NEOBRUTALISMO DEL SENTIDO DEL SER
El neobrutalismo es proceso espiritual que se
vuelve hegemónico sólo cuando una civilización entra en su curva
desintegradora. En ese sentido es parte de la crisis de la razón humana. La
razón humana vive en crisis permanente porque el hombre es un ser en crisis existencial
consubstancial a su ser, situación que espolea su avance y desarrollo. Pero la
crisis de la razón conoce fases de afloramiento, cenit y decadencia. Sólo en
ésta última se vuelven hegemónicos los rasgos irracionalistas de la crisis de
la razón. En este sentido no toda crisis de la razón es negativa y muchas veces
corresponde a su propio avance. Es más, el desarrollo de la razón es un proceso
complejo que presenta la apariencia de una trenza en el que se presentan entrecruzadas
líneas regresivas con líneas progresivas. Es un proceso dialéctico donde lo
negativo y lo positivo se requieren mutuamente para el propio desenvolvimiento
de la razón finita.
En este sentido el sentido del ser se presenta
afectado por la hegemonía espiritual del neobrutalismo civilizatorio. El sentido
del ser es la idea que se forma el hombre sobre la realidad. Aquí no voy a
entrar en la discusión de que sólo hay sentido para nosotros y el sentido en sí
no existe. Al menos esa era la objeción que Nicolai Hartmann le dirigía a los
argumentos de Heidegger. Es cierto que la comprensión del ser no se restringe a
la significación de su sentido, y puede verse que el tema es la significación
del ser. Pero aquí me atengo a la definición clásica de que el hombre percibe
que hay una realidad externa que nos trasciende y contiene sentido. El hombre
de la Antigüedad y de la Edad Media era en este sentido un hombre ontológico, porque
no dudaba de la realidad del mundo. En cambio, el hombre de la modernidad es un
hombre gnoseológico o epistémico porque duda de la realidad de las cosas. De
este modo, realismo versus idealismo presidirá el debate filosófico desde la
modernidad con una clara hegemonía del discurso idealista.
Paul Hazard[1]
tuvo el acierto de señalar que la destrucción de las bases metafísico-teológicas
se llevó a cabo mediante el regnum hominis de la razón autónoma, el
mismo que instauró un mesianismo laico que perdió a Dios. Este asalto a la
razón que relegó los valores espirituales desembocó en el reino de la materia,
el ateísmo y el antropocentrismo. Todo ello lo considero cierto, salvo por un
detalle, a saber, que la defensa de autonomía de la razón no lleva
necesariamente a su divorcio con el fundamento trascendente. Bien visto el
asunto resulta que el divorcio entre la razón y la metafísica trascendente no
fue la autonomía de la razón, sino que fue insertar a la razón en la nueva
imagen del mundo terrenalista e inmanentista promovida por la Revolución científica,
y otros cambios decisivos, de los siglos dieciséis y diecisiete. Como bien
apunta A. Koyré[2], se trató
de una “mutación” intelectual que implicó la disolución del mundo medieval.
Pero la influencia de la razón científica no tiene que verse de forma
unilateral, sino en la confluencia de un conjunto de factores que lo provocan. Convertirse
en ancilla de la ciencia fue en parte lo que provocó que la razón
filosófica se divorciara de la teología por completo. De esta forma, no tiene
sentido afirmar que la autonomía de la razón tiene su fuente en la
determinación filosófica (Hazard), económica (Marx) cultural (Simmel), científica
(Koyré) o política (Ilustración). Es decir, es todo un proceso histórico donde
confluyen un conjunto de factores el que se dirige hacia la descomposición de
la imagen del mundo basado en lo trascendente. En lenguaje hegeliano se puede
decir que fue la “astucia de la razón” la que dirige el cambio. Los excesos de
trascendentalismos en desmedro del mundo real habían tocado a su fin. Lo
inmanente reclamaba su lugar, y también ello se excedería. La modernidad fue un
movimiento de un mundo sin Dios, gobernando por la practicidad, y en el cortoplacismo
la fe agoniza. La fe enseña que no se puede creer sin la gracia, pero creer en
Dios no significa tener fe. El demonio cree en Dios, pero no tiene fe. Tener fe
es aceptar a Dios y tender hacia Él. El drama del hombre moderno es que no sólo
avanza el ateísmo, sino que su fe es muy tibia.
El giro antropológico moderno tiene su
cúspide, después del cogito ergo sum cartesiano -donde la evidencia de
Dios depende de la conciencia-, en el criticismo kantiano. Hasta el siglo
diecisiete la modernidad era compatible con la fe cristiana en Dios y sólo
desde el siglo dieciocho los conceptos teológicos y la subjetividad se tiñen de
secularización. La naturaleza humana pasó a primer plano, la idea de progreso
secularizó la escatología cristiana. Kant no suprime a Dios. Al contrario, su
tesis antropocéntrica supone preservar la distancia entre creador y criatura,
pero independizando a la razón respecto a Dios. Así, Dios queda reducido a una
hipótesis moral necesaria. Fua acusado, no sin razón, de pelagianismo. Su
resultado fue contrario a su intención y suscitó la metafísica de lo inmanente.
Terminó con Fichte reduciendo la idea Dios a la conciencia moral, llevando a Hegel
a concebir lo Absoluto no sólo como sustancia sino también como sujeto, y a
Schleiermacher a afirmar que la religión tiene por objeto no lo trasmundano
sino la totalidad de lo finito. El influjo kantiano en la teología protestante
resultaba de la autonomía de la fe frente a la razón.
Pero la acentuación del giro antropológico
secular que acontece en la filosofía después de Hegel es puesta como fundamento
del mundo y del hombre. Dios es asumido como simple idea humana. De ahí
proviene la fascinación que sienten los filósofos posmodernos -Foucault,
Lyotard, Baudrillard, Derrida, Deleuze, Rorty, Vattimo- por la filosofía de la
contrafigura de Cristo, o sea, por Nietzsche, por la filosofía del hombre como
ser supremo. Dios es omitido. Bergson se convierte en el gran precursor del panteísmo
filosófico. hablando de la mística y de la religión dinámica. Ni Husserl ni
Heidegger se plantean el ser de Dios, Sartre es ateo. Scheler abre la
perspectiva del hombre como “ser abierto”, pero como las filosofías
procesualistas de Whitehead y Samuel Alexander naufraga en el panteísmo. Este
coqueteo con el panteísmo está presente en el propio Hegel al concebir que la
libertad de las criaturas no es una manifestación fuera de la voluntad
escatológica de Dios. Así los individuos carecen por completo de significación.
El individuo queda disuelto en el movimiento de la Idea Absoluta.
Pero la demostración de la mutua correspondencia
entre razón y fe lo hallamos en la síntesis tomista. Por lado, los contenidos
racionales de la fe no son idénticos a los de la racionalidad humana, pero ello
no niega la relación armónica que existe entre fe y razón, en tanto que ambos
colaboran en la búsqueda de la verdad, aunque por caminos distintos. Además, la
fe es razón sobrenatural que ayuda el perfeccionamiento de la razón natural.
Por ejemplo, las tesis filosóficas de la noción de Dios como existente,
creador, personal y libre, la idea del hombre como ser espiritual e inmortal, la
doctrina de la dignidad e igualdad humana, la concepción de la libertad, el problema
del mal y el enfoque lineal de la historia no sólo son aportación directa del
cristianismo, sino que son tesis estrictamente filosóficas. Pero son verdades
racionales de contenido sobrenatural. Ahora se entiende porque Santo Tomás
llama a estos contenidos filosóficos “preámbulos de la fe”. Y vale lo afirmado
sin negar que existen contenidos racionales que trascienden el ámbito de la razón
filosófica y natural y compete a la razón sobrenatural o teológica, nos
referimos a las verdades de Dios uno y trino, la doble naturaleza de Cristo, la
filiación divina, Encarnación, Redención, la gracia, las virtudes, dones y
sacramentos. Son verdades que pertenecen a la Revelación pero que no están separadas
de la vida de la razón humana. Si la tarea de la filosofía consiste en
esclarecer los fundamentos de todas las ciencias -por lo menos ese era el ideal
de Husserl-, la tarea de la teología es hacer llegar a la razón natural de la
filosofía los contenidos sobrenaturales de la revelación y de la fe.
Lo que la revelación comunica a la razón
natural y a la filosofía no es algo incomprensible e irracional, sino
comprensible y racional, pero que no puede ser percibido ni probado por medios
naturales. Siempre en la fe habrá un trasfondo
incomprensible, llamado por San Juan de la Cruz como “la luz oscura de la fe”. Cosa
que no podría ser de otro modo, dado que se está en contacto con una realidad misteriosa,
tremenda, fascinante y numinosa. Cuando Rudolf Otto[3]
afirma que “una religión cuanto más numinosa es, es más irracional” está
señalando este aspecto, aunque no sea cierto que sea totalmente irracional. Además,
no puede ser captado totalmente, es inconmensurable, y, en ese sentido, guarda
siempre un contenido incomprensible e inagotable, que nos revela lo que quiere,
siendo comprensible en sí y para nosotros.
Ahora se comprende mejor cuando el connotado
medievalista E. Gilson[4] sostiene
que la filosofía de la Edad Media fue una obsesión por la teología, pero esta
obsesión fue un movimiento racionalista que logró para la razón y la filosofía
un ámbito independiente. Añade que no hubo sacrificio de la filosofía a la
religión, sino de la religión a la filosofía. Y esto fue lo que denunciaron los
reformadores del siglo diecisiete. La Edad Moderna se funda en el siglo trece
con Alberto Magno que reivindica la autonomía de la razón filosófica. Pero ante
los misterios -Trinidad, Encarnación, Resurrección- la razón lo admite por
revelación. Así pues, la teología informa de lo que no depende de la naturaleza
sino de Dios. Para Gilson los derechos de la razón fueron conquistados en la
filosofía de la Edad Media antes que por la filosofía moderna. De modo que mientras
Gilson poniendo el acento en lo gnoseológico destaca que la filosofía de la Edad
Media fue la conquista para la razón y la filosofía de un ámbito independiente,
E. Bréhier[5] sostiene
desde el punto de vista metafísico que mientras las filosofías griegas son una
filosofía de la necesidad, las filosofías cristianas son filosofía de la
libertad. Gilson subraya la razón, mientras Bréhier la libertad. Y ambos están
en lo cierto.
Es decir, fe y razón son autónomas, pero existe
una relación de circularidad entre ambas que no puede negarse con sensatez. La
filosofía se consuma por la teología, pero no como teología. El propio Platón y
Aristóteles son ejemplos de la teología natural, al hablar de la divinidad
desde la sola razón. Y, al contrario, la negación de esta relación de
circularidad resulta dañando la justa autonomía de cada una de ellas. La
modernidad ni siquiera se contentó con defender la independencia de cada una de
ellas -como erróneamente lo hizo Averroes-, sino que negó la misma relación de
circularidad y con ello terminó desfigurando a ambas. Desde entonces la razón
natural y la sobrenatural, la filosofía y la teología no sólo andan divorciadas,
sino conflictuadas. Esto ayuda a entender que la filosofía puede hacer
filosofía teológica sin sustituir a la llamada teología revelada, ni
convertirse en sustituta de la religión. Una teología filosófica puramente
racional ya es cosa superada y su relación no puede ser puramente crítica. La
superación del neobrutalismo en el que ha caído la filosofía moderna nominalista
y empirista, entendiendo lo real como lo puramente fáctico y comprobable, lo
físico, lo mental, la comprensión interpretativa, la racionalidad normativa o
la estructura significativa transita por la superación del idealismo, en todas
sus variantes -subjetiva, objetiva, absoluta-, que reduce el ser al pensar y
que implica que el conocer es la causa de la existencia de la realidad.
Salir del neobrutalismo metafísico de la
modernidad significa desde una postura realista anteponer el Ser al pensar, lo
ontológico a lo epistemológico, asumir como evidencia primera que las cosas son
y no lo es el pensar. Es basarse en el objeto y en la certeza sensible
porque el Ser es lo previo e indemostrable para la razón. Pues el Ser no se
encuentra en el pensamiento, sino que lo trasciende. Una cosa es el ser pensado
y otra el ser desde el cual se piensa. Esto lleva a reconocer que Ser y Ente no
son sinónimos. El ser (esse) no es lo mismo que el ente (ens). El concepto
filosófico de ente no coincide con la noción de ser. El ente es el primer
conocido, todo lo individual en el mundo es ente, incluso lo es todo aquello
que puede objeto de pensamiento o formar parte de una oración gramatical. En un
sentido el ente es todo aquello que es sujeto de predicación y a su
diversificación se le llamó categorías o predicamentos -sustancia, cualidad,
cantidad, relación, dónde, posición, posesión, tiempo, acción, pasión-, y en
otro sentido el ente puede ser una enunciación afirmativa que no corresponde
con algo de la realidad. Por ejemplo, las negaciones y privaciones, que no
tienen esencia y existen únicamente como carencia. Esto llevó a pensar que el
ente no puede predicarse ni como género ni como especie, porque todas las
diferencias, específicas e individuales, son también entes.
En una palabra, el ente no es un concepto
unívoco sino análogo y proporcional. O sea, el ente es la esencia que tiene
ser, pero que lo tiene en una esencia concreta, en un sujeto. De esto se dio
cuenta Tomás de Aquino y representó una innovación metafísica gravitante. Lo
hizo a partir del planteamiento de Avicena del problema de la existencia. El
ente es el primer inteligible, pero al entender las esencias de los entes no se
comprende nada de la existencia de estos últimos. En otros términos, la
existencia no es un atributo de la esencia, sino algo que le sobreviene. La
existencia no pertenece a la esencia, es algo accidental. Santo Tomás lejos de
apartar la existencia en la descripción del ente, lo utiliza para explicar su
constitución y hasta su esencia.
El ser no sería lo que existe sino el acto
primero de la esencia. Es decir, el ser no sólo constituye la esencia como tal,
sino hasta la misma existencia deriva de la esencia del ente como uno de sus
efectos. Por ello, el ente en sentido real es aquel que existe en la realidad,
y el ente en sentido gramatical es aquella cosa sin esencia. Sólo a la esencia
constituida de materia y forma le adviene la existencia. La existencia es un
efecto del ser, no su causa. Todo ente tiene esencia y ser, y éste último es lo
que hace subsistir, el cual es un modo especial de existir por sí y en sí. El
subsistir es propio de las sustancias, en cambio el inherir, o existir por otro
y en otro es privativo de los accidentes. Lo que hace existir es siempre el ser
sustancial. Esto es, el ente está constituido por dos principios: el ser y la
esencia. Sólo unidos el ser y la esencia producen entes. La esencia y el ser
pertenecen a un orden distinto del ente. La esencia no es un ente, sino una capacidad
de ser, y toda su realidad es una relación total al ser. La realidad de la
esencia está en la capacidad finita del ser. El ser es la primera actualidad,
la forma de las formas, constitutivo formal y material del ente. El ser es la
máxima perfección y de todas las constitutivas del ente. Las perfecciones del
ente tienen su origen en el ser y no en la esencia. El ser nunca es potencia,
es acto y perfección, por ello siempre es recibido y nunca producido.
El ser y la esencia no son entes, y sólo son
objeto del entendimiento en la entidad. Por ello, el entendimiento conoce el
ser, pero como ser propio de una esencia. El conocimiento de la esencia no es
el conocimiento del ser mismo que lo trasciende. Lo que se entiende del ente es
su esencia, no su ser. Por eso el ser es misterio. No obstante, el ser es el
acto de la esencia, como en Aristóteles, pero es un acto no constitutivo de la
esencia sino del ente. El ser es un acto entitativo. Esta distinción entre ser y
ente, y el misterio que guarda con el hombre en el Aquinate sólo se vuelve a
repetir en Heidegger, con la diferencia que éste último restringe la capacidad
del entendimiento humano.
La distinción que hace el filósofo alemán
entre lo ontológico y lo óntico se basa en el aporte fundamental del Aquinate,
pero con la grave limitación de limitar lo ontológico a una dimensión temporal
y finita. Hasta el final persistió en su visión apóstata de sustituir a Dios
por el Ser. Y recogiendo el legado de los presocráticos abrazó la lectura
nietzscheana del conceptualismo socrático-platónico para rechazar la metafísica
esencialista, a la que culpa del olvido del ser, y proponer la metafísica del
ser como la pura posibilidad, la nada, lo contingente y temporal. Por lo demás,
en el límite de lo psicopatológico cree que por él habla el ser. Se siente
profeta y busca un Dios que se derive de la divinización del ser-ahí. Heidegger
convirtió su pérdida de fe religiosa en destino de la época, y su fracaso del
rectorado en derrota del frenesí de la época moderna. Este nazi fanático, que
se apartó del nazismo al no ver cumplida su revolución metafísica, nunca tuvo
una palabra de arrepentimiento sobre el genocidio nazi, siempre defendió en
principio del caudillaje y en su pensar está ausente la reflexión moral. El hombre
resulta siendo un medio para que el ser se haga visible a sí mismo. De ahí que
rechazara el humanismo al considerar que no sitúa a suficiente altura la
humanidad del hombre.
Siempre tuvo un doble juego con el
humanismo, recuérdese que cuando Scheler publica El puesto del hombre en el
cosmos (1928), Heidegger replica que la naturaleza no tiene mundo, el cual
adviene sólo con el hombre. O sea, otorga un papel central al hombre en la
constitución del ser. Para Heidegger el mundo sin el hombre es mudo. A todas
luces su obra contiene un fuerte e innegable ingrediente antropológico.
Obviamente que resulta siendo una contradicción su negación antropológica
cuando uno de sus pilares básicos de su filosofía es considerar el ser del
hombre o ser-ahí como un ser abierto e inconcluso. ¿Abierto a qué? ¿Inconcluso respecto
a qué? Si es a su propio proyecto se cae en una especie de solipsismo, si
quiere evitar el solipsismo entonces debe admitir que sin el hombre hay mundo.
Esta es sólo una de sus no pocas contradicciones que explican que este pensador
no haya podido dejar un sistema. Al final de su trayecto considera que el ser
es lo envolvente, por tanto, el lenguaje ya no puede ser la casa del ser. Adorno
denunció su jerga obscurantista como un ocultamiento de su fascismo latente y
adhesión al horroroso totalitarismo hitleriano.[6]
Se comportaba como un poseso del pensamiento, se creía marcado por el destino
del ser. Finalmente, al centrarse en lo ontológico extravió lo óntico. Todo lo
cual ilustra a las claras que la distinción entre lo ontológico y lo óntico
resulta siendo un empobrecimiento y distorsión del aporte metafísico del
Aquinate.
En realidad, se mantiene en la línea
esencial del giro antiesencialista y antimetafísico de la modernidad rechazando
el examen del ser ligado a lo trascendente, lo infinito y la eternidad. El
sentido del ser es el tiempo, el tiempo es el puro devenir, excluida la
eternidad la opción es asumir el ser como libertad y posibilidad, en su
nihilismo no hay verdad absoluta ni permanente, a su historicismo le añade el
relativismo, la verdad es libertad de darse un proyecto del ser. Para Heidegger
la verdad se hace, no se descubre. Esta última conclusión se mantiene intacta
en la propagandizada ideología de género del neoliberalismo amoral y nihilista.
Sin duda, todos beben de un mismo arroyo envenenado. Heidegger fue el filósofo
del ateísmo, el inmanentismo y la secularización. Negó el más allá, acentuando,
como la teología protestante de la crisis o dialéctica de Karl Barth, el abismo
entre el hombre y Dios. En su afán de colocarse antes de cualquier objetivación
del mundo, como los dadaístas, recula en una actitud mística en lo premundano
que nos deja con las manos vacías. Es lo que Bloch llamó “la pregunta inconstruible”.
Su nueva jerga misteriosa impactó sobre una época presa de la desesperación y
desorientación. Su obra completa consagra el nihilismo al convertir el sentido
del ser en tiempo, puro devenir y posibilidad, una nada que se escapa de los
dedos.
Lo que vemos es que el marco antimetafísico
y antiesencialista de la filosofía moderna impide ver que la filosofía puede
hacer filosofía teológica desde la meditación del ser. Porque bien visto el
tema del ser desde la revolución metafísica del Aquinate exige un abordamiento
completo y no sesgado, sin marginar el tema de la eternidad y la trascendencia,
sin recortes de la realidad misma. El ser viene a instituirse como acto primero
y perfección máxima, siempre en acto. La realidad de su esencia está en su
capacidad finita de ser, ni el ser ni la esencia son el ente. El ser es un acto
entitativo y la esencia es una capacidad de ser. El ser es el fundamento de
todos los actos del ente. El ser siempre es recibido y perfecciona al
recipiente. Por la esencia el ente tiene ser. La esencia posibilita la
multiplicidad entitativa. Por ello, las cosas no se distinguen por su ser, sino
por su esencia, o el ser se diversifica según las esencias. La esencia limita
al ser en un determinado grado de perfección del ser. Es decir, el acto de ser
se encuentra limitado por la esencia de los entes creados. La esencia sólo es principio
de entidad, el cual es potencia de otro principio, el ser en acto. Pero bien es
sabido que la doctrina del ser del Aquinate no sólo emplea las categorías de
acto y potencia del aristotelismo, sino también la concepción platónica de la
participación. Y esta relación entre platonismo y aristotelismo en la doctrina
del ser del Aquinate es imprescindible reconocerla. Desde ella deduce que el
ser es participable por todos, pero él no participa de nada. Los entes creados,
contingentes y finitos participan del acto de ser. En buena cuenta, el ente es
una participación del ser según el grado expresado por su esencia. Esta
participación del ser explica la diferenciación y limitación de las
perfecciones de los entes. La finitud del ente responde a su participación
parcial en el ser. El ser participado es acto del ente.
A partir de aquí se obtiene un inventario de
todos los entes y una visión de la estructura de toda la realidad. Como la
presente obra no es una exposición del tomismo, sólo mencionaremos que los
atributos o propiedades del ente son los llamados trascendentales, porque se
refieren a categorías o sectores de la realidad y son siete: ente, realidad,
unidad, incomunicabilidad, verdad, bondad, belleza. Los trascendentales no
añaden nada real, sino una distinción conceptual. A lo que vamos es que en la
estructura ontológica de la realidad la filosofía teológica del Aquinate
concibe el ser que es fundamento de todos los actos del ente y que es
participado es el Ser supremo, causa de todo y origen de todo, o sea Dios. Dios
es pura existencia y acto puro, por consiguiente, increado, lo que permite
afirmar que el mundo procede de Dios por creación. Dios al crear no necesita
nada, más que su propia potencia productiva. El punto de partida de la creación
no es la nada, que no es nada, sino el Dios increado. Incluso un mundo con
duración eterna tendría su causa en Dios. Valga aquí la acotación que el
Aquinate recoge el ejemplarismo platónico-agustiniano, según el cual las ideas
eternas son modelos o ejemplares del pálido reflejo que son todos los entes. Su
modificación consiste en que hace de las ideas eternas ideas divinas en la
esencia misma de Dios. Dios es el primer ejemplar y modelo. De modo que su
esencia ejemplar es causa remota y externa de todo lo que existe. Dios es el
primer principio y el último fin de todos los entes participados y creados.
Siendo el Creador el sumo bien, es también
el sumo fin. Pero sólo los seres racionales tienen como fin propio unirse a
Dios por vía del entendimiento. Crear algo de la nada sólo es propio del poder infinito,
por eso ninguna criatura puede crear. Su creación se divide en substancias
simples, que tienen forma y existencia, más no materia -como los ángeles,
inteligencia, alma-, y las substancias compuestas, que tienen materia y forma
-como hombre, animales, vegetales, seres no vivientes, primeros elementos,
accidentes-. En las substancias simples la forma es la inteligencia y la
existencia es espiritual. En las substancias compuestas la forma es el alma y
la materia prima es el cuerpo. Tanto es así que la doctrina de la inmortalidad
del alma en el Aquinate no culmina en un angelismo, sino en la resurrección de
la persona humana como nueva unión del alma y el cuerpo. El mal no tiene
sustancia, no hay naturaleza mala, carece de esencia. El mal es un defecto de la
naturaleza buena. Defecto que proviene de que los actos no son conformes con el
fin o cuando el agente es deficiente en su potencia. La naturaleza nunca busca
el mal y el mal moral sólo es querido indirectamente. El espíritu humano tiene
una capacidad natural para conocer y querer al Creador, pero todo ello está
limitado por su capacidad finita de la razón. La cual sólo puede concluir que
Dios es Primer motor inmóvil, Causa incausada, Ser necesario primero, lo Máximamente
perfecto causa de todo ente, e Inteligencia ordenadora. Y por vía analógica
atribuye a Dios los trascendentales, igualmente el ser, la vida, el espíritu,
la inteligencia y la voluntad.
Ahora bien, toda esta reflexión fundamental
sobre el ser se ha olvidado y dejado de lado en el imperante inmanentismo nihilista
de la modernidad. Racionalismo y empirismo son las dos vertientes con las que
la filosofía moderna inicia la gran ruptura con la metafísica de las esencias
platónico-aristotélicas y la gran síntesis tomista. Sobre todo, el empirismo
que es hija del nominalismo del medioevo tardío, convirtió lo fáctico en lo
único válido, negando las verdades eternas, eternas y trascendentes. La
radicalización del giro subjetivizante está dado en la filosofía contemporánea
al dejar de lado lo fáctico para declarar que no hay hechos sino interpretaciones.
Es la tiranía del hombre sin verdad, fe y razón. Es el imperio de lo efímero,
del capricho individual y de la sensación. Sólo hay interpretaciones, todo el
resto es ficción. Ya no es lo epistemológico lo que determina lo ontológico,
sino la mera hermenéutica relativista y desfundamentadora. Ya no es el pensar
lo que rebasa el ser, ahora es el desear nihilista. Nietzsche, Heidegger y
Gadamer son los hitos del pensar hermenéutico. Nietzsche con su conocida frase “no
hay hechos sino interpretaciones”, Heidegger al concebir el ser ahí como ser
interpretante y Gadamer -que al parece de Habermas sólo urbanizó una provincia
heideggeriana- al sostener que la tradición media la captación de la verdad. Se
puede decir a su favor que se oponen al historicismo y que la historicidad de
la comprensión se halla radicada ontológicamente, pero al final cada quien
tiene su propia interpretación.
El neobrutalismo de la posmodernidad contemporánea
es precisamente la profundización del naufragio de la metafísica del ser por la
metafísica de la pura inmanencia. Es el culmen de la negación del sentido del
ser con el mito culturalista de que cada ser construye su ser a la carta. Y lo
es porque la realidad del ser se ha visto no sólo recortada, sino, además, negada.
Siendo la modernidad visceralmente antieternalista y antiesencialista no se
pone en las mejores condiciones para comprender la realidad del ser, y, al
contrario, la puso en vía de su negación. El sentido del ser resultó siendo
negado porque el empobrecimiento positivista de toda laya en la comprensión de
la realidad la colocó en la situación perniciosa y destructiva de la negación
del ser mismo. Se entroniza la negación de la visión totalizadora del mundo.
Como parte del deterioro y extravío paulatino
del sentido del ser en la modernidad encontramos la reducción pragmatista de la
verdad a lo útil, de la filosofía lingüística al significado, y la reducción
posmoderna a mera creencia y deseo. Lo cual tiene su punto de partida en la
distorsión idealista de la comprensión de la verdad como adecuación. La verdad
como adecuación de la cosa y el entendimiento significa que la conformidad del
entendimiento tiene a la cosa como entendida y no como poseída. El
entendimiento es un cierto efecto de la verdad ontológica. Lo cual significa
que hay que distinguir entre la verdad trascendental y la verdad del
entendimiento. Una cosa es la verdad ontológica, que es causa del conocimiento,
y otra es la verdad gnoseológica, que es efecto de la verdad ontológica. Pero el
idealismo moderno redujo la verdad a lo gnoseológico, negó la verdad
ontológica, y terminó reduciendo la verdad del conocimiento a mera creencia y
convención social. Para la filosofía del lenguaje (Putnam, Dummett) las
categorías semánticas determinan las categorías ontológicas, de modo que el
problema ontológico es un problema de semántica. No niegan la existencia del
mundo, lo que niegan es que el lenguaje es incapaz de representarlo, el único
mundo es el mundo hablado, en última instancia la interpretación de la verdad
es la comprensión de nuestras creencias (Davidson).[7]
De manera que toda la triste odisea del logos de la logística sucumbe en el escepticismo
de la verdad.
Este es otro rasgo de la irracionalidad del
neobrutalismo contemporáneo. Lo cual nos recuerda la tesis de Lukács[8] cuando sostuvo
que el fenómeno del irracionalismo filosófico, negador de la verdad, la razón y
la objetividad, es un fenómeno cultural del imperialismo, llevando implícito la
posibilidad de una ideología fascista. Esto se parece como a dos gemelos a las
afirmaciones en boga que tratan de convencer que la realidad es una simulación,
todo es ilusión, y, por tanto, nada de preocuparnos por las guerras que asolan
el mundo, el genocidio israelí de niños, mujeres y ancianos en Gaza, la presión
que Washington ejerce sobre Ucrania para que su población sirva de carne de cañón
en vez de firmar la paz con Rusia, nada de los problemas reales deben preocuparnos
y debemos dejar con las manos libres a las élites megacorporativas del hiperimperialismo
planetario para que hagan lo que quieran con la exacción neocolonial del mundo.
A la correcta idea de Lukács sólo añadiríamos que dicho fenómeno cultural del
irracionalismo del imperialismo responde al giro subjetivista y nominalista operado
desde el inicio por la modernidad misma.
En realidad, el neobrutalismo metafísico
actual representa el pináculo de la erosión nihilista de la sociedad posmetafísica.
El extravío del ser concibe que éste no es recibido sino construido por la
voluntad de poder y la voluntad de verdad en una hemorragia de la subjetividad
monádica. En el triunfo del para mí no hay verdad extrahumana, sólo hay
voluntad de verdad. De este modo el ser deja de ser en acto y es asumido como
potencia, algo elegible y reemplazable. La ideología antiesencialista y
antimetafísica de la modernidad tenía que extraviar el sentido del ser como
paso previo del extravío de otros sentidos existenciales. De este modo el nihilismo
es el malestar neobrutalista global de nuestra época, que se ha encarnado especialmente
en el occidente neoliberal. El pensamiento científico-técnico, la política
neocolonial del imperialismo occidental hegemónico, el capitalismo digital y la
filosofía posmoderna son sus factores acelerantes. El relativismo, escepticismo
y hedonismo son sus consecuencias. El neobrutalismo nihilista se manifiesta en
la invalidación de las creencias tradicionales y los fundamentos metafísicos
trascendentes. En realidad, lo que vemos es la consumación de la racionalidad
burguesa. O, en otras palabras, vivimos una forma especial de neobrutalismo, a
saber, el de la razón capitalista. La racionalidad capitalista al entronizar el
dinero esfumó la consistencia de todo valor y en su lugar hizo primar el
cálculo, el beneficio, lo cuantitativo y la eficacia. Todo lo cual colisiona
con el verdadero sentido del ser. El neobrutalismo nihilista es un pensar el
ser desde la nada, somete todo a la transitoriedad del devenir, yendo siempre de
la nada a la nada. El pathos del neobrutalismo nihilista es refractario a una
nueva ontología fuerte y se dirige hacia su final. En la negación de la
realidad y del sentido del ser, de las esencias y de los fundamentos
metafísicos, es donde con mayor claridad se percibe la decadencia civilizatoria
de la modernidad tardía. Con su imperio de la temporalidad y su sesgo
antieternalista avanza disolviendo los valores y el ser. La secularización
extrema se mostró como el poder de la nada en la utopía inmanentista y el
estancamiento espiritual.
[1] Paul Hazard, La crisis de la
conciencia europea, Alianza, 1988.
[2] A. Koyré, Estudios de historia
del pensamiento científico, Siglo XXI, 1977.
[3] Rudolf Otto, Lo santo, Alianza, 2016.
[4] E. Gilson, La filosofía en
la Edad Media, Gredos, 2019.
[5] E. Bréhier, Historia de la
filosofía, I, desde la antigüedad hasta el siglo XVII, Tecnos, 1985.
[6] Rüdiger Safranski en su obra Un
maestro de Alemania. Heidegger y su tiempo (Austral, 1994) consigna que el
partido nazi veía a Heidegger como un filósofo que “nadie entiende y no enseña
nada”, un “nihilista metafísico”, un filósofo del cuidado y de la angustia, un
rector fantasioso, salvaje e intrigante, un esquizofrénico peligroso. Por ello,
no se le cedió la cátedra de Berlín. Heidegger dijo que renunció al rectorado
porque los nazis no radicalizaron la revolución. Pero en realidad su
antisemitismo era de compromiso, pero efectivo, pues se apartó de sus viejas
amistades judías, traicionó a su maestro Husserl, nunca dijo nada sobre los
campos de concentración en Friburgo. Además, se comportó como una mala persona
conspirando contra sus colegas de universidad.
[7] Donald Davidson, De la
verdad y de la interpretación, Gedisa, 1995.
[8] Georg Lukács, El asalto a la
razón, Grijalbo, 1968.
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