El infinito de Cantor y la secularización moderna
Introducción
Hablar del infinito es adentrarse en el territorio más peligroso y fascinante del pensamiento humano. Desde Aristóteles hasta la modernidad, el infinito ha sido el límite último de la razón, el punto donde la filosofía se encuentra con la teología y donde la ciencia se atreve a desafiar lo imposible. La modernidad, con su mentalidad secularizadora, cometió un acto de violencia intelectual: arrebató al infinito su carácter trascendente y lo arrojó al terreno de lo finito, lo temporal y lo contingente. En ese gesto se produjo un caos metafísico que desembocó en el nihilismo estructural, en la disolución de todo fundamento absoluto y en la relativización de lo que antes era plenitud.
Sin embargo, en medio de este escenario de secularización y vacío, surge la figura de Georg Cantor, quien con su teoría de los transfinitos no solo matematizó lo inmanente, sino que también preservó la referencia al infinito absoluto. Cantor es el gran provocador de la modernidad: demuestra que el infinito puede ser objeto de la ciencia sin perder su vínculo con lo divino, que la razón puede manipular jerarquías infinitas sin sofocar la huella de lo trascendente. Su obra es un desafío frontal al nihilismo moderno, porque recuerda que lo inmanente no agota lo real y que el infinito, incluso en su versión matemática, sigue apuntando hacia lo absoluto.
I. El legado aristotélico y la distinción originaria
El pensamiento sobre el infinito comienza con Aristóteles, quien sostuvo que el infinito actual no podía existir en el mundo temporal, contingente y finito. Solo lo admitió en el Primer Motor Inmóvil, causa eterna y absoluta del movimiento. En el ámbito sensible, el infinito se concebía únicamente como potencial: una serie que nunca se agota, una división que nunca se concluye. Esta distinción entre lo potencial y lo actual marcó la filosofía antigua y medieval, donde el infinito absoluto fue siempre atributo exclusivo de Dios.
Aristóteles concebía el infinito como una noción que debía ser cuidadosamente delimitada para evitar contradicciones. En su Física, distingue entre lo que puede prolongarse indefinidamente —como el tiempo, el movimiento o la sucesión de números— y lo que puede existir como totalidad completa. El primero corresponde al infinito potencial, siempre abierto y nunca concluido; el segundo, el infinito actual, lo rechazaba en el mundo sensible porque implicaría una totalidad imposible de abarcar en la experiencia. De este modo, el infinito no era una realidad empírica, sino una posibilidad que se desplegaba en el devenir.
Esta concepción tuvo una enorme influencia en la filosofía medieval, pues permitió mantener la coherencia entre la finitud del mundo creado y la infinitud divina. El universo, según Aristóteles, era eterno pero finito en extensión, mientras que solo Dios —o el Primer Motor Inmóvil— podía ser infinito en acto, absoluto y perfecto. Así, la distinción entre infinito potencial e infinito actual no solo ordenaba la reflexión matemática y física, sino que también servía de fundamento metafísico y teológico, asegurando que lo infinito absoluto permaneciera como atributo exclusivo de lo divino.
II. La mutación intelectual de la modernidad
Con la modernidad, esta concepción se transforma radicalmente. Giordano Bruno rompe con la distinción aristotélica entre potencia y acto: en lo absoluto no hay diferencia, pues Dios es simultáneamente potencia infinita y acto infinito. Dios es la mónada de mónadas, causa inmanente del mundo, y el universo mismo es infinito en extensión y pluralidad. La misión del hombre, según Bruno, es contemplar esta infinitud.
La revolución científica de los siglos XVI y XVII, como señaló Alexandre Koyré, no fue un simple desarrollo acumulativo, sino una mutación intelectual que disolvió la metafísica trascendente antigua y medieval. El paso del “cosmos cerrado” al “universo infinito” significó que el infinito se trasladara al plano de lo temporal, finito y contingente. Newton concibió el espacio y el tiempo como infinitos, homogéneos y absolutos, desligados de la teología. La ciencia moderna secularizó el infinito, convirtiéndolo en categoría empírica y matemática.
Este cambio no solo afectó la cosmología, sino también la manera en que el hombre se concebía a sí mismo en relación con el universo. En la visión medieval, el cosmos era un orden jerárquico y cerrado, donde cada ser ocupaba un lugar definido en la escala del ser, y el infinito pertenecía únicamente a Dios. Con la modernidad, esa jerarquía se disuelve: el hombre ya no se encuentra en un cosmos finito y ordenado, sino en un universo abierto e ilimitado, donde las categorías tradicionales pierden su sentido. La secularización del infinito implica que la infinitud ya no es garantía de trascendencia, sino un horizonte inmanente que el hombre debe explorar mediante la razón y la ciencia.
Además, la matematización de la naturaleza consolidó esta mutación. Galileo y Descartes introdujeron un nuevo paradigma en el que la realidad se describe en términos de extensión, movimiento y leyes cuantificables. El infinito, antes atributo exclusivo de lo divino, se convierte en un concepto operativo dentro de la física y la geometría. Newton, al concebir un espacio y un tiempo infinitos, establece un marco absoluto en el que las leyes universales se aplican sin referencia a causas finales ni a un orden trascendente. De este modo, la revolución científica no solo seculariza el infinito, sino que lo convierte en fundamento de la racionalidad moderna, desplazando definitivamente la metafísica aristotélica y escolástica.
III. El caos metafísico y el nihilismo estructural
Este traslado del infinito desde lo trascendente hacia lo inmanente produjo un caos metafísico. Al perder su anclaje en lo divino, el infinito se dispersó en múltiples usos: físicos, matemáticos, técnicos. Nietzsche interpretó esta secularización como la pérdida de valores supremos y del sentido trascendente, desembocando en el nihilismo estructural de la modernidad. El infinito, antes símbolo de plenitud, se convierte en signo de vacío y relativismo.
IV. Cantor entre formalismo y platonismo
En este contexto aparece Georg Cantor, situado entre el formalismo y el platonismo.
Desde el formalismo, reivindica la libertad de creación matemática, inventando los números transfinitos y jerarquías de infinitos.
Desde el platonismo, sostiene que los objetos matemáticos existen en un plano ideal y que el matemático los descubre más que los inventa.
Cantor combina deducción rigurosa con intuición creativa, mostrando que la matemática es tanto lógica como imaginación.
La tensión entre formalismo y platonismo en Cantor no es una contradicción, sino el núcleo de su genialidad. Por un lado, su invención de los números transfinitos muestra la audacia de un creador que se atreve a expandir los límites de la matemática más allá de lo concebido hasta entonces. Por otro, su convicción de que estos objetos poseen una existencia independiente en un plano ideal revela su fidelidad a una visión metafísica que trasciende el mero cálculo. Cantor no reduce la matemática a un juego de símbolos, sino que la concibe como un acceso privilegiado a una realidad inteligible, donde el infinito se despliega en formas jerárquicas y ordenadas.
Este doble movimiento le permitió articular una teoría que, al mismo tiempo, se inscribe en la modernidad secularizadora y la trasciende. En el plano formal, Cantor ofrece a la ciencia moderna un instrumento riguroso para pensar lo infinito en lo inmanente: los transfinitos como estructuras matemáticas manipulables. En el plano platónico, preserva la referencia al infinito absoluto, recordando que toda construcción matemática apunta hacia una realidad superior que no se agota en lo finito ni en lo contingente. Así, su obra se convierte en un puente entre la racionalidad moderna y la tradición metafísica, mostrando que el infinito puede ser objeto de la ciencia sin perder su dimensión trascendente.
V. Antecedentes: Riemann y Dedekind
Cantor no surge en el vacío. Antes de él, Riemann había introducido la noción de variedad, y Dedekind había desarrollado conceptos como grupo, cuerpo e ideal. Estas ideas adelantaron la noción de conjunto, que Cantor convirtió en protagonista absoluto de la matemática. Mientras Riemann y Dedekind usaban colecciones como herramientas, Cantor las transformó en objeto central de estudio, fundando la teoría de conjuntos.
La aportación de Riemann fue decisiva porque introdujo la noción de variedad como un espacio matemático capaz de generalizar las superficies y extenderlas a dimensiones superiores. En este marco, las colecciones de puntos no eran todavía objeto de estudio en sí mismas, sino instrumentos para describir estructuras geométricas más complejas. Sin embargo, la idea de que una colección podía ser tratada como totalidad abrió el camino para que Cantor concibiera los conjuntos como entidades autónomas. La transición de Riemann a Cantor muestra cómo la geometría se convierte en un terreno fértil para la abstracción, preparando el terreno para que el infinito se pensara en términos rigurosos y sistemáticos.
Por su parte, Dedekind aportó una visión algebraica y aritmética que resultó igualmente fundamental. Sus definiciones de grupo, cuerpo e ideal revelan una tendencia a organizar las estructuras matemáticas mediante colecciones de elementos con propiedades específicas. Además, su célebre definición de los números reales a través de las “cortes de Dedekind” anticipa la idea de que un conjunto puede ser el fundamento de una construcción matemática completa. Cantor recogió esta intuición y la llevó más allá: lo que en Dedekind era un recurso técnico se convirtió en Cantor en el núcleo de una nueva disciplina. Así, la teoría de conjuntos no solo se nutre de la geometría riemanniana y del álgebra dedekindiana, sino que las transforma en un lenguaje universal para pensar lo infinito.
VI. La paradoja de Cantor y los sistemas axiomáticos
El intento de pensar el “conjunto de todos los conjuntos” llevó a la paradoja de Cantor: el conjunto potencia de un conjunto universal tendría cardinalidad mayor que el propio conjunto, lo que genera contradicción.
ZF (Zermelo–Fraenkel) resolvió la paradoja negando la existencia del conjunto universal.
NBG (von Neumann–Bernays–Gödel) y NK (Kelley–Morse) introdujeron la noción de clases, permitiendo hablar de una clase universal sin caer en contradicciones.
Los lógicos intentaron “logificar” la matemática con restricciones técnicas (Russell y la teoría de tipos), mientras que los matemáticos la “conjuntivizaron”, haciendo del conjunto el fundamento universal.
El logicismo, en su afán de reducir toda la matemática a la lógica pura, terminó por empobrecer la riqueza creativa y ontológica que caracteriza al pensamiento matemático. Al imponer restricciones técnicas como la teoría de tipos de Russell, buscó evitar las paradojas mediante prohibiciones formales, pero a costa de mutilar la potencia conceptual que Cantor había abierto con su teoría de conjuntos. En lugar de reconocer la fecundidad del infinito y su despliegue en jerarquías transfinitas, el logicismo intentó encerrar la matemática en un corsé lógico que sofocaba su capacidad de descubrimiento. Así, frente al impulso creador de Cantor, el logicismo aparece como una reacción defensiva, más preocupada por blindar la coherencia interna que por explorar las posibilidades del infinito, revelando su carácter restrictivo y su incapacidad para captar la dimensión metafísica y creativa de la matemática.
VII. La triple distinción cantoriana
Cantor distinguió con claridad tres planos del infinito:
Transfinito: los infinitos matemáticos, jerarquías de cardinales, objeto de estudio formal.
Infinito físico: lo ilimitado del universo, cuestión empírica de la cosmología y la física.
Infinito absoluto: atributo exclusivo de Dios, plenitud infinita que trasciende cualquier construcción matemática.
Gracias a esta distinción, la teoría cantoriana del infinito no colisiona ni con lo ilimitado del universo físico ni con la infinitud divina.
La fuerza decisiva de esta triple distinción radica en que Cantor logra desactivar el caos metafísico generado por la modernidad al secularizar el infinito. Al separar con rigor el plano transfinito —propio de la matemática— del infinito físico —propio de la cosmología— y del infinito absoluto —propio de la teología—, evita que se confundan niveles de realidad heterogéneos. Con ello, preserva la legitimidad del estudio científico del infinito sin invadir el terreno de lo divino, y al mismo tiempo mantiene abierta la referencia a una trascendencia que la modernidad nihilista había intentado clausurar. Su aporte es contundente porque muestra que el infinito puede ser pensado en lo inmanente sin perder su vínculo con lo absoluto, ofreciendo un marco conceptual que reconcilia la racionalidad matemática con la dimensión metafísica y que, en última instancia, devuelve al hombre moderno la posibilidad de contemplar la infinitud sin caer en el vacío del nihilismo.
VIII. El aporte cantoriano frente a la secularización moderna
La modernidad secularizó el infinito, trasladándolo a lo temporal y contingente, relativizándolo y convirtiéndolo en categoría científica. El hombre epistémico moderno, al compás de esta secularización, remitió lo infinito a lo finito, haciendo de lo inmanente lo principal.
En este marco, Cantor aporta un desarrollo decisivo:
Matematiza lo inmanente: convierte el infinito en objeto formal, riguroso y manipulable.
Preserva lo absoluto: mantiene la distinción entre lo transfinito matemático y el infinito absoluto de Dios.
Equilibrio: su obra muestra que el infinito puede ser estudiado en lo inmanente sin borrar la trascendencia.
La grandeza del aporte cantoriano radica en que logra reconciliar la tensión entre la secularización moderna y la tradición metafísica. Mientras la modernidad nihilista había relativizado el infinito, reduciéndolo a lo finito y a lo inmanente, Cantor demuestra que el pensamiento matemático puede desplegar infinitos rigurosos sin clausurar la referencia al absoluto. Su teoría de los transfinitos no es solo un avance técnico, sino una afirmación filosófica: el infinito puede ser objeto de la razón humana sin perder su vínculo con lo divino. En este sentido, Cantor se convierte en un punto de inflexión decisivo, pues ofrece al hombre moderno una vía para contemplar la infinitud desde la ciencia y la matemática, pero sin caer en el vacío del nihilismo. Su obra recuerda que lo inmanente no agota lo real y que, incluso en la era secularizada, el infinito absoluto permanece como horizonte trascendente que da sentido a toda construcción racional.
IX. Conclusión: Cantor frente al nihilismo moderno
La modernidad nihilista y atea relativizó el infinito, secularizándolo y disolviendo su vínculo con lo trascendente. Cantor, sin embargo, logró que el infinito matemático conviviera con el infinito absoluto, evitando que la secularización epocal clausurara por completo la dimensión divina.
Su aporte es trascendental: Cantor ofrece un puente entre la racionalidad moderna y la tradición metafísica, mostrando que el infinito puede ser objeto de la ciencia y la matemática sin perder su referencia a lo absoluto. En un mundo marcado por el nihilismo, su teoría recuerda que la infinitud no se agota en lo inmanente, sino que apunta siempre hacia lo trascendente.
Cantor se erige, en este sentido, como una figura que desborda los límites de la modernidad secularizada: su teoría no solo introduce un orden matemático en el caos de los infinitos, sino que también restituye la posibilidad de pensar lo absoluto en un tiempo dominado por el relativismo y el vacío. Allí donde la modernidad nihilista pretendía clausurar toda referencia a la trascendencia, Cantor abre un horizonte inesperado: el infinito matemático, lejos de ser mero artificio técnico, se convierte en signo de una realidad que trasciende lo finito y lo contingente. Su obra es arrolladora porque demuestra que la razón, incluso en su ejercicio más riguroso, no puede sofocar la huella de lo divino, y que el hombre moderno, aun inmerso en la secularización, sigue llamado a contemplar la infinitud como apertura hacia lo absoluto.
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