viernes, 24 de octubre de 2025

EL RETRATISTA GENIAL

 

EL RETRATISTA GENIAL

Por Gustavo Flores Quelopana

En el tercer piso de la torre de la Universidad Ricardo Palma, donde el concreto se disuelve en la luz de Lima y el bullicio urbano queda suspendido por unos instantes, tuve el privilegio de entrevistar a Bruno Portuguez, pintor peruano de trazo firme, alma andina y convicción inquebrantable. La cita no fue una simple conversación sobre arte: fue una revelación. Frente a sus lienzos y libros, Portuguez habló como pinta —con intensidad, con verdad, sin adornos innecesarios. Y en ese espacio elevado, rodeado de retratos que parecían mirar desde la historia, comprendí que estaba ante un artista singular, un hombre íntegro, y —sin exagerar— un genio.

Portuguez no es un pintor de academias ni de fórmulas aprendidas. Es autodidacta, pero no en el sentido de quien improvisa: autodidacta como quien estudia con obsesión, como quien se forma en la contemplación, en la práctica rigurosa, en el dolor y en la memoria. Desde niño, copiaba estampas religiosas con devoción, y sus primeros maestros fueron los grandes del arte universal —Leonardo, El Greco, Veronese— a quienes estudió no en aulas, sino en imágenes reproducidas y en el silencio de su vocación. Su madre dibujaba, sus hermanos también, pero él fue más allá: convirtió el dibujo en destino.

Su obra pictórica, especialmente la serie Retratos, que ya alcanza su cuarto volumen, es un testimonio de esa vocación profunda. No se trata de retratos decorativos ni de ejercicios técnicos: son afirmaciones de existencia. Cada rostro que pinta —sea de un héroe patriota, un líder popular, un campesino olvidado o una figura histórica— lleva en sí la dignidad de lo vivido. Portuguez no pinta para agradar: pinta para recordar. Y en esa memoria, el pueblo peruano se vuelve protagonista.

Luego de la entrevista, almorzamos en el Mesón de la Universidad. Fue allí, entre platos sencillos y conversación cálida, donde Bruno me relató pasajes de su vida familiar profundamente entrañables. Me habló con orgullo de su padre, apodado por todos como “el lobo de mar”: un hombre silencioso, discreto, recto, insobornable, que incluso siendo septuagenario se adentraba solo en su barcaza a pescar, como si el mar fuera su única patria. Sabía preparar un ceviche delicioso, pero lo que más le dejó fue una lección de vida. De él y de su madre abnegada —mujer de temple y ternura— Bruno aprendió lo que significa tener dignidad, algo que hoy, lamentablemente, luce extraviado en el mundo moderno.

Los jóvenes avezados del barrio lo respetaban profundamente. Lo llamaban “artista” porque les hacía retratos de sus madres, mujeres que ellos adoraban. Otros vecinos decían que Bruno había salido pintor porque su padre pescaba en la “pinta”, un lugar peligroso del mar, pegado al cerro, donde se formaban remolinos por las cavernas en la roca. Esa geografía agreste, ese vínculo con el riesgo y la naturaleza, parecen haber marcado su carácter. También recordó con gratitud la gran alimentación de pescado que recibió en su niñez y adolescencia, como si el mar hubiera nutrido no solo su cuerpo, sino también su paleta.

Su rostro es testimonio de todo ello. Tiene la expresión grave de quien ha vivido intensamente, con la serenidad de quien ha elegido el camino difícil pero verdadero. Sus ojos —oscuros, hondos, atentos— parecen mirar no solo al interlocutor, sino también al pasado. Hay en ellos una mezcla de melancolía y firmeza, como si supieran demasiado pero no lo dijeran todo. No son ojos de complacencia, sino de testimonio. La mirada de Portuguez no busca aprobación: busca verdad.

La nariz, ancha y firme, parece no dejar de respirar el aroma del mar chorrillano, como si aún llevara consigo el aliento salobre de la “pinta” y los remolinos que su padre enfrentaba. Sus pómulos marcados y la boca contenida le dan al rostro una estructura sólida, casi escultórica, como los rostros que él mismo pinta: labrados en dignidad. El cabello entrecano, peinado con sobriedad, enmarca una expresión que no necesita artificios. Su piel muestra el paso del tiempo con decoro, sin vanidad ni ocultamiento. No hay maquillaje en su expresión: hay historia.

En conjunto, el rostro de Bruno Portuguez es el de un artista que ha elegido la verdad antes que el ornamento, la memoria antes que el espectáculo. Es el rostro de un hombre que ha mirado al Perú desde sus entrañas, y que ha devuelto esa mirada en cada trazo.

Me contó también una escena andina que lo impregnó de tal manera que marcó un giro decisivo en su creación artística. Era un paisaje vivo, saturado de colores imposibles, donde la tierra hablaba en tonos de fuego y los rostros campesinos se fundían con el cielo. No era una postal turística, sino una epifanía cromática: los rojos de los ponchos, los verdes de los cerros, los azules del aire alto, los ocres de la piel curtida por el sol. Desde entonces, sus trazos se volvieron más gruesos, más libres, más afirmativos. El color dejó de ser complemento: se volvió protagonista. Portuguez comprendió que el alma andina no se representa con delicadeza, sino con fuerza, con convicción, con luz que arde.

Su admiración por Rembrandt y Van Gogh no es una cita de museo: es una afinidad espiritual. De Rembrandt toma la profundidad psicológica, la luz dramática, la dignidad del rostro humano. De Van Gogh, la intensidad cromática, el trazo como herida, el color como redención. Pero Portuguez no imita: transforma. Su estilo es propio, irreductible, nacido de la tierra y del alma.

No es un artista de encargos fáciles. Me contó que ha desechado contratos muy jugosos ofrecidos por plutócratas que pretendían intervenir en su arte —sugerencias sobre colores, formas, incluso sobre los rostros que debía pintar. Para Portuguez, eso no es colaboración: es impertinencia. Y frente a la impertinencia, su respuesta es clara: no se vende lo que nace del alma. Su pintura no obedece a caprichos ajenos, sino a convicciones propias. No busca agradar, busca expresar. No decora, denuncia. No ilustra, revela.

Szyszlo, Humareda y él han sido —cada uno en su singularidad— pilares del arte peruano contemporáneo. Los tres han sido reseñados en medios de prestigio como Caretas, El Comercio, Casas y Cosas y otras publicaciones culturales. Pero hay una diferencia que no es menor: solo a Bruno Portuguez lo han tildado de genio. Y no por marketing, ni por moda, ni por escándalo. Lo han llamado genio porque su obra lo exige. Porque sus retratos no son ilustraciones, sino revelaciones. Porque su trazo no copia, sino afirma. Porque su color no decora, sino arde. Porque su ética no se acomoda, sino resiste.

Bruno Portuguez es también un hombre profundamente sensible al dolor humano, a la justicia social y a la libertad. Su pintura no es evasión: es testimonio. Su vida no es pose: es coherencia. ¿Cómo no sentirme orgulloso y feliz de haber conocido a una persona así? Imposible. En un medio burocratizado, mediocre y cínico, él es un avis rara, una excepción luminosa que todavía refleja lo mejor del alma popular. Su existencia dignifica el arte. Su arte dignifica la existencia.

Por eso, al final del almuerzo, me dijo con una sonrisa serena: “Voy a hacerte un retrato”. Ante lo cual agradecí con emoción contenida. Y desde estas líneas, le digo a esta alma sincera, humilde y genial: si lo hace, no gaste sus costosos colores en mi insignificante retrato. Pero si insiste, me contentaré con trazos solamente en negro. Porque en su mano, incluso el negro tiene luz.

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