ROMANOS Y AMORE MENSURA
Introducción
El presente ensayo busca mostrar cómo la ontología cristiana del amor, expresada en las cartas paulinas —especialmente en Romanos y 1 Corintios—, constituye una respuesta decisiva al problema del ser. Frente a las filosofías helenísticas, las tradiciones orientales, la visión andina de la complementariedad y las corrientes modernas y contemporáneas que desembocan en nihilismo, el cristianismo proclama que el ser no es vacío, principio abstracto ni equilibrio cósmico, sino don gratuito del amor divino. La teología de la gracia revela que la existencia humana se sostiene en la iniciativa amorosa de Dios; la metafísica del don afirma que el ser es participación en la caridad creadora; y la visión paulina confirma que la medida definitiva de toda realidad es el amor que permanece.
Este trabajo se organiza en siete partes: primero se expone la raíz bíblica del amore mensura; luego se contrasta con la metafísica tomista y con la clausura moderna culminada en Heidegger; se amplía con la crítica a las filosofías helenísticas, orientales y andinas; se integra la patrística, la mística y la teología contemporánea; y finalmente se ofrece una interpretación filosófico‑teológica personal que sintetiza y supera las visiones alternativas. El objetivo es mostrar que solo el cristianismo, al afirmar que Dios es amor, ofrece una ontología capaz de iluminar el ser en su origen, su sentido y su destino.
I. El ser como don: mente divina abrazada por el amor
El ser no nace de una mente abstracta ni de una necesidad metafísica, sino de la mente de Dios asida por su amor: el ser depende del amor divino, es su fruto y realización. Esta ontología del amor afirma que cada persona fue pensada “antes de la fundación del mundo” para la comunión en la santidad: “Dios nos escogió en Cristo… para que fuésemos santos y sin mancha delante de Él en amor” (Ef 1:4). El amor no es un añadido, sino la fuente y medida del ser —amore mensura—, por lo que el ser humano está en el corazón de Dios; el pecado hiere esa comunión, pero Dios espera nuestro arrepentimiento para salvarnos: “¿No sabes que la paciencia de Dios te guía al arrepentimiento?” (Rom 2:4). La gracia sostiene sin violentar la libertad, respetándola incluso cuando puede serle ingrata; por eso la salvación es restauración del amor y reconciliación: “Si siendo enemigos fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo…” (Rom 5:10). En síntesis, el ser, como don gratuito, se origina, se sostiene y se plenifica en el amor creador, y la existencia se comprende en clave de comunión, no de abstracción.
El ser humano, pensado desde antes de la creación, no es producto de un cálculo lógico ni de una necesidad ontológica, sino de una decisión amorosa. La mente divina, abrazada por el amor, concibe a cada persona como destinataria de la gracia. Por ello, la existencia no puede entenderse como mera facticidad, sino como vocación: cada ser está llamado a la comunión y a la plenitud en Dios. Esta perspectiva desbarata cualquier intento de reducir el ser a un horizonte impersonal, pues lo revela como fruto de un designio personal y amoroso.
La libertad humana, aunque pueda ser ingrata, es respetada por Dios porque el amor no se impone. La gracia acompaña, sostiene y llama, pero nunca anula la capacidad de elección. Aquí se manifiesta el drama del pecado: la criatura puede herir el corazón de Dios al rechazar su amor. Sin embargo, esa herida no destruye el ser, porque el ser mismo sigue siendo bueno en cuanto don divino. Lo que se rompe es la comunión, y lo que se necesita es la reconciliación.
En este sentido, el ser humano no se define por sus actos aislados, sino por su relación con el amor divino que lo origina. Los actos perversos, como enseña Tomás de Aquino, no alteran la bondad del ser, sino que privan de su orientación hacia el bien. Incluso el ser de Satanás es bueno en cuanto criatura, aunque sus actos sean perversos. Esta doctrina confirma que el ser depende radicalmente del amor divino y que el mal no es sustancia, sino privación. Así, la ontología cristiana evita el nihilismo y la distorsión, mostrando que el ser es siempre fruto del amor, aunque la libertad pueda desviarse.
Finalmente, el ser encuentra su plenitud en la comunión con Dios. Romanos proclama que nada puede separarnos del amor divino (Rom 8:38–39), y 1 Corintios enseña que el amor es lo que permanece (1 Cor 13:13). Por tanto, la existencia humana no se comprende en categorías abstractas, sino en la dinámica del amor que origina, sostiene, sana y plenifica. El ser es don gratuito, y su verdad se revela en el amore mensura, que ilumina toda ontología y desbarata cualquier supraser fantasmal o nihilista.
II. Romanos y 1 Corintios: el amore mensura
Romanos revela que el amor gratuito funda justicia, ley, gracia y libertad: “Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom 5:8); “El amor es el cumplimiento de la ley” (Rom 13:10); “Nada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús” (Rom 8:38–39). Así, el ser humano no se mide por méritos ni por conceptos, sino por participación en el amor que permanece. 1 Corintios eleva el amor como medida suprema y criterio ontológico de lo que no perece: “Ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor… pero el mayor de ellos es el amor” (1 Cor 13:13); y describe su forma concreta en la vida: paciente, servicial, no busca lo suyo, todo lo soporta (1 Cor 13:4–7). Este doble eje paulino desbarata cualquier horizonte que quiera pensar el ser sin su fuente personal: no hay ser verdadero fuera del amor divino. La pregunta clásica “qué es el ser” se transfigura en “cómo el ser es don”, y el amor se vuelve principio de inteligibilidad ontológica y escatológica, pues lo que permanece es lo que participa del amor, no lo que se sustrae a él.
El testimonio de Romanos es decisivo porque muestra que la justicia no se alcanza por la ley, sino por la gracia que es amor. Pablo insiste en que la ley sin amor se convierte en letra muerta, incapaz de salvar. Solo el amor cumple la ley porque la trasciende y la plenifica. De este modo, la ontología paulina no se reduce a normas o estructuras, sino que se abre a la dinámica viva del amor que da sentido al ser.
En 1 Corintios, Pablo describe el amor como lo que permanece más allá de la fe y la esperanza. Esto significa que el amor es la medida última del ser, aquello que no se extingue ni se corrompe. La fe y la esperanza son necesarias en el tiempo, pero el amor es eterno porque participa directamente del ser de Dios. Así, el amor se convierte en criterio ontológico: lo que existe verdaderamente es lo que participa del amor, y lo que se aparta de él se desvanece en la nada.
La descripción concreta del amor en 1 Corintios 13:4–7 muestra que no se trata de un concepto abstracto, sino de una realidad vivida. El amor es paciente, servicial, no busca lo suyo, todo lo soporta. Estas cualidades revelan que el amor es la forma de la existencia auténtica, la manera en que el ser se realiza en comunión. Por tanto, la ontología del amor no es especulación, sino praxis: se manifiesta en la vida comunitaria y en la relación con los demás.
Romanos y 1 Corintios juntos ofrecen una visión integral del ser como don. Romanos subraya la gratuidad del amor que salva y sostiene, mientras que 1 Corintios muestra la permanencia del amor como medida suprema. Esta complementariedad revela que el ser no puede comprenderse sin referencia al amor divino: es originado por él, sostenido por él y plenificado en él. De este modo, el amore mensura desbarata cualquier intento de pensar el ser sin Dios, mostrando que la verdadera ontología es una ontología del amor.
Finalmente, la enseñanza paulina ilumina la existencia humana en todas sus dimensiones. La justicia, la ley, la libertad, la fe, la esperanza y la vida comunitaria encuentran su sentido en el amor. Sin él, todo se distorsiona y se convierte en letra muerta o en horizonte vacío. Con él, el ser se revela como don gratuito y comunión eterna. Por eso, Romanos y 1 Corintios son textos fundamentales para comprender que el ser no es abstracción ni supraser fantasmal, sino fruto y realización del amor divino.
III. Tomás de Aquino: el esse como bien y el mal como privación
Santo Tomás esclarece metafísicamente la intuición paulina: todo ser, en cuanto tal, es bueno porque procede de Dios; el mal no es sustancia, sino privación del bien. De ahí que “hasta el ser de Satanás es bueno”, aunque sus actos sean perversos, pues la maldad consiste en una desviación de la bondad originaria de la criatura, no en un nuevo “ser” autónomo. Esta doctrina preserva la gratuidad del ser y su mensura por el amor: el esse participado es sostenido por la caridad creadora, y la libertad puede tornarse ingrata, rompiendo la comunión. Por tanto, el drama del pecado no funda una ontología alternativa, sino hiere la relación de amor que sostiene a la criatura. En clave bíblica, la lucha contra el pecado no reconfigura el ser, sino lo sana: “Porque el amor es el vínculo perfecto” (cf. Col 3:14), y su obra reconciliadora reestablece el orden del bien. Así, la metafísica del amor evita tanto el dualismo sustancial del mal como la tentación de absolutizar la libertad finita, recordando que toda criatura subsiste por participación en el bien que es Dios —ipsum esse subsistens—.
La afirmación tomista de que el ser es bueno en cuanto tal desbarata cualquier tentación nihilista. Si el ser mismo es fruto del amor divino, no puede convertirse en vacío o en pura facticidad. Incluso cuando la libertad se desvía, el ser conserva su bondad ontológica, porque su raíz no se anula. El mal, al ser privación, no tiene consistencia propia: es sombra, ausencia, carencia. Esta visión evita que el mal se convierta en un principio rival, preservando la unidad del ser en Dios.
Además, Tomás muestra que la libertad humana, aunque pueda ser ingrata, no destruye la bondad del ser. La criatura puede elegir actos perversos, pero no puede anular el don ontológico que la sostiene. Esto significa que la existencia humana está siempre abierta a la reconciliación: el ser mismo es garantía de que la comunión puede ser restaurada. La gracia no suplanta la libertad, sino que la sana y la plenifica, devolviéndola a su orientación originaria hacia el bien.
La doctrina del mal como privación ilumina también la comprensión del pecado. El pecado no crea una nueva realidad, sino que hiere la relación de amor que sostiene a la criatura. Por eso, la salvación no consiste en sustituir el ser, sino en sanar la comunión. La reconciliación es restauración del vínculo de amor, no creación de un nuevo ser. Esta perspectiva evita tanto el dualismo como el nihilismo, mostrando que el ser permanece bueno y que el mal es siempre parasitario.
En este marco, la ontología tomista se une a la enseñanza paulina: Romanos proclama que nada puede separarnos del amor de Dios (Rom 8:38–39), y 1 Corintios enseña que el amor es lo que permanece (1 Cor 13:13). Tomás traduce esta intuición en lenguaje metafísico: el ser mismo subsiste en Dios, y toda criatura participa de ese ser. El mal no es sustancia, sino privación; la libertad puede desviarse, pero el ser conserva su bondad. Así, la ontología del amor se convierte en fundamento sólido contra el nihilismo.
Finalmente, la visión tomista revela que el ser humano no se define por sus actos aislados, sino por su relación con el amor divino que lo origina. Los actos perversos privan de orientación, pero no destruyen la bondad del ser. La reconciliación consiste en restaurar esa orientación hacia el bien, devolviendo la libertad a su plenitud. En conclusión, la metafísica del amor, iluminada por Tomás y Pablo, muestra que el ser es siempre don gratuito, que el mal es privación, y que la existencia humana encuentra su sentido en la comunión con Dios.
IV. Modernidad, inmanencia y el “supraser” fantasmal
La modernidad —era que quiso pensar el ser y la existencia humana sin Dios— instituyó el principio de inmanencia: explicar todo “desde dentro” del mundo, sin trascendencia. Esta clausura deriva en nihilismo: al eliminar la fuente y finalidad del ser, queda la pura facticidad sin medida. Heidegger culmina esta secularización al excluir explícitamente el ser de Dios del problema ontológico y concentrarse en el Dasein; al hacerlo, subordina a Dios a un horizonte impersonal del “ser”, postulando de facto un “supraser” por encima de todo ente, incluso por encima de Dios. Pero ese supraser es engañoso y fantasmal: promete profundidad mientras oculta la raíz del ser; carece de sustancia porque no es don ni comunión; convierte a Dios en un ente más dentro del marco del ser, distorsionando la cuestión ontológica “de cabo a rabo”. Sin la referencia al amor divino, la metafísica se oscurece y se desorienta: pierde fundamento, sentido y orientación teleológica. Frente a ello, Romanos y 1 Corintios reinsertan la trascendencia viva del amor en el centro del pensar, devolviendo densidad ontológica y destino a la existencia.
La modernidad, al absolutizar la razón y la técnica, creyó emanciparse de la referencia a Dios. Sin embargo, esa emancipación se convirtió en clausura: el ser quedó reducido a lo finito, a lo calculable, a lo manipulable. La inmanencia, que parecía prometer autonomía, terminó en nihilismo, porque sin trascendencia el ser carece de fundamento último. Heidegger, al radicalizar esta tendencia, ofrece una ontología que se pretende profunda, pero que en realidad oscurece el problema del ser al excluir su fuente divina.
El principio de inmanencia, en su versión más radical, convierte al ser en pura facticidad. Todo se explica desde dentro del mundo, sin referencia a lo trascendente. Pero esta clausura es nefastamente nihilista: al eliminar la fuente del ser, se elimina también su sentido y su finalidad. El ser se convierte en un horizonte vacío, un supraser fantasmal que no puede sostener la existencia.
Heidegger, al excluir a Dios, coloca al ser por encima de todo ente, incluso por encima de Dios mismo. Este supraser es engañoso porque parece ofrecer una explicación radical, pero en realidad oculta la raíz verdadera del ser: el amor divino. Es fantasmal porque carece de sustancia, no es don ni comunión, sino abstracción vacía. Así, la metafísica heideggeriana se convierte en nihilista, porque niega la fuente del ser y lo reduce a un horizonte sin raíz.
La modernidad, atrapada en el principio de inmanencia, oscurece el problema ontológico del ser. Al eliminar a Dios, se elimina también la medida del ser, que es el amor. Sin esa medida, la ontología se distorsiona y se convierte en un sistema cerrado, incapaz de explicar por qué el ser existe, qué lo sostiene y hacia dónde se orienta. El supraser heideggeriano es la culminación de esta distorsión: un horizonte vacío que pretende estar por encima de Dios, pero que en realidad carece de fundamento.
Frente a esta clausura, la visión cristiana ofrece una ontología del amor que devuelve luz al problema del ser. Romanos proclama que el amor es el cumplimiento de la ley (Rom 13:10) y que nada puede separarnos del amor de Dios (Rom 8:38–39). 1 Corintios enseña que el amor es lo que permanece (1 Cor 13:13). Tomás de Aquino afirma que Dios es ipsum esse subsistens, el ser mismo subsistente. Estas enseñanzas muestran que el ser no es un supraser vacío, sino don gratuito del amor divino.
En conclusión, la modernidad y Heidegger, al excluir a Dios, oscurecen y distorsionan el problema del ser. Su metafísica se convierte en nihilista, porque niega la fuente y la medida del ser. El supraser heideggeriano es engañoso y fantasmal, porque promete profundidad mientras oculta la raíz verdadera. Solo el amore mensura del cristianismo desbarata esta ilusión, mostrando que el ser es fruto y realización del amor divino, y que sin esa fuente toda ontología queda en sombras.
V. El amore mensura que desbarata el nihilismo
El amore mensura del cristianismo desmonta toda ontología secularizada: no hay horizonte por encima de Dios, porque Dios mismo es el ser subsistente cuyo nombre propio es amor. Donde la inmanencia clausura, la caridad abre; donde el supraser fantasmal disuelve en la nada, la gracia confiere consistencia, fecundidad y fin. Romanos proclama que la justicia, la ley y la libertad se sostienen en el amor gratuito (Rom 5:8; 13:10; 8:38–39); 1 Corintios enseña que el amor permanece y mide toda realidad (1 Cor 13:13). Tomás asegura que el ser, en cuanto tal, es bueno; el mal es privación, no sustancia. Por eso, el ser se entiende como don gratuito: pensado desde siempre por Dios, sostenido por su gracia que respeta la libertad, sanado en la reconciliación. Concluir, entonces, no es repetir, sino afirmar con rigor: la verdadera ontología del ser es una ontología del amor. Sin amor divino, el ser se distorsiona y deviene nihilista; con el amore mensura, el ser se revela como fruto y realización de la caridad eterna, y la existencia humana recupera su medida, su fundamento y su plenitud en la comunión con Dios.
El nihilismo moderno, que se expresa en la clausura de la trascendencia, queda desbaratado porque el amor divino devuelve sentido y finalidad al ser. Allí donde la filosofía contemporánea quiso emanciparse de Dios, el cristianismo recuerda que la verdadera libertad no consiste en la autonomía absoluta, sino en la comunión con el amor que origina y plenifica. El amor no limita, sino que libera, porque confiere consistencia y destino.
El supraser heideggeriano, que pretende colocarse por encima del ser de Dios, se revela como engañoso y fantasmal frente al amore mensura. El amor divino no es un horizonte vacío, sino una realidad personal que sostiene y plenifica el ser. Por eso, la ontología cristiana no necesita recurrir a abstracciones, porque reconoce que el ser mismo es Dios como amor, y que toda criatura participa de ese ser.
La modernidad, atrapada en el principio de inmanencia, oscureció el problema del ser. Pero el cristianismo lo ilumina al mostrar que el ser no se explica desde sí mismo, sino como don gratuito. Esta perspectiva devuelve densidad ontológica y esperanza escatológica: el ser no se disuelve en la nada, sino que se orienta hacia la plenitud en Dios.
Romanos y 1 Corintios son textos fundamentales para comprender esta verdad. Romanos enseña que el amor es el cumplimiento de la ley y que nada puede separarnos de él. 1 Corintios proclama que el amor es lo que permanece. Estas enseñanzas revelan que el ser humano no se mide por conceptos abstractos, sino por su participación en el amor divino.
Tomás de Aquino traduce esta intuición en lenguaje metafísico: Dios es ipsum esse subsistens, el ser mismo subsistente. El mal es privación, no sustancia. La libertad puede desviarse, pero el ser conserva su bondad porque procede del amor divino. Esta doctrina evita tanto el dualismo como el nihilismo, mostrando que el ser es siempre bueno en cuanto tal.
El amore mensura desbarata también la tentación de absolutizar la libertad finita. La libertad humana, aunque pueda ser ingrata, no destruye la bondad del ser. La gracia respeta la libertad, pero la sana y la plenifica, devolviéndola a su orientación originaria hacia el bien. Así, la existencia humana encuentra su sentido en la comunión con Dios, no en la autonomía absoluta.
En conclusión, el amore mensura del cristianismo desmonta el nihilismo moderno y el supraser heideggeriano. El ser no es horizonte vacío ni abstracción fantasmal, sino don gratuito del amor divino. Esta ontología del amor devuelve luz al problema del ser, mostrando que la existencia humana se origina, se sostiene y se plenifica en la comunión con Dios.
Las filosofías helenísticas, como el estoicismo, el epicureísmo y el neoplatonismo, intentaron dar respuesta al problema del ser desde la razón y la ética. Los estoicos hablaron del logos cósmico que ordena el universo, los epicúreos buscaron la serenidad en la ataraxia, y los neoplatónicos elevaron el alma hacia el Uno. Sin embargo, todas estas propuestas, aunque valiosas en su búsqueda, permanecen en el ámbito de principios impersonales o de ascensos intelectuales, sin llegar a reconocer que el ser mismo es fruto del amor personal de Dios.
En Oriente, el budismo enseñó la vacuidad (śūnyatā) y la disolución del yo en el nirvana, el taoísmo habló del Tao como principio inefable que todo lo atraviesa, el sufismo buscó la unión mística con lo divino a través del amor ardiente, y el hinduísmo proclamó el Brahman como ser absoluto en el que se disuelve la multiplicidad. Estas tradiciones, aunque profundas en su espiritualidad, tienden a concebir el ser como principio abstracto o como disolución del yo, sin afirmar la comunión personal con un Dios que es amor.
El cristianismo, en cambio, proclama que el ser no es vacío ni principio impersonal, sino don gratuito del amor divino. Romanos y 1 Corintios muestran que el ser humano existe inseparable del amor de Dios, y que el amor es lo que permanece y da sentido a la existencia. Tomás de Aquino traduce esta verdad en lenguaje metafísico: Dios es ipsum esse subsistens, el ser mismo subsistente, y toda criatura participa de ese ser.
Así, el amore mensura desbarata tanto las filosofías helenísticas como las tradiciones orientales, porque no se queda en un principio abstracto ni en una disolución del yo, sino que afirma que el ser es comunión personal con Dios. El amor divino no es horizonte vacío ni fuerza impersonal, sino realidad viva que origina, sostiene y plenifica el ser.
En conclusión, el cristianismo supera las búsquedas helenísticas y orientales al mostrar que el ser no se mide por la razón, la vacuidad o el principio cósmico, sino por el amor divino que lo origina y lo plenifica. El amore mensura revela que la verdadera ontología es una ontología del amor, y que la existencia humana encuentra su sentido último en la comunión con Dios.
La filosofía andina, con su profunda noción de complementaridad —el equilibrio entre opuestos, la reciprocidad comunitaria y la armonía con la naturaleza— ofrece una visión rica de la existencia como tejido relacional. Sin embargo, aunque esta idea de complementaridad ilumina aspectos de la convivencia y del cosmos, resulta insuficiente como fundamento último del ser. La complementaridad describe relaciones horizontales y dinámicas, pero no alcanza a explicar por qué el ser existe ni cuál es su medida definitiva. El cristianismo, en cambio, supera esta visión al proclamar que el ser no se sostiene en la reciprocidad de fuerzas, sino en el amor gratuito de Dios, que origina, sostiene y plenifica toda realidad. Así, el amore mensura desbarata también la ontología andina, mostrando que la verdadera complementaridad no es solo entre opuestos, sino entre la criatura y su Creador, en una comunión personal que trasciende cualquier equilibrio cósmico.
En definitiva, todas las tradiciones —las filosofías helenísticas con su logos cósmico o su ataraxia, las espiritualidades orientales con su vacuidad, su Tao, su Brahman o su unión mística, la filosofía andina con su idea de complementaridad, y la modernidad con su principio de inmanencia y su supraser fantasmal— constituyen búsquedas legítimas y profundas del sentido del ser. Sin embargo, todas ellas resultan insuficientes porque permanecen en el ámbito de principios impersonales, equilibrios cósmicos o abstracciones vacías. El cristianismo, en cambio, proclama que el ser no es vacío ni mera reciprocidad, sino don gratuito del amor divino. El amore mensura desbarata toda ontología alternativa y revela que la verdadera medida del ser es la comunión personal con Dios, fuente y plenitud de toda existencia. Así, la ontología cristiana del amor no solo ilumina el problema del ser, sino que lo resuelve en su raíz, mostrando que la existencia humana se origina, se sostiene y se consuma en la caridad eterna.
VI. Del nihilismo a la plenitud del amore mensura
Las corrientes modernas que siguieron a la clausura heideggeriana —Nietzsche con su proclamación de la “muerte de Dios”, el positivismo con su reducción del ser a lo empírico, y el existencialismo secular de Sartre y Camus con su libertad absoluta en un mundo sin fundamento— constituyen diagnósticos penetrantes de la crisis del ser, pero desembocan en nihilismo. Todas ellas, al excluir la trascendencia, convierten el ser en vacío, dato o absurdo. Frente a ello, el cristianismo proclama que el ser no es carencia ni condena, sino don gratuito del amor divino que confiere sentido y destino.
La patrística confirma esta verdad desde los orígenes: Agustín de Hipona confiesa que el corazón humano está inquieto hasta descansar en Dios, mostrando que la medida del ser es el amor divino. Los Padres de la Iglesia, como Ireneo y Gregorio de Nisa, insistieron en que la creación es don y que el ser humano está llamado a la divinización (theosis), participación plena en la vida de Dios. La mística cristiana, en Juan de la Cruz, revela que la consumación del ser es unión transformante con el amor: “Al atardecer de la vida seremos juzgados en el amor”.
Los teólogos contemporáneos prolongan esta intuición en diálogo con el mundo moderno. Karl Rahner describe al ser humano como “oyente de la Palabra”, abierto siempre al misterio del amor divino. Hans Urs von Balthasar desarrolla una teología estética y dramática donde la belleza y la entrega radical de Cristo revelan el amor como medida del ser. Jürgen Moltmann proclama que la esperanza cristiana se funda en el amor que resucita y plenifica incluso en medio del sufrimiento. Joseph Ratzinger/Benedicto XVI recuerda que “Dios es amor” (Deus Caritas Est), y que solo desde esa verdad se comprende la existencia humana.
Así, el amore mensura no es un residuo del pasado, sino la clave viva para pensar el ser en el presente y en el futuro. Frente a las filosofías helenísticas, las tradiciones orientales, la complementaridad andina, las corrientes modernas y el nihilismo contemporáneo, el cristianismo revela que el ser no se mide por principios impersonales, vacuidad o equilibrio cósmico, sino por la comunión personal con Dios.
En conclusión, la ontología cristiana del amor desbarata toda alternativa y ofrece la única respuesta capaz de iluminar el problema del ser en su raíz: el ser es don gratuito, originado, sostenido y consumado en la caridad eterna. El amore mensura es la medida definitiva de la existencia, y en él se revela que la plenitud del ser humano no está en abstracciones ni en disoluciones, sino en la comunión viva con el Dios que es amor.
VII. Interpretación filosófico‑teológica integradora
Mi interpretación filosófico‑teológica parte de la convicción de que el amore mensura no solo desbarata las ontologías alternativas, sino que abre un horizonte integrador capaz de acoger las intuiciones parciales de otras tradiciones sin perder la centralidad del amor divino. Allí donde las filosofías helenísticas ofrecieron disciplina ética y búsqueda de serenidad, donde las tradiciones orientales señalaron la vacuidad o el Tao como principio, donde la filosofía andina destacó la complementaridad, y donde la modernidad y el existencialismo secular diagnosticaron la angustia y el absurdo, yo reconozco semillas de verdad que apuntan hacia la necesidad de un fundamento trascendente. Sin embargo, todas ellas quedan insuficientes si no se integran en la ontología cristiana del amor, que revela que el ser no es mera estructura, vacío o equilibrio, sino comunión personal con Dios.
Esta interpretación se nutre de la patrística y la mística, pero también de la teología contemporánea, que ha mostrado cómo el amor divino se revela en la historia concreta y en el sufrimiento humano. El amore mensura no es un concepto abstracto, sino una clave hermenéutica que permite leer la existencia como don y misión. La inquietud agustiniana, la unión transformante de Juan de la Cruz, la esperanza escatológica de Moltmann y la estética de Balthasar convergen en un mismo punto: el ser humano solo se comprende en la medida en que participa del amor divino. Mi interpretación recoge estas voces y las articula en una síntesis que no excluye, sino que integra, mostrando que la verdad del ser se despliega en la comunión.
Además, considero que el amore mensura ofrece una respuesta a los desafíos contemporáneos que ninguna otra visión ha logrado resolver plenamente. Frente a la crisis ecológica, la complementaridad andina y la espiritualidad oriental aportan sensibilidad hacia la naturaleza, pero solo el amor divino puede fundamentar una ética de la creación que respete la dignidad de cada ser. Frente al nihilismo moderno, la crítica de Nietzsche y el diagnóstico existencialista revelan la necesidad de sentido, pero solo el amor gratuito puede colmar esa ausencia. Frente a la fragmentación cultural, el cristianismo ofrece una ontología del amor que une sin uniformar, que integra sin anular, que plenifica sin destruir.
Mi interpretación, por tanto, no se limita a repetir lo ya dicho, sino que propone una visión integradora: el amore mensura como clave universal que acoge las intuiciones parciales de otras tradiciones, las purifica y las lleva a plenitud en la comunión con Dios. No se trata de despreciar las búsquedas humanas, sino de reconocer que todas ellas apuntan hacia una verdad que solo se revela plenamente en el amor divino. Así, el ser humano se comprende como don, como relación y como misión, y la existencia se ilumina en la certeza de que “nada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús” (Rom 8:39).
En conclusión, mi interpretación filosófico‑teológica afirma que el amore mensura no solo desbarata las ontologías alternativas, sino que las integra en una síntesis superior, mostrando que el ser es comunión personal con Dios. Esta visión supera el nihilismo, acoge las intuiciones de Oriente y Occidente, y ofrece una respuesta universal a los desafíos de la existencia. El ser, en su verdad última, es fruto y realización del amor gratuito, y toda filosofía o espiritualidad que no lo reconozca queda incompleta.
Romanos y 1 Corintios nos introducen en la metafísica del amore mensura porque, al proclamar que la salvación es gracia gratuita y que el amor es lo que permanece, nos muestran que el ser mismo se funda en el don divino. La teología de la gracia revela que la existencia humana no se sostiene en méritos ni en estructuras legales, sino en la iniciativa amorosa de Dios que reconcilia y plenifica. La metafísica del don, en continuidad con esta teología, afirma que el ser no es mera facticidad ni horizonte vacío, sino participación en la caridad creadora que origina y sostiene toda realidad. Así, la visión paulina del ser fundado en el amor divino desbarata cualquier ontología alternativa y abre el camino hacia una metafísica del amor: el ser se comprende como gracia, como don y como comunión, y su medida definitiva no es otra que el amor gratuito de Dios.
Conclusión
El recorrido realizado muestra que la ontología cristiana del amor, iluminada por Romanos y 1 Corintios, y profundizada por Tomás de Aquino, desbarata tanto el nihilismo moderno como las visiones alternativas de Oriente, del mundo andino y de la filosofía helenística. Allí donde las tradiciones humanas intuyen principios impersonales, vacuidad, complementaridad o serenidad ética, el cristianismo proclama que el ser mismo es don gratuito, originado y sostenido por el amor divino. La teología de la gracia revela que la existencia no se funda en méritos ni en estructuras, sino en la iniciativa amorosa de Dios; la metafísica del don afirma que el ser no es vacío ni mera facticidad, sino participación en la caridad creadora; y la visión paulina confirma que la medida definitiva de la realidad es el amor que permanece.
La patrística y la mística cristiana, desde Agustín hasta Juan de la Cruz, muestran que el corazón humano solo se sacia en la comunión con Dios, y los teólogos contemporáneos —Rahner, Balthasar, Moltmann, Ratzinger/Benedicto XVI— han prolongado esta intuición en diálogo con el mundo moderno, confirmando que el amore mensura no es un residuo del pasado, sino la clave viva para pensar el ser hoy. Frente a Nietzsche, el positivismo y el existencialismo secular, que desembocan en nihilismo, el cristianismo ofrece una ontología del amor que devuelve fundamento, sentido y esperanza.
En definitiva, el ser humano no se comprende desde abstracciones, vacíos o equilibrios cósmicos, sino desde la comunión personal con el Dios que es amor. El amore mensura revela que la verdadera ontología es una ontología del amor: el ser es gracia, don y misión, y su plenitud se consuma en la caridad eterna. Así, la existencia humana encuentra su fundamento y su destino en la certeza proclamada por Pablo: “Nada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús” (Rom 8:39).
Bibliografía
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Aquino, Tomás de. Suma Teológica. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2006.
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Flores Quelopana, Gustavo. Amore mensura. Lima: Iipcial, 2024.
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Moltmann, Jürgen. Teología de la esperanza. Salamanca: Sígueme, 1972.
Nietzsche, Friedrich. Así habló Zaratustra. Madrid: Alianza Editorial, 2010.
Rahner, Karl. Curso fundamental sobre la fe. Barcelona: Herder, 1979.
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Sartre, Jean‑Paul. El ser y la nada. Buenos Aires: Losada, 2007.