martes, 28 de octubre de 2025

Una respuesta a Zenón Depaz: entre el Uku Pacha y la encarnación

 

Una respuesta a Zenón Depaz: entre el Uku Pacha y la encarnación 

I. Introducción: el debate sobre lo sagrado

La discusión sobre lo sagrado en el pensamiento contemporáneo ha adquirido una intensidad renovada, especialmente en el contexto de los diálogos interculturales y las relecturas filosóficas de las cosmovisiones ancestrales. En este ensayo, se responde a las objeciones planteadas por Zenón Depaz, quien defiende una ontología de lo sagrado centrada en la inmanencia, inspirada en el animismo andino y en la noción de Uku Pacha como matriz genésica del cosmos. Su propuesta, aunque poética y simbólicamente rica, incurre en una clausura ontológica que este texto busca problematizar desde una perspectiva filosófica, teológica e histórica.

II. La ontología de Zenón: potencia sin alteridad

Zenón sostiene que lo sagrado no necesita trascender desde una Otredad absoluta, sino que se manifiesta desde la más honda mismidad del cosmos, desde su interior genésico, desde la potencia seminal que habita el orden natural. Esta visión, que encuentra resonancia en el pensamiento andino, propone que todo orden es precario y que lo sagrado exige cuidado, no dominación. En ese marco, la libertad no se concibe como “salvación” ni como “libertad de”, sino como “libertad para”: acción creativa, consciente de su límite, cuidadosa de no incurrir en la hybris griega, en la desmesura que rompe el equilibrio del mundo.

Sin embargo, esta ontología —cuando se absolutiza— termina incurriendo en un reduccionismo insostenible. Porque al encerrar lo sagrado en la pura inmanencia, se lo priva de su dimensión convocante, de su capacidad de interpelar, de redimir, de trascender. Lo sagrado, si ha de ser tal, no puede agotarse en lo que brota: debe también descender, irrumpir, llamar. La mismidad del cosmos, por fecunda que sea, no puede sustituir la alteridad del misterio. Y esa alteridad no es negación de lo ancestral, sino su plenitud.

III. El riesgo del panteísmo: univocidad y clausura

No hace falta tener el ojo demasiado agudo para advertir que esta clausura ontológica conduce directamente al panteísmo, es decir, a una interpretación unívoca del ser donde lo divino se confunde con el todo, y el todo se absolutiza como lo divino. Pero esa posición, aunque seductora en su armonía aparente, no se sostiene ni en la teoría ni en la realidad. Desde el punto de vista filosófico, la univocidad del ser anula la posibilidad de trascendencia, de comunión, de respuesta. Si todo es igualmente sagrado, entonces nada lo es en sentido pleno. Lo sagrado se vuelve paisaje: bello, pero mudo.

Desde el punto de vista histórico y empírico, esa reducción tampoco se condice con la experiencia humana. Para sostenerla sería necesario negar la encarnación y la resurrección de Cristo —acontecimientos que han resistido siglos de crítica racional, filosófica y teológica sin ser desmontados—, así como la evidencia sobrenatural que se manifiesta en la vida de los místicos, los santos, los milagros, los exorcismos. Fenómenos que la ciencia no ha podido explicar ni refutar con suficiencia. No se trata de apelar a lo inexplicable como argumento, sino de reconocer que lo sagrado trasciende la lógica reductiva de lo meramente cósmico. Lo divino no se agota en la potencia genésica del mundo: irrumpe, transforma, llama, redime.

IV. La teología postconciliar: encarnación sin clausura

Además, la teología contemporánea —especialmente la que emerge del impulso postconciliar— ha transitado precisamente por el camino que Zenón reivindica, pero sin caer en el reduccionismo de clausurar lo sagrado en la inmanencia. Pensadores como Teilhard de Chardin, Maritain, de Lubac, Congar, Chenu, Schillebeeckx, von Balthasar, Rahner, Gustavo Gutiérrez y Küng han desarrollado una teología de la encarnación que no niega lo terrenal, lo histórico, lo social, sino que lo asume como lugar teológico. Pero lo hacen sin disolver la trascendencia. No absolutizan la inmanencia, sino que la abren al misterio.

En esta visión, lo sagrado no es solo potencia genésica, sino también don, llamado, comunión. La encarnación no es símbolo mítico ni energía cósmica: es irrupción histórica, presencia real, acto de amor que redime. Y esa redención no puede ser pensada desde una ontología que clausura lo divino en el cosmos, porque lo divino, en su verdad más honda, no solo brota: desciende, interpela, transforma.

V. Nietzsche como contraste: el colapso del sentido

Frente a esta ontología del vínculo, el pensamiento de Nietzsche representa el momento en que incluso la inmanencia se descompone. Nietzsche no afirma el cosmos como plenitud, sino como vértigo. No celebra la vida como potencia, sino que la estiliza en su descomposición. El eterno retorno, la voluntad de poder, el superhombre: todos ellos son máscaras que se deshacen en el mismo vacío que intentan ocultar. No hay afirmación posible, porque toda afirmación se autodevora. No hay devenir, porque el flujo mismo es ilusión. No hay nada, porque incluso la nada se vuelve figura.

Zenón ha objetado que esta crítica a Nietzsche se sostiene en una idea platónico-cristiana de que la ilusión es negativa, porque presupone la existencia de una Verdad. Pero en Nietzsche —dice Zenón— la ilusión es poiética, creativa, afirmativa. Es el modo como discurre y se afirma la vida.

Sin embargo, esta defensa no alcanza a desmontar el núcleo corrosivo que se ha señalado. Porque si toda afirmación se autodevora, entonces incluso la ilusión como afirmación se vuelve figura que se disuelve. No hay poiésis sin forma, y Nietzsche lleva la forma hasta su punto de implosión. Lo que queda no es creación, sino estilo. No es afirmación, sino mueca. No es vida, sino su simulacro.

Zenón quiere rescatar a Nietzsche como pensador de la vida que se afirma en la ilusión. Pero Nietzsche no afirma la vida: la estiliza en su descomposición. No hay afirmación posible, porque toda afirmación se sabe ficción. Y en ese saber, se deshace. Nietzsche no celebra la ilusión: la lleva hasta el punto donde incluso la ilusión se vuelve insostenible.

Por eso, responder a Zenón exige no discutir si la ilusión es creativa o no, sino mostrar que en Nietzsche, incluso lo creativo se vuelve gesto sin fondo. No hay poiésis sin forma, y Nietzsche descompone toda forma. No hay afirmación sin sujeto, y Nietzsche disuelve al sujeto. No hay vida sin sentido, y Nietzsche consume el sentido. Lo que queda no es afirmación de la ilusión, sino vértigo ante su imposibilidad.

Los exégetas de Nietzsche —Jaspers, Heidegger, Deleuze, Foucault, Derrida, Bataille, Klossowski, Kauffman, Safranski, Kofman, Vattimo, Luc Ferri, Reginster, Volpi, Losurdo— han interpretado, sistematizado, reordenado, pero no han descendido hasta el núcleo corrosivo de su lógica. Han preferido el Nietzsche útil, brillante, citable. Pero han evitado el Nietzsche terminal, el que no deja nada en pie, ni siquiera a sí mismo.

Jaspers lo convierte en figura existencial, en símbolo del límite humano. Heidegger lo reabsorbe en la historia del ser. Deleuze lo estiliza como afirmación del devenir. Foucault lo instrumentaliza como genealogista del poder. Derrida lo textualiza como diseminación. Klossowski lo estetiza como cuerpo y simulacro. Bataille lo convierte en rito. Kaufmann lo moraliza. Vattimo lo convierte en programa. Safranski lo narra. Losurdo lo combate. Todos ellos, con matices y elegancia, han retrocedido ante el desafío de extraer las conclusiones últimas: que no hay afirmación posible, que toda interpretación se autodevora, que incluso la nada es figura.

En Nietzsche, la interpretación no es apertura, ni método, ni herramienta: es vértigo sin fondo. Por eso su pensamiento no solo colapsa como sistema, sino que arrastra consigo la posibilidad misma de interpretar. No hay afuera del juego, porque el juego es todo. Y todo es ilusión. Incluso la nada, en su lógica, se vuelve figura.

Frente a sus exégetas que lo han domesticado, estetizado, instrumentalizado o moralizado, este ensayo extrae las conclusiones últimas que todos ellos han evitado. Se rechaza el Nietzsche útil, brillante, citable, y se revela al Nietzsche terminal, al que no deja nada en pie, ni siquiera a sí mismo.

VI. Una metafísica del vínculo: jerarquía sin verticalismo

Lo que este ensayo propone no es una metafísica que niegue la inmanencia, ni una teología que exilie lo ancestral. Al contrario: se reconoce en el Uku Pacha una intuición profunda de lo sagrado como potencia genésica, como matriz fecunda, como interioridad que vibra. Pero esa intuición, si quiere ser plena, debe abrirse al misterio que la convoca, al rostro que la llama, al don que la transfigura.

La metafísica del vínculo que aquí se articula no borra la jerarquía ontológica entre lo trascendente y lo inmanente. La respeta, la afirma, la habita. Porque lo trascendente no es negación de lo inmanente, sino su plenitud. Y lo inmanente no es autosuficiencia, sino apertura. Lo divino no se confunde con el cosmos, pero tampoco lo abandona. Lo habita sin agotarse en él. Lo convoca sin violentarlo. Lo redime sin destruirlo.

Esta jerarquía no es dominio, ni imposición, ni verticalismo metafísico. Es la estructura misma del misterio: lo que llama desde más allá, pero se dona desde más acá. Lo que trasciende sin exiliarse. Lo que se encarna sin confundirse. Lo que salva sin absorber. Lo que convoca sin clausurar.

Por eso, la encarnación no es solo un acontecimiento teológico: es el gesto ontológico que revela la estructura del vínculo. En Cristo, lo trascendente se hace inmanente sin perder su alteridad. Y en ese gesto, lo humano no se disuelve en lo divino, sino que se eleva en comunión. La historia no se borra: se transfigura. La tierra no se niega: se santifica.

Zenón, al absolutizar lo ancestral, corre el riesgo de clausurar esta dinámica. Su ontología del Uku Pacha, aunque rica en simbolismo, termina por encerrar lo sagrado en la mismidad del cosmos. Pero lo sagrado, si ha de ser tal, no puede ser clausura: debe ser apertura. No puede ser solo matriz: debe ser también llamado. No puede ser solo potencia: debe ser también presencia.

La metafísica del vínculo que aquí se defiende no niega lo ancestral, pero tampoco lo absolutiza. Lo integra en una visión más amplia, donde lo sagrado no se agota en la tierra, sino que se abre al cielo. Donde la libertad no es solo creación, sino también respuesta. Donde el amor no es solo energía, sino rostro. Donde lo divino no es solo germinación, sino comunión.

VII. Conclusión: lo sagrado como comunión

Esta es la propuesta: una ontología que respete la jerarquía entre lo trascendente y lo inmanente, no para imponerla, sino para habitarla. Una metafísica que no clausure el misterio en el cosmos, ni lo exilie en la trascendencia, sino que lo reconozca en el vínculo. Porque el vértigo de lo sagrado no se resuelve en la armonía cósmica, ni en el colapso nihilista, sino en la comunión que llama, que dona, que redime.

Y esa comunión no es evasión del mundo: es encarnación en él. No es negación de lo ancestral: es su plenitud. No es abolición de la historia: es su transfiguración. Lo sagrado, entonces, no se encierra: se ofrece. No se impone: se revela.

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