Gustavo Flores Quelopana
Educación y giro
civilizatorio
Cinco ensayos
FONDO
EDITORIAL
IIPCIAL
Instituto
de Investigación para la Paz Cultura e Integración de América Latina
LIMA-PERU
2025
BIODATA
Gustavo Flores Quelopana (Lima, 1959). Filósofo, poeta y escritor,
peruano de frondosa obra y ágil pluma. Expresidente de la Sociedad Peruana de
Filosofía, presidente tres veces en la Sociedad Internacional Tomás de Aquino
(SITA-Perú). Disertante en universidades de Brasil, Colombia, Panamá, México y
Perú. Sus aportes filosóficos se traducen en varias categorías: lo
“Numinocrático”, aplicado a la filosofía prehistórica; “Mitomorfico” para
entender el filosofar arcaico; “Mitocrático”, para comprender la filosofía
ancestral; lo “Anético”, para categorizar la crisis moral y antropológica de la
posmodernidad; la Justicia como “Copertenencia”; el “Hiperimperialismo”, como
lo característico y esencial de la globalización neoliberal actual; la
“Cibercracia”, régimen político hacia el cual marcha el capitalismo digital; el
“Ciber Deus”, como realidad posible de la Inteligencia Artificial Fuerte, la
“paradoja antrópica”, como categoría clave para entender la destrucción
ecológica por la modernidad objetivante y antimetafísica, el “Neobrutalismo”
como fenómeno espiritual de carácter terminal en toda civilización,
“Ontorrealismo” como propuesta metafísica para recuperar la trascendencia, la
“Cristoradialidad” como teología parea un mundo descreído; y “Universo
Pluritemporal” para explicar en tiempo ontológico en el cosmos.
Título: EDUCACIÓN Y GIRO CIVILIZATORIO
Primera edición en castellano: Lima, diciembre, 2025
Autor: Gustavo Flores Quelopana
Editor: Gustavo Flores Quelopana
Los Girasoles 148- Salamanca-Ate
Se terminó de imprimir en diciembre de 2025 en: © Fondo Editorial
del Instituto de Investigación para la Paz, Cultura e Integración de América
Latina (IIPCIAL) / Editado por IIPCIAL-Dirección: Los Girasoles 148 Salamanca,
Ate.
Tiraje: 30 ejemplares
HECHO EL DEPÓSITO LEGAL EN LA BIBLIOTECA NACIONAL DEL PERÚ
N° 2025-
Educación y giro civilizatorio
Introducción
La educación es el nervio
vivo de toda civilización, el lugar donde una sociedad decide quién es y quién
quiere ser. Hoy ese nervio está inflamado por tensiones múltiples: economías
que reescriben el aula como mercado, tecnologías que capturan la atención como
si fuese un recurso extractivo, discursos que disputan la definición de lo
humano. La tesis es sencilla y exigente a la vez: para salir de la crisis
necesitamos un giro civilizatorio, y ese giro comienza en la educación,
entendida no como adiestramiento técnico ni como decoración ética, sino como
antropología viva que reconcilia técnica y trascendencia, comunidad y cosmos.
El capítulo I, La educación
como campo de disputa, coloca el espejo delante del conflicto. La escuela, la
universidad, las plataformas y los currículos son arenas donde se enfrentan
proyectos de humanidad: ¿educar para el cálculo o para el sentido?, ¿para la
obediencia de los sistemas o para la libertad pensante?, ¿para la eficiencia o
para la verdad? No hay neutralidad aquí: cada elección pedagógica distribuye
poder, moldea sensibilidad y define horizontes de posibilidad. La disputa no se
resuelve con eslóganes; se ilumina cuando asumimos que educar es siempre tomar
partido por una visión del hombre.
El capítulo II, Modelos de
capitalismo y educación digital, desciende al taller donde se forjan las nuevas
infraestructuras del aprendizaje. La economía, que alguna vez fue periferia de
la escuela, ahora diseña sus arquitecturas invisibles: métricas, plataformas,
algoritmos, flujos de datos. La educación digital promete ubicuidad y acceso,
pero también introduce lógicas de extracción, gamificación de la atención y
privatización del bien común. Aquí, el mapa económico importa: distintos
capitalismos producen distintas pedagogías y, por tanto, distintas
antropologías.
El capítulo III,
Genealogías de la educación: de la Paideia a la tecnopolítica, con Oriente en
diálogo, traza la larga ruta de las formas del formar. La paideia griega, que
educaba el alma hacia lo verdadero y lo bello, convive con tradiciones
orientales que han cultivado el vacío fértil, la disciplina interior y la
armonía con el mundo. Entre ambas se dibuja una pregunta: ¿qué perdimos al
traducir educación como “gestión de competencias”? La tecnopolítica
contemporánea reorganiza el aula como red y al estudiante como nodo; sin un
contrapunto genealógico y oriental, ese diseño olvida que aprender también es
silencio, contemplación y pregunta por el sentido.
El capítulo IV, Reconstruir
la educación: entre la técnica y la trascendencia, propone el puente. No se
trata de negar la técnica —sería ingenuo— ni de idolatrarla —sería pobre—, sino
de domesticarla con fines humanos. Reconstruir implica rehacer la gramática del
tiempo (para que el aprender no sea solo urgente, sino también profundo), la
gramática del espacio (para que el aula no se reduzca a pantalla) y la
gramática del vínculo (para que el otro no sea avatar, sino presencia). La
trascendencia aquí no es dogma: es la apertura del ser humano a aquello que lo
supera y lo dignifica.
El capítulo V, Educación y
giro civilizatorio, reúne los hilos y afirma la dirección. El giro no es un
giro contra la modernidad, sino más allá de su fragmentación: una antropología
que sitúe al hombre en relación con Dios —como nombre del misterio y la fuente
del sentido—, con el cosmos —como hogar compartido— y con la comunidad —como
trama de cuidado y responsabilidad. En ese marco, la educación deja de ser un
servicio y se convierte en una práctica de cultivo de lo humano: pensamiento
que no renuncia a la verdad, técnica al servicio de la dignidad, política que
protege el tiempo de la formación, economía que reconoce el bien común.
Lo que este libro quiere
mostrar es que cada capítulo es una puerta al mismo centro: la pregunta por
quiénes somos cuando aprendemos. En la disputa del capítulo I se decide la
orientación; en los modelos del capítulo II se decide la infraestructura; en la
genealogía del capítulo III se decide la memoria; en la reconstrucción del
capítulo IV se decide la arquitectura del puente; en el giro del capítulo V se
decide el destino. No son compartimentos estancos, sino momentos de un mismo
movimiento.
Si la educación se ha
vuelto campo de disputa es porque el alma humana lo es: entre el ruido y la
palabra, entre el rendimiento y la verdad, entre la eficacia y el cuidado. Si
la tecnología coloniza el aula, es porque coloniza primero el deseo; y si la economía
ordena los ritmos, es porque hemos confundido valor con precio. Por eso el giro
civilizatorio comienza en un gesto humilde: recuperar el asombro, la
conversación, la lectura lenta, el silencio fértil. Allí donde la técnica no
alcanza, la humanidad comienza.
El propósito final de Educación
y giro civilizatorio es mostrar que la educación constituye el espacio
decisivo donde se juega el destino de la humanidad y de la civilización misma.
No se trata de un ámbito técnico ni de un servicio funcional, sino del lugar
donde se define qué significa ser humano en un tiempo marcado por el nihilismo,
la tecnopolítica y la mercantilización del saber. La obra busca revelar que
cada modelo educativo encierra una antropología implícita: educar para el
cálculo es formar engranajes, educar para la contemplación es abrir horizontes,
educar para la comunidad es rescatar la dignidad compartida. Por eso, tras
recorrer las disputas del campo educativo, los modelos de capitalismo y
digitalización, las genealogías que van de la paideia griega a la tecnopolítica
contemporánea con Oriente en diálogo, y las propuestas de reconstrucción entre
técnica y trascendencia, el libro culmina en la afirmación de que solo un giro
civilizatorio puede reconciliar al hombre con Dios, con el cosmos y con la
comunidad. Ese giro no es nostalgia ni utopía, sino la exigencia de una
antropología integral que devuelva sentido a la educación y, a través de ella,
a la vida colectiva. El propósito último es, entonces, fundar una visión de la
educación como práctica de cultivo de lo humano, capaz de rescatar la humanidad
perdida y abrir un horizonte donde la civilización vuelva a ser casa y no
mercado, camino y no algoritmo, encuentro y no simulacro.
La
encarnación es el eje de la pedagogía integral porque revela que el
conocimiento no puede permanecer en el plano abstracto ni en la mera
transmisión de conceptos, sino que debe hacerse vida, experiencia y presencia.
En ella se manifiesta la unidad inseparable de cuerpo y espíritu, de palabra y
acción, de lo humano y lo divino. Educar integralmente significa encarnar las
ideas en prácticas concretas, en gestos que transforman la existencia y en
vínculos que sostienen la comunidad. La encarnación recuerda que el ser humano
no es solo razón ni solo materia, sino totalidad abierta a la trascendencia, y
por eso la educación no puede reducirse a instrucción técnica ni a
adiestramiento funcional. El maestro encarna su enseñanza cuando su vida se
convierte en testimonio, y el discípulo aprende de manera integral cuando lo
recibido se traduce en forma de vivir. La encarnación, además, sitúa la
trascendencia en lo cotidiano: lo divino se hace presente en la historia, y la
educación se convierte en el espacio donde esa presencia se cultiva y se
transmite. Encarnarse es habitar entre los hombres, y por eso la pedagogía
integral no forma individuos aislados, sino personas en relación, capaces de
construir comunidad y de abrirse al misterio. En última instancia, la encarnación
es el principio que impide que la educación se convierta en mera técnica o
ideología, porque la obliga a ser vida compartida, palabra hecha carne, saber
transformado en existencia. La educación integral que atiende lo inmanente y lo
trascendente reconoce al ser humano como totalidad. Lo inmanente aporta las
competencias, la razón y la vida histórica; lo trascendente abre al misterio,
al sentido y a la comunidad. Educar integralmente es formar para habitar el
mundo con eficacia y, al mismo tiempo, para trascenderlo con dignidad, de modo
que la técnica se convierta en servicio y la espiritualidad en horizonte. Así,
la educación se convierte en puente entre lo finito y lo eterno, entre la
tierra y el cielo, entre la historia y la esperanza.
El
hombre contemplativo habrá surgido en la era postoccidental cuando la educación
para la libertad tome el lugar de la educación para la necesidad. Cuando la
educación ya no esté en función de conseguir empleo para sobrevivir recién
entonces el tipo de hombre burgués que dio forma al mundo moderno del cálculo,
lo cuantitativo y de la producción, dejará su lugar en la historia humana al
hombre contemplativo que pone en primer lugar el ser sobre el tener. No sabemos
en qué parte del globo ocurrirá esto, incluso China no está descartada, pero
sólo de esa forma se abrirá en el mundo el hombre contemplativo como sucesor
del hombre productivo burgués que dio forma a la modernidad. El tránsito del hombre
burgués al hombre contemplativo supone una mutación profunda en la historia del
espíritu humano. El primero, hijo de la modernidad, se formó bajo el signo del
cálculo, la producción y la acumulación, y su educación estuvo orientada a la
necesidad: aprender para sobrevivir, para obtener empleo, para insertarse en el
engranaje de la economía. El segundo, en cambio, sólo podrá emerger cuando la
educación se libere de esa servidumbre y se convierta en educación para la
libertad, es decir, cuando el saber ya no esté subordinado al tener, sino al
ser. En ese momento, la humanidad dejará atrás la primacía de lo cuantitativo y
abrirá paso a lo cualitativo, a la experiencia interior, a la contemplación
como forma de vida.
Este cambio no significa un
retorno nostálgico al pasado, sino una superación dialéctica: el hombre burgués
cumplió su papel histórico al dar forma a la modernidad, pero su lógica de
producción y consumo ha llegado a un límite. El hombre contemplativo recogerá
los frutos de esa etapa, pero los reorientará hacia la plenitud del existir,
hacia la verdad, la belleza y la libertad interior. No sabemos dónde aparecerá
primero esta figura, quizá en Oriente, quizá en Occidente, quizá en un cruce
inesperado de culturas, pero su surgimiento marcará el inicio de una era
postoccidental en la que la humanidad se reconciliará con el misterio del ser. Así,
la sucesión del hombre productivo por el hombre contemplativo no es sólo un
cambio social o económico, sino un giro ontológico: la apertura de un horizonte
donde la vida se mide no por la cantidad de bienes acumulados, sino por la
profundidad de la experiencia vivida. Será el momento en que la historia humana
deje de girar en torno al tener y se oriente hacia el ser, inaugurando una
civilización capaz de habitar el mundo poéticamente, en libertad y en plenitud.
La intuición de que Marx y Schumpeter, cada uno desde su horizonte,
vislumbraron la liberación humana en el terreno de las fuerzas productivas y de
la técnica, abre un debate sobre el verdadero motor de la historia. Marx
pensaba que la emancipación vendría cuando las fuerzas productivas alcanzaran
un nivel tal que hiciera obsoleta la explotación; Schumpeter, más pragmático,
veía en la innovación técnica el germen de un socialismo que surgiría no por
revolución política, sino por la propia dinámica de la economía. Ambos, sin
embargo, permanecen dentro de un marco materialista: la transformación del
mundo se concibe como transformación de la infraestructura económica y
tecnológica.
La propuesta de que lo
decisivo será una revolución espiritual y metafísica introduce un giro radical.
Aquí la liberación no depende de la mera abundancia de bienes ni de la
automatización de procesos, sino de una nueva imagen del mundo, un cambio en la
conciencia y en la orientación última de la existencia. Filosóficamente, esto
significa que la historia no se reduce a la dialéctica de fuerzas materiales,
sino que se abre a la dimensión del sentido, del ser, de la trascendencia. Es
la tesis de que la verdadera emancipación no se logra únicamente por la
redistribución de recursos, sino por la transformación interior del hombre, por
una educación que lo conduzca a la libertad y no a la necesidad. Teológicamente,
esta revolución espiritual puede interpretarse como una metanoia colectiva, un
cambio de mente y corazón que recuerda la conversión en la tradición cristiana.
No se trata de instaurar un sistema económico perfecto, sino de abrirse a una visión
del mundo donde el ser humano se reconoce criatura, partícipe de un misterio
mayor, y orienta su vida hacia la plenitud del ser en Dios o en lo absoluto. La
educación, en este sentido, no es mera instrucción técnica, sino formación
integral que despierta la dimensión espiritual del hombre.
Así, mientras Marx y
Schumpeter confiaban en la lógica de la producción y la técnica, la perspectiva
espiritual sostiene que la verdadera liberación será fruto de una revolución
interior, de una pedagogía que enseñe a contemplar, a discernir, a vivir en la
verdad. Solo una nueva imagen del mundo —una cosmovisión que supere el
materialismo y el utilitarismo— podrá inaugurar una era donde la humanidad se
libere no solo de la necesidad, sino también de la alienación existencial. En
este horizonte, la historia se convierte en historia de salvación: el paso del
hombre productivo al hombre contemplativo, del cálculo al sentido, de la
técnica al espíritu. Esta metanoia colectiva representa el giro
civilizacional donde el ser se conciba no sólo sólo como el poner trascendental
kantiano, o el constructo subjetivista moderno, sino también como lo dado
metaempíricamente, haciendo posible que la inmanencia reluzca como la
encarnación de lo trascendente sin estrechar su dimensión ni confundirlos. En la modernidad, el ser ha
sido reducido a categorías de la subjetividad —el poner kantiano, la
construcción conceptual, el horizonte de lo que la razón organiza y delimita. Todo
ello responde a la visión del mundo del hombre burgués. Allí el ser aparece
como correlato del sujeto, como aquello que se constituye en el acto de
conocer. Pero lo que aquí se vislumbra es un desplazamiento radical: el ser no
sólo como constructo, sino como dado metaempírico, como aquello que
excede la síntesis racional y se ofrece en su gratuidad, en su carácter de don.
Filosóficamente, este giro
implica superar el paradigma moderno de la representación y abrirse a una
ontología de la donación. El ser ya no es lo que el sujeto pone, sino lo que se
da, lo que se manifiesta más allá de la objetivación. Aquí resuenan las intuiciones
de Heidegger sobre el ser como acontecimiento (Ereignis), pero también
las de Marion sobre el fenómeno saturado, que desborda la capacidad de la
conciencia de contenerlo. Teológicamente, la propuesta se vuelve aún más
fecunda: la inmanencia no se concibe como lo cerrado en sí mismo, sino como encarnación
de lo trascendente. La historia, la materia, la vida cotidiana pueden
relucir como transparencia de lo divino, sin que ello implique confundir o
reducir las dimensiones. La trascendencia no se estrecha ni se diluye en lo
inmanente, pero se hace presente en él, como en la teología de la encarnación:
Dios se hace carne sin dejar de ser Dios, lo eterno se manifiesta en lo
temporal sin agotarse en él. Este giro civilizacional, entonces, no es sólo un
cambio de estructuras sociales o económicas, sino una revolución espiritual
y metafísica: una nueva imagen del mundo donde el ser se reconoce como don
y misterio, donde la inmanencia se abre como símbolo y sacramento de lo
trascendente. La metanoia colectiva sería la condición para que la humanidad
habite el mundo no como constructores de objetos, sino como receptores de un
don que los trasciende, capaces de contemplar en lo finito la huella de lo
infinito.
En suma, lo que se anuncia
es una civilización de la transparencia ontológica, donde el ser se
conciba simultáneamente como constructo y como don, y donde la vida humana se
reconcilie con su dimensión espiritual, haciendo posible que la historia misma
se convierta en lugar de revelación. Pero incluso una civilización fundada en
la transparencia ontológica no está libre de la amenaza del nihilismo. Nada de
lo que el hombre construye es eterno, y toda obra humana lleva inscrita la
marca de la finitud. Puedo imaginar cómo, aun en medio de una metanoia
colectiva, la degradación metafísica y espiritual puede irrumpir, porque el
sentido nunca se asegura de una vez por todas. El nihilismo estructural estalla
como sombra inevitable: cuando los símbolos se vacían, cuando lo que parecía
don se convierte en sistema rígido, cuando la apertura al misterio se reduce a
idolatría. Así, la inmanencia puede relucir como encarnación de lo
trascendente, pero también esa transparencia puede opacarse, que la luz puede
volverse sombra. Por eso no concibo la metanoia como estado definitivo, sino
como proceso frágil, siempre expuesto a la tentación del vacío. Mi esperanza es
que la conciencia de esta caducidad nos recuerde que sólo lo eterno permanece,
que toda civilización está destinada a fenecer, y que mi tarea es mantenerme
abierto al don, humilde ante la finitud, vigilante frente al nihilismo. Y es
que la verdadera sabiduría consiste en aceptar que ninguna obra humana es
definitiva, y que sólo la trascendencia —que se manifiesta en lo inmanente sin
confundirse con él— es la fuente inagotable del ser.
Capítulo I
La educación como campo de
disputa
La falsa neutralidad de la
educación
La educación nunca ha sido
un territorio neutral. Quien la conciba como un espacio transparente de
transmisión de saberes desconoce su raíz política. Desde sus orígenes, el acto
de enseñar ha estado atravesado por intereses de poder: decidir qué se transmite,
cómo se transmite y a quién se transmite es siempre una operación cargada de
sentido político. No se trata únicamente de formar individuos, sino de moldear
sociedades enteras bajo un horizonte cultural determinado.
En este sentido, la
educación no puede reducirse a un simple proceso de instrucción. Es, más bien,
un dispositivo de legitimación: legitima valores, legitima jerarquías, legitima
proyectos de nación. Allí donde se proclama la universalidad del conocimiento,
se ocultan las exclusiones que definen quién queda dentro y quién queda fuera.
La neutralidad es un mito que sirve para encubrir la disputa real que se libra
en las aulas, en los currículos y en las plataformas digitales.
Por eso, hablar de
educación es hablar de poder. Poder para definir los contenidos, poder para
distribuir los recursos, poder para orientar las tecnologías. La educación es
el terreno donde se cruzan las fuerzas del Estado, del mercado y de la cultura,
y en ese cruce se decide el tipo de ciudadano que se quiere formar. No hay
educación inocente: toda educación responde a un proyecto civilizacional. Los
ejemplos lo confirman: en Estados Unidos, los debates sobre la enseñanza de la
teoría crítica de la raza evidencian cómo el poder político interviene
directamente en lo que los estudiantes deben aprender. En Turquía, la reforma
educativa que redujo las horas de ciencias para aumentar las de religión
refleja la intención del Estado de moldear la identidad nacional. En América
Latina, los cambios curriculares en historia —como la forma de narrar la
conquista española en México o Perú— muestran que la educación es siempre un
terreno de disputa simbólica.
Michel Foucault ya había
advertido que la educación es uno de los dispositivos privilegiados del poder.
En sus análisis sobre las instituciones disciplinarias, mostró cómo la escuela
no solo transmite saberes, sino que produce sujetos dóciles y útiles. La falsa
neutralidad de la educación es, en realidad, una estrategia para ocultar su
función política.
Desde una lectura marxista,
la educación se comprende como parte de la superestructura que reproduce las
condiciones de la base material: no es solo transmisión de saberes, sino
mecanismo de legitimación de las relaciones de producción. La escuela forma “fuerza
de trabajo” disciplinada y ajustada a las necesidades del capital,
naturalizando jerarquías y ocultando la explotación bajo el discurso
meritocrático. En la era digital, este ajuste se intensifica: la alfabetización
tecnológica se orienta a la empleabilidad y la flexibilidad laboral, mientras
el currículo privilegia competencias útiles para el mercado. La promesa de
movilidad social funciona como ideología, desplazando el conflicto de clase
hacia narrativas de esfuerzo individual. Así, la neutralidad educativa se
revela como falsa conciencia: un dispositivo que, bajo la apariencia de
igualdad de oportunidades, reproduce la desigualdad estructural y convierte el
aprendizaje en valor de cambio.
Platón, en su República,
había concebido un modelo de educación profundamente clasista: los guardianes
recibirían formación filosófica y política, mientras que los productores se
limitarían a la instrucción básica necesaria para cumplir su función en la
polis. La Paideia griega exaltaba la formación integral del ciudadano, pero
estaba reservada a una élite masculina y libre, excluyendo a mujeres y
esclavos. En contraste, la educación medieval se organizaba en torno a la
teología y la escolástica, subordinando el saber a la fe. La modernidad, por su
parte, desplazó la centralidad religiosa y colocó la razón y la técnica como
fundamentos, universalizando la escolarización pero también
instrumentalizándola para fines productivos.
Historia de un territorio
en disputa
La historia confirma esta
condición conflictiva. En la Europa medieval, el monopolio del saber estaba en
manos de la Iglesia, que definía qué debía aprenderse y con qué fines. El
conocimiento era privilegio de unos pocos, y su acceso estaba regulado por la
autoridad religiosa. La educación era, en ese contexto, un mecanismo de control
espiritual y social.
Con la Ilustración, la
educación se transformó en instrumento de emancipación racional. Se proclamó la
necesidad de formar ciudadanos libres, capaces de pensar por sí mismos. Sin
embargo, esa emancipación vino acompañada de una homogeneización cultural: la
razón ilustrada se convirtió en criterio universal, desplazando otras formas de
saber y reduciendo la diversidad a un modelo único de racionalidad. La
educación emancipaba, pero también uniformaba.
La industrialización del
siglo XIX llevó la disputa a otro nivel. La escuela moderna se convirtió en
dispositivo de disciplinamiento laboral, preparando cuerpos y mentes para la
fábrica. La organización del tiempo escolar, la repetición de tareas y la jerarquía
del aula reproducían la lógica industrial. La educación ya no era solo
transmisión de saberes, sino entrenamiento para la productividad. Cada época,
en suma, ha inscrito en la educación su propio proyecto civilizacional.
Ejemplos históricos lo
confirman: en Francia, la escuela republicana del siglo XIX buscaba formar
ciudadanos leales al Estado, imponiendo el francés como lengua única y
marginando los dialectos regionales. En Japón, tras la Restauración Meiji, la
educación se convirtió en herramienta para modernizar el país y preparar a la
población para la industrialización, pero también para inculcar obediencia al
emperador. En América Latina, las reformas educativas de los años 60 y 70,
impulsadas por organismos internacionales, buscaban modernizar la región, pero
reforzaron la dependencia tecnológica y cultural respecto a Occidente.
Platón, en su República,
había concebido un modelo de educación profundamente clasista: los guardianes
recibirían formación filosófica y política, mientras que los productores se
limitarían a la instrucción básica necesaria para cumplir su función en la
polis. La Paideia griega, aunque exaltaba la formación integral del ciudadano,
estaba reservada a una élite masculina y libre, excluyendo a mujeres y
esclavos. En contraste, la educación medieval se organizaba en torno a la
teología y la escolástica, subordinando el saber a la fe. La modernidad, por su
parte, desplazó la centralidad religiosa y colocó la razón y la técnica como
fundamentos, universalizando la escolarización, pero también
instrumentalizándola para fines productivos.
Jürgen Habermas, al
reflexionar sobre la modernidad, defendió la racionalidad comunicativa como
horizonte emancipador. Sin embargo, incluso en su propuesta, la educación sigue
siendo concebida como instrumento de integración social, mostrando que la disputa
histórica nunca desaparece, sino que se transforma.
La era digital como
intensificación del conflicto
En la era digital, esta
verdad se revela con mayor crudeza. La conectividad, los algoritmos y las
plataformas educativas no son simples herramientas técnicas: son dispositivos
que responden a proyectos políticos y económicos concretos. La promesa de democratización
del conocimiento convive con la realidad de exclusión masiva.
Allí donde se promete
movilidad social, también se ocultan mecanismos de desigualdad. Las plataformas
globales, por ejemplo, ofrecen acceso a cursos de prestigio, pero su costo los
convierte en privilegio de unos pocos. La brecha digital no es un accidente,
sino la consecuencia lógica de un sistema que prioriza el beneficio privado
sobre el bienestar común. La educación digital, lejos de ser neutral, reproduce
las mismas tensiones que han marcado la historia de la educación.
La pandemia de la COVID-19
fue un espejo brutal de esta situación. Mientras estudiantes de sectores
privilegiados continuaban sus clases en línea, millones de jóvenes en América
Latina quedaron fuera del sistema por falta de conectividad o dispositivos. La
educación digital mostró su rostro más crudo: un mecanismo que puede abrir
puertas, pero también cerrarlas con violencia. La disputa por el acceso se
convirtió en disputa por la dignidad.
Ejemplos recientes lo
confirman: en Brasil, más del 40% de los estudiantes de secundaria no pudieron
seguir clases virtuales por falta de internet estable. En México, el programa
“Aprende en Casa” transmitido por televisión intentó suplir la falta de conectividad,
pero dejó fuera a quienes no tenían acceso a un televisor. En Perú, la
estrategia “Aprendo en Casa” mostró la brecha entre zonas urbanas y rurales:
mientras en Lima muchos estudiantes pudieron continuar en línea, en la sierra y
la selva miles quedaron desconectados.
Zygmunt Bauman, al hablar
de la “modernidad líquida”, describió cómo las instituciones pierden solidez y
se vuelven frágiles. La educación digital es un ejemplo de esa liquidez:
promete flexibilidad y acceso, pero en realidad refleja la precariedad de un
sistema que no logra garantizar igualdad de condiciones.
La pregunta decisiva: quién
controla el conocimiento
La educación, entonces, no
puede ser pensada como un derecho abstracto ni como un servicio neutral. Es un
terreno donde se cruzan las fuerzas del mercado, del Estado y de la cultura. Y
en ese cruce, lo que está en juego no es solo el futuro de los estudiantes,
sino el horizonte civilizacional que define qué significa aprender, para qué
sirve el conocimiento y quién merece acceder a él.
La pregunta decisiva no es
únicamente cómo enseñar, sino quién controla los recursos. ¿Quién define los
contenidos? ¿Quién orienta la tecnología? Estas preguntas revelan que la
educación es siempre un campo de disputa, y que su destino depende de la dirección
política y económica que la sostiene. La neutralidad es imposible: lo que
existe es lucha por el sentido.
En última instancia, la
educación es el espejo de la civilización que la produce. Allí se reflejan sus
valores, sus miedos, sus aspiraciones. En la era digital, ese espejo muestra
con claridad la tensión entre inclusión y exclusión, entre emancipación y control,
entre dignidad y poder. Reconocer esta tensión es el primer paso para pensar un
giro civilizatorio que devuelva a la educación su sentido liberador.
Ejemplos actuales lo
muestran: en China, el Estado controla directamente las plataformas educativas
y orienta los contenidos hacia la cohesión nacional y el desarrollo
tecnológico. En Estados Unidos, las grandes corporaciones tecnológicas como
Google o Microsoft definen buena parte de las herramientas educativas,
condicionando qué se aprende y cómo se aprende. En Finlandia, en cambio, el
Estado garantiza acceso universal y regula el uso de la tecnología para que
sirva a la inclusión.
Byung-Chul Han ha señalado
que el neoliberalismo convierte al individuo en empresario de sí mismo,
autoexplotado en nombre de la productividad. En el terreno educativo, esto
significa que el control del conocimiento ya no se ejerce únicamente desde
instituciones externas —el Estado, la Iglesia, la universidad o el mercado—,
sino que se internaliza en el propio sujeto. El estudiante se convierte en
gestor de su propio rendimiento, en administrador de su capital humano,
midiendo su valor en términos de competencias, certificaciones y productividad.
La lógica del poder se
vuelve invisible: ya no es necesario un maestro autoritario ni un Estado
vigilante, porque el individuo se vigila a sí mismo. La educación se transforma
en un espacio de autoexplotación, donde el estudiante busca acumular credenciales
y habilidades como quien acumula mercancías, convencido de que su dignidad
depende de su capacidad de competir.
Este fenómeno revela un
cambio profundo respecto a modelos anteriores. Platón concebía la educación
como un proceso jerárquico y clasista, reservado a las élites guardianas de la
polis; la Paideia griega exaltaba la formación integral, pero excluía a mujeres
y esclavos. La educación medieval subordinaba el saber a la teología,
convirtiéndolo en instrumento de control espiritual. La modernidad, en cambio,
universalizó la escolarización, pero la instrumentalizó para fines productivos.
Hoy, bajo el neoliberalismo, la educación se ha desplazado hacia un régimen de
autoexplotación: el individuo ya no es moldeado desde fuera, sino que se
convierte en su propio moldeador, atrapado en la lógica de rendimiento.
En La deseducación,
Noam Chomsky sostiene que el sistema escolar moderno ha dejado de ser un
espacio de emancipación intelectual para convertirse en un mecanismo de
domesticación. La escuela, en lugar de enseñar a pensar críticamente y a
cuestionar la realidad, entrena a los estudiantes para memorizar y obedecer,
privándolos de la capacidad de imaginar alternativas. Chomsky denuncia que esta
“deseducación” prepara a los ciudadanos para aceptar verdades prefabricadas y
narrativas impuestas por quienes detentan el poder.
Es importante aclarar que
Chomsky no aborda directamente a los tecnoplutócratas en este libro. Sin
embargo, resulta necesario traerlos a la discusión, porque en el mundo
contemporáneo ellos representan una nueva élite que concentra poder económico,
político y cultural. Figuras como Elon Musk, Jensen Huang, Satya Nadella, Jeff
Bezos, Mark Zuckerberg, Larry Page, Sergey Brin y Tim Cook dominan las
plataformas digitales y los algoritmos que organizan la vida cotidiana. Su
influencia se extiende más allá de los mercados: controlan el flujo de
información, manipulan datos privados y, en muchos casos, convierten la
desinformación en verdad aceptada.
La relación entre
deseducación y tecnoplutocracia es directa. Un sistema educativo debilitado,
que no forma pensamiento crítico, facilita que los algoritmos y las plataformas
tecnológicas definan qué noticias vemos, qué productos consumimos y qué discursos
se legitiman. La escuela prepara la obediencia, y los tecnoplutócratas
perfeccionan la manipulación. En este círculo vicioso, la educación deseducada
se convierte en un terreno en disputa: por un lado, los tecnoplutócratas buscan
mantenerla debilitada para asegurar su dominio; por otro, existe la posibilidad
de recuperar la educación como espacio emancipador, capaz de formar ciudadanos
críticos que resistan la concentración de poder y la manipulación de la verdad.
No es posible sostener la
batalla por la democracia sin sostener, al mismo tiempo, la batalla por una
educación libre de manipulación. La democracia requiere ciudadanos capaces de
discernir entre información y propaganda, entre verdad y desinformación. Si la
educación permanece deseducada, los tecnoplutócratas consolidarán su hegemonía
sobre la conciencia colectiva, debilitando las bases mismas de la participación
democrática.
Además, debe señalarse que
una educación sin manipulación no puede lograrse mientras se mantenga el
esquema de educarse únicamente para la necesidad de sobrevivir. Cuando la
enseñanza se reduce a preparar individuos para el mercado laboral, se perpetúa
la dependencia y la obediencia. En cambio, educarse para la libertad y la
autorrealización significa formar personas capaces de pensar por sí mismas, de
cuestionar las estructuras de poder y de construir proyectos de vida más allá
de la lógica de la supervivencia. Solo una educación orientada hacia la
autonomía puede resistir la manipulación y convertirse en la base de una
democracia auténtica.
Finalmente, sin ligar la
educación al giro civilizatorio que en estos momentos reviste un cariz
postoccidental, no es posible vislumbrar una educación liberadora. El horizonte
educativo debe trascender los límites de la modernidad occidental y abrirse a nuevas
formas de entender la convivencia, el conocimiento y la relación con el
planeta. Una educación que no se inserte en este cambio civilizatorio corre el
riesgo de seguir reproduciendo esquemas coloniales y dependientes, mientras que
una educación vinculada a este giro puede convertirse en el motor de una
sociedad más plural, justa y verdaderamente emancipadora.
Aún más, una verdadera
educación emancipadora respecto a la modernidad debe ser capaz de poner fin a
la hegemonía moderna del principio de inmanencia, recuperar la trascendencia
encarnada, restablecer el fundamento ontológico-metafísico del saber y recuperar
lo sagrado sin disolverlo panteístamente en la naturaleza. Solo así la
educación podrá superar el reduccionismo materialista que ha marcado la
modernidad y abrirse a una visión integral del ser humano, en la que el
conocimiento no se limite a lo útil o lo inmediato, sino que se vincule con lo
profundo, lo trascendente y lo sagrado como dimensiones inseparables de la
vida.
En este sentido, la
pregunta por el control del conocimiento se complejiza: ya no basta con señalar
al Estado o al mercado, porque el poder se ha interiorizado en la subjetividad
misma. El estudiante, el profesor y la institución participan de un mismo horizonte
civilizacional que reduce el saber a capital y la formación a productividad. La
educación deja de ser un camino hacia la emancipación y se convierte en un
dispositivo de autoexplotación legitimado por la promesa de éxito individual.
Bibliografía
Bauman, Zygmunt. Modernidad líquida.
Fondo de Cultura Económica, 2003.
Bernays, Edward. Propaganda. Melusina,
2008.
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Frenkel, Sheera, y Cecilia Kang. La
batalla de Facebook por la dominación mundial. Debate, 2021.
Ginsberg, Enrique. Control de los medios,
control del hombre: medios masivos y control psicosocial. Editorial Biblos,
2005.
Habermas, Jürgen. Teoría de la acción
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Marx, Karl. El capital: crítica de la
economía política. Vol. 1, Siglo XXI Editores, 2008.
Martín Jiménez, Cristina. Los dueños del
planeta. La Esfera de los Libros, 2013.
Platón. La República. Traducido por
José Manuel Pabón y Manuel Fernández-Galiano, Alianza Editorial, 2006.
Capítulo
II
Modelos
de capitalismo y educación digital
China: cohesión nacional,
tecnopolítica y subjetivación
La educación digital en
China articula tres capas históricas y conceptuales: una ética confuciana que
concibe el aprendizaje como perfeccionamiento moral y orden social; un legado
legalista que privilegia la eficacia normativa y la sanción; y una racionalidad
tecnocrática que organiza datos, métricas y objetivos colectivos. La formación
no se reduce a adquirir competencias técnicas: se inserta en una misión
civilizacional donde lo público prima sobre lo privado y el desarrollo se
justifica por su contribución a la estabilidad nacional. Bajo esta gramática,
el aula se convierte en dispositivo de integración y la tecnología en una
extensión del tejido estatal.
La tecnopolítica es el eje
contemporáneo que reconfigura esta tradición. No se gobiernan solo horarios,
exámenes y disciplina; se gobiernan flujos de información, perfiles de
aprendizaje y sistemas de recomendación que orientan trayectorias. La “personalización”
se articula con fines colectivos: se identifica al talento, se corrige la
desviación, se distribuye la oportunidad en clave de rendimiento. La
infraestructura —plataformas educativas, nube estatal, redes de evaluación—
opera como red capilar que produce sujetos competentes y sincronizados con
metas nacionales. El estudiante, al interactuar, se convierte en productor de
datos que, a su vez, perfeccionan el régimen de gobierno educativo.
Filosóficamente, este
modelo abre tensiones decisivas. Con ayuda de Foucault, puede leerse como una
gubernamentalidad que fabrica sujetos útiles mediante técnicas suaves de
optimización. Con Han, vemos el desplazamiento desde el control externo hacia
la autoexigencia internalizada, donde el estudiante asume métricas como
criterio de valor propio. Heidegger ofrece la crítica ontológica: el saber
corre el riesgo de devenir “reserva disponible” gestionada por sistemas,
perdiendo su carácter de desocultamiento del mundo. Pero la ética confuciana
introduce un contrapeso: educación como formación del carácter y servicio al
bien común. El nudo teórico es cómo preservar sentido y virtud dentro de una
arquitectura que maximiza datos y rendimiento; cómo evitar que la armonía se
convierta en homogeneidad y que el perfeccionamiento moral sea subsumido por la
eficiencia algorítmica.
Rusia: memoria, soberanía
tecnológica y hegemonía cultural
El proyecto educativo ruso
se sostiene en la continuidad histórica de una identidad trabajada por crisis y
resistencias: lengua y literatura como custodios de memoria, ciencias duras
como orgullo nacional, escuela como institución de cohesión. La modernidad
soviética elevó la técnica a horizonte de emancipación, formando generaciones
para la investigación y la ingeniería. En el presente, la educación digital
prolonga esa vocación, pero se redefine en términos de soberanía: priorizar
desarrollo de infraestructura propia, proteger datos estratégicos, consolidar
capacidad científica frente a presiones geopolíticas.
La tecnopolítica aquí se
expresa en la apuesta por arquitecturas autónomas: plataformas nacionales,
ciberseguridad como currículo, investigación aplicada articulada a objetivos
estatales. Se busca que el sistema educativo no dependa de intermediarios externos,
que el conocimiento no sea capturado por centros ajenos. En clave
althusseriana, la escuela funciona como aparato que produce adhesión a un
proyecto de país; pero con Gramsci comprendemos que esa adhesión requiere
hegemonía viva: consenso moral e intelectual forjado en instituciones que
persuaden, no solo instruyen. La memoria histórica se convierte así en fuente
de legitimidad y en narrativa que orienta la formación.
Filosóficamente, el riesgo
es el cierre cultural: proteger puede volverse clausurar, y cuidar la soberanía
puede reducir la permeabilidad creativa. Arendt recuerda que educar implica
preparar a los nuevos para renovar el mundo, no para reproducirlo sin fisuras;
el juicio, la pluralidad y el debate son condiciones de vitalidad democrática.
La tecnopolítica soberanista necesita, por tanto, arquitectura crítica:
espacios donde se discutan fines, se evalúen impactos y se incorporen voces
disonantes. La fuerza del modelo está en su continuidad científica y su
conciencia de proyecto; su fragilidad, en la posibilidad de convertir la
protección en dogma y el futuro tecnológico en mera defensa.
Occidente neoliberal:
mercado de credenciales, subjetivación competitiva y valor instrumental
En el capitalismo
neoliberal, la educación se ordena como cadena de valor: proveedores
(universidades, plataformas), productos (certificados, grados,
microcredenciales), consumidores (estudiantes endeudados o financiados),
métricas (rankings, empleabilidad, retorno). El aula migra al Marketplace y el
currículo se alinea con demandas empresariales. El saber se evalúa por su
utilidad inmediata y el tiempo de estudio por su costo de oportunidad. La
experiencia educativa se traduce en indicadores comparables, y se consagra una
cultura de “optimización del perfil” que transforma identidad en portfolio.
La tecnopolítica opera como
motor de esta subjetivación: analítica de aprendizaje, trazas de
comportamiento, dashboards que prometen mejorar resultados. La promesa de
personalización se amalgama con la exigencia de rendimiento constante, y la
atención se fragmenta en tareas medibles. En este esquema, Han describe la
autoexplotación como ética dominante: el estudiante se convierte en gestor de
sí, y cada nuevo badge confirma el relato de “progreso” individual. Con
Foucault, se observa la interiorización de criterios de evaluación; el régimen
de verdad se ancla en métricas que normalizan la comparación infinita.
La crítica filosófica
señala tres desajustes. Primero, con Heidegger, el empobrecimiento ontológico
del saber: de encuentro con lo verdadero a recurso intercambiable. Segundo, con
Arendt, la pérdida de natalidad: la educación debería abrir mundos, no solo
reproducir prácticas eficaces. Tercero, con Habermas, la colonización de la
esfera educativa por racionalidades instrumentales, desplazando la deliberación
y el entendimiento. Alternativas emergen en pedagogías cooperativas, evaluación
formativa, y en un diseño tecnopolítico que subordine la métrica al diálogo y
la justicia. La cuestión no es negar la utilidad, sino reordenarla bajo fines
públicos: convertir la tecnología en medio para formar juicio, comunidad y
creatividad, antes que en engranaje de competencia interminable.
Europa del Norte: derechos,
infraestructura pública y comunicación democrática
El modelo nórdico asienta
la educación en derechos sociales, financiación estable y confianza
institucional. La digitalización se concibe como infraestructura para la
igualdad: acceso garantizado, soporte universal, formación docente continua,
regulación prudente de plataformas. Aquí, tecnología se integra en un
ecosistema que ya prioriza bienestar, inclusión y participación; no se implanta
para resolver problemas desde cero, sino para profundizar prácticas
deliberativas y cooperativas.
La tecnopolítica se diseña
de forma republicana: datos como bienes públicos, transparencia en algoritmos
de evaluación, dispositivos orientados al aprendizaje activo. Habermas
proporciona el fundamento: la educación como espacio de acción comunicativa, donde
la comprensión y el consenso se construyen mediante razones compartidas. Dewey
añade el pragmatismo democrático: aprender haciendo, investigando problemas
reales en comunidad. Arendt recuerda el cuidado del mundo común: la escuela
custodia herencia cultural y prepara para la renovación, en equilibrio entre
tradición y novedad.
El peligro es una
tecnocracia amable que confía en el buen diseño y olvida el conflicto. La
justicia requiere también crítica, atención a minorías y apertura a la
diferencia. Este modelo muestra que la tecnopolítica puede ser inclusiva cuando
se ancla en derechos y en prácticas participativas. Su fortaleza radica en el
entramado institucional que sostiene continuidad y en la cultura cívica que
legitima la inversión pública; su desafío, en mantener el carácter polémico y
creativo de la democracia dentro de sistemas altamente eficientes.
América Latina:
dependencia, agencia situada y pedagogía de la emancipación
La región enfrenta una
doble tensión: expansión de conectividad y dispositivos, y persistencia de
brechas materiales y simbólicas. La teoría de la dependencia explica la
inserción periférica en cadenas tecnológicas: importación de plataformas,
extracción de datos, subordinación a estándares externos. En ese contexto, la
educación digital puede reproducir desigualdad si se limita al consumo de
contenidos; o puede habilitar agencia si impulsa producción local, tecnologías
abiertas y currículos vinculados a problemas de territorio.
La tecnopolítica
emancipadora requiere decisiones concretas: infraestructura pública robusta,
soberanía de datos educativos, alfabetización crítica sobre algoritmos y
plataformas, apoyo a ecosistemas locales de innovación. Freire orienta el
horizonte: educar como práctica de libertad, convertir el aula en espacio de
diálogo y concientización, leer lo digital como texto político. El pensamiento
decolonial (Dussel, Quijano, Mignolo) insiste en pluralizar epistemes:
legitimar conocimientos indígenas y populares, traducir la técnica a lenguas y
sentidos locales, resistir homogenizaciones que invisibilizan diferencias.
El programa filosófico es
transformar relación con la técnica. Con Heidegger, evitar que la conectividad
anule mundo; con Arendt, proteger la pluralidad y la aparición de nuevos
comienzos; con Gramsci, construir hegemonía democrática desde abajo, articulando
escuela, comunidad y producción de saber. La evaluación debe considerar impacto
social, no solo logros individuales. Proyectos de ciencia ciudadana, radios
comunitarias digitales, laboratorios escolares orientados a problemas reales y
datos abiertos pueden convertir la educación en motor de agencia. La fragilidad
está en la financiación y la desigualdad; la fuerza, en la creatividad social y
la vocación de justicia.
Comparación transversal:
gramáticas de poder y horizontes formativos
En el panorama global, cada
región ha tejido su propio modo de entender la educación digital, y en esa
diversidad se revelan las tensiones filosóficas de nuestro tiempo.
En China, la tradición
confuciana sigue marcando el horizonte: la educación se concibe como un camino
hacia la virtud y la armonía social, un instrumento para formar ciudadanos que
encarnen el bien común. Sin embargo, la tecnopolítica ha transformado esa ética
pública en un entramado de algoritmos y plataformas que personalizan el
aprendizaje con fines colectivos y vigilan cada interacción. La ambivalencia es
evidente: la inclusión se expande, pero bajo una dirección que puede derivar en
homogeneidad, donde la diversidad se sacrifica en nombre de la cohesión.
Rusia, por su parte,
sostiene su modelo en la memoria histórica. La identidad nacional se convierte
en el núcleo del currículo, y la soberanía tecnológica en un objetivo
estratégico: producir infraestructura propia, cultivar ciencia aplicada y
resistir presiones externas. La tensión filosófica aparece en el equilibrio
entre proteger la cultura y abrirse a la crítica. Una educación que se aferra
demasiado a la memoria corre el riesgo de clausurar la pluralidad, pero una que
la olvida pierde el hilo de continuidad que da sentido a la comunidad. En
Occidente neoliberal, la educación se ha convertido en un mercado de
credenciales. El saber se traduce en certificados, rankings y competencias que
se acumulan como capital simbólico. La subjetivación se produce a través de
métricas que interiorizan la competencia: el estudiante se mide a sí mismo en
dashboards y comparaciones infinitas. La crítica es inevitable: cuando la
utilidad se convierte en único criterio, se pierde el juicio y la comunidad, y
la educación deja de ser un espacio de apertura de mundo para reducirse a un
engranaje de empleabilidad. Europa del Norte ofrece un contraste. Allí, la
educación se sostiene en derechos sociales y en una infraestructura pública que
garantiza acceso universal y regula con transparencia el uso de la tecnología.
El aprendizaje se concibe como práctica deliberativa, un espacio de
comunicación orientado al entendimiento y la cooperación. Sin embargo, incluso
este modelo enfrenta un riesgo: la tecnocracia puede suavizar el conflicto
democrático, confiando demasiado en el buen diseño institucional y olvidando
que la justicia requiere también crítica y disenso.
Finalmente, América Latina
vive la paradoja de la dependencia y la emancipación. La inserción periférica
en circuitos tecnológicos reproduce desigualdades, pero al mismo tiempo emergen
pedagogías críticas que buscan transformar la educación digital en producción
local de conocimiento. El desafío es convertir el acceso en agencia, la
conectividad en justicia, y la tecnología en herramienta de liberación. La
educación latinoamericana se debate entre ser un canal de consumo pasivo y
convertirse en un laboratorio de emancipación situado, capaz de leer el mundo y
reescribirlo desde sus propias voces.
Así, cada modelo revela una
gramática distinta del poder educativo: cohesión vigilada en China, soberanía
cultural en Rusia, mercantilización en Occidente, deliberación en el Norte
europeo y lucha emancipadora en América Latina. En todos los casos, la tecnopolítica
redefine el horizonte: gobierna datos, orienta trayectorias y produce
subjetividades. La pregunta que atraviesa a todos es la misma: ¿cómo hacer de
la educación digital no un instrumento de control, sino un espacio de libertad,
juicio y comunidad? En todos los casos, la tecnopolítica redefine el qué, el
cómo y el para qué de la educación: transforma datos en gobierno,
personalización en orientación, evaluación en subjetivación. La pregunta
filosófica decisiva no es si digitalizar, sino bajo qué fines y con qué
condiciones. Una educación digna de ese nombre no mide su éxito por velocidad o
eficiencia, sino por su capacidad de cultivar juicio, libertad y mundo común.
La
comparación de los distintos modelos muestra que, más allá de sus diferencias
históricas y culturales, todos ellos operan bajo un mismo horizonte: el
principio de la inmanencia de la modernidad. La educación digital, ya sea en
clave de cohesión nacional, soberanía cultural, mercantilización neoliberal,
deliberación socialdemócrata o emancipación periférica, se despliega como parte
de un proyecto moderno que confía en la técnica y en la racionalidad
instrumental para organizar la vida. La tecnopolítica es la forma actual de esa
inmanencia: gobierna datos, produce subjetividades y orienta trayectorias sin
necesidad de recurrir a trascendencias externas. No debemos olvidar este
trasfondo, pues en los capítulos siguientes será decisivo mostrar cómo la modernidad,
al volverse inmanente, redefine la paideia, la escolástica y la racionalidad
técnica, y cómo esa lógica común atraviesa incluso las diferencias más marcadas
entre los modelos de capitalismo y educación.
Frente
a la inmanencia moderna que atraviesa todos los modelos analizados, existen
proyectos educativos que reivindican la trascendencia como fundamento
irrenunciable. Jacques Maritain y Emmanuel Mounier, desde el personalismo,
recuerdan que la educación debe formar personas abiertas a lo absoluto y no
meros engranajes de la técnica; Gabriel Marcel y Edith Stein insisten en la
dimensión espiritual de la existencia como horizonte pedagógico; Viktor Frankl
muestra que el sentido es condición de toda formación auténtica; y Karol
Wojtyła, con su antropología personalista, sitúa la educación en la dignidad
trascendente de la persona. En esta misma línea se inscriben mis obras Educación,
humanismo y trascendencia (2010) y Pedagogía del amor
(2025), que plantean la necesidad de recuperar el humanismo y el amor como
principios pedagógicos capaces de restituir sentido y comunidad. Estas voces
nos recuerdan que, incluso en medio de la tecnopolítica y la inmanencia
moderna, la educación puede y debe abrirse a la trascendencia como horizonte de
plenitud humana.
Esta
corriente que reivindica la trascendencia se pronuncia con firmeza contra el
empobrecimiento ontológico del saber, denunciando la reducción del conocimiento
a mera utilidad técnica o a simple recurso gestionable. Frente a la inmanencia
moderna y la tecnopolítica que convierten el saber en dato, estos proyectos
recuerdan que la educación debe custodiar la profundidad del ser y abrirse a la
dimensión espiritual. Y lo hacen sin perder el eje cristológico: la figura de
Cristo como centro de la experiencia educativa, garante de que la formación no
se limite a producir competencias, sino que conduzca a la plenitud de la
persona en su vocación trascendente. De este modo, la educación se afirma como
camino hacia la verdad y la comunión, capaz de resistir la lógica reductiva de
la modernidad y de sostener la esperanza en medio de la técnica. La
plenitud de la persona en su vocación trascendente no se agota en la
interioridad, sino que se vierte en una teología encarnada en el mundo, capaz
de dialogar con la historia y con la técnica, y que se afirma dentro del
espíritu posconciliar como horizonte pedagógico de comunión, justicia y
esperanza.
En
el modelo occidental neoliberal, la educación digital se encuentra sometida al
dominio de la tecnoplutocracia, que ha convertido el conocimiento en un recurso
instrumental al servicio de la acumulación de capital. Bajo la apariencia de
innovación y progreso, las plataformas tecnológicas inyectan hasta la raíz un nihilismo estructural que vacía de sentido la
formación, reduciéndola a un entrenamiento funcional para el mercado y
despojándola de toda trascendencia. La lógica de los algoritmos, diseñada por
los grandes magnates tecnológicos, sustituye la reflexión crítica por la
repetición mecánica, mientras la escuela se transforma en un espacio de
domesticación digital. En este esquema, la educación deja de ser un camino
hacia la libertad y la autorrealización, para convertirse en un engranaje más
de la maquinaria neoliberal que perpetúa la dependencia, la obediencia y la
desinformación.
El capitalismo chino se
presenta como un modelo que, en contraste con el neoliberalismo occidental,
proclama la prioridad del bienestar común y la estabilidad social. Sin embargo,
esta orientación hacia el colectivo no elimina las tensiones internas: al mismo
tiempo que busca garantizar cohesión y prosperidad, catapulta el consumo,
expande el mercado y reproduce la lógica de la acumulación de capital. La
educación digital en este contexto se ve atravesada por una burocratización
tecnológica que convierte la innovación en un aparato de control, donde el
acceso al conocimiento está mediado por estructuras estatales y corporativas
que regulan cada interacción.
Este modelo, aunque
distinto en su narrativa, fortalece de otro modo la amenaza del nihilismo
estructural. La promesa de bienestar común se ve erosionada por la
subordinación del saber a la eficiencia productiva y al consumo masivo, lo que
vacía de trascendencia la experiencia educativa. La técnica se convierte en un
fin en sí mismo, y la burocracia tecnológica asegura que la educación
permanezca atrapada en un horizonte de funcionalidad, sin abrirse a la libertad
ni a la autorrealización. Así, el capitalismo chino, pese a su discurso de
comunidad, reproduce la misma deseducación que Chomsky denunció en el modelo
occidental, aunque bajo un ropaje distinto: el de la planificación estatal y la
disciplina colectiva.
No nos hagamos falsas ilusiones
con el advenimiento de la era postoccidental, pues dentro de los marcos del
capitalismo, sea estatal o privado, no hay salida posible porque ambos
reproducen la hegemonía del mercado y reducen al ser humano a la condición de
consumidor. La tiranía del dinero y la subordinación de la vida al trabajo
siguen intactas, impidiendo cualquier horizonte de autorrealización. El desafío
del mundo postoccidental consiste precisamente en romper ese corsé histórico.
La economía tecnologizada, lejos de ser un instrumento de control y
acumulación, podría convertirse en el medio para clausurar el imperio del
mercado y abrir paso a un giro civilizatorio. Este giro no se limitaría
a redistribuir recursos, sino que implicaría transformar la relación entre
técnica y sentido, entre producción y vida, entre saber y trascendencia. Solo
así se podrá contrarrestar la amenaza del nihilismo estructural, que
avanza como una sombra sobre todas las formas de capitalismo. La reconstrucción
de la educación, la cultura y la economía deberá orientarse hacia la libertad
interior, la plenitud existencial y la dignidad humana, en lugar de perpetuar
la lógica del consumo y la obediencia. En este horizonte, la técnica deja de
ser un fin en sí mismo y se convierte en un medio para recuperar lo sagrado, lo
trascendente y lo humano como fundamentos de una nueva civilización.
Bibliografía
Althusser, Louis. Ideología y aparatos
ideológicos del Estado. Siglo XXI Editores, 2003.
Arendt, Hannah. La condición humana.
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Mignolo, Walter. La idea de América Latina.
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Mounier, Emmanuel. El personalismo.
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Wojtyła, Karol. Persona y acción. BAC,
2011.
Capítulo
III
Genealogías
de la educación: de la Paideia a la tecnopolítica, con Oriente en diálogo
La Paideia griega:
formación del alma, su crisis y sus grandes diagnósticos
La paideia fue el
corazón de la polis griega: un proyecto de formación integral que buscaba forjar
el carácter humano a la luz de la verdad y la virtud. No se trataba simplemente
de instruir en técnicas o habilidades, sino de conducir el alma en un ascenso
desde la sombra hacia lo inteligible. Platón la concibió como un camino de
liberación hacia las Ideas, mientras Aristóteles la vinculó con el cultivo de
la virtud y la vida buena. En ambos casos, la educación era inseparable de la
trascendencia: un ejercicio de apertura hacia lo verdadero y lo justo, capaz de
sostener la comunidad política en su horizonte más alto.
Sin embargo, este ideal
entró en crisis. La retórica, convertida en arte de convencer y triunfar,
desplazó a la filosofía como búsqueda de la verdad. La expansión imperial
quebró el tejido cívico y transformó la educación en privilegio de élites,
alejándola de la vida común. Al mismo tiempo, la técnica comenzó a emanciparse
del horizonte ético, reduciendo el saber a destreza de poder. Ese desvío
inauguró un empobrecimiento ontológico: el conocimiento dejó de ser revelación
del ser y se convirtió en instrumento de dominio. La promesa de formación
integral se debilitó, y la paideia perdió su capacidad de orientar la
existencia hacia lo absoluto.
Diversos estudios han
iluminado esta fractura. Werner Jaeger, en Paideia, reconstruyó la
arquitectura espiritual del ideal griego y mostró cómo se erosionó en su propia
historia. Pierre Hadot recordó que la filosofía fue originalmente una forma de
vida, y señaló su progresiva reducción a discurso académico. Martha Nussbaum, en
La fragilidad del bien, reveló cómo la vulnerabilidad humana tensiona y
desestabiliza el proyecto clásico. Y Hannah Arendt, en La crisis en la
educación, ofreció una clave moderna: cuando la transmisión del mundo
pierde sentido, la escuela deja de custodiar lo nuevo y la educación se
convierte en mera repetición sin horizonte.
La educación en Oriente:
armonía, sabiduría, sus fracturas y sus grandes diagnósticos
Las tradiciones orientales
concibieron la educación como una práctica de sabiduría más que como mera
instrucción. En China, Confucio ligó el aprendizaje a la virtud y a la armonía
social, proponiendo que el estudio debía formar el carácter y sostener la justicia
en la comunidad. El taoísmo, en cambio, enseñó a fluir con el dao, a
aprender de la naturaleza y a vivir en consonancia con su ritmo. En India, la
pedagogía védica y el budismo hicieron de la educación un camino hacia la
liberación y la compasión, donde el gurú y el discípulo se relacionaban en un
vínculo espiritual que trascendía la transmisión de contenidos. En Japón, el
zen convirtió la disciplina y la contemplación en una vía de despertar
cotidiano, mostrando que la enseñanza podía ser experiencia directa y
transformadora.
Sin embargo, este horizonte
también entró en crisis. En China, los exámenes imperiales terminaron
fosilizando la virtud en rituales burocráticos, donde el mérito se redujo a la
repetición formal de textos. La colonialidad impuso currículos de utilidad y progreso,
relegando las tradiciones sapienciales a un lugar marginal. La mercantilización
urbana trasladó el valor del estudio a la empleabilidad, erosionando la
centralidad del cultivo interior. Y en tiempos recientes, la tecnopolítica
estatal y corporativa absorbió las tradiciones en arquitecturas de control,
confundiendo la armonía con homogeneidad y la disciplina con rendimiento. La
educación oriental se vio atrapada entre su vocación de trascendencia y la
exigencia moderna de eficiencia y datos.
Varios pensadores han
iluminado estas crisis. Benjamin Elman, en sus historias culturales de los
exámenes imperiales, mostró cómo el mérito se convirtió en formalismo vacío.
Amartya Sen, en El indio argumentativo, rescató la tradición crítica
frente a la uniformidad moderna. Ashis Nandy, en El enemigo íntimo,
reveló la herida antropológica del colonialismo en la educación india. Tu
Weiming pensó la modernidad confuciana sin perder la raíz ética, mostrando que
aún es posible un diálogo fecundo entre tradición y modernidad. En Japón, D. T.
Suzuki y la estética del zen describieron la educación como experiencia
directa, y señalaron su debilitamiento cuando se le exige rendimiento sin
contemplación. Estas voces recuerdan que la crisis no borra la sabiduría, sino
que la desafía a reinventarse frente a la
inmanencia moderna.
La escolástica medieval:
mediación teológica, su declive y sus grandes diagnósticos
La escolástica surgió como
un ambicioso intento de reconciliar la razón con la revelación, de articular el
conocimiento humano como un itinerario hacia Dios y de custodiar en la
universidad la unidad del sentido. En las aulas medievales, el trivium y
el quadrivium se concebían como peldaños hacia la verdad última,
mientras la teología ocupaba el lugar supremo como ciencia rectora. La
educación se entendía como un acto de comunión intelectual y espiritual, donde
el estudio no era mera acumulación de saberes, sino búsqueda de lo absoluto.
Sin embargo, este proyecto
comenzó a resquebrajarse. Los cismas religiosos y las reformas internas minaron
la confianza en la mediación institucional. El nominalismo debilitó la noción
de universales y fragmentó la coherencia del pensamiento, mientras la ciencia
experimental emergía con fuerza, desplazando la teología del centro del saber.
Al mismo tiempo, la secularización del poder político y económico exigía una
formación orientada a la utilidad práctica, relegando la contemplación y la
especulación metafísica. La universidad, que había nacido como espacio de
integración, se transformó en un lugar de especialización y de servicio a las
necesidades del Estado y de la administración.
Diversos estudios han
iluminado este trance con profundidad. Étienne Gilson, en La filosofía en la
Edad Media, trazó la grandeza y los límites del proyecto escolástico. Heiko
Oberman analizó el papel del nominalismo en la fragmentación del pensamiento.
Jacques Le Goff narró la evolución de la institución universitaria y su
progresiva transformación. Amos Funkenstein, en Theology and the Scientific
Imagination, mostró cómo el imaginario teológico se metamorfoseó en clave
científica. Francis Oakley exploró el tránsito de la autoridad sacra hacia una
racionalidad pública, revelando cómo la educación medieval perdió su eje
trascendente al ser absorbida por las exigencias de la modernidad naciente.
La modernidad: inmanencia,
el colapso del sentido y sus grandes diagnósticos
La modernidad se erigió
sobre la confianza en el método y en la promesa del progreso. Francis Bacon
proclamó que el conocimiento debía convertirse en poder para dominar la
naturaleza; René Descartes situó la claridad y la distinción como criterios
supremos de verdad; Immanuel Kant defendió la autonomía racional como
fundamento de la educación y de la vida moral. Bajo esta lógica, el principio
de inmanencia se consolidó como eje: la escuela pasó a organizarse en función
de la utilidad social, la administración de competencias y la preparación de
ciudadanos productivos. El saber dejó de ser contemplación de lo absoluto y se
transformó en herramienta para el ordenamiento del mundo.
Sin embargo, este proyecto
pronto reveló sus fisuras. La instrumentalización extrema convirtió el
conocimiento en mera técnica, vaciando su dimensión ontológica. La educación,
reducida a capacitación, generó alienación y despersonalización, transformando
al estudiante en engranaje de un sistema más amplio. Las desigualdades
estructurales, lejos de resolverse, se profundizaron con la propia
modernización, y la colonización cultural uniformó los currículos, imponiendo
un canon eurocéntrico que silenciaba otras voces. La promesa emancipadora se
tornó paradójica: en lugar de liberar, la modernidad terminó por encadenar al
sujeto a nuevas formas de control y estandarización.
Los grandes pensadores del
siglo XX han iluminado esta crisis con diagnósticos penetrantes. Max Weber
habló del desencantamiento del mundo y, en La ciencia como vocación,
mostró el vacío de sentido que acompaña al saber técnico. Martin Heidegger
denunció el empobrecimiento ontológico del conocimiento, reducido a reserva
manipulable. Jürgen Habermas, en El discurso filosófico de la modernidad,
analizó la colonización sistémica que invade la vida cotidiana. Jean-François
Lyotard, en La condición posmoderna, describió la caída de los
metarrelatos que sostenían la legitimidad del saber. Charles Taylor, en La
era secular, reflexionó sobre la pluralización de marcos de significado en
sociedades modernas. Y Zygmunt Bauman retrató la volatilidad líquida que
erosiona toda formación estable. En conjunto, estas voces revelan que la
modernidad, al absolutizar la inmanencia, terminó por vaciar la educación de
sentido y abrir el camino a nuevas crisis.
La tecnopolítica
contemporánea: gobierno de datos, sus grietas y sus grandes diagnósticos
La tecnopolítica representa
la radicalización del principio de inmanencia. Las plataformas digitales
administran flujos de información, los algoritmos personalizan itinerarios de
aprendizaje y vigilan comportamientos, mientras las métricas convierten la experiencia
humana en datos comparables. Bajo la apariencia de acceso ilimitado y
personalización, se despliega un entramado de control que transforma la
educación en un laboratorio de subjetividades cuantificadas. El estudiante ya
no es únicamente aprendiz, sino también productor de información, inscrito en
un sistema que mide, clasifica y orienta su trayectoria vital.
La promesa de
democratización convive con profundas asimetrías de poder. La autoexplotación
se normaliza en la lógica de la optimización constante, el juicio crítico se
erosiona frente a la tiranía de los indicadores y la vigilancia se naturaliza
como condición de seguridad. La tecnopolítica convierte la pedagogía en gestión
de perfiles, donde la armonía se confunde con homogeneidad y la disciplina con
rendimiento. El saber, reducido a correlaciones estadísticas, pierde su
densidad ontológica y se convierte en recurso administrado por arquitecturas
invisibles de control.
Diversos pensadores han
iluminado esta crisis con diagnósticos incisivos. Shoshana Zuboff, en La era
del capitalismo de vigilancia, muestra cómo la experiencia humana se
captura como materia prima para la acumulación. Evgeny Morozov denuncia el
solucionismo tecnológico que vacía la deliberación pública. Byung-Chul Han
describe la psicopolítica y el agotamiento que produce la autooptimización.
Cathy O’Neil advierte sobre los daños de los algoritmos opacos en Weapons of
Math Destruction. Luciano Floridi articula la ética de la infosfera,
proponiendo un marco para habitar el universo digital con responsabilidad.
Antoinette Rouvroy piensa la gubernamentalidad algorítmica como nueva gramática
del poder. Y Michel Foucault ofrece la clave de lectura: el poder se inscribe
en técnicas que fabrican sujetos; hoy esas técnicas son código, tecnopolítica, bases
de datos y modelos de predicción que moldean la educación y la vida cotidiana.
La teología encarnada:
horizonte posconciliar, sus desafíos y sus grandes diagnósticos
La teología encarnada se
presenta como una invitación a habitar la historia sin renunciar a la
trascendencia. Su núcleo es el eje cristológico, que orienta la educación hacia
la plenitud de la persona y permite leer la técnica no como amenaza, sino como espacio
de comunión y servicio. Educar, en este horizonte, significa acompañar la
vocación humana hacia lo absoluto, integrando razón, afecto y acción en un
mismo movimiento. La pedagogía se convierte así en un acto de esperanza, capaz
de abrir caminos de sentido en medio de la complejidad contemporánea.
No obstante, este proyecto
enfrenta desafíos que pueden desvirtuarlo. Cuando se desconecta de la cultura
plural, corre el riesgo de aislarse en un lenguaje incomprensible para el mundo
actual. Si se refugia en el moralismo, sustituye el discernimiento por normas
rígidas y pierde su capacidad transformadora. Y cuando renuncia a las
mediaciones técnicas, se vuelve meramente declarativo, incapaz de dialogar con
las realidades digitales y sociales que configuran la vida cotidiana. La
teología encarnada solo puede mantenerse viva si se atreve a cruzar fronteras,
a escuchar otras voces y a asumir la técnica como lugar de encuentro y no de
clausura.
El Concilio Vaticano II
marcó el inicio de este gesto con textos como Gaudium et Spes y Gravissimum
Educationis, que abrieron la educación al mundo sin abandonar la custodia
de la verdad. Karl Rahner pensó la trascendencia como horizonte cotidiano, Hans
Urs von Balthasar reivindicó la belleza como vía pedagógica, Yves Congar
insistió en la reforma de mediaciones eclesiales, Gustavo Gutiérrez encarnó la
opción por los pobres como pedagogía de justicia, y Romano Guardini introdujo
el discernimiento como forma de vida. En diálogo con esta corriente, mis obras
como Educación, humanismo y trascendencia (2010) y Pedagogía del amor
(2025) reclaman una práctica formativa que resista el empobrecimiento
ontológico del saber sin perder el centro cristológico. La plenitud de la
persona en su vocación trascendente se vierte, así, en una teología encarnada
en el mundo, dentro del espíritu posconciliar, capaz de dialogar con la técnica
sin abdicar el misterio que da sentido.
La universidad en crisis:
nihilismo, consumismo y dictadura de lo técnico
La universidad, concebida
originalmente como espacio de búsqueda de la verdad y de cultivo de la
sabiduría, atraviesa hoy una crisis profunda. Lo que en sus orígenes fue
comunidad de maestros y discípulos orientada hacia la contemplación y el
discernimiento, se ha transformado en un engranaje sometido a la lógica del
mercado y a la presión de la productividad inmediata. El ideal de formar
personas capaces de pensar y dialogar se ha visto desplazado por la obsesión
por rankings, acreditaciones y métricas de rendimiento. En este escenario, la
institución que debía custodiar la memoria y abrir horizontes se encuentra
atrapada en un presente dominado por la utilidad y la técnica.
El nihilismo se manifiesta
en la pérdida de sentido: el saber ya no se concibe como camino hacia la
verdad, sino como mercancía intercambiable. El consumismo académico convierte
títulos y certificaciones en productos que se adquieren y se acumulan, mientras
la reflexión crítica se desvanece. La dictadura de lo técnico impone su
gramática: la investigación se mide en indicadores cuantitativos, la docencia
se evalúa por encuestas estandarizadas, y la vida universitaria se reduce a
gestión de recursos y competencias. La universidad, que debía ser lugar de
encuentro entre generaciones y de apertura al misterio del mundo, se convierte
en un centro de adiestramiento funcional, despojado de trascendencia.
Numerosos pensadores han
diagnosticado esta crisis con lucidez. Friedrich Nietzsche anticipó el
nihilismo que corroe las instituciones cuando la vida pierde horizonte de
sentido. Jacques Derrida habló de la “universidad sin condición”, reclamando un
espacio libre para la crítica y la imaginación. Jean-François Lyotard señaló la
subordinación del saber a la performatividad en La condición posmoderna.
Martha Nussbaum denunció la erosión de las humanidades frente al utilitarismo
económico. Y Byung-Chul Han ha descrito cómo la lógica del rendimiento y la
autoexplotación penetran en la academia, vaciando la experiencia educativa de
profundidad. Estas voces convergen en una advertencia: la universidad, si se
deja arrastrar por el nihilismo, el consumismo y la dictadura de lo técnico,
traiciona su vocación originaria y se convierte en un dispositivo más de la
inmanencia moderna.
En mi libro La
Universidad Nihilista (2025) hago una advertencia sobre la deriva de la
institución universitaria hacia el vacío de sentido. Señalo cómo el diploma ha
pasado a brillar más que la verdad, cómo el saber se mide en hojas de cálculo y
cómo la universidad corre el riesgo de convertirse en una máquina de
titulaciones vacías. En sus páginas denuncio el principio de inmanencia de la
modernidad que reduce el conocimiento a utilidad técnica y administrativa, y
propone recuperar la gratuidad ontológica del saber: aprender no como medio
para acumular credenciales, sino como experiencia que transforma y abre al
misterio de lo verdadero. Es un alegato a favor del maestro como testigo y del
estudiante como discípulo que busca sentido, más allá de métricas y rankings. En
síntesis, La Universidad Nihilista no pretende reformar superficialmente
el sistema, sino reencantar el pensamiento: devolverle a la universidad su
vocación originaria de custodiar la verdad y abrir horizontes de trascendencia
en medio de un mundo dominado por el consumismo y la dictadura de lo técnico.
La
educación, en todas sus genealogías, aparece como un río que nace en la fuente
de la trascendencia y se va enturbiando al atravesar los desfiladeros de la
inmanencia moderna. La paideia se quebró cuando la retórica eclipsó la verdad;
Oriente se fosilizó en rituales y fue herido por la colonialidad; la
escolástica perdió su unidad al fragmentarse en nominalismos y técnicas; la
modernidad absolutizó el método hasta vaciar el sentido; la tecnopolítica
convirtió el saber en dato y la universidad en mercado. Frente a este panorama,
la teología encarnada se alza como un faro: recuerda que la plenitud de la
persona no se mide en métricas ni en títulos, sino en la vocación trascendente
que se derrama en la historia. Solo cuando la educación se atreve a custodiar
el misterio y a dialogar con la técnica sin abdicar de lo absoluto, puede
volver a ser semilla de esperanza en un mundo que amenaza con reducirlo todo a
cálculo.
La genealogía de la
educación revela un tránsito complejo: desde la Paideia griega,
concebida como formación integral del ciudadano en la virtud y la razón, hasta
la tecnopolítica contemporánea, donde el saber se encuentra subordinado a los
algoritmos y a la lógica del mercado. Este recorrido muestra cómo la educación,
que alguna vez fue el núcleo de la vida pública y espiritual, ha sido
progresivamente vaciada de trascendencia y reducida a un instrumento de
control. En el mundo occidental neoliberal, la tecnoplutocracia ha colonizado
la escuela, inyectando un nihilismo estructural que convierte el conocimiento
en mercancía y la formación en domesticación digital. Sin embargo, Oriente no
escapa a esta amenaza. Aunque sus tradiciones filosóficas y espirituales han
concebido la educación como un camino hacia la armonía y la sabiduría, el
capitalismo estatal y la burocratización tecnológica han terminado por reproducir
la misma lógica de acumulación y consumo. El discurso del bienestar común se ve
erosionado por la subordinación del saber a la eficiencia productiva, y la
educación se transforma en un engranaje más de la maquinaria del mercado. Así,
tanto en Occidente como en Oriente, la tecnopolítica se impone como un
dispositivo global que fortalece la expansión del nihilismo estructural. La
amenaza es universal: mientras el molde del capitalismo —sea privado o estatal—
permanezca intacto, la educación seguirá atrapada en un horizonte de
funcionalidad y obediencia. Ni la tradición occidental de la Paideia ni
las filosofías orientales de la trascendencia podrán resistir si se mantienen
subordinadas al imperio del dinero y del consumo. Romper con ese molde es
condición indispensable para que la educación recupere su fundamento ontológico
y metafísico, y pueda abrirse a un verdadero giro civilizatorio. Solo entonces
será posible imaginar un diálogo fecundo entre Oriente y Occidente, capaz de
contrarrestar la expansión del nihilismo y devolver al saber su sentido
liberador.
La
genealogía de la educación muestra que, si no se rompe con el molde del
capitalismo, tanto en Occidente como en Oriente, el saber seguirá atrapado en
un vacío que lo reduce a mera técnica y funcionalidad. La amenaza del nihilismo
estructural se cierne sobre todo el mundo: convierte la formación en
domesticación, la cultura en consumo y la vida en obediencia. No hay salida
dentro de los marcos del mercado, porque este transforma al hombre en
consumidor y al conocimiento en mercancía. Solo un giro civilizatorio capaz de
restituir la tensión entre inmanencia y trascendencia, y de devolver al saber
su fundamento ontológico y espiritual, podrá abrir un horizonte distinto. De lo
contrario, la educación quedará condenada a ser el instrumento de una
maquinaria global que avanza sin sentido, vaciando de contenido la existencia
misma. Es por ello que se puede afirmar sin riesgo a equivocarse que el fin del
mundo unipolar neoliberal y el paso al mundo multipolar no representa un cambio
definitivo en beneficio de la humanidad, porque lo que en realidad permanece incólume
son las relaciones inhumanas del capitalismo que perpetúan una educación para
la necesidad y no una educación para la libertad.
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Capítulo
IV
Reconstruir
la educación: entre la técnica
y la trascendencia
La universidad como lugar
de resistencia
La universidad, atrapada en
el nihilismo y la dictadura de lo técnico, aún guarda la posibilidad de
convertirse en espacio de resistencia. Aunque las métricas, los rankings y la
lógica del mercado han colonizado gran parte de su vida académica, no todo está
perdido: bajo las capas de burocracia y consumismo late todavía la vocación
originaria de custodiar la verdad y abrir horizontes de sentido. Esa vocación,
que la fundó como comunidad de saber, puede renacer si se recupera el espíritu
de búsqueda y se reconoce que el conocimiento no es mercancía, sino experiencia
transformadora.
La tarea no consiste en
abolir la técnica, pues sería ingenuo y anacrónico, sino en reorientarla. La
técnica puede ser mediación fecunda si se subordina al misterio que da densidad
al saber. El problema surge cuando se absolutiza y se convierte en fin en sí
misma, reduciendo la educación a gestión de datos y competencias. Reorientar la
técnica significa devolverle su carácter instrumental, poniéndola al servicio
de la verdad y de la formación integral de la persona. Solo así la universidad
puede escapar de la tiranía de lo útil y recuperar su dimensión trascendente. La
utilidad, lejos de ser negada, debe ser integrada en un horizonte más amplio.
La universidad no puede renunciar a preparar profesionales competentes, pero
tampoco puede reducirse a ello. Su misión es formar seres humanos capaces de
pensar, de discernir y de dialogar con el mundo desde la profundidad. La
utilidad se vuelve peligrosa cuando se convierte en criterio único, pues
entonces la educación se empobrece y se transforma en capacitación vacía.
Subordinar la utilidad al misterio significa reconocer que el saber tiene un
valor intrínseco, que no se mide en cifras ni en resultados inmediatos.
La universidad puede volver
a ser comunidad de maestros y discípulos, lugar de encuentro intergeneracional
donde el conocimiento se transmite no solo como información, sino como
experiencia vivida. En ese espacio, el diálogo se convierte en método y la amistad
intelectual en forma de resistencia frente al nihilismo. Recuperar la figura
del maestro como testigo y del discípulo como buscador de sentido es
fundamental para reencantar la educación. La universidad, en este horizonte, no
es fábrica de títulos, sino taller de humanidad.
Asimismo, puede convertirse
en laboratorio de pensamiento crítico, capaz de cuestionar las lógicas
dominantes y de abrir caminos alternativos. Allí donde la performatividad exige
resultados inmediatos, la universidad puede ofrecer tiempo para la reflexión,
para la pausa y para la contemplación. El pensamiento crítico no es lujo, sino
condición de libertad: sin él, la educación se convierte en adiestramiento y la
sociedad en masa manipulable. La universidad, como laboratorio, debe ser lugar
de riesgo intelectual, donde se ensayan nuevas formas de comprender y de
habitar el mundo. Finalmente, la universidad puede ser refugio para las
humanidades, que recuerdan que el conocimiento no se agota en la
performatividad ni en la técnica. Filosofía, literatura, historia y artes son
guardianas del sentido, capaces de abrir preguntas que la lógica instrumental
no puede responder. Proteger las humanidades es proteger la memoria y la
imaginación, es custodiar la posibilidad de un futuro distinto. En ellas se
encuentra la resistencia más profunda frente al nihilismo: la afirmación de que
el saber no es cálculo, sino revelación de lo humano.
La universidad, atrapada en
el nihilismo y la dictadura de lo técnico, se ha convertido en un campo de
batalla donde distintas voces teóricas se cruzan y se confrontan. Nietzsche ya
había advertido en Sobre el porvenir de nuestras escuelas que la
institución podía degenerar en un espacio de mera utilidad, incapaz de sostener
la fuerza espiritual del saber. Su diagnóstico es certero, pero insuficiente:
al carecer de horizonte trascendente, su crítica se queda en la denuncia sin
ofrecer salida. Heidegger, por su parte, en La pregunta por la técnica,
mostró cómo el conocimiento corre el riesgo de reducirse a cálculo y
manipulación, olvidando la pregunta por el ser. Sin embargo, su planteo se
detiene en la ontología y no alcanza a proponer una pedagogía concreta que
permita resistir la colonización técnica en la vida universitaria.
Lyotard, en La condición
posmoderna, describió con precisión la lógica de la performatividad que
coloniza la investigación y la docencia, subordinando el saber a la eficiencia
y a los resultados medibles. Su crítica ilumina la crisis, pero su
posmodernismo renuncia a la posibilidad de un horizonte común, dejando a la
universidad en un pluralismo fragmentado que corre el riesgo de disolver toda
vocación de sentido. Derrida, en La universidad sin condición, reclamó
un espacio irreductible para la crítica y la imaginación, capaz de decir lo
indecible y pensar lo impensado. No obstante, sin un eje trascendente, esa
apertura corre el peligro de convertirse en pura retórica, incapaz de sostener
una comunidad de verdad.
Martha Nussbaum, en Sin
fines de lucro, defendió las humanidades como antídoto contra el
utilitarismo económico y la reducción de la educación a mera capacitación. Su
voz es necesaria, pero también limitada: preservar las humanidades no basta si
no se las reencanta desde la trascendencia, pues de lo contrario se convierten
en disciplinas ornamentales sin fuerza transformadora. Shoshana Zuboff, en La
era del capitalismo de vigilancia, mostró cómo la universidad se convierte
en productora de datos y perfiles, atrapada en la tecnopolítica. Su crítica es
incisiva, pero necesita complementarse con una propuesta positiva: la técnica
no solo como amenaza, sino como mediación de comunión y justicia.
En este debate, la
universidad aparece como institución desgarrada entre diagnósticos lúcidos y
horizontes incompletos. Cada teórico ilumina un aspecto de la crisis, pero
ninguno logra ofrecer una salida plena. Es aquí donde tu voz crítica se vuelve
indispensable: reconocer la validez de las advertencias, pero señalar sus
límites y proponer una reconstrucción que no se reduzca a la utilidad ni al
cálculo. La universidad, más allá de la técnica y del mercado, debe recuperar
su vocación originaria de custodiar la verdad, abrir horizontes de sentido y
acompañar la plenitud de la persona en su vocación trascendente.
Así, el diálogo con
Nietzsche, Heidegger, Lyotard, Derrida, Nussbaum y Zuboff no se queda en la
cita, sino que se convierte en confrontación viva. La universidad no puede
resignarse a ser engranaje de la inmanencia moderna, ni refugiarse en un
pluralismo sin centro. Solo si se atreve a resistir el nihilismo, a reorientar
la técnica y a reencantar las humanidades desde la trascendencia, podrá volver
a ser comunidad de maestros y discípulos, laboratorio de pensamiento crítico y
refugio de esperanza en un mundo que amenaza con reducirlo todo a cálculo.
La tecnopolítica como
mediación y no como tiranía
La tecnopolítica, que hoy
se impone como gramática dominante, no debe ser entendida únicamente como
amenaza. Los algoritmos y plataformas pueden convertirse en mediaciones
fecundas si se orientan hacia la comunión y la justicia. La clave está en
discernir: ¿cómo usar la técnica sin que se convierta en tiranía? La educación
necesita una ética digital que acompañe la formación, que enseñe a habitar la
infosfera con responsabilidad y que convierta los datos en ocasión de
encuentro, no en instrumento de control. La tecnopolítica puede ser
transfigurada en pedagogía de la transparencia y del cuidado, siempre que se
mantenga abierta a la pregunta por la verdad y el bien.
La teología encarnada como
horizonte de plenitud
La teología encarnada surge
como respuesta al empobrecimiento ontológico del saber, recordando que la
educación no puede perder su centro cristológico. Allí donde la técnica amenaza
con reducir el conocimiento a cálculo y utilidad, esta corriente insiste en que
el misterio de Cristo es el eje que otorga densidad y sentido a toda formación.
Habitar la historia sin
abdicar de la trascendencia significa reconocer que la técnica es parte del
mundo, pero no su horizonte último. La educación, en este marco, se convierte
en un acto de discernimiento: aprender a usar los medios sin confundirlos con
el fin, y a leer la técnica como mediación de comunión en lugar de tiranía. Educar
es acompañar a cada persona en su vocación hacia lo absoluto. La teología
encarnada propone una pedagogía que no se limita a transmitir contenidos, sino
que sostiene la esperanza en medio del nihilismo y ofrece un camino de
plenitud. La formación se convierte en acto de amor que transfigura la vida
cotidiana, abriendo horizontes de sentido allí donde la técnica amenaza con
clausurarlos.
El espíritu posconciliar,
especialmente en Gaudium et Spes y Gravissimum Educationis,
invita a leer la técnica como lugar de encuentro y a la universidad como
espacio de plenitud. La educación, en este horizonte, no se reduce a la
utilidad social, sino que se abre al misterio que libera y transforma. La
universidad se convierte en comunidad de verdad, capaz de dialogar con el mundo
sin perder su raíz trascendente. La teología encarnada insiste en que el saber
no puede agotarse en la performatividad. Frente a la dictadura de lo técnico,
recuerda que el conocimiento es más que correlación de datos: es experiencia de
sentido, apertura al misterio y camino hacia la verdad que libera. La
educación, así entendida, se convierte en acto de comunión y no en simple gestión
de competencias. En este horizonte, la técnica no se rechaza, sino que se
reorienta. La teología encarnada propone habitar la infosfera con
responsabilidad, discerniendo entre lo que construye comunión y lo que genera
alienación. La técnica se convierte en mediación pedagógica cuando se pone al
servicio de la plenitud personal y comunitaria, y deja de ser amenaza cuando se
integra en un horizonte trascendente.
La pedagogía del amor es el
núcleo de esta propuesta. Educar significa acompañar, sostener, discernir y
abrir caminos de esperanza. La teología encarnada recuerda que la formación no
es mera capacitación, sino acto de cuidado que transforma la vida cotidiana. En
este sentido, la educación se convierte en resistencia frente al nihilismo y en
semilla de esperanza en medio de la crisis.
Finalmente, la teología
encarnada se presenta como horizonte capaz de reencantar el saber. Frente al
empobrecimiento ontológico, ofrece una pedagogía que integra técnica y
trascendencia, utilidad y misterio, razón y amor. La universidad, en este
marco, puede volver a ser espacio de plenitud, donde el conocimiento se
convierte en camino hacia la verdad que libera y la educación en acto de
comunión que transfigura la historia.
La propuesta de la teología
encarnada dialoga y se confronta con diversas voces contemporáneas. Frente a
Heidegger, que denunció el empobrecimiento ontológico del saber reducido a
cálculo, la teología encarnada coincide en la crítica, pero añade un horizonte
cristológico que Heidegger no ofrece. Frente a Lyotard, que describió la caída
de los metarrelatos, la teología encarnada reivindica un relato vivo: el
misterio de Cristo como eje que da sentido a la educación.
Con Derrida, que reclamó
una universidad sin condición, la teología encarnada comparte la necesidad de
apertura, pero advierte que sin trascendencia esa apertura corre el riesgo de
disolverse en pura retórica. Frente a Nussbaum, que defendió las humanidades
como antídoto contra el utilitarismo, la teología encarnada refuerza su
argumento, pero añade que las humanidades necesitan ser reencantadas desde la
trascendencia para no convertirse en disciplinas ornamentales.
Finalmente, frente a
Zuboff, que denunció la captura de la experiencia por el capitalismo de
vigilancia, la teología encarnada reconoce la amenaza, pero propone una salida
positiva: la técnica como mediación de comunión y justicia, no solo como
instrumento de control. En conjunto, la teología encarnada se presenta como
horizonte capaz de superar las críticas contemporáneas, ofreciendo una
reconstrucción que integra técnica y trascendencia, utilidad y misterio, razón
y amor.
La
crisis de la universidad y de la educación contemporánea, marcada por el
nihilismo, el consumismo y la dictadura de lo técnico, exige un horizonte capaz
de resistir el empobrecimiento ontológico del saber. No basta con diagnósticos
lúcidos ni con reformas superficiales: se necesita una propuesta que devuelva
densidad y sentido al conocimiento, que lo reconecte con su raíz trascendente y
lo libere de la pura utilidad. Es en este punto donde la teología encarnada se
convierte en clave hermenéutica y pedagógica. Al recordar que el Verbo se hizo
carne y habitó entre nosotros, esta corriente ofrece un fundamento para habitar
la historia sin abdicar de la trascendencia, para dialogar con la técnica sin
perder el misterio que da sentido, y para reencantar la educación como acto de
comunión y plenitud.
La teología de la
Encarnación ha sido pensada desde los orígenes del cristianismo como el corazón
mismo de la fe. Ireneo de Lyon, en el siglo II, subrayó que el Hijo de Dios se
hizo hombre para que el hombre pudiera participar de la vida divina, ofreciendo
una visión profundamente transformadora de la educación como participación en
la plenitud. Atanasio de Alejandría, en el siglo IV, defendió la plena
divinidad de Cristo frente al arrianismo y mostró que la Encarnación es el
centro de la redención, pues en ella el Verbo restaura la imagen de Dios en la
humanidad. Tomás de Aquino, en el siglo XIII, sistematizó este misterio en la Summa
Theologiae, explicando cómo la unión hipostática entre naturaleza divina y
humana es fundamento de la salvación y, por extensión, de toda pedagogía
cristiana.
En el siglo XX, Karl Rahner
pensó la Encarnación como horizonte cotidiano de trascendencia: la experiencia
humana está siempre abierta al Misterio, y Cristo encarnado revela esa apertura
radical. Hans Urs von Balthasar vinculó la Encarnación con la estética
teológica, mostrando que la belleza de Cristo es vía educativa y reveladora, un
teatro divino donde se manifiesta la gloria. Yves Congar insistió en la reforma
de las mediaciones eclesiales, recordando que la Encarnación no es un dogma
abstracto, sino un acontecimiento que debe vivirse en la historia concreta de
la Iglesia y sus instituciones. Romano Guardini introdujo el discernimiento
como forma de vida, mostrando que la Encarnación no se reduce a una afirmación
doctrinal, sino que se convierte en estilo existencial que orienta la educación
y la cultura.
En América Latina, Gustavo
Gutiérrez encarnó la opción por los pobres como pedagogía de justicia,
mostrando que Cristo encarnado se hace presente en la historia concreta de los
marginados. Su teología de la liberación traduce la Encarnación en compromiso
histórico, donde educar significa abrir caminos de dignidad y esperanza. En
todos estos pensadores, la Encarnación aparece como misterio que no solo funda
la salvación, sino que ilumina la tarea educativa: formar personas capaces de
habitar la historia sin perder la trascendencia, de dialogar con la técnica sin
abdicar del misterio, y de vivir la pedagogía del amor como resistencia frente
al nihilismo.
Así, la teología encarnada
se convierte en horizonte que confronta tanto el empobrecimiento ontológico del
saber como la dictadura de lo técnico. Frente a Heidegger, que denunció la
reducción del ser a cálculo, la Encarnación recuerda que el misterio se hace
carne y habita la historia. Frente a Lyotard, que proclamó la caída de los
metarrelatos, la Encarnación reivindica un relato vivo y universal: el Verbo
hecho carne como eje de sentido. Frente a Derrida, que reclamó una universidad
sin condición, la Encarnación ofrece una condición positiva: la verdad que
libera y que se hace presente en la historia. Frente a Nussbaum, que defendió
las humanidades, la Encarnación añade que estas disciplinas solo alcanzan su
plenitud cuando se abren al misterio. Y frente a Zuboff, que denunció la
captura de la experiencia por el capitalismo de vigilancia, la Encarnación
propone una salida: la técnica como mediación de comunión y justicia, no como
instrumento de control.
En este diálogo, la
Encarnación se muestra como horizonte capaz de integrar crítica y propuesta,
diagnóstico y esperanza. No se limita a señalar la crisis, sino que ofrece un
camino de reconstrucción: habitar la historia sin abdicar de la trascendencia, sostener
la esperanza en medio del nihilismo y convertir la educación en acto de
comunión que transfigura la vida cotidiana.
Mi propuesta parte de un
diagnóstico claro: la universidad y la educación contemporánea han quedado
atrapadas en el nihilismo, el consumismo y la dictadura de lo técnico. El saber
se ha vaciado de densidad ontológica y se ha reducido a mercancía intercambiable,
medible en cifras y rankings. Frente a este panorama, es necesario recuperar la
vocación originaria de la educación como camino hacia la verdad y como
experiencia de plenitud. No se trata de nostalgia, sino de reconstrucción:
volver a situar el conocimiento en el horizonte de la trascendencia.
La clave de esta
reconstrucción es la teología encarnada, que recuerda que el Verbo se hizo
carne y habitó entre nosotros. Este misterio no es un dogma abstracto, sino un
principio pedagógico: habitar la historia sin abdicar de la trascendencia. La
técnica, en este marco, no se rechaza, sino que se integra como mediación de
comunión. Educar significa acompañar a cada persona en su vocación hacia lo
absoluto, sostener la esperanza en medio del nihilismo y ofrecer una pedagogía
del amor que transfigure la vida cotidiana.
La universidad, en mi
propuesta, debe convertirse en espacio de resistencia. Allí donde los rankings
y las métricas han colonizado la vida académica, puede renacer la vocación
originaria de custodiar la verdad y abrir horizontes de sentido. La tarea no es
abolir la técnica, sino reorientarla; no es negar la utilidad, sino
subordinarla al misterio que da densidad al saber. La universidad puede volver
a ser comunidad de maestros y discípulos, lugar de diálogo intergeneracional y
laboratorio de pensamiento crítico.
La educación, entendida
desde esta perspectiva, no se agota en la capacitación profesional. Su misión
es formar seres humanos capaces de discernir, de dialogar y de habitar el mundo
desde la profundidad. La utilidad se integra en un horizonte más amplio, donde
el saber tiene un valor intrínseco que no se mide en cifras ni en resultados
inmediatos. Educar es custodiar la memoria y abrir caminos de esperanza,
resistiendo la tentación de reducirlo todo a cálculo. La pedagogía del amor es
el núcleo de esta propuesta. Educar significa cuidar, acompañar y sostener,
pero también discernir y abrir horizontes de sentido. La teología encarnada
recuerda que la formación no es mera transmisión de contenidos, sino acto de
comunión que transforma la vida cotidiana. En este sentido, la educación se
convierte en resistencia frente al nihilismo y en semilla de esperanza en medio
de la crisis. Finalmente, mi propuesta busca reencantar el saber. Frente al
empobrecimiento ontológico, la educación debe integrar técnica y trascendencia,
utilidad y misterio, razón y amor. La universidad, en este horizonte, puede
volver a ser espacio de plenitud, donde el conocimiento se convierte en camino
hacia la verdad que libera y la educación en acto de comunión que transfigura
la historia. Solo así será posible resistir la dictadura de lo técnico y abrir
un futuro donde el saber vuelva a ser semilla de esperanza.
Concibo mi propuesta en una
fórmula que se ha ido gestando en mi reflexión y en mi experiencia: educación,
humanismo y trascendencia encarnada. No es un lema vacío ni una consigna
retórica, sino el núcleo de lo que entiendo como la tarea urgente de nuestro
tiempo. En medio del nihilismo y la dictadura de lo técnico, esta tríada se
convierte en horizonte de reconstrucción, en camino de resistencia y en semilla
de esperanza. Cuando hablo de educación, no me refiero a la mera transmisión de
contenidos ni a la capacitación funcional que prepara para el mercado. Para mí,
educar es acompañar a cada persona en su búsqueda de sentido, abrir horizontes
de plenitud y custodiar la memoria que nos sostiene como comunidad. Educar es
sembrar esperanza en medio de la crisis, es formar seres humanos capaces de
discernir y de dialogar con el mundo desde la profundidad. La educación, en mi
propuesta, es siempre más que instrucción: es acto de comunión. El humanismo es
la forma que da cuerpo a esa educación. Creo que, sin humanismo, la universidad
y la escuela se convierten en fábricas de títulos y en engranajes de la lógica
del mercado. El humanismo me recuerda que el saber no se agota en la utilidad,
sino que se orienta a la dignidad irreductible de la persona. Humanismo significa
integrar razón y afecto, ciencia y arte, técnica y ética. Es el antídoto contra
la fragmentación y el empobrecimiento ontológico del saber, porque devuelve al
conocimiento su densidad antropológica y su vocación de plenitud. La
trascendencia es el horizonte que orienta tanto la educación como el humanismo.
Estoy convencido de que sin trascendencia, la educación se convierte en
adiestramiento y el humanismo en mera retórica. La trascendencia me recuerda
que la persona está llamada a lo absoluto, que el saber no se agota en la
inmanencia y que la técnica, aunque necesaria, no puede ser el fin último.
Educar en la trascendencia significa acompañar a cada ser humano en su vocación
hacia lo eterno, sostener la esperanza en medio del nihilismo y ofrecer una pedagogía
del amor que transfigure la vida cotidiana. La Encarnación es el principio que
articula esta fórmula y la hace posible. Yo creo que el Verbo hecho carne
recuerda que la trascendencia no se opone a la historia, sino que la habita y
la transfigura. La educación, el humanismo y la trascendencia se encarnan en la
vida concreta, en la universidad, en la cultura, en la técnica. La Encarnación
asegura que el misterio no se queda en abstracción, sino que se hace presencia
viva en la historia y en la pedagogía.
Por eso, cuando digo
educación, humanismo y trascendencia encarnada, estoy proponiendo un programa
de reconstrucción. Frente al empobrecimiento ontológico del saber, quiero
reencantar la universidad y devolverle su vocación originaria. Frente a la
dictadura de lo técnico, quiero reorientar la técnica como mediación de
comunión y justicia. Frente al nihilismo, quiero sostener la esperanza y abrir
horizontes de plenitud. Mi propuesta es, en definitiva, educar para formar
personas, humanizar para custodiar la dignidad, trascender para abrir la
historia al misterio que da sentido, y encarnar para que todo ello se haga vida
en el mundo.
La fórmula que propongo se
sostiene en un entramado filosófico y teológico que le da densidad y
legitimidad. Desde la filosofía, la educación ha sido pensada como formación
integral de la persona. Platón, en la República, entendía la paideia
como el proceso por el cual el alma se orienta hacia la verdad; Aristóteles, en
la Ética a Nicómaco, vinculaba la educación con la virtud y la vida
buena. En la Edad Media, Agustín de Hipona concibió la educación como un camino
interior hacia Dios, donde la inquietud del corazón se ordena a la verdad que
libera; Tomás de Aquino sistematizó la relación entre razón y fe, mostrando que
la formación debía cultivar tanto la inteligencia como la voluntad en orden al
bien; y Buenaventura insistió en que el conocimiento es itinerario hacia la
comunión con Dios. En la modernidad, pensadores como Kant subrayaron que educar
es preparar al ser humano para la autonomía moral. Así, la educación no es mera
instrucción técnica, sino camino hacia la plenitud de la persona.
Ahora bien, esta plenitud
solo puede alcanzarse si se reconoce que no hay educación integral sin
considerar lo inmanente y lo trascendente. La dimensión inmanente asegura que
la educación responda a las necesidades concretas de la vida, a la técnica, a la
cultura y a la sociedad; mientras que la dimensión trascendente recuerda que el
ser humano está llamado a lo absoluto y que el saber no se agota en la
utilidad. Una educación que se queda en lo inmanente corre el riesgo de
convertirse en adiestramiento; una educación que olvida lo inmanente se vuelve
abstracta y desconectada de la vida. La integralidad exige la conjunción de
ambas dimensiones.
El humanismo es la forma
que da cuerpo a esa educación integral. Frente al consumismo académico y la
lógica del mercado, el humanismo recuerda que el saber no se agota en la
utilidad, sino que se orienta a la dignidad irreductible de la persona. Ya en
la Edad Media, Tomás de Aquino defendió la centralidad de la persona como
imagen de Dios, y Dante mostró cómo el itinerario humano es camino hacia la
plenitud trascendente. Más tarde, el personalismo contemporáneo retomó esta
tradición, insistiendo en que la persona es más que individuo: es ser
relacional, abierto a la comunión. El humanismo, así entendido, integra lo
inmanente y lo trascendente, devolviendo al conocimiento su densidad
antropológica.
La trascendencia es el
horizonte que orienta tanto la educación como el humanismo. Platón habló del
Bien como horizonte último; Agustín expresó que el corazón humano está inquieto
hasta descansar en Dios; Buenaventura describió el conocimiento como itinerario
iluminado por la gracia hacia la comunión divina; y Tomás mostró cómo la razón
humana se orienta naturalmente hacia Dios. La trascendencia recuerda que el
saber no se agota en la inmanencia y que la educación debe acompañar la
vocación del hombre hacia lo absoluto. Sin trascendencia, la educación se
convierte en mera capacitación; sin inmanencia, se vuelve estéril.
La Encarnación es el
principio teológico que articula esta fórmula y la hace posible. Los Padres de
la Iglesia defendieron que el Verbo se hizo carne para que el hombre pudiera
participar de la vida divina. Tomás de Aquino sistematizó la unión hipostática
como fundamento de la salvación y de toda pedagogía cristiana. En el siglo XX,
Rahner mostró que la Encarnación revela la apertura radical del ser humano al
Misterio, y Balthasar vinculó la Encarnación con la belleza que educa y
transforma. La Encarnación asegura que la trascendencia no se opone a la
historia, sino que la habita y la transfigura, convirtiéndose en principio
pedagógico y cultural.
De este modo, la fórmula educación,
humanismo y trascendencia encarnada se apoya en la filosofía clásica,
medieval y moderna, y en la teología cristiana, mostrando que la educación
integral solo es posible cuando se conjugan lo inmanente y lo trascendente. La
educación se convierte en acto de comunión, el humanismo en forma de
resistencia, la trascendencia en horizonte de plenitud, y la Encarnación en
garantía de que todo ello se haga vida concreta.
El enfoque naturalista,
escéptico y ateo parte de una premisa reduccionista: considera que la realidad
se agota en lo observable, lo medible y lo empíricamente verificable. Bajo esta
mirada, la educación se limita a transmitir conocimientos técnicos y habilidades
útiles para la supervivencia o la productividad, pero pierde de vista la
dimensión trascendente de la persona. Al negar cualquier apertura al misterio,
este enfoque mutila la integralidad del ser humano, pues lo reduce a un
organismo biológico o a un engranaje funcional dentro de la sociedad. La
educación integral exige reconocer tanto lo inmanente como lo trascendente. Lo
inmanente asegura que la formación responda a las necesidades concretas de la
vida cotidiana: aprender a trabajar, convivir, crear y transformar el mundo.
Pero lo trascendente recuerda que el ser humano está llamado a lo absoluto, que
su corazón busca sentido más allá de la utilidad inmediata. Cuando el enfoque
naturalista niega esta dimensión, la educación se convierte en adiestramiento y
pierde su capacidad de formar personas plenas.
Además, el escepticismo
radical erosiona la confianza en la verdad. Si todo es duda y relativismo, la
educación se convierte en un ejercicio vacío, incapaz de ofrecer certezas que
sostengan la vida. El ser humano necesita fundamentos para orientar su existencia,
y la educación debe ser espacio donde se custodie y se transmita la verdad. El
escepticismo, al negar esta posibilidad, deja al individuo en la intemperie,
sin horizonte ni sentido. El ateísmo, por su parte, clausura la apertura al
misterio y niega la vocación trascendente de la persona. Al hacerlo, priva al
ser humano de su necesidad primordial: la búsqueda de plenitud más allá de lo
inmediato. La educación atea puede formar técnicos competentes, pero no puede
formar personas capaces de habitar la historia con esperanza. Al negar la
dimensión espiritual, daña la raíz misma de la existencia, pues el hombre no
vive solo de datos y de cálculos, sino de sentido y de comunión.
En este marco, el
naturalismo, el escepticismo y el ateísmo no solo son insuficientes, sino que
resultan dañinos. Al reducir la educación a lo útil, la convierten en
instrumento de alienación; al negar la trascendencia, mutilan la vocación del
ser humano; al erosionar la confianza en la verdad, condenan a la persona a la
desesperanza. La educación integral, en cambio, reconoce que el hombre necesita
tanto lo inmanente como lo trascendente, tanto la técnica como el misterio,
tanto la razón como el amor. Por eso, sostengo que solo una educación que
integre educación, humanismo y trascendencia encarnada puede responder a las
necesidades primordiales del ser humano. El enfoque naturalista, escéptico y
ateo fracasa porque niega lo que constituye la esencia misma de la persona: su
apertura al absoluto, su búsqueda de sentido y su vocación de comunión. La
verdadera educación no se limita a preparar para la utilidad, sino que acompaña
hacia la plenitud, custodia la esperanza y abre caminos de libertad.
El
neopragmatismo de Richard Rorty y la
ontología débil de Gianni Vattimo resultan
nocivos para la educación integral porque ambos disuelven la posibilidad de un
horizonte de verdad y trascendencia. Rorty, al reducir el conocimiento a mera
conversación contingente sin referencia a lo absoluto, convierte la educación
en un juego lingüístico sin fundamento, incapaz de ofrecer certezas que
sostengan la vida y de responder a las necesidades más profundas del ser
humano. Vattimo, por su parte, al proponer una ontología débil donde todo se
relativiza y se fragmenta, priva al hombre de la densidad ontológica que
requiere para habitar el mundo con sentido. En conjunto, estas corrientes
posmodernas erosionan la confianza en la verdad, mutilan la apertura a la trascendencia
y condenan la educación a la superficialidad, dañando así las necesidades
primordiales de la persona: la búsqueda de plenitud, la orientación hacia lo
absoluto y la esperanza que sostiene la existencia.
En
conclusión, el horizonte que se abre desde la fórmula educación,
humanismo y trascendencia encarnada constituye la respuesta más
fecunda frente al empobrecimiento ontológico del saber y la dictadura de lo
técnico. La universidad y la educación, llamadas a custodiar la verdad y a
sembrar esperanza, no pueden reducirse a la utilidad ni a la performatividad,
pues su misión es formar personas capaces de habitar la historia sin abdicar de
la trascendencia. Solo una pedagogía que integre lo inmanente y lo eterno, que
reconozca la dignidad irreductible del ser humano y que se funde en el misterio
de la Encarnación, podrá resistir el nihilismo y abrir caminos de plenitud.
Este capítulo concluye afirmando que la educación auténtica no es mera
instrucción, sino acto de comunión y transfiguración, capaz de devolver al
saber su densidad ontológica y de convertirlo en camino hacia la verdad que
libera.
La educación contemporánea
se encuentra bajo asedio. Los tecnoplutócratas del mundo occidental neoliberal
—figuras como Elon Musk, Mark Zuckerberg, Jeff Bezos, Satya Nadella, Larry
Page, Sergey Brin, Jensen Huang y Tim Cook— han convertido el conocimiento en
un campo de batalla donde lo que está en juego no es solo la formación de
ciudadanos, sino la colonización de la conciencia. La escuela, debilitada por
décadas de deseducación, ha sido reducida a un engranaje técnico que prepara
individuos para sobrevivir en el mercado, mientras se les arrebata la
posibilidad de pensar libremente y de trascender.
La destrucción de la
educación no se da de manera abierta, sino bajo el disfraz de modernización y
progreso. Los tecnoplutócratas promueven plataformas digitales y discursos de
innovación que, en apariencia, democratizan el acceso al saber, pero en realidad
lo subordinan a la lógica del consumo y la vigilancia. Los datos privados de
los estudiantes se convierten en mercancía, las narrativas se moldean según
algoritmos opacos y la verdad se disuelve en un océano de desinformación. La
escuela, en este esquema, deja de ser un espacio de emancipación y se
transforma en un laboratorio de obediencia.
La técnica, en manos de
esta élite, se convierte en un instrumento de control. La promesa de la
digitalización educativa oculta la realidad de una dependencia creciente: los
estudiantes ya no aprenden a pensar, sino a interactuar con interfaces
diseñadas para capturar su atención y dirigir sus deseos. La educación se vacía
de trascendencia y se reduce a un entrenamiento funcional, útil para el mercado,
pero incapaz de formar ciudadanos críticos. Así, la hegemonía neoliberal logra
lo que Chomsky denunció en La deseducación: un sistema que priva a las
personas de autonomía intelectual y las prepara para aceptar verdades
prefabricadas.
Reconstruir
la educación implica quebrar de raíz la lógica dominante que la reduce a un
simple engranaje del mercado. No basta con añadir dispositivos tecnológicos ni
con ajustar los programas escolares a las demandas utilitarias del
neoliberalismo; lo que se requiere es devolverle su dimensión espiritual y
ontológica. Una pedagogía liberadora debe restituir la trascendencia encarnada,
reabrir el horizonte metafísico del saber y rescatar lo sagrado como parte
constitutiva de la experiencia humana, sin diluirlo en un panteísmo
superficial. Solo así podrá superarse la tiranía moderna de la inmanencia y
abrirse paso hacia un paradigma postoccidental, en el que el conocimiento se
vincule con la libertad interior, la plenitud existencial y la dignidad de la
persona. En este marco, la defensa de la democracia se vuelve inseparable de la
defensa de una educación no sometida a los tecnoplutócratas, pues únicamente
una enseñanza reconstruida entre la técnica y la trascendencia será capaz de
resistir la maquinaria neoliberal y convertirse en el núcleo de una sociedad
auténticamente emancipada.
Reconstruir la educación
implica superar la reducción utilitaria que la ha convertido en un simple
mecanismo de adaptación al mercado. La tarea no consiste en perfeccionar la
técnica ni en multiplicar dispositivos digitales, sino en restituir el equilibrio
entre lo inmanente y lo trascendente. La inmanencia, entendida como la
dimensión concreta de la vida, debe ser defendida frente a la colonización
neoliberal que la vacía de sentido; y la trascendencia, como horizonte
espiritual y metafísico, debe ser recuperada para que el saber vuelva a estar
anclado en lo sagrado y en la dignidad del ser humano.
Una educación emancipadora
no puede limitarse a formar individuos funcionales, sino que debe abrirse a la
plenitud de la existencia. Solo al mantener viva la tensión entre inmanencia y
trascendencia se podrá reconstruir un proyecto educativo capaz de resistir la
manipulación de los tecnoplutócratas y de devolver al conocimiento su
fundamento ontológico. En este cruce se juega el futuro de la civilización: una
educación que no se reduzca a lo útil, sino que se convierta en camino hacia la
libertad interior y la autorrealización.
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Capítulo V
Educación y giro
civilizatorio
Del diagnóstico a la
propuesta
El giro civilizatorio que
propongo parte de la constatación de que la crisis educativa actual no es un
fenómeno aislado, sino el síntoma de una civilización agotada en su horizonte.
El nihilismo, el consumismo y la dictadura de lo técnico han reducido el saber
a mercancía y la universidad a fábrica de títulos. Frente a ello, se impone la
necesidad de una transformación radical: pasar de una cultura de la utilidad a
una cultura de la plenitud, donde la educación vuelva a ser camino hacia la
verdad y la esperanza.
La educación es el eje de
este giro civilizatorio. Filosóficamente, desde Platón hasta Kant, se ha
entendido que educar es formar la persona en orden a la verdad y a la autonomía
moral. Teológicamente, Agustín y Tomás de Aquino mostraron que la educación es
itinerario hacia Dios, donde la inteligencia y la voluntad se ordenan al bien.
Una civilización que reduce la educación a técnica mutila al ser humano; solo
una educación integral, que conjuga lo inmanente y lo trascendente, puede
sostener un giro civilizatorio auténtico.
El humanismo constituye la
forma que da cuerpo a este giro. Frente a la fragmentación posmoderna y la
lógica del mercado, el humanismo recuerda que el conocimiento se orienta a la
dignidad irreductible de la persona. Desde el Renacimiento hasta el personalismo
contemporáneo, se ha insistido en que el ser humano es más que individuo: es
ser relacional, abierto a la comunión. Teológicamente, la persona es imagen de
Dios, llamada a la plenitud. Sin humanismo, el giro civilizatorio se convierte
en mera reforma técnica; con él, se convierte en resistencia y reconstrucción.
La trascendencia es el
horizonte que orienta el giro civilizatorio. Filosóficamente, Platón habló del
Bien como fin último; Agustín expresó que el corazón humano está inquieto hasta
descansar en Dios; Tomás mostró que la razón se orienta naturalmente hacia lo
absoluto. Teológicamente, la trascendencia asegura que la educación no se agote
en la inmanencia, sino que abra la historia al misterio. Sin trascendencia, el
giro civilizatorio se reduce a mera reorganización social; con ella, se
convierte en camino hacia la plenitud.
La Encarnación es el
principio que hace posible este giro. El Verbo hecho carne asegura que la
trascendencia no se opone a la historia, sino que la habita y la transfigura.
Filosóficamente, esto significa que el misterio se hace presente en lo
concreto; teológicamente, que Dios se hace pedagogo en Cristo. La Encarnación
garantiza que la educación, el humanismo y la trascendencia no queden en
abstracción, sino que se encarnen en la vida concreta de la universidad, la
cultura y la técnica.
El giro civilizatorio se
opone frontalmente al naturalismo, al escepticismo y al ateísmo, que reducen al
hombre a engranaje funcional y niegan su vocación absoluta. Se opone también al
neopragmatismo de Rorty y a la ontología débil de Vattimo, que disuelven la
verdad y mutilan la esperanza. Estas corrientes, al negar la trascendencia,
condenan la educación a la superficialidad y dañan las necesidades primordiales
de la persona. El giro civilizatorio, en cambio, rescata la densidad ontológica
del saber y lo orienta hacia la plenitud.
Este giro no se limita a la
universidad: apunta a transformar la cultura y la sociedad. Filosóficamente,
significa pasar de una civilización de la técnica a una civilización del
sentido; teológicamente, significa abrir la historia a la comunión y a la esperanza.
La educación integral es el motor de este giro, porque solo ella puede formar
personas capaces de resistir la fragmentación y de construir comunidades
fundadas en la dignidad y la trascendencia.
En síntesis, el giro
civilizatorio que propongo se condensa en la fórmula educación, humanismo y
trascendencia encarnada. Solo una educación que integre lo inmanente y lo
trascendente puede responder a las necesidades primordiales del ser humano.
Solo un humanismo que custodie la dignidad puede resistir la lógica del
mercado. Solo una trascendencia que se encarne en la historia puede abrir
horizontes de plenitud. Este giro civilizatorio es, en definitiva, una
pedagogía de la esperanza: un camino para reencantar el saber, humanizar la
técnica y transfigurar la historia.
El capitalismo estatal
chino se presenta como un modelo alternativo al capitalismo liberal occidental,
con una fuerte intervención del Estado en la economía y un control político
centralizado. Sin embargo, cuando se analiza desde la perspectiva del giro civilizatorio,
surgen dudas profundas sobre su capacidad de generar una transformación
cultural y educativa que supere el nihilismo contemporáneo. La razón es que,
aunque el sistema chino ha logrado un crecimiento económico impresionante y una
modernización técnica acelerada, este mismo proceso parece estar acompañado por
un nihilismo estructural que se introduce de manera silenciosa y amenazante a
través del consumismo y la técnica.
El consumismo, promovido
como motor de desarrollo interno, convierte a la ciudadanía en consumidores
antes que en personas orientadas a la plenitud. La educación, en este contexto,
corre el riesgo de reducirse a formación técnica y productiva, subordinada a
las necesidades del mercado y del Estado. Así, la integralidad de la educación
—que exige atender tanto lo inmanente como lo trascendente— queda mutilada,
pues se privilegia la utilidad inmediata sobre la búsqueda de sentido.
La técnica, por su parte,
se ha convertido en el eje del proyecto civilizatorio chino. El despliegue de
inteligencia artificial, vigilancia digital y control social muestra un dominio
impresionante de la racionalidad instrumental. Sin embargo, este predominio de
la técnica amenaza con consolidar una civilización sin horizonte trascendente,
donde la persona es reducida a dato y la comunidad a engranaje funcional.
Filosóficamente, esto reproduce la crítica heideggeriana: la técnica como
Gestell, como marco que captura y limita la apertura al misterio.
El nihilismo estructural se
manifiesta en la medida en que el sentido último de la vida queda subordinado
al éxito económico y al poder político. Aunque el discurso oficial hable de
armonía social y de valores confucianos, la práctica cotidiana muestra que el
consumismo y la técnica se han convertido en fines en sí mismos.
Teológicamente, esto significa que la trascendencia queda clausurada, y que la
educación no puede abrir al ser humano hacia lo absoluto, sino solo hacia la
eficiencia.
La duda sobre la capacidad
del capitalismo estatal chino para lograr el giro civilizatorio radica en que
este giro exige una reorientación del saber hacia la plenitud de la persona y
hacia la trascendencia encarnada. No basta con crecimiento económico ni con
control social; se requiere una pedagogía que custodie la dignidad irreductible
del ser humano y que abra la historia al misterio. El modelo chino, al
privilegiar la técnica y el consumo, parece incapaz de ofrecer esa apertura.
Además, el giro
civilizatorio implica un cambio cultural profundo: pasar de una civilización de
la utilidad a una civilización del sentido. En China, la centralidad del Estado
y la subordinación de la educación a objetivos políticos y económicos dificultan
que la universidad y la cultura se conviertan en espacios de libertad y de
búsqueda de verdad. Sin esa libertad, la educación no puede ser integral, y el
humanismo queda reducido a retórica.
Por ello, aunque el
capitalismo estatal chino pueda ofrecer estabilidad y desarrollo material, la
sospecha es que no logra superar el nihilismo estructural que se infiltra por
el consumismo y la técnica. El giro civilizatorio exige más que eficiencia: exige
trascendencia, comunión y esperanza. Sin ellas, cualquier modelo económico
corre el riesgo de consolidar una civilización vacía, incapaz de responder a
las necesidades primordiales del ser humano.
En definitiva, la duda se
sostiene en que el capitalismo estatal chino, al abrazar el consumismo y la
técnica como pilares, reproduce el mismo nihilismo que pretende superar. El
giro civilizatorio no puede lograrse desde un horizonte cerrado a la trascendencia,
sino solo desde una educación integral, un humanismo auténtico y una
Encarnación que transfigure la historia.
Si el capitalismo estatal
chino, con su despliegue de técnica y consumismo, no logra asegurar un giro
hacia la plenitud sino más bien la consumación del nihilismo estructural, cabe
preguntarse si ese giro puede provocarse en otro lugar del globo. La respuesta
exige distinguir entre modelo económico y horizonte civilizatorio. El giro no
depende únicamente de la forma de capitalismo —sea liberal o estatal—, sino de
la capacidad de una cultura de integrar educación, humanismo y trascendencia
encarnada. Allí donde la técnica y el consumo se convierten en fines en sí
mismos, el nihilismo se impone, independientemente del sistema político. Por
eso, el giro civilizatorio no puede nacer de la economía sola, sino de una
transformación cultural y espiritual.
Es posible que el giro se
provoque en otros lugares del mundo donde existan tradiciones capaces de
resistir la reducción del ser humano a engranaje funcional. América Latina, por
ejemplo, con su riqueza de pensamiento teológico y filosófico, ha mostrado capacidad
de articular educación y esperanza en medio de la crisis. Europa, con su
herencia humanista y personalista, conserva semillas que podrían reencantar el
saber. África, con su visión comunitaria, ofrece un horizonte distinto frente
al individualismo. El giro civilizatorio, entonces, no está atado a un centro
único, sino que puede emerger allí donde la educación se conciba como camino
hacia la plenitud. La duda sobre China revela que el giro civilizatorio exige
más que poder económico y control político: requiere apertura a la
trascendencia y reconocimiento de la dignidad irreductible de la persona. Si el
modelo chino no lo asegura, otros pueblos y culturas pueden ser los portadores
de este cambio, siempre que logren conjugar lo inmanente y lo trascendente en
su proyecto educativo y cultural.
En definitiva, el giro
civilizatorio no es monopolio de una nación ni de un sistema económico. Es una
tarea global que puede surgir en cualquier lugar donde se resista el nihilismo
estructural y se apueste por una pedagogía de la esperanza. La consumación del
nihilismo en China no cancela la posibilidad del giro, sino que la desplaza
hacia otros espacios culturales capaces de integrar educación, humanismo y
trascendencia encarnada.
En el debate académico,
Pedro da Motta Veiga y Sandra Polónia Ríos describen el capitalismo estatal
chino como un sistema que logró un crecimiento económico impresionante tras
décadas de fracasos, pero advierten que sus reformas están profundamente marcadas
por la lógica del mercado y la técnica, lo que limita su capacidad de ofrecer
un horizonte cultural distinto. Esta visión permite polemizar: si el modelo
chino se reduce a eficiencia económica, ¿cómo puede sostener un giro
civilizatorio que exige trascendencia y plenitud?
Por su parte, Enrique
Dussel habla de un “capitalismo con características chinas”, subrayando la
omnipresencia del sector público y la globalización controlada por el Estado.
Aunque reconoce la singularidad del modelo, su análisis muestra que la centralidad
del Estado no garantiza un cambio cultural profundo, sino que puede reforzar la
subordinación de la educación y la cultura a objetivos políticos y económicos.
Aquí surge la crítica: un giro civilizatorio no puede nacer de la
instrumentalización del saber, sino de su apertura al misterio y a la dignidad
humana.
Otros autores, como Claudio
F. González, han descrito el proyecto chino como “tecno-socialismo” o “China
S.A.”, destacando su capacidad de combinar capitalismo y control estatal. Sin
embargo, esta combinación, lejos de superar el nihilismo, puede consolidarlo:
la técnica y el consumo se convierten en fines en sí mismos, y la educación
queda atrapada en la lógica productiva. Polemizar con esta visión implica
afirmar que el verdadero giro civilizatorio no consiste en perfeccionar el
capitalismo, sino en trascenderlo hacia una pedagogía de la esperanza.
En el plano filosófico, la
recepción de Richard Rorty en China muestra cómo el neopragmatismo ha sido
interpretado como una filosofía útil para legitimar un modelo cultural sin
referencia a lo absoluto. Pero aquí la polémica es clara: Rorty disuelve la verdad
en conversación contingente, y aplicado al modelo chino, esto refuerza el
nihilismo estructural. Un giro civilizatorio exige certezas ontológicas, no
solo consensos pragmáticos. De manera similar, la influencia de la ontología
débil de Gianni Vattimo resulta problemática. Su apología del nihilismo y su
hermenéutica posmoderna, al ser aplicadas a un sistema como el chino, legitiman
la fragmentación y la pérdida de densidad ontológica. Polemizar con Vattimo
implica sostener que el nihilismo no puede ser destino, sino enfermedad
cultural que debe ser superada mediante educación integral y trascendencia
encarnada.
En síntesis, mientras
algunos teóricos ven en el capitalismo estatal chino un modelo alternativo o
incluso exportable, la crítica filosófica y teológica aquí expuesta muestra que
este sistema corre el riesgo de consolidar el nihilismo estructural. Polemizar
con ellos permite afirmar que el giro civilizatorio no puede nacer de la
técnica ni del consumismo, sino de una educación que integre lo inmanente y lo
trascendente, un humanismo que custodie la dignidad y una Encarnación que
transfigure la historia.
Educación: camino hacia la
plenitud
La educación es el punto de
partida porque constituye el acto originario mediante el cual una civilización
se transmite y se renueva. No es un simple mecanismo de instrucción ni un
adiestramiento funcional para el mercado, sino un proceso que toca la raíz
misma de la existencia. Educar significa acompañar al ser humano en su camino
hacia la verdad, sostenerlo en su búsqueda de sentido y abrirle horizontes que
lo liberen de la mera utilidad.
En este sentido, la
educación no puede reducirse a la lógica de la técnica ni a la performatividad
de los sistemas productivos. Cuando se convierte en capacitación mecánica,
pierde su densidad ontológica y se transforma en un instrumento de alienación.
La verdadera educación, en cambio, es un acto de comunión: une generaciones,
custodia la memoria y transmite la esperanza de que la vida humana tiene un
destino más alto que el consumo y la eficiencia.
Educar es custodiar la
memoria, porque sin memoria no hay identidad ni continuidad histórica. La
memoria cultural, filosófica y teológica es el suelo sobre el cual se edifica
toda formación. Una educación que olvida sus raíces se convierte en un saber vacío,
incapaz de orientar la existencia. Por eso, recuperar la memoria es recuperar
la vocación originaria de la educación como acto de transmisión de sentido.
Educar es también sembrar
esperanza. En un tiempo marcado por el nihilismo y la desesperanza, la
educación debe ser espacio donde se cultive la confianza en que la vida tiene
valor y que el futuro puede ser habitado con plenitud. La esperanza no es ingenuidad,
sino virtud teologal que sostiene la existencia en medio de la crisis. Una
educación sin esperanza se convierte en instrucción fría; una educación que
siembra esperanza se convierte en camino hacia la libertad. Educar es abrir
horizontes de plenitud. No basta con preparar para el trabajo ni para la
técnica; la educación debe abrir la vida hacia lo absoluto, hacia aquello que
da sentido último a la existencia. Filosóficamente, esto significa orientar la
razón hacia la verdad; teológicamente, significa acompañar al ser humano en su
vocación hacia Dios. La plenitud no se alcanza en la utilidad, sino en la
comunión y en la trascendencia.
En un tiempo donde el saber
se ha reducido a mercancía, la educación debe recuperar su vocación originaria.
El mercado ha convertido el conocimiento en producto y la universidad en
empresa, pero esta reducción mutila la esencia del saber. La educación no es
mercancía, sino don; no es producto, sino camino. Recuperar su vocación
originaria significa devolverle su densidad ontológica y su apertura al
misterio. No hay educación integral sin considerar lo inmanente y lo
trascendente. Lo inmanente asegura que la formación responda a las necesidades
concretas de la vida: aprender a trabajar, convivir, crear y transformar el
mundo. Lo trascendente recuerda que el ser humano está llamado a lo absoluto,
que su corazón busca sentido más allá de la utilidad inmediata. La integralidad
exige la conjunción de ambas dimensiones, porque solo así la educación puede
ser camino hacia la plenitud. En definitiva, la educación integral es aquella
que forma personas capaces de discernir, dialogar y habitar la historia con
profundidad. Discernir significa distinguir lo verdadero de lo falso, lo
esencial de lo accesorio. Dialogar significa abrirse al otro en comunión y
respeto. Habitar la historia significa vivirla como espacio de sentido, no como
simple sucesión de hechos. Esta es la educación que puede sostener un giro
civilizatorio: una educación que conjuga memoria, esperanza, plenitud,
inmanencia y trascendencia, y que se convierte en acto de comunión y
transfiguración.
Un giro civilizatorio
auténtico no puede limitarse a ajustes técnicos o reformas superficiales: exige
poner fin al tipo humano burgués que la modernidad ha instaurado como modelo
dominante. Este tipo humano, nacido en el seno del capitalismo y consolidado
por la racionalidad moderna, respira el espíritu del cálculo, del culto al
trabajo, de la productividad y del rendimiento material. Es la figura del
hombre reducido a productor y consumidor, cuya existencia se mide por la
utilidad y cuyo horizonte se agota en la acumulación. La modernidad, en su
núcleo, ha exaltado este espíritu burgués como paradigma de éxito y progreso.
El cálculo sustituye a la contemplación, el trabajo se convierte en fin en sí
mismo, la productividad se erige como criterio de valor y el rendimiento material
se transforma en medida de la dignidad. Pero este modelo, lejos de liberar al
ser humano, lo encierra en un círculo de alienación: lo reduce a engranaje
funcional y le niega la apertura al misterio y a la trascendencia.
Un giro civilizatorio
significa, por tanto, superar este horizonte burgués y abrir paso a un nuevo
tipo humano: no el hombre calculador, sino el hombre contemplativo; no el
trabajador alienado, sino la persona que integra trabajo y sentido; no el
productor obsesionado con el rendimiento, sino el ser que busca plenitud en la
comunión y en la trascendencia. Filosóficamente, esto implica pasar de la
racionalidad instrumental a la racionalidad sapiencial; teológicamente,
significa recuperar la vocación del ser humano como imagen de Dios, llamado a
la comunión y a la esperanza. En este sentido, el fin del tipo humano burgués
no es un ataque a la historia, sino una liberación de sus cadenas. La
modernidad ha dado frutos valiosos, pero su respiración burguesa ha sofocado la
dimensión espiritual y ha reducido la educación a técnica. El giro
civilizatorio exige reencantar el saber, devolverle densidad ontológica y
abrirlo a la trascendencia encarnada. Solo así la educación podrá formar
personas capaces de habitar la historia con profundidad y de resistir el
nihilismo estructural que amenaza con consumar la civilización de la utilidad.
Al pensar en el tipo humano
burgués, me acompañan las voces de quienes lo han analizado con rigor. Marx lo
describe como sujeto moldeado por la lógica del capital y la acumulación;
Weber, en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, muestra
cómo el cálculo y el culto al trabajo se convirtieron en signos de salvación
secular; Sombart lo retrata como portador de una mentalidad económica que
subordina todo a la utilidad; Lukács denuncia la cosificación que este tipo
humano produce en la cultura. También resuenan diagnósticos contemporáneos:
Bauman advierte que el burgués moderno se disuelve en el consumismo líquido,
mientras Han señala la mutación hacia el “sujeto del rendimiento”, heredero
directo del espíritu burgués de productividad y autoexplotación. En todos ellos
aparece la misma advertencia: el hombre burgués encarna la reducción del ser
humano a cálculo, eficiencia y utilidad. Desde esta lectura, se hace evidente
que un verdadero giro civilizatorio no puede limitarse a perfeccionar el modelo
burgués, sino que debe trascenderlo. La educación, el humanismo y la
trascendencia encarnada ofrecen la posibilidad de superar esa figura y abrir
paso a un nuevo tipo humano orientado a la plenitud.
El tipo humano que podría
sustituir al hombre burgués no puede ser simplemente una variación de su
figura, ni una adaptación más refinada de su lógica de cálculo, productividad y
rendimiento. El hombre burgués ha encarnado la modernidad en su respiración más
profunda: el culto al trabajo como fin en sí mismo, la obsesión por la
utilidad, la reducción de la vida a mercancía. Superarlo exige un nuevo tipo
humano que no se defina por la acumulación ni por la eficiencia, sino por la
plenitud, la comunión y la apertura al misterio. Este nuevo hombre sería, ante
todo, hombre contemplativo. No en el sentido de pasividad, sino en el sentido
de recuperar la capacidad de mirar la realidad con asombro, de abrirse a lo que
la técnica no puede dominar y de reconocer que la verdad no se agota en el
cálculo. La contemplación es resistencia frente a la alienación y es también
fuente de libertad, porque libera al ser humano de la tiranía de la utilidad
inmediata. Sería también hombre relacional, consciente de que su identidad no
se construye en el aislamiento ni en la competencia, sino en la comunión.
Frente al individualismo burgués, este nuevo tipo humano reconoce que la vida
se realiza en el encuentro, en el diálogo y en la solidaridad. Filosóficamente,
esto significa superar la figura del individuo cerrado en sí mismo;
teológicamente, significa vivir como imagen de Dios, que es comunión de
personas.
Este hombre sería hombre
esperanzado, capaz de habitar la historia no como un espacio vacío, sino como
un camino hacia la plenitud. Frente al nihilismo estructural que amenaza con
consumar la civilización de la técnica y el consumo, el hombre esperanzado
sostiene que la vida tiene sentido y que el futuro puede ser habitado con
confianza. La esperanza, como virtud, se convierte en fuerza civilizatoria. Sería
también hombre integral, que conjuga lo inmanente y lo trascendente. Lo
inmanente le permite responder a las necesidades concretas de la vida:
trabajar, crear, transformar el mundo. Lo trascendente le recuerda que está
llamado a lo absoluto, que su corazón busca más allá de la utilidad. Este
equilibrio asegura que la educación no se reduzca a capacitación, sino que se
convierta en camino hacia la plenitud. Este nuevo tipo humano sería hombre
encarnado, que reconoce que la trascendencia no se opone a la historia, sino
que la habita y la transfigura. La Encarnación del Verbo se convierte en
principio pedagógico y cultural: el misterio se hace presente en lo concreto, y
la vida cotidiana se convierte en espacio de comunión y de sentido.
En definitiva, el hombre
que sustituya al hombre burgués será hombre sapiencial, capaz de integrar razón
y afecto, técnica y ética, trabajo y contemplación, utilidad y trascendencia.
No será esclavo del cálculo ni del rendimiento, sino buscador de plenitud. Este
tipo humano es el que puede sostener el giro civilizatorio: un hombre que no
respira el aire burgués de la modernidad, sino el aire nuevo de la esperanza y
de la comunión.
Cuando leo a Harari y su
idea del homo deus, veo la proyección de un ser humano que, gracias a la
biotecnología y la inteligencia artificial, pretende convertirse en dios de sí
mismo, dueño absoluto de la vida y del destino. Sin embargo, estoy convencido
de que esa figura, lejos de superar el nihilismo, lo consuma: al absolutizar la
técnica y el poder, clausura la apertura al misterio y reduce la trascendencia
a ilusión. Es el hombre que se idolatra a sí mismo, pero que en realidad se
vacía de sentido. También observo el surgimiento del homo digital, ese
sujeto que vive inmerso en la virtualidad, reducido a dato, perfil y algoritmo.
Su identidad se fragmenta en pantallas, su memoria se externaliza en
dispositivos, y su horizonte se limita a la inmediatez de la conexión. Aunque
parece hiperconectado, lo percibo profundamente aislado: sustituye la comunión
por interacción, la contemplación por consumo de imágenes y la esperanza por
entretenimiento.
El giro civilizatorio que
defiendo exige otro tipo humano: no el que se diviniza por la técnica ni el que
se disuelve en lo digital, sino el hombre sapiencial y encarnado, capaz de
integrar lo inmanente y lo trascendente, de vivir la comunión y de abrirse al
misterio. Este nuevo hombre no busca dominar la vida ni perderse en la
virtualidad, sino habitar la historia con profundidad, sostener la esperanza y
transfigurar la existencia en plenitud. Por eso afirmo que el sustituto del
hombre burgués no es el homo deus ni el homo digital, porque
ambos son variaciones del mismo nihilismo técnico y consumista. El verdadero
giro civilizatorio apunta hacia un hombre integral, que conjuga educación,
humanismo y trascendencia encarnada, y que se convierte en principio de una
nueva civilización fundada en la esperanza.
Humanismo: forma y
resistencia
El humanismo es la forma
que da cuerpo a la educación integral porque le otorga sentido y dirección. Sin
humanismo, la educación corre el riesgo de convertirse en mera instrucción
técnica o en capacitación funcional. Con él, en cambio, la educación se convierte
en camino hacia la plenitud, pues recuerda que el saber no se reduce a
utilidad, sino que se orienta a la dignidad irreductible de la persona.
Frente a la lógica del
mercado, que mide todo en términos de productividad y rendimiento, el humanismo
se erige como resistencia. El mercado convierte el conocimiento en mercancía y
la universidad en empresa, pero el humanismo recuerda que el saber es don y que
su finalidad última no es el lucro, sino la formación de seres humanos capaces
de habitar la historia con profundidad. La fragmentación posmoderna, que
disuelve la verdad en interpretaciones múltiples y relativiza todo horizonte,
encuentra en el humanismo un límite. El humanismo no niega la pluralidad, pero
la integra en una visión más amplia que reconoce la dignidad común de la
persona. Así, devuelve unidad al saber y lo rescata de la dispersión que lo
empobrece.
Humanismo significa
integrar razón y afecto. La modernidad ha privilegiado la razón instrumental y
ha relegado el afecto a lo privado, pero el humanismo recuerda que el
conocimiento auténtico exige la conjunción de ambas dimensiones. La razón sin
afecto se vuelve fría y alienante; el afecto sin razón se vuelve ciego. Solo su
integración permite una educación verdaderamente humana. Humanismo significa
también integrar ciencia y arte. La ciencia ofrece rigor y explicación, el arte
ofrece belleza y sentido. Separadas, ambas se empobrecen; unidas, se enriquecen
mutuamente. El humanismo reconoce que el ser humano necesita tanto comprender
como contemplar, tanto analizar como crear. La educación integral debe abrir
espacio para ambas dimensiones.
Humanismo significa
integrar técnica y ética. La técnica, sin ética, se convierte en instrumento de
dominación y alienación; la ética, sin técnica, corre el riesgo de quedarse en
abstracción. El humanismo asegura que la técnica se ordene al bien y que la
ética se encarne en la vida concreta. Solo así la educación puede formar
personas capaces de transformar el mundo sin perder su humanidad. Ya en la
tradición medieval, Tomás de Aquino defendió la centralidad de la persona como
imagen de Dios. Para él, la persona no es mero individuo, sino ser relacional,
abierto a la comunión y llamado a la plenitud. Esta visión antropológica es la
base del humanismo cristiano, que reconoce en cada ser humano una dignidad
irreductible que ninguna lógica de mercado puede reducir. Buenaventura, por su
parte, mostró que el saber es itinerario hacia la comunión. El conocimiento no
es acumulación de datos, sino camino hacia la unión con Dios y con los demás.
Esta perspectiva convierte la educación en acto espiritual y comunitario, donde
aprender significa entrar en relación y abrirse al misterio.
El humanismo, así
entendido, es resistencia frente al empobrecimiento ontológico del saber.
Cuando el conocimiento se reduce a técnica o a mercancía, pierde su densidad
ontológica y se convierte en instrumento vacío. El humanismo devuelve al saber
su profundidad, recordando que conocer es participar en la verdad y que la
verdad se orienta siempre a la dignidad de la persona. En definitiva, el
humanismo devuelve al conocimiento su densidad antropológica. No se trata de un
lujo cultural ni de una retórica vacía, sino de la condición de posibilidad
para que la educación sea integral. Solo un humanismo que integre razón y
afecto, ciencia y arte, técnica y ética, puede sostener el giro civilizatorio
que necesitamos: un giro que supere la lógica del mercado y la fragmentación
posmoderna, y que abra la historia a la comunión y a la esperanza.
Mi
propuesta de humanismo se diferencia claramente de otros modelos históricos. El
humanismo de Protágoras, con su célebre
afirmación de que “el hombre es la medida de todas las cosas”, redujo la verdad
a relativismo y terminó por disolver la apertura al misterio en pura
subjetividad. El humanismo del Renacimiento,
aunque recuperó la dignidad del hombre y celebró su creatividad, se inclinó
hacia un antropocentrismo que a menudo olvidó la trascendencia y absolutizó la
autonomía. El humanismo de la Ilustración
exaltó la razón como principio supremo, pero al hacerlo marginó la dimensión
espiritual y redujo la educación a racionalidad instrumental. Finalmente, el humanismo ateo moderno, desde Feuerbach hasta Sartre,
quiso liberar al hombre de Dios para afirmarlo en su autonomía radical, pero en
esa ruptura terminó por vaciarlo de sentido y dejarlo expuesto al nihilismo.
Frente a todos ellos, el humanismo que defiendo no se agota en la utilidad ni
en la autonomía cerrada, sino que integra razón y afecto, ciencia y arte,
técnica y ética, y reconoce en la persona su condición de imagen de Dios,
llamada a la comunión y a la trascendencia encarnada.
He concebido mi humanismo
como teo‑cosmo‑antropocéntrico porque estoy convencido de que el hombre no
puede comprenderse a sí mismo si se aísla de Dios y del cosmos. En mi libro El
hombre sin humanidad he mostrado que el hombre contemporáneo ha extraviado
la esencia moral de su ser y, al hacerlo, ha decapitado su propia humanidad.
Frente a esa crisis, propongo una antropología filosófica que reconozca que el
hombre es parte de Dios y de la naturaleza, y a la vez funcionario de ambos. Cuando
hablo de la dimensión teológica, me refiero a que la persona es imagen de Dios
y está llamada a la comunión con Él. No puedo aceptar un humanismo que clausure
la trascendencia, porque hacerlo es mutilar la vocación más profunda del ser
humano. La educación, desde esta perspectiva, no es mera capacitación, sino
itinerario hacia lo absoluto, camino que abre la historia al misterio y a la
esperanza.
La dimensión cósmica me
recuerda que el hombre no es un individuo aislado ni un mero consumidor de
recursos, sino parte de un universo que lo precede y lo sostiene. El cosmos no
es escenario neutro, sino casa común, orden que refleja la sabiduría creadora.
Por eso insisto en que el humanismo debe integrar ciencia y contemplación,
técnica y cuidado, sabiduría y responsabilidad ecológica. El hombre sin
humanidad es aquel que olvida esta pertenencia y convierte el mundo en objeto
de explotación. La dimensión antropológica afirma la centralidad de la persona,
pero no en clave burguesa ni individualista. La persona es ser relacional,
abierto a la comunión y a la plenitud. En mi propuesta, la dignidad
irreductible del ser humano es el núcleo que sostiene la educación, el
humanismo y la trascendencia encarnada. No se trata de un individuo calculador,
sino de un ser que integra razón y afecto, ética y técnica, memoria y
esperanza.
Este humanismo teo‑cosmo‑antropocéntrico
es también una forma de resistencia frente al nihilismo estructural que se
infiltra por el consumismo y la técnica. El hombre burgués, el homo deus
y el homo digital son variaciones de ese nihilismo: figuras que
absolutizan la utilidad, la técnica o la virtualidad, pero que vacían de
sentido la existencia. Mi propuesta, en cambio, devuelve densidad ontológica al
saber y abre la historia a la comunión. Puedo decir que mi tarea es revertir la
imagen inmanentista de la modernidad. No quiero un hombre sin humanidad,
reducido a engranaje funcional o a dato digital. Quiero un hombre integral, que
reconozca su pertenencia a Dios y al cosmos, y que viva su vocación como
funcionario de ambos, como ser que custodia la creación y que se abre al
misterio. Este humanismo no es mera teoría: es horizonte civilizatorio. Aspiro
a que la educación lo encarne, que la cultura lo sostenga y que la sociedad lo
viva. Solo así podremos superar la lógica del mercado y la fragmentación
posmoderna, y abrir paso a una civilización fundada en la esperanza.
No
puedo aceptar el “El existencialismo es un humanismo” de Sartre
ni la “Carta sobre el humanismo” de Heidegger,
porque ambos reducen la condición humana a horizontes que considero
insuficientes y, en última instancia, nihilistas. Sartre, al afirmar que la
existencia precede a la esencia, coloca al hombre en una libertad absoluta
desligada de toda trascendencia, pero esa libertad termina siendo condena: el
hombre queda solo frente a sí mismo, sin fundamento ontológico ni apertura al
misterio. Heidegger, por su parte, aunque critica el humanismo clásico, lo
sustituye por una ontología del ser que prescinde de la persona como imagen de
Dios. Su propuesta desplaza la centralidad de la dignidad humana hacia una
comprensión abstracta del ser, pero sin ofrecer un horizonte de plenitud. En
ambos casos, el humanismo se vacía de densidad teológica y cósmica, y se
convierte en un discurso que no puede sostener el giro civilizatorio que
reclamo. Mi humanismo, en cambio, es teo‑cosmo‑antropocéntrico:
reconoce la trascendencia, la pertenencia al cosmos y la dignidad irreductible
de la persona, y por eso no puede aceptar reducciones que clausuren la
esperanza y la comunión.
En efecto, el hombre puede
custodiar, a lo sumo, el ser finito: puede abrirse a la verdad, puede acoger el
misterio en la medida de su limitación, pero nunca puede pastorear el ser
infinito. El ser infinito es Dios, y es Él quien pastorea al hombre, no al
revés. Esto significa que la condición humana es siempre receptiva y
dependiente: el hombre no es dueño del ser, sino criatura que lo recibe.
Heidegger, al desplazar la centralidad hacia el ser en abstracto, deja al
hombre en una función que parece absoluta, pero que en realidad es imposible.
El hombre no puede custodiar lo que lo trasciende infinitamente; solo puede
abrirse, acoger y dejarse guiar. Por ello mi propuesta de humanismo teo‑cosmo‑antropocéntrico
se distancia de Heidegger: reconoce que el hombre participa del ser, pero no lo
gobierna; que puede ser pastor en lo relativo, pero nunca en lo absoluto. El
verdadero pastor es Dios, y el hombre es el pastoreado, el acompañado, el
guiado. Esta inversión es fundamental, porque devuelve al hombre su lugar real:
no como medida última, sino como imagen llamada a la comunión. En este sentido,
el giro civilizatorio que propongo no se sostiene en la autonomía radical sartreana
ni en la custodia del ser heideggeriana como si fuera propiedad humana, sino en
la apertura humilde a la trascendencia. El hombre no es el pastor del ser
infinito, sino el ser finito que se deja pastorear por la misericordia y gracia
de Dios, y que en esa relación encuentra su dignidad y su plenitud.
En definitiva, mi humanismo
teo‑cosmo‑antropocéntrico es una pedagogía de la esperanza. Reconoce a Dios
como horizonte, al cosmos como casa común y a la persona como imagen divina
llamada a la comunión. Es la forma que puede sostener el giro civilizatorio y
transfigurar la historia en plenitud.
Trascendencia: horizonte de
plenitud
La trascendencia es el
horizonte que orienta tanto la educación como el humanismo. Sin ella, ambos se
vacían de sentido: la educación se reduce a adiestramiento técnico y el
humanismo se convierte en mera retórica cultural. La trascendencia es la
dimensión que abre la vida humana hacia lo absoluto y que impide que el saber
se encierre en la utilidad inmediata.
Cuando la educación olvida
la trascendencia, se transforma en capacitación funcional. Forma trabajadores,
pero no personas; produce técnicos, pero no ciudadanos capaces de discernir y
dialogar. La trascendencia devuelve a la educación su vocación originaria:
acompañar existencias, sembrar esperanza y abrir horizontes de plenitud. De
igual modo, cuando el humanismo se desconecta de la trascendencia, corre el
riesgo de convertirse en discurso vacío. Puede hablar de dignidad y de valores,
pero sin fundamento último. La trascendencia asegura que el humanismo no sea
mera retórica, sino reconocimiento de la persona como imagen de Dios y como ser
llamado a la comunión.
San Agustín lo expresó con
claridad: el corazón humano está inquieto hasta descansar en Dios. Esa
inquietud es la marca de la trascendencia en la vida humana. La educación que
ignora esta inquietud mutila la vocación más profunda del hombre; la que la reconoce,
en cambio, acompaña al ser humano en su búsqueda de sentido. Tomás de Aquino
sistematizó esta intuición al mostrar que la razón se orienta naturalmente
hacia lo absoluto. La inteligencia humana no se satisface con verdades
parciales, sino que busca el fundamento último. Educar en la trascendencia
significa, entonces, educar la razón para que no se conforme con lo relativo,
sino que se abra a la verdad plena.
Educar en la trascendencia
es acompañar a cada persona en su vocación hacia lo eterno. No se trata de
imponer creencias, sino de reconocer que toda vida humana está marcada por el
deseo de plenitud. La educación se convierte en mediación: ayuda a cada uno a
descubrir su camino hacia lo absoluto y a vivirlo en libertad. La trascendencia
sostiene la esperanza en medio del nihilismo. En un tiempo donde la técnica y
el consumo parecen clausurar todo horizonte, la educación en la trascendencia
recuerda que la vida tiene sentido y que el futuro puede ser habitado con
confianza. La esperanza no es ingenuidad, sino virtud que resiste la
desesperanza cultural. Educar en la trascendencia significa también ofrecer una
pedagogía del amor. El amor es la forma más alta de conocimiento, porque une
sin reducir, acoge sin dominar y transfigura sin destruir. Una educación que se
funda en el amor convierte la vida cotidiana en espacio de comunión y de
plenitud. La trascendencia, así entendida, devuelve densidad ontológica al saber.
Frente al empobrecimiento que produce el nihilismo, la trascendencia recuerda
que conocer es participar en la verdad y que la verdad se orienta siempre a la
dignidad de la persona. La educación deja de ser técnica y se convierte en
camino sapiencial.
Los grandes pensadores que
intentaron dar respuesta al vacío de la modernidad se quedaron cortos al
abordar la trascendencia en su sentido pleno. Max Scheler, con su fenomenología
de los valores, abrió un horizonte fecundo para comprender la jerarquía axiológica,
pero nunca dio el paso hacia el reconocimiento de un Dios personal que
fundamenta y sostiene esos valores. Su propuesta quedó en el plano de lo ideal,
sin anclaje en la comunión trascendente. Nicolai Hartmann, por su parte,
elaboró una ontología rigurosa, pero circunscrita a lo inmanente. Su análisis
del ser se detuvo en las estructuras de la realidad finita, sin abrirse al
misterio del ser infinito. Al limitarse a lo inmanente, su ontología se
convirtió en un mapa preciso, pero incapaz de señalar el horizonte último. Martin
Heidegger habló del ser, pero lo pensó únicamente en su horizonte temporal. Su Sein
und Zeit mostró la finitud y la historicidad del Dasein, pero nunca alcanzó
la trascendencia como comunión con el Dios vivo. Al reducir el ser a temporalidad,
dejó al hombre en la intemperie, sin fundamento absoluto. En todos estos casos,
el intento de superar el nihilismo terminó por extraviar la auténtica
trascendencia. Se habló de valores, de ontología, de ser, pero se evitó nombrar
al Dios personal que es fundamento y horizonte. Por eso, aunque sus aportes son
valiosos, no bastan para sostener un giro civilizatorio. La trascendencia
auténtica no es idea, ni estructura, ni temporalidad: es comunión con el Dios
infinito que pastorea al hombre y lo llama a plenitud.
En contraste con Scheler,
Hartmann o Heidegger, hubo pensadores que sí reconocieron explícitamente la
trascendencia divina como fundamento del humanismo. Jacques Maritain, desde el
personalismo cristiano, defendió que la persona humana es imagen de Dios y que
la educación debe orientarse a su vocación trascendente. Edith Stein, filósofa
y mística, mostró que la fenomenología solo alcanza su plenitud cuando se abre
a la comunión con el Dios vivo, y su vida misma fue testimonio de esa
trascendencia. Podemos mencionar también a Emmanuel Mounier, quien en su
personalismo comunitario subrayó que la persona no se agota en la inmanencia,
sino que se realiza en apertura a Dios y en relación con los demás. Henri de
Lubac insistió en que el hombre tiene una vocación sobrenatural inscrita en su
naturaleza, y que cualquier humanismo que ignore esta dimensión queda
incompleto. Hans Urs von Balthasar desarrolló una teología estética que mostró
cómo la gloria de Dios se revela en la historia y orienta la existencia humana
hacia la plenitud trascendente. Todos ellos coinciden en que el humanismo
auténtico no puede prescindir de la trascendencia divina. Reconocen que la
persona humana no se basta a sí misma, que el cosmos no es solo escenario, y
que la historia no se explica sin apertura al misterio. Frente a los humanismos
reducidos a valores, ontologías inmanentes o temporalidades finitas, estos
pensadores devolvieron al humanismo su densidad teológica y su vocación hacia
lo eterno.
La modernidad materialista
y escéptica consagró a pensadores como Scheler, Hartmann o Heidegger porque su
discurso se ajustaba a la imagen inmanentista del mundo que dominaba el
horizonte cultural. Al hablar de valores sin Dios personal, de ontología reducida
a lo finito o de ser limitado al tiempo, ofrecieron categorías que podían ser
asimiladas por una época que desconfiaba de la trascendencia y prefería
clausurar el misterio. Por eso se hicieron célebres: respondían a la
sensibilidad moderna que buscaba fundamentos dentro del mundo mismo, sin
abrirse al absoluto. En cambio, quienes sí reconocieron la trascendencia divina
—Maritain, Stein, Mounier, de Lubac, Balthasar y otros— fueron marginados. No
compartían la imagen inmanentista del mundo y se atrevieron a afirmar que el
hombre no se basta a sí mismo, que el cosmos no es solo escenario y que la
historia no se explica sin Dios. La modernidad los relegó porque su propuesta
desbordaba los límites del racionalismo y del materialismo, y porque recordaban
que la dignidad humana solo se sostiene en la apertura al misterio.
Ahora que el hombre
prometeico de la modernidad naufraga en el nihilismo, se vuelve perentorio
recuperar la trascendencia encarnada. La figura prometeica, que quiso robar el
fuego de los dioses para absolutizar la técnica y la autonomía, ha terminado
por vaciarse de sentido: el poder sin horizonte se convierte en vacío, la
libertad sin fundamento se transforma en condena, y la razón sin misterio se
reduce a cálculo. El resultado es un hombre agotado, atrapado en la lógica del
rendimiento y del consumo, incapaz de sostener la esperanza.
Por eso insisto en que la
salida no está en perfeccionar el modelo prometeico ni en multiplicar sus
artificios, sino en abrirnos nuevamente a la trascendencia que se hace carne,
que habita la historia y que transfigura la existencia. La trascendencia encarnada
recuerda que el hombre no es dios de sí mismo, sino criatura llamada a la
comunión; que el cosmos no es objeto de explotación, sino casa común; y que la
educación no es adiestramiento, sino itinerario hacia lo absoluto.
Recuperar la trascendencia
encarnada significa devolver densidad ontológica al saber, esperanza a la
cultura y plenitud a la vida cotidiana. Es reconocer que el misterio no se
opone a la historia, sino que la habita; que la verdad no se reduce a utilidad,
sino que se orienta a la dignidad irreductible de la persona; y que el amor es
la forma más alta de conocimiento. En este tiempo de naufragio, la
trascendencia encarnada se convierte en la única brújula capaz de orientar un
giro civilizatorio. Sin ella, seguiremos atrapados en el círculo del nihilismo;
con ella, podremos abrir horizontes de comunión y de plenitud que transfiguren
la historia.
De este modo, la modernidad
celebró a los primeros como representantes de un humanismo secularizado y dejó
en la periferia a los segundos, que insistían en la trascendencia. Pero es
precisamente en estos últimos donde se encuentra la clave para superar el
nihilismo contemporáneo: un humanismo que no se agota en la utilidad ni en la
temporalidad, sino que reconoce la vocación del hombre hacia lo eterno.
En definitiva, la
trascendencia es el horizonte que permite que la educación y el humanismo sean
verdaderamente integrales. Sin ella, se convierten en instrumentos vacíos; con
ella, se transforman en caminos hacia la plenitud. Educar en la trascendencia es
custodiar la memoria, sembrar esperanza y abrir horizontes de comunión,
ofreciendo una pedagogía del amor que transfigure la historia.
Encarnación: principio
articulador
La Encarnación es el
principio que articula toda esta propuesta y la hace posible. No se trata de un
concepto abstracto, sino de un acontecimiento histórico y ontológico: el Verbo
hecho carne. En Él, la trascendencia se une a la historia sin destruirla, y la
historia se abre a la trascendencia sin perder su concreción. El Verbo hecho
carne asegura que la trascendencia no se opone a la historia, sino que la
habita y la transfigura. La Encarnación es la respuesta definitiva al dilema
moderno entre lo absoluto y lo relativo: muestra que lo eterno puede entrar en
el tiempo, y que lo finito puede ser elevado sin dejar de ser finito.
En la educación, la
Encarnación se convierte en principio pedagógico. Educar no es transmitir
abstracciones, sino acompañar vidas concretas. El misterio se hace presente en
el aula, en la relación entre maestro y discípulo, en el acto de aprender como
comunión. La educación encarnada es siempre personal, nunca meramente técnica. En
el humanismo, la Encarnación devuelve densidad antropológica. El hombre no es
solo individuo ni mero engranaje social: es imagen de Dios, elevada y
transfigurada por el Verbo que asumió nuestra carne. El humanismo encarnado
reconoce la dignidad irreductible de la persona y la orienta hacia la comunión.
En la cultura, la Encarnación se manifiesta como principio creador. El arte, la
literatura, la música y la filosofía encuentran en ella su horizonte último: la
belleza que se hace carne, la verdad que se hace historia, el bien que se hace
vida. La cultura encarnada no es evasión, sino transfiguración de lo cotidiano.
En la técnica, la Encarnación recuerda que el hacer humano no es mero dominio,
sino participación en la creación. La técnica encarnada se ordena al servicio
de la vida y de la comunión, evitando convertirse en instrumento de alienación.
El misterio se hace presente incluso en la obra técnica, cuando esta se orienta
al bien.
La Encarnación garantiza
que el misterio no se quede en abstracción. No es idea ni concepto, sino
presencia viva. El misterio se hace carne, habita entre nosotros y transforma
la historia desde dentro. Por eso la Encarnación es principio pedagógico y cultural:
convierte la vida cotidiana en espacio de comunión con lo absoluto. La
pedagogía que nace de la Encarnación es una pedagogía del amor. El amor no se
queda en palabras, sino que se hace gesto, presencia, carne. Educar desde la
Encarnación significa enseñar con la vida, acompañar con ternura, abrir
horizontes de esperanza en medio del nihilismo. La cultura que se funda en la
Encarnación es resistencia frente al vacío. Frente a la abstracción posmoderna
y al materialismo técnico, la Encarnación devuelve densidad ontológica:
recuerda que la verdad no es idea, sino persona; que la belleza no es apariencia,
sino gloria; que el bien no es norma, sino comunión.
En definitiva, la
Encarnación es el principio que sostiene el giro civilizatorio. Sin ella, la
educación se convierte en adiestramiento, el humanismo en retórica y la cultura
en espectáculo. Con ella, todo se transfigura: la historia se abre al misterio,
la persona se eleva a la comunión y la vida cotidiana se convierte en espacio
de plenitud.
La Encarnación es el
principio decisivo que sostiene la posibilidad de un giro civilizatorio, tanto
en esta vida como en la otra. Sin ella, todo intento de superar el nihilismo
moderno queda incompleto, porque se reduce a valores, a ontologías inmanentes o
a discursos sobre el ser que nunca alcanzan la plenitud del misterio.
En esta vida, sin la
Encarnación, la educación se convierte en adiestramiento técnico, el humanismo
en retórica cultural y la cultura en espectáculo vacío. La Encarnación asegura
que la trascendencia no se quede en abstracción, sino que se haga carne y habite
la historia. Solo así la educación puede ser integral, el humanismo puede ser
auténtico y la cultura puede ser creadora. El Verbo hecho carne transfigura lo
cotidiano y convierte la vida en espacio de comunión. En la otra vida, sin la
Encarnación, no hay horizonte de plenitud. La promesa de eternidad se desvanece
si Dios no entra en la historia para abrirnos el camino. La Encarnación
garantiza que la trascendencia no sea un ideal lejano, sino una realidad que
nos alcanza y nos transforma. Cristo, al hacerse hombre, une lo finito y lo
infinito, y abre la posibilidad de participar en la vida eterna.
Por eso digo que sin
Encarnación no hay giro civilizatorio: porque el hombre no puede salvarse a sí
mismo ni en el plano cultural ni en el plano espiritual. La modernidad
prometeica lo intentó y naufragó en el nihilismo. Solo la Encarnación asegura
que la historia tenga sentido y que la eternidad sea posible. El giro
civilizatorio que necesitamos no es solo social o cultural, sino ontológico y
espiritual. La Encarnación es el acontecimiento que articula ambos niveles:
transforma la historia desde dentro y abre la vida hacia lo eterno. Lo temporal
y lo eterno se abrazan. Sin ella, el hombre queda atrapado en la inmanencia;
con ella, se abre a la plenitud y al infinito. En definitiva, sin Encarnación
no hay futuro ni esperanza. Con la Encarnación, la historia se convierte en
camino hacia la comunión y la eternidad se convierte en promesa cumplida. Es el
único principio capaz de sostener un giro civilizatorio que abarque esta vida y
la otra, porque une lo temporal y lo eterno, lo humano y lo divino, lo finito y
lo infinito.
Es muy importante
subrayarlo: sin la Encarnación no hay posibilidad de un giro civilizatorio
auténtico, ni en esta vida ni en la otra. Y aquí se comprende por qué el
budismo y otras religiones, aunque ofrecen caminos espirituales valiosos, no
pueden ser el motor de ese giro.
El budismo, por ejemplo,
propone la liberación del sufrimiento mediante la extinción del deseo y la
disolución del yo en el nirvana. Es una vía de interioridad y disciplina, pero
carece de la afirmación de un Dios personal que entra en la historia para transfigurarla.
Su horizonte es la disolución, no la comunión. Por eso, aunque puede ofrecer
serenidad y ética, no puede sostener un proyecto civilizatorio que integre
trascendencia encarnada, historia y esperanza. Otras religiones, como el
hinduismo, el taoísmo, la ciclicidad naturalista andina o incluso ciertas
formas de religiosidad moderna, se quedan en la circularidad cósmica o en la
armonía natural. Reconocen lo sagrado, pero no la irrupción del Verbo hecho
carne. Sin Encarnación, la trascendencia permanece abstracta, distante, o se
diluye en fuerzas impersonales.
El giro civilizatorio que
reclamo exige un principio que una lo eterno y lo temporal, lo divino y lo
humano, lo absoluto y lo histórico. Ese principio es la Encarnación: Dios que
se hace hombre, que habita la historia y que abre la eternidad. Ninguna religión
que no reconozca este acontecimiento puede ofrecer un fundamento suficiente
para transformar la cultura, la educación y la técnica en camino de plenitud. Por
eso, aunque respeto la riqueza espiritual de otras tradiciones, afirmo que solo
la Encarnación puede ser motor de un giro civilizatorio. Porque solo ella
garantiza que la trascendencia no se quede en abstracción, sino que se haga
carne y transfigure la vida cotidiana.
Pedagogía de la esperanza
Solo una educación que
integre educación, humanismo y trascendencia encarnada puede responder a las
necesidades primordiales del ser humano. No basta con transmitir información ni
con formar competencias técnicas: lo que está en juego es la plenitud de la
persona, su vocación hacia lo absoluto y su capacidad de comunión.
Frente al neopragmatismo de
Rorty, que disuelve la verdad en consenso y reduce el conocimiento a utilidad
social, mi propuesta insiste en que la verdad no es construcción arbitraria,
sino horizonte que libera. La educación no puede contentarse con formar
ciudadanos funcionales; debe acompañar personas que buscan sentido y que se
abren al misterio.
Frente a la ontología débil
de Vattimo, que mutila la esperanza al relativizar todo fundamento, mi
propuesta ofrece densidad ontológica. La esperanza no es ilusión, sino virtud
que sostiene la historia. Una educación sin esperanza se convierte en adiestramiento;
una educación fundada en la trascendencia encarnada abre horizontes de
plenitud.
El naturalismo reduce al
hombre a engranaje biológico, como si fuera mero producto de la evolución sin
vocación trascendente. El escepticismo lo encierra en la duda permanente,
incapaz de afirmar la verdad. El ateísmo lo priva de horizonte absoluto y lo condena
a la inmanencia. Frente a todo ello, mi propuesta reconoce que el hombre es
imagen de Dios y que su vocación es absoluta.
La educación auténtica no
es mera instrucción. Instruir es transmitir datos, entrenar habilidades,
preparar para tareas. Educar, en cambio, es acompañar existencias, sembrar
esperanza y abrir caminos de comunión. La educación auténtica es acto de
transfiguración: convierte lo cotidiano en espacio de plenitud. El humanismo
encarnado devuelve densidad antropológica al saber. No se trata de hablar de
valores en abstracto, sino de reconocer la dignidad irreductible de la persona
en su relación con Dios y con el cosmos. La educación que se funda en este
humanismo no produce individuos aislados, sino personas capaces de comunión.
La trascendencia encarnada
asegura que el misterio no se quede en abstracción. El Verbo hecho carne habita
la historia y la transfigura. Por eso la educación, el humanismo y la cultura
encuentran en la Encarnación su principio articulador: la verdad se hace
presencia, la esperanza se hace camino, el amor se hace pedagogía. Devolver al
saber su densidad ontológica significa rescatarlo del nihilismo. El
conocimiento no es mercancía ni herramienta, sino participación en la verdad.
La educación auténtica enseña que conocer es entrar en comunión con lo real y
que esa comunión abre a la libertad. Convertir el saber en camino hacia la
verdad que libera es la tarea de la educación integral. La verdad no oprime,
sino que libera; no clausura, sino que abre. Educar en la verdad es educar en
la esperanza, en la comunión y en la plenitud.
La Encarnación es, en
efecto, la verdadera esperanza ante el nihilismo, porque allí se revela que la
trascendencia no abandona la historia, sino que la habita y la transfigura. El
nihilismo moderno ha vaciado de sentido la existencia: ha reducido la verdad a
consenso, la libertad a autonomía sin fundamento y la esperanza a ilusión.
Frente a ese vacío, la Encarnación proclama que el Verbo se hizo carne, que
Dios entró en el tiempo y que la eternidad se abrió camino en lo finito. El
nihilismo dice que todo carece de sentido; la Encarnación responde que la vida
tiene un sentido absoluto porque Dios mismo la asumió. El nihilismo afirma que
la historia es absurda; la Encarnación muestra que la historia es lugar de
comunión. El nihilismo condena al hombre a la desesperanza; la Encarnación le
ofrece la certeza de que el misterio se hace presencia y que la plenitud es
posible.
Por eso la Encarnación no
es solo un dogma teológico, sino el principio civilizatorio capaz de sostener
un giro cultural y educativo. En ella, la educación se convierte en acto de
comunión, el humanismo recupera su densidad ontológica y la cultura se abre a
la esperanza. Allí donde el nihilismo clausura, la Encarnación abre; allí donde
el nihilismo destruye, la Encarnación transfigura. La Encarnación es la única
respuesta suficiente al nihilismo, porque une lo eterno y lo temporal, lo
divino y lo humano, lo absoluto y lo histórico. Es la esperanza que no
decepciona, porque no se funda en abstracciones, sino en la presencia viva de
Dios en la carne de la historia.
En definitiva, mi propuesta
ofrece un horizonte de plenitud frente a las reducciones modernas. Solo una
educación que integre educación, humanismo y trascendencia encarnada puede
sostener el giro civilizatorio que necesitamos: un giro que supere el
nihilismo, que devuelva densidad al saber y que transfigure la historia en
camino hacia la verdad que libera.
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Conclusión
En este libro, Educación
y giro civilizatorio, he querido mostrar que el hombre contemporáneo vive
una crisis radical de sentido, fruto de una modernidad que absolutizó la
técnica y la autonomía hasta vaciar la existencia de densidad ontológica y
conducirla al nihilismo. Desde el inicio se señaló que el hombre sin humanidad
es el resultado de una cultura que ha olvidado la trascendencia, reduciendo la
educación a mero adiestramiento y el humanismo a retórica vacía. Se
confrontaron los modelos de humanismo que marcaron la historia, desde
Protágoras hasta Sartre y Heidegger, evidenciando que, aunque aportaron
intuiciones valiosas, todos se extraviaron al clausurar la trascendencia y
absolutizar la inmanencia, cayendo en relativismo, racionalismo o nihilismo.
Frente a esas
insuficiencias, se propuso un humanismo teo‑cosmo‑antropocéntrico, capaz de
integrar la dimensión teológica, cósmica y antropológica, evitando las
reducciones modernas y devolviendo densidad ontológica al saber. La dimensión
teológica recuerda que el hombre es imagen de Dios y que su vocación es la comunión;
la dimensión cósmica subraya que el hombre pertenece al universo y debe
custodiarlo como casa común; la dimensión antropológica afirma la dignidad
irreductible de la persona como ser relacional. Este humanismo no se agota en
la utilidad ni en la autonomía cerrada, sino que abre la historia al misterio y
a la plenitud. El principio articulador de esta propuesta es la Encarnación. El
Verbo hecho carne asegura que la trascendencia no se opone a la historia, sino
que la habita y la transfigura. La Encarnación convierte la educación en acto
de comunión, el humanismo en reconocimiento de la dignidad y la cultura en
espacio de plenitud. Sin ella, todo se reduce a abstracción; con ella, todo se
convierte en presencia viva. La Encarnación es principio pedagógico y cultural,
porque convierte la vida cotidiana en espacio de comunión y transfigura la
historia desde dentro.
El nihilismo contemporáneo,
expresado en el neopragmatismo de Rorty, la ontología débil de Vattimo y el
naturalismo escéptico, ha mostrado sus límites: el hombre prometeico naufraga
en la desesperanza. Solo la trascendencia encarnada puede sostener la esperanza,
porque une lo eterno y lo temporal, lo divino y lo humano. La educación
auténtica no es mera instrucción, sino transfiguración; educar significa
acompañar existencias, sembrar esperanza y abrir caminos hacia la verdad que
libera. El humanismo encarnado devuelve densidad antropológica al saber,
reconociendo que el hombre no es engranaje funcional ni individuo aislado, sino
imagen de Dios llamada a la comunión. La cultura fundada en la Encarnación es
resistencia frente al vacío, porque frente al espectáculo posmoderno y al
materialismo técnico, la Encarnación devuelve sentido, belleza y verdad. Este
libro ha querido mostrar que el hombre no es pastor del ser infinito, sino
criatura pastoreada por Dios, y reconocer esta verdad es condición para
recuperar la esperanza y superar el nihilismo. La propuesta teo‑cosmo‑antropocéntrica
no es mera teoría, sino horizonte civilizatorio que aspira a transformar la
educación, la cultura y la técnica en caminos hacia la plenitud. Frente al
hombre burgués, al homo deus y al homo digital, este humanismo
propone un nuevo tipo humano: sapiencial, relacional, encarnado, capaz de
habitar la historia con profundidad y de abrirse al misterio. En definitiva, la
conclusión es clara: Educación y giro civilizatorio sostiene que solo
una educación que integre educación, humanismo y trascendencia encarnada puede
responder a las necesidades primordiales del ser humano y sostener el giro
civilizatorio que necesitamos. La Encarnación es la verdadera esperanza ante el
nihilismo, y el hombre, al reconocerse imagen de Dios, puede transfigurar la
historia en camino hacia la comunión y la eternidad.
La crisis de sentido que
atraviesa el hombre contemporáneo no se resolverá con reformas superficiales ni
con paliativos técnicos. El vacío ontológico que ha dejado la modernidad exige
un giro radical, capaz de desmontar la hegemonía del mercado y de la técnica
como fines en sí mismos. La educación, si ha de ser reconstruida, no puede
limitarse a preparar individuos para sobrevivir en un sistema agotado; debe
convertirse en el espacio donde se restituya la tensión fecunda entre
inmanencia y trascendencia, entre lo concreto de la vida y lo eterno que la
habita. El humanismo teo‑cosmo‑antropocéntrico aquí propuesto no es un añadido
decorativo a la modernidad, sino su superación. La Encarnación, como principio
articulador, recuerda que la historia no está condenada al nihilismo: lo divino
se hace presente en lo humano, y lo humano se abre a lo divino. Esta verdad
transforma la educación en comunión, la cultura en plenitud y la técnica en
servicio. Allí donde la modernidad absolutizó la autonomía y la utilidad, la
Encarnación devuelve densidad ontológica, sentido y esperanza.
El giro civilizatorio no
consiste en perfeccionar el capitalismo —sea privado o estatal—, sino en
trascenderlo. Mientras el hombre siga reducido a consumidor y la educación a
adiestramiento, el nihilismo estructural seguirá avanzando. Solo una economía
tecnologizada liberada del imperio del mercado, orientada hacia la comunión y
la plenitud, podrá abrir un horizonte distinto. La educación será entonces el
lugar donde se gesten nuevas formas de humanidad, capaces de resistir la
tiranía del dinero y de recuperar lo sagrado como fundamento de la existencia. En
última instancia, este libro sostiene que el futuro de la civilización depende
de la capacidad de reconocer que el hombre no es dueño absoluto de sí mismo ni
del mundo, sino criatura llamada a la comunión. La educación, cuando se funda
en esta verdad, deja de ser un mecanismo de domesticación y se convierte en
camino de transfiguración. Frente al avance del nihilismo, la Encarnación no es
solo un principio teológico, sino la clave para reconstruir la cultura y abrir
la historia hacia la eternidad. En definitiva, sin trascendencia encarnada
no hay educación liberadora, sin educación liberadora no hay giro
civilizatorio, y sin giro civilizatorio el hombre contemporáneo seguirá
naufragando en el vacío. La esperanza consiste en que este giro es posible:
la educación puede volver a ser el lugar donde la humanidad recupere su
sentido, su dignidad y su destino de plenitud.
Índice
Introducción
Capítulo I
La educación como campo de
disputa
Capítulo II
Modelos de capitalismo y
educación digital
Capítulo III
Genealogías de la
educación: de la Paideia a la tecnopolítica, con Oriente en diálogo
Capítulo IV
Reconstruir la educación:
entre la técnica
y la trascendencia
Capítulo V
Educación y giro
civilizatorio
Conclusión
Esta obra se terminó de imprimir
en el
mes de diciembre del año 2025
en
Lima-Perú
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