EL NAUFRAGIO EPISTÉMICO Y ONTOLÓGICO DE MATURANA
La obra de Humberto Maturana, especialmente La realidad ¿objetiva o construida? (1988), representa uno de los intentos más audaces de reformular el conocimiento humano desde una perspectiva biológica y sistémica. Su propuesta, centrada en la “epistemología del observar”, busca superar las dicotomías clásicas entre objetivismo e idealismo, entre sujeto y objeto, entre mente y mundo. Sin embargo, en su afán de escapar de los extremos, Maturana termina por naufragar en una ambigüedad epistemológica y una indefinición ontológica que comprometen la solidez de su pensamiento. Lo que se presenta como una superación de dualismos, acaba siendo una renuncia al fundamento.
Maturana sostiene que todo conocimiento es resultado de la interacción entre el sistema nervioso del observador y su entorno. No hay realidad objetiva independiente del observador, ni sujeto que acceda a una verdad externa: hay sistemas vivos que generan sentido en el vivir. Esta visión, influida por la biología del conocer y la teoría de sistemas, desmantela el mito de la objetividad científica, pero también evita comprometerse con una ontología fuerte. En lugar de afirmar una verdad trascendente, Maturana propone que toda realidad es construida en la experiencia. El conocer no revela lo que es, sino que produce lo que se vive.
Este giro epistemológico, aunque innovador, oscurece el problema del ser. Al declarar que “nada es más real que otra cosa”, y que toda verdad es relativa al observador, se corre el riesgo de caer en un relativismo que desactiva el juicio ético, la búsqueda de sentido y la posibilidad de una verdad compartida. Su equilibrismo entre el idealismo subjetivo y el realismo científico no logra articular una antropología completa, ni una metafísica coherente. En su intento de satisfacer tanto a los materialistas como a los espiritualistas, Maturana evita toda afirmación ontológica, y con ello, el pensamiento se vuelve incapaz de sostener el ser.
La consecuencia de esta navegación indefinida es el coqueteo con el nihilismo posmoderno. Si todo sentido es construido, si toda verdad es consensuada, si no hay ser sino lenguaje, entonces el pensamiento se convierte en técnica, en adaptación, en juego. La ética se reduce a la aceptación mutua, y la ontología a la biología. El resultado es una filosofía que acompaña, pero no interpela; que describe, pero no transforma; que explica, pero no redime. El ser humano queda reducido a un sistema autopoietico, sin alma, sin vocación, sin destino. No hay apertura al misterio, ni reconocimiento de una alteridad radical. Todo se pliega sobre el vivir.
Desde la perspectiva de un humanismo integral, esta propuesta es una decepción total. El ser humano no se agota en sus procesos biológicos, ni en sus interacciones sociales, ni en sus construcciones lingüísticas. Hay en él una vocación ontológica hacia lo absoluto, una apertura radical al otro, a la verdad, a Dios. Esta dimensión trascendente no es un añadido metafísico, sino el corazón mismo de lo humano. Maturana, al clausurar el pensamiento en la inmanencia, abandona al ser humano en su misterio más profundo. Su epistemología funcional no puede responder a las preguntas últimas: ¿quién soy?, ¿por qué sufro?, ¿qué es el bien?, ¿qué hay más allá de la muerte?
Lo único seguro que puede afirmarse de su propuesta es que permanece prisionera de las ataduras del principio moderno de inmanencia. Aunque su lenguaje biológico y su enfoque sistémico intentan superar el paradigma cartesiano, lo que finalmente sostiene su arquitectura conceptual es una visión del mundo cerrada sobre sí misma, donde todo sentido, toda verdad y toda realidad son generadas desde el vivir humano, sin apertura hacia lo trascendente. El pensamiento gira eternamente sobre sí mismo, sin posibilidad de salir de su propio circuito.
El naufragio epistemológico y ontológico de Maturana no es un fracaso técnico, sino un límite filosófico. Su obra ilumina aspectos del conocer, pero no se atreve a afirmar una verdad. Y en ese gesto, por más elegante que sea, el pensamiento se vuelve incapaz de sostener el sentido. Porque el ser humano no solo vive: espera, ama, sufre, busca, cree, trasciende. Y toda filosofía que no se atreva a pensar esa dimensión está condenada a la superficialidad. Maturana ofrece una epistemología del vivir, pero no una ontología del ser. Y por eso, su propuesta, aunque brillante en su formulación, naufraga en su fundamento.
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