Logos cíclico inmanente: estructura ontológica del pensamiento andino
La ontología andina no puede ser comprendida desde las categorías heredadas de la metafísica occidental. No se funda en la sustancia, ni en la trascendencia, ni en la racionalidad abstracta. Tampoco se articula como espiritualidad, ni como cosmología religiosa. Lo que la constituye es un logos cíclico inmanente, una lógica de aparición que organiza el mundo sin recurrir a un principio exterior ni a una finalidad última. Este logos no es simplemente ritmo ni impermanencia, sino una estructura ontológica que diferencia entre dos niveles de ser: el ser impermanente del mundo —lo que aparece, se transforma y desaparece— y el ser permanente de los ciclos cósmicos —lo que no aparece como forma, pero sostiene toda aparición.
Esta distinción no implica jerarquía ni dualismo. No hay mundo visible y mundo invisible, ni plano material y plano espiritual. Ambos niveles son inmanentes, pero no equivalentes. El mundo cambia, pero el ciclo no cesa. El mundo se configura, pero el ritmo que lo posibilita permanece. El mundo se manifiesta, pero lo que permite esa manifestación no se manifiesta. Pensar esta ontología exige abandonar tanto la lógica sustancialista como la tentación de reducirla a una fenomenología del cambio. No se trata de interpretar el mundo como flujo, sino de pensar la estructura que hace posible ese flujo sin ser ella misma una forma.
Logos espiritual trascendente vs. logos cósmico inmanente
Toda ontología implica un logos, es decir, una articulación del sentido del ser. En las tradiciones metafísicas occidentales y religiosas, este logos suele ser espiritual y trascendente. Se concibe como principio ordenador, como fuente última, como racionalidad divina que estructura el mundo desde fuera. Este logos espiritual trasciende el mundo, lo funda, lo juzga, lo redime. Es el logos del ser absoluto, del Dios creador, del Uno neoplatónico, del fundamento heideggeriano. Incluso cuando se presenta como inmanente, conserva una lógica de elevación, de perfección, de finalidad.
La ontología andina, en cambio, no se articula desde un logos trascendente, sino desde un logos cósmico inmanente. Este logos no funda el mundo desde fuera, ni lo redime, ni lo juzga. Lo configura desde dentro, como ritmo, como reversibilidad, como ciclo. No es racionalidad divina ni principio metafísico, sino estructura de aparición que no se manifiesta como entidad, pero que sostiene toda manifestación. No hay exterioridad ontológica, ni finalidad, ni redención. Hay habitabilidad del ciclo, reconfiguración constante, latencia estructural.
La diferencia es radical: el logos espiritual trascendente presupone una exterioridad ontológica; el logos cósmico inmanente presupone una diferencia interna a la inmanencia. No hay principio, sino ritmo. No hay finalidad, sino reconfiguración. No hay salvación, sino permanencia del ciclo. Esta diferencia no es teológica ni cultural: es ontológica. Y exige una filosofía que no traduzca, sino que piense desde la lógica misma del ciclo.
Inmanentismo andino y filosofías orientales: una diferencia estructural
El pensamiento andino ha sido comparado con el inmanentismo de ciertas filosofías orientales, como el vedanta o el budismo, debido a su rechazo de la trascendencia. Sin embargo, esta comparación resulta equívoca si no se distingue entre los modos de inmanencia que cada tradición articula.
En el vedanta, la impermanencia del mundo apunta hacia una realidad última —el Brahman— que permanece más allá de toda forma. En el budismo, la impermanencia es condición para la liberación del samsara, y el mundo es concebido como ilusión transitoria. En ambos casos, la inmanencia del mundo es negada en favor de una realidad espiritual superior, aunque no siempre personal ni sustancial. El mundo es lo que debe ser superado, trascendido, disuelto.
En cambio, la ontología andina no postula una realidad última ni una liberación del ciclo. No hay disolución del yo, ni retorno a una unidad primordial. El ciclo no se supera: se habita. La impermanencia no conduce a la trascendencia, sino que se sostiene en una estructura cíclica inmanente que no es espiritual ni metafísica. No hay salvación, ni iluminación, ni fusión con lo absoluto. Hay configuración, latencia, reversibilidad. El mundo no es ilusión, sino manifestación transitoria sostenida por una lógica que no cesa.
Por eso, aunque ambas tradiciones rechazan la trascendencia, lo hacen desde lógicas distintas. El inmanentismo oriental tiende hacia la negación del mundo en favor de una realidad última; el inmanentismo andino no niega el mundo, sino que lo piensa como configuración transitoria sostenida por una estructura que no se manifiesta. La diferencia no es de grado, sino de estructura ontológica.
Las limitaciones del enfoque pachasófico de Estermann
El intento de Josef Estermann por formular una “pachasofía” —una filosofía andina basada en la noción de pacha— ha sido valioso en tanto reconoce la necesidad de pensar desde categorías propias del mundo andino. Sin embargo, su propuesta presenta limitaciones que deben ser señaladas si se quiere avanzar hacia una ontología más rigurosa.
En primer lugar, el término “pachasofía” incurre en un hibridismo léxico que mezcla el quechua pacha con el griego sophía, lo cual introduce una tensión conceptual difícil de resolver. El riesgo es imponer una racionalidad occidental sobre una lógica que no se articula en términos de sabiduría abstracta, sino de relación, ritmo y territorialidad.
En segundo lugar, la pachasofía tiende a confundir el mundo con su estructura, como si el pacha fuera al mismo tiempo lo que aparece y lo que lo posibilita. Pero como hemos visto, la ontología andina exige distinguir entre el ser impermanente del mundo y el ser permanente de los ciclos cósmicos. Esta distinción no está claramente formulada en Estermann, lo que lleva a una lectura que oscila entre el culturalismo y el esencialismo.
Finalmente, el enfoque pachasófico corre el riesgo de hiperfilosofizar la cultura, interpretando las prácticas andinas como si fueran expresiones de una filosofía sistemática, cuando en realidad se trata de una lógica vivida que no se presenta como doctrina. La tarea filosófica no es traducir la cultura a conceptos, sino pensar desde su estructura sin imponerle una forma externa. No se trata de construir una filosofía andina, sino de pensar filosóficamente desde la ontología que esa cultura articula sin decirlo.
Ontología andina e inmanentismo estratificado en Nicolai Hartmann
Nicolai Hartmann propone una ontología inmanentista que rechaza la trascendencia, pero lo hace desde una lógica estratificada del ser. Para Hartmann, el ser se organiza en niveles: el físico, el biológico, el psíquico y el espiritual. Cada nivel emerge del anterior, pero introduce nuevas categorías irreductibles. Esta estratificación permite pensar la complejidad del mundo sin recurrir a un fundamento trascendente.
Sin embargo, la ontología andina no comparte esta lógica de niveles. No hay estratificación, ni emergencia, ni jerarquía. Lo que hay es diferencia entre el ser impermanente del mundo y el ser permanente del ciclo, ambos inmanentes pero no equivalentes. Hartmann piensa la inmanencia como estructura categorial del ser; el pensamiento andino la piensa como ritmo cósmico que configura y desconfigura el mundo sin cesar.
Además, en Hartmann, el nivel espiritual introduce una dimensión axiológica: valores, sentido, libertad. En la ontología andina, no hay nivel espiritual, ni valores trascendentes, ni libertad como autodeterminación. Hay relación, territorialidad, reversibilidad. El mundo no se eleva: se reconfigura. No hay progreso ontológico, sino retorno cíclico.
Por eso, aunque ambos rechazan la trascendencia, lo hacen desde lógicas distintas. Hartmann conserva la estructura categorial del pensamiento occidental; la ontología andina desplaza esa estructura y propone una lógica de aparición que no se funda ni se eleva, sino que se sostiene en la latencia del ciclo. No hay niveles ontológicos, sino una diferencia interna entre lo que aparece y lo que posibilita la aparición. No hay progresión, sino reversibilidad. No hay jerarquía, sino ritmo.
Esta diferencia no es simplemente conceptual, sino estructural. En Hartmann, el ser se organiza en estratos que se superponen y se explican mutuamente. En la ontología andina, el ser no se organiza: se reconfigura. No hay niveles, sino momentos de aparición y desaparición. No hay fundamento, sino condición de posibilidad sin forma. El pensamiento no busca comprender el ser como totalidad, sino acompañar su ritmo sin clausurarlo.
Diferencia con la lógica de aparición en Mariano Iberico
La lógica de aparición en Mariano Iberico se funda en una dialéctica entre el ser y la conciencia, donde el aparecer es siempre correlativo a una subjetividad que lo acoge. Iberico piensa el aparecer como fenómeno, como manifestación que se da en el horizonte de la experiencia, y por tanto, como algo que se constituye en relación con el sujeto. El ser aparece, pero no se agota en esa aparición: hay una tensión entre lo que se muestra y lo que permanece oculto, entre lo dado y lo que se sustrae. En cambio, el logos cósmico inmanente —tal como lo articula la ontología andina— no se relaciona con la conciencia, ni con la subjetividad, ni con la fenomenología. Su lógica de aparición no es correlativa, sino estructural: el mundo aparece porque el ciclo lo impone, no porque alguien lo perciba. No hay ocultamiento, sino reversibilidad; no hay tensión entre ser y aparecer, sino ritmo entre manifestación y desaparición. Iberico aún conserva la huella del idealismo trascendental; el logos cósmico inmanente desmantela toda correlación y piensa la aparición como efecto de una estructura sin sujeto.
La dificultad intrínseca de pensar la ontología andina en dos niveles
Pensar la ontología andina exige una operación filosófica que no ha sido formulada explícitamente en los textos precolombinos, pero que puede ser reconstruida desde la lógica interna de las prácticas, los mitos, los ritmos agrícolas, los gestos rituales. Esa operación consiste en distinguir entre el nivel del mundo manifestado —el tiempo, el espacio, los dioses, los ciclos visibles— y el nivel de la estructura que posibilita esa manifestación sin ser ella misma una forma.
Ambos niveles son inmanentes, pero no equivalentes. El mundo es inmanente porque no remite a una trascendencia; la estructura es inmanente porque no está fuera del mundo, pero tampoco es parte de él. No hay exterioridad, pero sí diferencia ontológica. El mundo aparece y desaparece; el ciclo permanece. El mundo se ordena y se destruye; la lógica que permite ese orden y esa destrucción no cesa.
Esta distinción no puede pensarse desde las categorías clásicas de la metafísica. No hay sustancia, ni esencia, ni causa primera. Tampoco hay finalidad, ni progreso, ni redención. Lo que hay es una ontología sin metafísica, donde el ser no se afirma como presencia, sino como estructura de posibilidad. El mundo no es lo que es, sino lo que puede aparecer y desaparecer dentro de un ritmo que no se detiene.
Pensar esta ontología exige también distinguir entre presencia y permanencia. Lo que aparece no necesariamente permanece. El gesto ritual se repite, pero no se fija. La forma se configura, pero no se conserva. El dios se manifiesta, pero puede desaparecer. Incluso el tiempo y el espacio son reversibles. Lo único que no cesa es el logos cíclico inmanente: la estructura que impone la posibilidad de aparición y desaparición sin ser ella misma una forma.
Esta lógica no se presenta como sistema, lo que complica su formulación filosófica. No hay términos técnicos, ni distinciones explícitas, ni jerarquías ontológicas. Lo que hay es ritmo, latencia, reversibilidad, configuración transitoria. El pensamiento debe extraer esas estructuras sin convertirlas en doctrinas. Debe acompañar el gesto sin clausurarlo, nombrar la lógica sin imponerle una forma.
Por eso, la ontología andina no puede ser pensada desde la metafísica, ni desde el culturalismo, ni desde el espiritualismo. Requiere una filosofía que distinga sin fundar, que articule sin sistematizar, que piense sin trascender. Una filosofía que reconozca que el mundo aparece y desaparece, pero que lo que permite esa aparición y desaparición no es el mundo, sino una estructura cíclica inmanente que no cesa.
El logos cósmico como impulso ciego y convulsivo
El logos cósmico inmanente no conserva el equilibrio: lo destruye. No porque sea caótico, sino porque su estructura exige la discontinuidad como forma de permanencia. El ciclo no busca duración eterna, ni finalidad, ni estabilidad. Su impulso no es teleológico, sino convulsivo: aparece, se desborda, se destruye, y recomienza sin propósito. No hay armonía, sino reiteración sin clausura. En ese sentido, el ciclo es un impulso ciego, no porque carezca de lógica, sino porque su lógica no responde a ningún fin. El ser permanente del ciclo no es serenidad, sino furia estructural: un logos cósmico enfurecido, sin control, que impone la destrucción como condición de posibilidad de la aparición. No hay equilibrio que se conserve, porque el equilibrio es solo una fase transitoria dentro de una estructura que exige su propia disolución. El mundo no se sostiene: se reconfigura. Y esa reconfiguración no responde a una voluntad, ni a una necesidad, sino a una estructura sin rostro que impone su ritmo sin cesar.
Schopenhauer: la voluntad como principio metafísico universal
Para Schopenhauer, la voluntad es la cosa en sí: un principio metafísico que subyace a toda representación. Es ciega, irracional, incesante, y se manifiesta en todos los niveles de la realidad como impulso de afirmación, lucha y sufrimiento. El mundo es voluntad objetivada, y el individuo está condenado a desear sin fin. Sin embargo, esta voluntad tiene una estructura ontológica fija: es única, universal, y su manifestación sigue una lógica de objetivación progresiva. Aunque no tiene finalidad, sí tiene una dirección interna: se afirma, se reproduce, se perpetúa. El sufrimiento es su consecuencia inevitable, y la redención solo es posible por la negación de la voluntad (ascetismo, arte, compasión).
Eduard von Hartmann: voluntad inconsciente con finalidad negativa
Von Hartmann retoma la voluntad ciega de Schopenhauer, pero le añade un componente racional: el inconsciente. Para él, la voluntad es también irracional y universal, pero está guiada por una inteligencia inconsciente que orienta el proceso hacia una finalidad negativa: la autonegación de la voluntad. El mundo es el escenario de un drama metafísico donde la voluntad se da cuenta de su error al afirmarse y busca su propia extinción. Hay, por tanto, una teleología negativa: el sufrimiento universal tiene sentido porque conduce a la redención final. Aunque la voluntad es ciega, el proceso tiene una lógica redentora.
Logos cósmico inmanente: ritmo sin finalidad ni redención
El logos cósmico inmanente de la ontología andina no es voluntad, ni principio metafísico, ni inteligencia inconsciente. Es estructura rítmica sin sujeto, sin finalidad, sin redención. No busca afirmarse ni negarse, sino reconfigurarse. Su impulso no es ciego por falta de razón, sino porque no responde a ningún propósito. No hay sufrimiento como castigo, ni redención como meta. El mundo aparece y desaparece porque el ciclo lo impone, no porque una voluntad lo afirme. El equilibrio se destruye no por error, sino porque la destrucción es parte del ritmo. El recomenzar no es esperanza, sino convulsión estructural.
Comparación estructural
Concepto | Schopenhauer | Von Hartmann | Logos cósmico inmanente |
---|---|---|---|
Naturaleza del impulso | Voluntad ciega | Voluntad inconsciente | Ritmo estructural sin sujeto |
Finalidad | No tiene, pero se afirma | Negación de la voluntad | No tiene, solo reconfigura |
Redención | Posible por negación | Necesaria y final | Inexistente |
Relación con el sufrimiento | Consecuencia inevitable | Medio para redención | No es central |
Tipo de lógica | Metafísica de la voluntad | Teleología negativa | Ontología rítmica inmanente |
Relación con el equilibrio | Deseado pero inalcanzable | Buscado como fin último | Destruido como parte del ciclo |
En resumen, mientras Schopenhauer y Hartmann piensan la voluntad como principio metafísico que se afirma o se niega, el logos cósmico inmanente no afirma ni niega: descompone y recompone. No hay drama metafísico, sino ritmo sin rostro. No hay sujeto que sufra, ni inteligencia que redima. Solo hay estructura que impone aparición y desaparición sin cesar.
Ontología del exceso
Una ontología que se manifiesta como impulso orgiástico que impone aparición y desaparición sin cesar es, en última instancia, una estructura sin fundamento, una lógica sin finalidad, una forma de ser que no busca conservarse, sino reconfigurarse perpetuamente. No se trata de una ontología del ser como presencia estable, ni del devenir como tránsito hacia algo, sino de una ontología del exceso, donde el mundo no se sostiene en equilibrio, sino que se desborda en cada instante.
Este impulso orgiástico no es caos, pero tampoco es orden. Es una convulsión rítmica, una pulsión estructural que no responde a voluntad, ni a inteligencia, ni a necesidad. Es el ser como fuerza sin rostro, como ritmo sin propósito, como reiteración sin clausura. Lo que aparece no lo hace para afirmarse, sino para ser destruido y recomenzado. Lo que desaparece no lo hace por agotamiento, sino porque la desaparición es parte del ciclo. No hay redención, ni progreso, ni finalidad. Solo hay reconfiguración infinita.
En ese sentido, esta ontología no puede pensarse desde la metafísica clásica, ni desde la fenomenología, ni desde la lógica dialéctica. Es una ontología que exige pensar el ser como furia estructural, como orgía ontológica, donde cada forma es transitoria, cada equilibrio es efímero, y cada aparición es ya el anuncio de su desaparición. El mundo no se explica: se impone. No se comprende: se atraviesa. No se conserva: se consume.
Es, en última instancia, una ontología que no busca sentido, sino ritmo. Que no se funda en el logos racional, sino en un logos convulsivo, enloquecido, que no cesa de destruir lo que crea. Y en esa destrucción, en esa repetición sin fin, se sostiene.
En el corazón de la ontología andina —cuando se la piensa como impulso orgiástico que impone aparición y desaparición sin cesar— no hay voluntad, ni sujeto, ni finalidad. Lo que se manifiesta no es una forma que busca afirmarse, ni una estructura que se conserva, sino un ritmo que destruye lo que aparece para volver a configurarlo sin propósito. El mundo no se sostiene: se desborda. No se afirma: se consume. Y en ese consumo, en esa desaparición, se prepara el terreno para el nuevo brote, que tampoco durará. El ciclo no busca eternidad, ni equilibrio, ni redención. Su lógica es convulsiva, sin rostro, sin control. Es un logos cósmico que no se ordena, sino que se recomienza enloquecido, sin pausa, sin meta.
Nietzsche, por su parte, diagnostica el nihilismo como el colapso de los valores supremos, pero no se detiene ahí. Su ontología es trágica, sí, pero también afirmativa. El eterno retorno no es repetición mecánica, sino afirmación radical del instante como totalidad. Aunque el mundo carezca de sentido trascendente, puede ser amado en su sin sentido. La voluntad de poder no busca conservar, sino crear, transformar, intensificar. El devenir es afirmado como potencia. En Nietzsche, el impulso no es ciego: es trágicamente lúcido. El mundo no se recomienza por necesidad estructural, sino por afirmación del instante.
Bataille, en cambio, piensa el ser como exceso improductivo, como gasto sin utilidad, como experiencia que desborda toda forma. Su ontología es erótica, sacrificial, convulsiva. El ser no se afirma ni se conserva: se quema. La orgía no es ciclo, sino ruptura. El exceso no recompone: destruye sin retorno. Deleuze retoma esta lógica desde la diferencia, el acontecimiento, la intensidad. El ser no es identidad, sino flujo, máquina deseante, rizoma. No hay estructura fija, sino líneas de fuga. El exceso es potencia de diferenciación, no repetición.
Frente a ellos, la ontología del impulso orgiástico cíclico no busca afirmar el instante, ni quemar la forma, ni fugarse del sistema. Lo que impone es una lógica sin sujeto, sin voluntad, sin deseo. El mundo aparece porque el ciclo lo exige, y desaparece porque el mismo ciclo lo destruye. No hay afirmación, ni negación, ni redención. Solo hay ritmo. El logos cósmico no es voluntad de poder, ni exceso erótico, ni máquina deseante. Es estructura sin rostro que impone aparición y desaparición sin cesar. Su furia no es subjetiva, ni trágica, ni deseante. Es ontológica. Y en esa furia, en esa convulsión sin propósito, el ser se sostiene.
Compatibilidad entre el Impulso Orgíaco Cíclico y la Armonía en la Ontología Andina
Esa tensión es fascinante, y lejos de ser una contradicción, revela la profundidad estructural de la ontología andina. La compatibilidad entre el impulso orgiástico cíclico —que impone aparición y desaparición sin cesar— y la obsesión por el equilibrio y la armonía no se resuelve en una síntesis dialéctica, sino en una coexistencia rítmica que redefine lo que entendemos por equilibrio.
En la lógica andina, el equilibrio no es un estado fijo ni una meta estable. No se trata de conservar una forma, sino de acompañar el ritmo de su transformación. La armonía no se alcanza por inmovilidad, sino por sincronía con el ciclo. Lo que parece exceso —la destrucción, el desborde, la desaparición— no es negación del equilibrio, sino su condición de posibilidad. El mundo no se armoniza porque se detenga, sino porque se reconfigura constantemente. El equilibrio es transitorio, reversible, ritualizado.
Por eso, los gestos rituales andinos no buscan detener el ciclo, sino acompasarse con él. La ofrenda, el pago a la tierra, el calendario agrícola, no son intentos de controlar el mundo, sino de participar en su ritmo. El exceso no se reprime: se canaliza. La armonía no se impone: se negocia con lo que aparece y desaparece. El equilibrio no es un ideal abstracto, sino una práctica situada, que reconoce que toda forma está destinada a disolverse, y que toda disolución prepara una nueva forma.
Así, la ontología andina no ve contradicción entre exceso y armonía, porque no piensa el equilibrio como permanencia, sino como reversibilidad estructural. El mundo se desborda, sí, pero ese desborde es parte del ciclo que sostiene la vida. La armonía no es la negación del caos, sino su ritmo interno. Y en ese ritmo, el ser no se afirma ni se niega: se transforma sin cesar.
Ambigüedad, incertidumbre y probabilidad
La ontología andina del logos cíclico inmanente no se funda en la ambigüedad, la incertidumbre ni la probabilidad, aunque a primera vista pueda parecer que comparte con ellas una apertura hacia lo indeterminado. Pero esa semejanza es superficial. En realidad, esta ontología no se sostiene en la falta de claridad, ni en la duda epistemológica, ni en el cálculo de escenarios posibles. Su lógica no es la del desconocimiento, sino la de la reversibilidad estructural. Lo que aparece no lo hace por azar, sino porque el ciclo lo impone. Lo que desaparece no lo hace por contingencia, sino porque la desaparición es parte constitutiva del ritmo que sostiene el mundo.
La ambigüedad, en su sentido moderno, implica que algo puede tener múltiples significados simultáneos, que la forma se desdobla en interpretaciones. Pero en la ontología andina, no hay ambigüedad en ese sentido: cada fase del ciclo tiene su lugar, aunque no se conserve. Lo que aparece no es ambiguo, sino transitorio. Lo que desaparece no es confuso, sino necesario. La ambigüedad es semántica; el logos cíclico es ontológico. No se trata de interpretar, sino de acompañar el ritmo de lo que se transforma.
La incertidumbre, por su parte, se basa en la imposibilidad de prever lo que ocurrirá. Es una categoría del conocimiento, no del ser. En cambio, el logos cíclico no es incierto: es estructuralmente previsible. No se sabe qué forma específica emergerá, pero sí que toda forma está destinada a disolverse. La lógica no es la del cálculo, sino la del retorno. La incertidumbre moderna se basa en la falta de información; la ontología andina se basa en la certeza de la reconfiguración.
La probabilidad, finalmente, distribuye grados de ocurrencia entre múltiples escenarios posibles. Es una herramienta para pensar el azar, para gestionar lo imprevisible. Pero el logos cíclico no distribuye posibilidades: impone ritmos. No hay cálculo de escenarios, sino estructura que exige alternancia. La probabilidad es estadística; el ciclo es ritual. Lo que ocurre no es probable: es necesario dentro de una lógica que no busca conservar, sino recomenzar.
Así, la ontología andina no se apoya en la ambigüedad, ni en la incertidumbre, ni en la probabilidad. Lo que parece indeterminado desde la lógica moderna, es perfectamente estructurado desde la lógica del ciclo. No hay azar, sino ritmo. No hay confusión, sino reversibilidad. No hay cálculo, sino transformación. Pensar esta ontología exige abandonar las categorías del conocimiento moderno y dejarse atravesar por una lógica que no cesa, que no se fija, que no se clausura. Una lógica donde el ser no se afirma ni se niega, sino que se transforma sin fin.
Cierre especulativo
La ontología andina del logos cíclico inmanente no se deja reducir a sistema, ni a doctrina, ni a teoría. No se funda, no se eleva, no se clausura. Se vive como ritmo, se encarna como gesto, se repite como estructura sin forma. Pensarla no es representarla, ni traducirla, ni universalizarla. Pensarla es dejarse atravesar por su lógica, por su impulso sin propósito, por su furia sin rostro.
El ser no se afirma ni se niega: se transforma sin cesar. Lo que aparece está destinado a desaparecer, y lo que desaparece prepara el terreno para lo que vendrá. No hay equilibrio que se conserve, sino reversibilidad que se impone. No hay armonía como estado, sino como negociación ritual con el exceso. El mundo no se sostiene en una forma, sino en su destrucción constante. Y esa destrucción no es caos, sino condición de posibilidad. No hay necesidad de afirmar un origen, ni de postular una finalidad, ni de buscar una redención. Lo que hay es ciclo, ritmo, convulsión estructural. El pensamiento no se eleva sobre el mundo: se hunde en su latencia, se deja arrastrar por su recomenzar sin fin. Pensar esta ontología no es comprenderla, sino acompasarse con ella. No es dominarla, sino habitar su reversibilidad. Porque en última instancia, el logos cíclico inmanente no cesa. Y eso basta. No para fundar una verdad, sino para sostener el pensamiento en su propia disolución. No para afirmar el ser, sino para dejar que el ser se reconfigure. No para clausurar el mundo, sino para recomenzarlo sin descanso.
Conclusión
El encuentro entre el logos cristiano y el pensamiento andino no fue un diálogo simétrico ni una integración espontánea de visiones del mundo. Fue una transformación profunda, marcada por la supresión del logos andino en su forma originaria. La cosmovisión andina —centrada en la sacralidad territorial, el tiempo cíclico, la relacionalidad cósmica y la presencia activa de las huacas, los mallkis, las estrellas y los cerros— fue desplazada por un logos cristiano que introdujo categorías como la trascendencia, la creación ex nihilo, la libertad individual, la linealidad histórica y la revelación de un Dios único y personal. Se iluminó la primacía del logos espiritual por encima del logos cósmico.
El logos andino fue transformado en su núcleo, obligado a reconfigurarse bajo categorías que daban cuenta de mejor modo del origen del ser según la racionalidad cristiana. Esta reconfiguración no fue parcial ni negociada: implicó el abandono de prácticas, símbolos y estructuras ontológicas fundamentales. Las huacas dejaron de ser entidades vivas; las momias, ancestros activos; los astros, fuerzas divinas. En su lugar, se impuso la figura de Cristo como centro absoluto de sentido, y las entidades andinas sobrevivientes —como la Pachamama o los Apus— quedaron relegadas a funciones secundarias, reinterpretadas como protectores o símbolos dentro de un marco cristiano.
Reconocer esta supresión no implica negar que la resistencia y las formas de reemergencia persisten de manera minoritaria y marginal, pero sí exige asumir con rigor que el pensamiento andino, tal como existía antes del cristianismo, ya no es ni será el mismo. Lo que queda son vestigios, adaptaciones, fragmentos que testimonian no solo una historia de contacto, sino también una historia de reconceptualización.
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