lunes, 1 de diciembre de 2025

El Concilio de Nicea, Constantino y las leyendas negras modernas

 

El Concilio de Nicea, Constantino y las leyendas negras modernas

Introducción

El Concilio de Nicea, celebrado en el año 325 d.C., constituye uno de los hitos más relevantes de la historia del cristianismo. Convocado por el emperador Constantino, reunió a obispos de todo el Imperio romano para resolver la crisis doctrinal provocada por el arrianismo, que negaba la plena divinidad de Cristo. Sin embargo, a lo largo de los siglos se han tejido leyendas negras y mitos que distorsionan lo que realmente ocurrió en aquel encuentro. Estas narrativas han sido promovidas tanto por el ateísmo militante como por ciertos sectores del protestantismo, y en tiempos recientes se han intensificado en la era nihilista de la posmodernidad y la posverdad.

Infundios más comunes

Entre los mitos más difundidos se encuentran los siguientes:

  • Manipulación de Constantino: se afirma que impuso la divinidad de Cristo por motivos políticos, aunque en realidad su papel fue convocar y garantizar la unidad, sin intervenir en las discusiones teológicas.

  • Jesús declarado Dios en Nicea: se sostiene que fue la primera vez que se reconoció su divinidad, cuando desde los orígenes del cristianismo ya se profesaba esa fe.

  • Fundación de la Iglesia Católica: se dice que Constantino la creó en el siglo IV, aunque la Iglesia existía desde la época apostólica y lo único que hizo el emperador fue legalizar el cristianismo con el Edicto de Milán en 313.

  • Selección de los evangelios: se cree que en Nicea se eligieron los “oficiales” y se descartaron otros, aunque el canon bíblico no fue tema del concilio y se consolidó paulatinamente en los siglos posteriores.

  • Conspiración política: se acusa al concilio de ser un fraude para controlar a la población, cuando lo cierto es que fue un debate teológico entre obispos, con Constantino como mediador.

Origen y difusión de las leyendas negras

Estas narrativas han sido promovidas en distintos contextos:

  • Ateísmo militante: utiliza estas leyendas para desacreditar la autoridad de la Iglesia y presentar la fe como una construcción política.

  • Protestantismo radical (siglos XVI–XVII): anabaptistas y otros movimientos anticatólicos veían en Constantino el inicio de la “Iglesia imperial” que habría traicionado la pureza del cristianismo primitivo.

  • Protestantismo liberal (siglo XIX): teólogos racionalistas presentaban la divinidad de Cristo como una invención tardía, reforzando el mito de que Nicea “inventó” el dogma.

  • Movimientos restauracionistas modernos: grupos como los Testigos de Jehová y los unitarios insisten en que Nicea impuso una visión “falsa” de Cristo y manipuló el canon bíblico.

En contraste, las iglesias protestantes históricas —luteranos, reformados, anglicanos— aceptan el Credo de Nicea como parte de la tradición cristiana compartida, aunque mantienen críticas hacia la evolución posterior de la Iglesia Católica.

Intensificación en la era posmoderna

La campaña contra el Concilio de Nicea se ha intensificado en la era nihilista de la posmodernidad y la posverdad. En un contexto cultural donde se relativizan las verdades históricas y se privilegia la narrativa sobre los hechos, proliferan teorías conspirativas y lecturas revisionistas que presentan a Nicea como un fraude fundacional. La posverdad ha permitido que estas leyendas negras circulen con fuerza en redes sociales, medios digitales y literatura popular, reforzando la idea de que la fe cristiana sería una construcción política sin raíces auténticas. Este fenómeno no responde a la investigación histórica, sino a un clima cultural que privilegia la sospecha y la desconfianza frente a las instituciones tradicionales.

Autores que falsifican la verdad

Entre los autores y obras que han difundido estas falsificaciones se encuentran:

  • Dan Brown, El Código Da Vinci: novela de ficción que popularizó la idea de que en Nicea se inventó la divinidad de Cristo y se seleccionaron los evangelios “oficiales”.

  • Teólogos racionalistas del siglo XIX: reforzaron la idea de que los dogmas fueron construcciones tardías, presentando la fe como evolución cultural.

  • Grupos restauracionistas modernos: como los Testigos de Jehová y los unitarios, que repiten la narrativa de una Iglesia corrompida por Constantino.

Autores serios y académicos

En contraposición, los historiadores serios han trabajado con fuentes originales y estudios críticos para desmontar estos mitos:

  • Samuel Fernández Eyzaguirre, Fontes Nicaenae Synodi: recopilación de fuentes contemporáneas al concilio.

  • Francisca Rocío Aguilera Hinojosa, El Concilio de Nicea: la construcción del hereje en el Estado cristiano: estudio académico sobre el contexto político y teológico.

  • Luca Ferracci, Stephan Van Erp y Susan Abraham (eds.), El Concilio de Nicea 1700 años después: perspectivas críticas sobre un legado vivo: volumen interdisciplinar con estudios críticos.

  • Almudena Alba López, Historiografía sobre el Concilio de Nicea: análisis de la evolución historiográfica.

  • Eusebio de Cesarea (siglo IV): cronista contemporáneo que dejó testimonios directos sobre Constantino y el concilio.

Conclusión

El Concilio de Nicea no inventó la divinidad de Cristo ni manipuló la Biblia, y Constantino no fundó la Iglesia, sino que permitió su práctica libre y buscó la unidad del Imperio. Las leyendas negras que lo rodean son fruto de interpretaciones ideológicas, obras de ficción y polémicas anticatólicas. A lo largo de los siglos, estas narrativas han sido utilizadas para erosionar la confianza en la tradición cristiana, y en la actualidad se ven alimentadas por corrientes culturales que defienden agendas contrarias a la visión cristiana de la vida y la persona, como la ideología de género, la normalización del aborto, la promoción de la eutanasia, la banalización del divorcio, el transhumanismo y otras propuestas de esa índole. 

En la era de la posverdad, estas corrientes encuentran terreno fértil para difundir infundios y presentar la fe como una construcción política sin raíces auténticas. Por ello, desmontar estos mitos no es solo una tarea de rigor histórico, sino también un acto de defensa cultural frente a la manipulación ideológica que busca deslegitimar el legado cristiano y su continuidad desde los apóstoles hasta nuestros días.



Guerra y propaganda en tiempos de independencia. Luces y sombras de la prensa política de Lima, Buenos Aires y Santiago de Chile (1810-1822)

 

La obra Guerra y propaganda en tiempos de independencia. Luces y sombras de la prensa política de Lima, Buenos Aires y Santiago de Chile (1810-1822) de Daniel Morán se inscribe en el campo de la historia cultural y política de las independencias sudamericanas, proponiendo como tesis central que la prensa fue un actor fundamental en la construcción de legitimidades, en la difusión de idearios y en la configuración de imaginarios colectivos durante los años iniciales de la emancipación. Morán sostiene que los periódicos no fueron meros transmisores de noticias, sino instrumentos de guerra y propaganda que acompañaron, reforzaron y en ocasiones sustituyeron la acción militar, convirtiéndose en un espacio de confrontación ideológica donde se libraba una batalla paralela a la de los ejércitos.

Entre los principales aportes de la obra destaca su enfoque comparativo, que permite observar las dinámicas de la prensa en tres ciudades clave del proceso independentista: Lima, Buenos Aires y Santiago. Este contraste ilumina tanto las similitudes en el uso de la propaganda como las diferencias derivadas de contextos políticos específicos. Asimismo, el autor rescata la dimensión cultural de la independencia, mostrando cómo los periódicos contribuyeron a la formación de identidades nacionales y a la legitimación de proyectos políticos diversos, desde los republicanos hasta los monárquicos. Otro aporte relevante es la atención a las “luces y sombras” de la prensa: por un lado, su capacidad de movilizar, educar y difundir ideas emancipadoras; por otro, su tendencia a la manipulación, la censura y la exclusión de voces populares, lo que revela la ambivalencia de un medio que podía ser emancipador y opresivo a la vez.

Sin embargo, la principal crítica que se le puede formular a la obra es que, al privilegiar la propaganda como eje interpretativo, corre el riesgo de sobredimensionar el papel de la prensa frente a otros factores decisivos de la independencia. La circulación de periódicos estaba restringida a sectores letrados y urbanos, lo que limitaba su alcance en sociedades mayoritariamente analfabetas. Además, la legitimidad de los proyectos políticos dependía en gran medida de la coyuntura militar: las victorias y derrotas en el campo de batalla tenían un impacto inmediato y tangible que la propaganda no podía sustituir. A ello se suman las tensiones sociales y económicas —desigualdades de clase, raza y género— que escapaban al control de los impresores y redactores, y que condicionaban la recepción y eficacia del discurso propagandístico. En este sentido, la obra ilumina con gran detalle la dimensión discursiva de la independencia, pero deja en segundo plano la interacción entre propaganda y realidad material, lo que puede dar la impresión de que la emancipación se explica casi exclusivamente por la batalla de las ideas.

En conclusión, el libro de Daniel Morán constituye una contribución valiosa al estudio de la independencia latinoamericana al situar la prensa como un campo de batalla ideológico y cultural, ofreciendo un análisis comparativo y matizado de sus luces y sombras. No obstante, su énfasis en la propaganda invita a reflexionar sobre los límites de esta frente a la realidad política, social y militar de la época, recordándonos que la independencia fue tanto una guerra de palabras como una guerra de ejércitos y movilizaciones populares.

El tribunal más temible, escrito por Daniel Morán y Carlos Carcelén

 


El tribunal más temible, escrito por Daniel Morán y Carlos Carcelén (2025), es una obra que coloca a la prensa y a la opinión pública en el centro del proceso de independencia del Perú. Su tesis principal sostiene que los periódicos, panfletos y debates públicos funcionaron como un verdadero “tribunal” capaz de legitimar o cuestionar la revolución, mostrando que la independencia no fue únicamente un hecho militar o diplomático, sino también un proceso cultural y discursivo. Los autores destacan cómo los diarios de las Cortes de Cádiz y los periódicos limeños moldearon la percepción de la emancipación, construyendo un lenguaje de patria y ciudadanía que otorgaba sentido a la ruptura con España.

Entre sus aportes más relevantes se encuentra la revisión historiográfica que desplaza el foco de las batallas y líderes militares hacia la construcción de la opinión pública, el rescate de fuentes poco estudiadas que permiten comprender la importancia de la prensa en la formación de un espacio público en el Perú del siglo XIX, y la interdisciplinariedad de su enfoque, que combina historia política, cultural y de las ideas. Asimismo, el análisis de los diarios de las Cortes de Cádiz aporta un puente entre la historia peninsular y la americana, enriqueciendo la comprensión del proceso emancipador.

No obstante, la obra presenta limitaciones. El énfasis en la prensa y en sectores ilustrados urbanos invisibiliza la participación de grupos populares, indígenas o rurales, cuya voz no siempre quedó registrada en periódicos. La perspectiva elitista de la “opinión pública”, entendida como la de las élites letradas, reduce la complejidad social de la independencia. Además, no queda suficientemente claro cómo las expectativas populares, especialmente indígenas, fueron manipuladas por el sector criollo. Los criollos difundieron en periódicos y proclamas la idea de que la independencia traería libertad, igualdad y el fin de los tributos coloniales, pero muchas de esas promesas se usaron como recurso político para movilizar a indígenas y sectores populares sin que luego se cumplieran plenamente. La prensa criolla construyó un lenguaje aparentemente inclusivo, pero en la práctica estaba pensado para consolidar el poder de las élites urbanas. Los indígenas fueron convocados como soldados, tributarios o mano de obra en campañas militares, pero rara vez se les reconoció como sujetos políticos con voz propia en el nuevo orden republicano.

En suma, El tribunal más temible aporta una visión innovadora sobre la independencia del Perú desde la prensa y la opinión pública, iluminando el papel de los discursos criollos en la legitimación del proceso emancipador. Sin embargo, deja pendiente la pregunta de cómo esa opinión se convirtió en un mecanismo de control y manipulación de expectativas populares, especialmente indígenas, que esperaban cambios reales tras la independencia. Se trata de una obra valiosa por su enfoque y fuentes, pero que invita a complementarse con estudios sociales que den cuenta de las experiencias de los sectores populares invisibilizados.

En la construcción de su análisis, Morán y Carcelén se apoyan en marcos teóricos que han problematizado la relación entre ideología, prensa y opinión pública. La influencia de pensadores como Antonio Gramsci resulta evidente, especialmente en la noción de hegemonía cultural y en la idea de que los medios de comunicación funcionan como aparatos de difusión de consensos que legitiman el poder de las élites. La prensa, en este sentido, es vista como un espacio donde se negocia la hegemonía y se moldean las percepciones colectivas. Asimismo, se perciben ecos de Jürgen Habermas en su concepto de “esfera pública”, que permite entender cómo los periódicos y debates se convirtieron en un terreno de disputa política durante la independencia. Estas referencias teóricas enriquecen la obra al situar el caso peruano dentro de una tradición intelectual más amplia, mostrando que la prensa no solo transmitía información, sino que operaba como un dispositivo ideológico que articulaba expectativas, manipulaba discursos y consolidaba la autoridad criolla frente a los sectores populares e indígenas.

CAPITALISMO Y METAFÍSICA SECULAR DEL INFINITO

 


CAPITALISMO Y METAFÍSICA SECULAR DEL INFINITO

Introducción

El mundo moderno se ha erigido sobre una paradoja devastadora: la secularización del infinito. Lo que en la tradición medieval era atributo exclusivo de Dios, lo absoluto trascendente que desbordaba toda medida humana, ha sido arrancado de su dimensión sagrada y encarnado en la lógica del capitalismo. La ciencia de los siglos XVI y XVII transformó el infinito de lo actual a lo potencial, de lo ontológico trascendente a lo ontológico inmanente, y con ello abrió el camino para que la producción, el consumo y la acumulación perpetua se convirtieran en la nueva religión secular de la humanidad. El capitalismo, en su médula metafísica, es la inmanencia del infinito, y en esa mutación reside tanto su fuerza como su tragedia.

Lo más grave es que, al encarnar el infinito en lo material, el capitalismo ha expulsado lo trascendente de la imagen del mundo. La humanidad vive atrapada en un horizonte cerrado, donde el infinito ya no es apertura hacia lo absoluto, sino repetición de un ciclo interminable de expansión. Las civilizaciones que emergen en la gobernanza global —China, India, Rusia ortodoxa, el mundo islámico, los BRICS— tampoco logran contener el ímpetu de esta inmanencia. Aunque poseen tradiciones espirituales milenarias, se ven absorbidas por la necesidad de competir en el mercado global, incapaces de articular un contrapeso. La multipolaridad no es alternativa, sino redistribución del mismo paradigma capitalista.

La tragedia se profundiza porque incluso las formas políticas que se presentaron como alternativas —nacionalismo, comunismo, socialismo— han terminado reproduciendo la misma lógica productivista, la misma exigencia de crecimiento perpetuo. La modernidad ha normalizado la inmanencia del infinito como si fuera inevitable, y la humanidad se conforma con vivir una historia sin Dios, confiada únicamente en las utopías tecnológicas. La técnica ocupa el lugar de lo divino, la inteligencia artificial promete salvación, el transhumanismo sueña con inmortalidad, la colonización espacial convierte el cosmos en mercado. Pero todas estas promesas son idolatrías modernas, horizontes mutilados, infinitos inmanentes que nunca liberan.

El desmontaje de esta hegemonía exige una doble fuerza: espiritual y material. Sin espiritualidad, no hay horizonte; sin materialidad, no hay poder real. La conciencia debe despertar ante esta tragedia: reconocer que el infinito no puede ser reducido a lo inmanente, que la técnica no puede ocupar el lugar de lo divino, que el capitalismo no puede ser la única ontología posible. Solo así podrá abrirse un horizonte distinto, donde lo trascendente vuelva a iluminar la imagen del mundo y la humanidad recupere el sentido perdido. Esta es la advertencia dramática que se impone: o la humanidad reintroduce lo trascendente en la historia, o quedará condenada a vivir en una prisión de infinito inmanente, idolatría de la técnica y vacío espiritual.

1. Capitalismo y secularización del Infinito

El capitalismo no es simplemente un sistema económico, ni una mera forma de organización social; es, en su médula metafísica, la secularización del infinito. Lo que en la tradición medieval y teológica era atributo exclusivo de Dios —la infinitud trascendente, lo absoluto que desbordaba toda medida humana— se ha transformado, bajo la modernidad, en un principio inmanente que organiza la producción y el consumo perpetuo de bienes materiales. El capitalismo perpetuo se funda en esa consagración: la promesa de un crecimiento sin límites, la expansión indefinida, la acumulación que nunca se sacia. En este tránsito, lo que era misterio ontológico se convierte en cálculo, en técnica, en programa económico.

La ciencia moderna del siglo XVI y XVII opera la mutación decisiva: el infinito deja de ser actual, pleno en sí mismo, y se convierte en potencial, en proceso abierto. Galileo, Descartes, Leibniz y Newton inauguran un modo de pensar donde el infinito ya no es lo absoluto trascendente, sino la serie que puede prolongarse indefinidamente, el límite que nunca se alcanza pero que organiza el movimiento. El cálculo infinitesimal es la herramienta que traduce esta transformación: el infinito deja de ser misterio y se convierte en instrumento. Y esa mutación cultural prepara el terreno para que el capitalismo encarne el infinito en su lógica expansiva.

El infinito pasa, entonces, de lo ontológico trascendente a lo ontológico inmanente. Se seculariza y se encarna en el capitalismo. La producción sin fin, el consumo perpetuo, la acumulación infinita: todo ello es la manifestación de un infinito que ya no abre hacia lo divino, sino que se despliega en la materia. Lo que antes era atributo de Dios se convierte en motor del mercado. El capitalismo es la inmanencia del infinito, y en ello reside su fuerza y su tragedia.

Lo más grave es que, al encarnar el infinito en lo inmanente, el capitalismo ha descartado lo trascendente de la imagen del mundo. La humanidad queda atrapada en un horizonte cerrado, donde el infinito ya no es apertura hacia lo absoluto, sino repetición de un ciclo material. La imagen del mundo capitalista es plana, autorreferencial, sin misterio. La secularización del infinito mutila su dimensión ontológica, reduciéndolo a cálculo y expansión. Y esa mutilación produce el vacío espiritual de la modernidad: un mundo sin Dios, confiado únicamente en la promesa de crecimiento perpetuo.

Las civilizaciones que hoy toman la dirección de la gobernanza global —China, India, Rusia ortodoxa, el mundo islámico, los BRICS— tampoco logran contener el ímpetu de esta inmanencia. Aunque poseen tradiciones espirituales milenarias, aunque reivindican identidades religiosas y culturales profundas, en la práctica se ven absorbidas por la necesidad de competir en el mercado global, sostener tasas de crecimiento, acumular poder geopolítico. La multipolaridad no significa un cambio de paradigma, sino una redistribución del mismo paradigma capitalista. El infinito trascendente queda marginado incluso en culturas que lo tenían muy presente.

El capitalismo ha convertido la inmanencia del infinito en un principio ontológico tan poderoso que ninguna civilización logra articular un contrapeso. China habla de “armonía” y “civilización ecológica”, pero se ve obligada a sostener la expansión industrial. India, heredera de una espiritualidad ancestral, se precipita en la industrialización y el consumismo. Rusia reivindica la ortodoxia, pero su economía energética sigue la lógica de acumulación. El mundo islámico, aun con su fuerte teología trascendente, participa en el mercado global bajo la misma lógica extractiva. El resultado es un mundo donde lo trascendente queda marginado, y lo infinito se reduce a expansión material.

La tragedia se profundiza: la modernidad ha normalizado la inmanencia del infinito como si fuera natural e inevitable. Incluso las formas políticas que se presentan como alternativas —nacionalismo, comunismo, socialismo— terminan atrapadas en la misma ontología. El comunismo soviético y chino adoptaron la lógica productivista, la industrialización acelerada, la acumulación material. El nacionalismo, aunque reivindica identidades particulares, necesita sostener economías competitivas. Ninguna forma política logra sustraerse de la exigencia de crecimiento perpetuo. El capitalismo se convierte en la metafísica universal de la modernidad, capaz de absorber todas las diferencias culturales y políticas en su lógica expansiva.

No basta, entonces, con la fuerza espiritual para contrarrestar esta hegemonía. Hace falta también la fuerza material que secunde el desmontaje de la inmanencia del infinito. Sin estructuras económicas, políticas y sociales que respalden un horizonte trascendente, lo espiritual queda reducido a discurso. El desmontaje exige poder real: instituciones, tecnologías, recursos, prácticas colectivas que encarnen otra imagen del mundo. Pero lo más preocupante es que no hay salida civilizatoria, técnica ni política a la vista. La humanidad se conforma con vivir una historia sin Dios, confiada únicamente en las utopías tecnológicas.

La técnica ocupa el lugar de lo divino. La inteligencia artificial promete resolver problemas complejos, pero reproduce la lógica del infinito inmanente: más datos, más algoritmos, más optimización. El transhumanismo sueña con superar los límites humanos, secularizando la inmortalidad como proyecto técnico. La colonización espacial convierte el cosmos en mercado, prolongando la expansión capitalista más allá de la Tierra. La tecnociencia se convierte en religión secular, ofreciendo salvación sin trascendencia, sin misterio, sin apertura al absoluto.

La humanidad vive, entonces, una historia sin Dios, confiada en que la técnica será suficiente. El infinito se reduce a lo inmanente, mutilado en su dimensión trascendente. La técnica se convierte en ídolo, en absoluto secular, pero incapaz de ofrecer sentido último. La tragedia de la modernidad es doble: ha normalizado la inmanencia del infinito como natural e inevitable, y ha expulsado lo trascendente de la imagen del mundo. La humanidad se resigna a vivir en una metafísica secular del infinito, confiando en utopías tecnológicas que nunca podrán sustituir lo absoluto.

2. Del infinito trascedente al infinito inmanente

La humanidad se encuentra en un callejón ontológico: atrapada en la normalización de la inmanencia del infinito bajo la modernidad, sin salida civilizatoria, técnica ni política a la vista. Lo más preocupante es que, en esta situación, se ha resignado a vivir una historia sin Dios, confiando únicamente en las utopías tecnológicas como sustituto de lo trascendente.

La técnica ha ocupado el lugar de lo divino. La inteligencia artificial se presenta como la nueva promesa de salvación, capaz de resolver problemas complejos, pero en realidad reproduce la misma lógica del infinito inmanente: más datos, más algoritmos, más optimización, sin horizonte trascendente. El transhumanismo sueña con superar los límites humanos, secularizando la inmortalidad como proyecto técnico, pero sigue siendo un infinito mutilado, atrapado en la materia. La colonización espacial convierte el cosmos en mercado, prolongando la expansión capitalista más allá de la Tierra, como si el universo entero pudiera ser reducido a recurso.

La tecnociencia se convierte en religión secular, ofreciendo una salvación sin misterio, sin apertura al absoluto. Es una idolatría moderna: la técnica como nuevo absoluto, incapaz de ofrecer sentido último. La humanidad deposita su fe en algoritmos, máquinas y proyectos de progreso perpetuo, como si fueran sustitutos de Dios. Pero lo que se obtiene es un infinito inmanente que encierra, que repite, que nunca libera.

La tragedia es doble: primero, la modernidad ha naturalizado la inmanencia del infinito como si fuera inevitable, como si no hubiera otra forma de concebir el mundo. Segundo, las alternativas políticas y civilizatorias han fracasado en ofrecer un horizonte distinto. Nacionalismos, comunismos, socialismos: todos han terminado reproduciendo la misma lógica productivista, la misma exigencia de crecimiento perpetuo. Incluso las civilizaciones con tradiciones espirituales profundas —China, India, Rusia ortodoxa, el mundo islámico— se ven absorbidas por la necesidad de competir en el mercado global. La multipolaridad no es alternativa, sino variación interna de la misma ontología.

La humanidad vive, entonces, una historia sin Dios. El infinito trascendente ha sido expulsado de la imagen del mundo. Lo que queda es un infinito inmanente, secularizado, convertido en motor del capitalismo y en promesa de la técnica. La fe ya no está en lo divino, sino en las utopías tecnológicas: inteligencia artificial, transhumanismo, colonización espacial. Pero esas utopías nunca podrán sustituir lo absoluto. Son promesas mutiladas, horizontes cerrados, idolatrías modernas.

El desmontaje de esta hegemonía exige una doble fuerza: espiritual y material. La fuerza espiritual debe reintroducir lo trascendente en la imagen del mundo, recuperar el misterio, la apertura hacia lo absoluto. Pero sin fuerza material —instituciones, recursos, prácticas colectivas— lo espiritual queda reducido a discurso. La humanidad necesita poder real para sostener un modo de vida distinto, capaz de romper con la lógica del infinito inmanente. Sin esa alianza entre lo espiritual y lo material, el capitalismo seguirá siendo la metafísica universal de la modernidad.

La conciencia debe despertar ante esta tragedia. No basta con aceptar la historia sin Dios, confiada en utopías tecnológicas. Es necesario reconocer que el infinito no puede ser reducido a lo inmanente, que la técnica no puede ocupar el lugar de lo divino, que el capitalismo no puede ser la única ontología posible. Solo así podrá abrirse un horizonte distinto, donde lo trascendente vuelva a iluminar la imagen del mundo y la humanidad recupere el sentido perdido.

3. La historia sin Dios y las utopías tecnológicas

La humanidad, atrapada en la hegemonía de la inmanencia del infinito, parece resignada a vivir una historia sin Dios, confiada únicamente en las utopías tecnológicas que se presentan como sustituto de lo trascendente. La técnica ha ocupado el lugar de lo divino y se ha convertido en el nuevo absoluto, en el ídolo moderno que promete salvación secular. La inteligencia artificial se anuncia como la gran esperanza, capaz de resolver problemas complejos y de organizar la vida con una precisión inédita, pero en realidad no hace más que reproducir la misma lógica del infinito inmanente: más datos, más algoritmos, más optimización, más expansión, sin horizonte trascendente. El transhumanismo sueña con superar los límites humanos, secularizando la inmortalidad como proyecto técnico, pero lo que ofrece es un infinito mutilado, atrapado en la materia, incapaz de abrir hacia lo absoluto. La colonización espacial prolonga la expansión capitalista más allá de la Tierra, convirtiendo el cosmos en mercado, reduciendo el universo entero a recurso disponible. La tecnociencia se convierte así en religión secular, ofreciendo una salvación sin misterio, sin apertura, sin Dios.

La tragedia es que la humanidad deposita su fe en algoritmos, máquinas y proyectos de progreso perpetuo como si fueran sustitutos de lo divino, pero lo que obtiene es un infinito inmanente que encierra, que repite, que nunca libera. La modernidad ha naturalizado esta inmanencia como si fuera inevitable, como si no hubiera otra forma de concebir el mundo, y las alternativas políticas y civilizatorias han fracasado en ofrecer un horizonte distinto. 

La humanidad vive, entonces, una historia sin Dios. El infinito trascendente ha sido expulsado de la imagen del mundo y lo que queda es un infinito inmanente, secularizado, convertido en motor del capitalismo y en promesa de la técnica. La fe ya no está en lo absoluto, sino en las utopías tecnológicas: inteligencia artificial, transhumanismo, colonización espacial. Pero esas utopías nunca podrán sustituir lo divino, porque son promesas mutiladas, horizontes cerrados, idolatrías modernas. 

El desmontaje de esta hegemonía exige una doble fuerza: espiritual y material. La fuerza espiritual debe reintroducir lo trascendente en la imagen del mundo, recuperar el misterio, la apertura hacia lo absoluto, pero sin fuerza material —instituciones, recursos, prácticas colectivas— lo espiritual queda reducido a discurso. La humanidad necesita poder real para sostener un modo de vida distinto, capaz de romper con la lógica del infinito inmanente. Sin esa alianza entre lo espiritual y lo material, el capitalismo seguirá siendo la metafísica universal de la modernidad.

La conciencia debe despertar ante esta tragedia. No basta con aceptar la historia sin Dios, confiada en utopías tecnológicas que nunca podrán sustituir lo absoluto. Es necesario reconocer que el infinito no puede ser reducido a lo inmanente, que la técnica no puede ocupar el lugar de lo divino, que el capitalismo no puede ser la única ontología posible. Solo así podrá abrirse un horizonte distinto, donde lo trascendente vuelva a iluminar la imagen del mundo y la humanidad recupere el sentido perdido.

4. El destino de la humanidad ante la idolatría de la técnica

La humanidad se precipita hacia un destino incierto, atrapada en la normalización de la inmanencia del infinito bajo la modernidad, incapaz de sustraerse del capitalismo y confiada únicamente en las utopías tecnológicas que prometen un futuro sin Dios. El drama es que, al haber expulsado lo trascendente de la imagen del mundo, la historia se ha convertido en un relato cerrado, autorreferencial, donde el infinito ya no es apertura hacia lo absoluto, sino repetición de un ciclo material que nunca se detiene. La técnica, convertida en ídolo, ocupa el lugar de lo divino y se presenta como salvación secular, pero lo que ofrece es un horizonte mutilado, incapaz de otorgar sentido último. La inteligencia artificial, el transhumanismo, la colonización espacial, todas estas promesas modernas son variaciones de la misma idolatría: un infinito inmanente que encierra, que repite, que nunca libera.

La tragedia es que no hay salida civilizatoria, técnica ni política a la vista. Las formas políticas que se presentaron como alternativas —nacionalismo, comunismo, socialismo— han terminado reproduciendo la misma lógica productivista, la misma exigencia de crecimiento perpetuo. Las civilizaciones que emergen en la gobernanza global, con sus tradiciones espirituales milenarias, tampoco logran contener el ímpetu de la inmanencia del infinito. La multipolaridad no es alternativa, sino redistribución del mismo paradigma capitalista. El mundo entero se ha convertido en escenario de una metafísica secular, donde lo trascendente ha sido marginado y lo absoluto reducido a cálculo y expansión.

El desmontaje de esta hegemonía exige una doble fuerza: espiritual y material. La fuerza espiritual debe reintroducir lo trascendente en la imagen del mundo, recuperar el misterio, la apertura hacia lo absoluto, pero sin fuerza material —instituciones, recursos, prácticas colectivas— lo espiritual queda reducido a discurso. La humanidad necesita poder real para sostener un modo de vida distinto, capaz de romper con la lógica del infinito inmanente. Sin esa alianza entre lo espiritual y lo material, el capitalismo seguirá siendo la metafísica universal de la modernidad.

La conciencia debe despertar ante esta tragedia. No basta con aceptar la historia sin Dios, confiada en utopías tecnológicas que nunca podrán sustituir lo absoluto. Es necesario reconocer que el infinito no puede ser reducido a lo inmanente, que la técnica no puede ocupar el lugar de lo divino, que el capitalismo no puede ser la única ontología posible. Solo así podrá abrirse un horizonte distinto, donde lo trascendente vuelva a iluminar la imagen del mundo y la humanidad recupere el sentido perdido. Si no se logra este despertar, el destino será vivir en una historia mutilada, una historia sin Dios, una historia donde el infinito se ha convertido en prisión. La advertencia es clara y dramática: o la humanidad reintroduce lo trascendente en la imagen del mundo, o quedará condenada a la idolatría de la técnica y al vacío espiritual de una modernidad que ha hecho del infinito inmanente su única religión. O lo que es peor: su sustitución completa por el ciborg y la máquina.

5. Teóricos del capitalismo y su metafísica

A lo largo de la historia moderna, diversos pensadores han intentado descifrar la naturaleza del capitalismo y proyectar su futuro. Werner Sombart, en sus estudios sobre el espíritu del capitalismo, exploró cómo las formas culturales y religiosas dieron origen a la expansión económica moderna. Max Weber, en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, mostró cómo la racionalidad ascética protestante se transformó en disciplina económica, fundando el ethos del capitalismo. Georg Simmel, en Filosofía del dinero, analizó cómo el dinero, al convertirse en forma abstracta de intercambio, reorganiza la vida social y reduce las relaciones humanas a equivalencias cuantificables, anticipando la reducción del absoluto a cálculo.

En el ámbito contemporáneo, John Mackey y Raj Sisodia, con El capitalismo consciente, defienden la posibilidad de un capitalismo ético, orientado al bienestar colectivo y la sostenibilidad. Francesco Baldassari y otros autores recientes han explorado la dimensión filosófica y cultural del sistema, mientras Carlos Martínez Gorriarán, en En defensa del capitalismo, lo reivindica como motor de libertad y progreso. Amador Martos, en Una filosofía alternativa al capitalismo, propone abrir un horizonte crítico que supere la lógica dominante. El volumen colectivo ¿Tiene futuro el capitalismo?, publicado por Siglo XXI, reúne voces que discuten sus límites y posibles transformaciones. Slavoj Žižek, en El capitalismo como religión de nuestro tiempo, desentraña cómo el sistema económico se ha convertido en una religión secular, con culto en el consumo y dogma en el crecimiento infinito, retomando la intuición de Walter Benjamin sobre el capitalismo como fe moderna.

Debe mencionarse también el estudio La metafísica del infinito en Giordano Bruno, escrito por María Jesús Soto Bruna, que analiza cómo Bruno rompe con la visión medieval y desplaza la infinitud hacia una cosmología abierta, anticipando la secularización de la idea de infinito que más tarde se encarnaría en la modernidad y el capitalismo.

Todos estos aportes, desde la sociología clásica hasta las propuestas contemporáneas de capitalismo consciente, han intentado pensar el sistema en sus fundamentos y en sus proyecciones. Sin embargo, ninguno de ellos advierte con claridad la hegemonía del principio de inmanencia instaurado por la modernidad ni la secularización de la idea de infinito. Al centrarse en dimensiones éticas, culturales, políticas o económicas, dejan intacto el núcleo metafísico: la mutación por la cual el infinito trascendente devino infinito inmanente, expulsando a Dios de la imagen del mundo y convirtiendo la expansión material en absoluto. Sin este reconocimiento, tanto la defensa como la crítica del capitalismo permanecen incompletas, pues no alcanzan la raíz ontológica que sostiene su hegemonía.

La secularización del infinito no significa únicamente el olvido de Dios y la expulsión de la trascendencia de la imagen del mundo; implica también una desvinculación radical con el ser, el saber y la verdad. Al reducir el infinito a mera inmanencia, la modernidad mutila la ontología misma: el ser deja de ser misterio y se convierte en recurso; el saber deja de ser búsqueda de sentido y se transforma en técnica instrumental; la verdad deja de ser apertura hacia lo absoluto y se degrada en cálculo, en eficacia, en utilidad. Así, la secularización del infinito no sólo clausura la dimensión divina, sino que desarraiga a la humanidad de su vínculo esencial con aquello que la constituye. El resultado es un mundo donde el ser se oculta, el saber se trivializa y la verdad se disuelve, dejando a la humanidad atrapada en una prisión de inmanencia, hedonismo, relativismo y nihilismo, condenada a vivir en un horizonte cerrado, sin trascendencia, sin misterio, sin apertura.

Conclusión

La humanidad ha llegado al umbral de su mayor tragedia: haber sustituido el infinito trascendente por el infinito inmanente del capitalismo, haber expulsado a Dios de la imagen del mundo y haber normalizado una ontología mutilada que reduce el misterio a cálculo y la apertura a expansión material. La modernidad, con su ciencia y su técnica, ha secularizado el infinito y lo ha encarnado en la producción, el consumo y la acumulación perpetua, convirtiendo al capitalismo en la metafísica universal de nuestro tiempo. Ninguna civilización, ni las emergentes ni las tradicionales, ha logrado contener este ímpetu; todas han sido absorbidas por la necesidad de competir en el mercado global, incapaces de articular un contrapeso. Las formas políticas que se presentaron como alternativas —nacionalismo, comunismo, socialismo— han terminado reproduciendo la misma lógica productivista, confirmando que no hay salida civilizatoria, técnica ni política a la vista.

La humanidad se conforma con vivir una historia sin Dios, confiada en las utopías tecnológicas que prometen salvación secular: inteligencia artificial, transhumanismo, colonización espacial. Pero todas ellas son idolatrías modernas, horizontes cerrados, infinitos mutilados que nunca liberan. La técnica se ha convertido en el nuevo absoluto, en el ídolo que ocupa el lugar de lo divino, pero incapaz de otorgar sentido último. El destino que se perfila es el de una humanidad condenada a la prisión del infinito inmanente, atrapada en un ciclo interminable de expansión material, vacía de trascendencia, mutilada en su espíritu.

La advertencia es clara y dramática: o la humanidad despierta y reintroduce lo trascendente en la imagen del mundo, articulando una doble fuerza espiritual y material capaz de desmontar la hegemonía del capitalismo, o quedará condenada a vivir en una historia mutilada, una historia sin Dios, una historia donde el infinito se ha convertido en prisión y la técnica en idolatría. Y ello conducirá hacia la extinción directa de la humanidad. El tiempo de la decisión es ahora, porque si no se rompe este destino, la humanidad habrá sellado su condena: vivir eternamente bajo la metafísica secular del infinito, sin misterio, sin apertura, sin salvación, sin lo que lo hace humano.

Bibliografía

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