Debe ser una filosofía que no solo piense, sino que cante, contemple, encarne. Una filosofía que devuelva al mundo su profundidad, su misterio, su alma.

Los críticos contemporáneos —Fredric Jameson, Zygmunt Bauman, Byung-Chul Han— han ofrecido diagnósticos agudos sobre la cultura posmoderna, pero ninguno ha logrado romper con la raíz del problema. Jameson, atrapado en el marxismo estructural, explica el simulacro desde la lógica del capital, pero no interroga el fundamento ontológico que lo sostiene. Bauman, con su metáfora de la liquidez, describe la volatilidad del sujeto, pero no propone una metafísica que lo reencante. Han, el más cercano a una crítica espiritual, denuncia la desaparición de lo ritual y lo distinto, pero se queda en la melancolía, sin abrir el horizonte de lo trascendente. Todos operan dentro del marco inmanentista: denuncian los síntomas, pero no cuestionan la enfermedad ontológica que los produce.

Para superar el simulacro disolvente de la hibridez cultural, no basta con la crítica ni con el diagnóstico. Hace falta una filosofía de la síntesis, capaz de articular lo inmanente y lo trascendente sin confundirlos ni separarlos. Una filosofía que reconozca la densidad del cuerpo, del lenguaje, de la historia, pero que los abra hacia el misterio, el símbolo, la comunión. Una filosofía que no se limite a describir la fragmentación, sino que proponga una arquitectura del sentido. Tal como lo intentaron la teología postconciliar y la filosofía personalista, esta síntesis debe ser ontológica, estética, espiritual: debe devolver al arte su profundidad, al pensamiento su vocación, a la cultura su alma. Solo desde esa síntesis será posible resistir el totalitarismo de la inmanencia y reencantar el mundo.

“KGB y Velasco” de Aldo Mariátegui

 

“KGB y Velasco” de Aldo Mariátegui: entre la revelación documental y el sesgo ideológico

La publicación de KGB y Velasco: La alianza URSS–Perú 1968–1975. Cómo el espionaje ruso infiltró toda América Latina, lanzada por Penguin Random House en septiembre de 2025, ha generado un intenso debate sobre el papel de las potencias extranjeras en la política peruana durante la Guerra Fría. Aldo Mariátegui propone una tesis provocadora: el régimen de Juan Velasco Alvarado fue penetrado por la inteligencia soviética, específicamente la KGB, en una operación que habría tenido implicancias profundas para el rumbo del país. Lo cual es cierto, pero incompleto. Veamos.

El principal mérito de la obra radica en su acceso al archivo Mitrokhin, una fuente de alto valor histórico que documenta las operaciones de la KGB en diversos países. Mariátegui utiliza este archivo para mostrar cómo agentes soviéticos operaron en Lima, establecieron vínculos con el Servicio de Inteligencia Nacional y promovieron una agenda ideológica que habría influido en las reformas estructurales del velasquismo. Este enfoque aporta una dimensión poco explorada en la historiografía peruana, al revelar la profundidad de la presencia soviética en el país y su conexión con el proyecto político-militar de Velasco.

Sin embargo, el libro presenta graves limitaciones historiográficas y geopolíticos que comprometen su valor interpretativo. La más evidente es su enfoque unilateral: Mariátegui se concentra exclusivamente en la infiltración soviética, ignorando o minimizando la intensa actividad clandestina de la CIA en Perú. Esta omisión distorsiona el contexto de la Guerra Fría, que fue una pugna de doble vía. A continuación, se enumeran las principales acciones de la CIA durante el velasquismo que KGB y Velasco no pondera:

Acciones de la CIA en Perú durante el velasquismo

  1. Monitoreo constante del régimen velasquista La CIA vigiló de cerca las reformas estructurales del gobierno, especialmente la reforma agraria, la nacionalización de empresas extranjeras y el acercamiento a la URSS y Cuba.

  2. Infiltración en las Fuerzas Armadas Sectores militares peruanos fueron influenciados por agentes estadounidenses, lo que facilitó el golpe de Francisco Morales Bermúdez en 1975. Aunque no hay pruebas directas de que la CIA organizara el golpe, sí existen indicios de su respaldo indirecto. Su presencia hegemónica en la Marina de Guerra del Perú fue indiscutible.

  3. Contravigilancia a agentes soviéticos La CIA detectó y siguió de cerca a Nikolái Leónov, agente del KGB en Lima, organizando acciones de intimidación como amenazas telefónicas y vigilancia fotográfica.

  4. Presión diplomática y económica EE. UU. aplicó restricciones comerciales y presionó a organismos multilaterales para limitar el financiamiento al Perú, como respuesta a la nacionalización de empresas estadounidenses.

  5. Apoyo a medios y partidos opositores Aunque con menor intensidad que en décadas anteriores, la CIA mantuvo vínculos con sectores políticos -el APRA principalmente- y mediáticos contrarios al régimen -Caretas-, especialmente en el contexto del Tacnazo.

  6. Recolección de inteligencia sobre vínculos con el bloque socialista La CIA documentó las relaciones del Perú con Moscú, La Habana y otros países del Pacto de Varsovia, incluyendo compras de armamento y asesoría técnica.

Estas acciones muestran que la CIA no fue un actor pasivo durante el velasquismo. Al no incluirlas, Mariátegui ofrece una narrativa sesgada, ideológicamente cargada de ultraderechismo, que reduce la complejidad del conflicto geopolítico en Perú. Su lectura del periodo se inscribe en una perspectiva sumisa al imperio estadounidense que descalifica el velasquismo como un proyecto fallido por su cercanía con el comunismo, sin considerar los matices internos y positivos del proceso ni las presiones externas que lo condicionaron.

En conclusión, KGB y Velasco es una obra que aporta datos valiosos sobre la presencia soviética en el Perú, pero su utilidad como herramienta interpretativa está limitada por un abordaje incompleto y tendencioso. Se puede decir amablemente que es el abordaje neoliberal del tema. Para comprender cabalmente el impacto del espionaje internacional en el Perú de los años 70, es necesario contrastar las operaciones de la KGB con las de la CIA, y situarlas en el marco más amplio de la Guerra Fría latinoamericana. Solo así se podrá construir una narrativa equilibrada que haga justicia a la complejidad del periodo.