sábado, 27 de diciembre de 2025

Holografía y trascendencia

 


Holografía y trascendencia

Crítica filosófica al universo holográfico en el clima posmoderno

Introducción

El universo holográfico se ha convertido en una de las metáforas más sugerentes de la física contemporánea. Nacido del cruce entre la teoría de cuerdas y la termodinámica de los agujeros negros, este modelo propone que toda la información del cosmos podría estar codificada en una superficie bidimensional, como si la realidad que habitamos fuese la proyección de un holograma. Su elegancia matemática y su capacidad de seducción cultural lo han situado en el centro de debates científicos y divulgativos, pero también lo han convertido en un símbolo del poder de la técnica para construir mundos conceptuales que, más allá de su verificabilidad, fascinan por su coherencia interna.

Sin embargo, el auge del principio holográfico no puede comprenderse únicamente en términos físicos. Su resonancia se inscribe en un clima cultural posmoderno, donde la interpretación prevalece sobre los hechos y las narrativas múltiples desplazan la pretensión de una verdad única. En este horizonte, la holografía funciona como metáfora de la condición contemporánea: todo es representación, todo es proyección, todo puede ser leído como superficie que oculta y revela a la vez. La técnica, en su alianza con la matemática, se convierte en la nueva metafísica, capaz de ofrecer imágenes del mundo que sustituyen la pregunta por el ser por un entramado de cálculos y simulaciones.

Pero esta fascinación encierra un riesgo: confundir la potencia interpretativa del modelo con la realidad última. La holografía, por más sofisticada que sea, sigue siendo un instrumento conceptual, una construcción de la técnica que organiza fenómenos sin garantizar su correspondencia ontológica. La pregunta fundamental por el origen y el sentido del ser permanece abierta, y ningún modelo físico puede clausurarla. Aquí se revela la tensión entre el poder de la técnica y los límites de su alcance: la holografía ilumina, pero no fundamenta.

Frente a esta situación, la filosofía está llamada a ejercer una crítica que reconozca el valor del holograma como herramienta interpretativa, pero que también señale sus fronteras. La tradición filosófica, desde Platón hasta el neotomismo, ha recordado que las metáforas del cosmos no agotan la realidad, y que detrás de toda representación se encuentra la pregunta por el fundamento. En este sentido, el universo holográfico puede ser leído como una metáfora posmoderna, pero no como una ontología definitiva.

La realidad última no se encuentra en proyecciones matemáticas, sino en Dios como actus purus, acto puro de ser. Esta afirmación, heredera del pensamiento tomista, recuerda que el fundamento del universo no es una superficie codificada, sino el ser mismo en su plenitud. Dios trasciende cualquier construcción técnica y sostiene todo lo existente, más allá de cálculos y representaciones. La holografía, entonces, debe ser comprendida como un relato cultural y científico, subordinado a la verdad ontológica que lo excede.

Este ensayo se propone, por tanto, realizar una crítica filosófica al universo holográfico en el clima posmoderno, mostrando cómo la técnica y la cultura contemporánea han elevado este modelo a metáfora dominante, pero también cómo la filosofía y la teología pueden situarlo en su justo lugar: como instrumento conceptual útil, pero insuficiente para explicar la trascendencia del ser.

Capítulo I: Fundamentos del principio holográfico

El principio holográfico surge en el corazón de la física teórica contemporánea como una intuición radical: la información contenida en un volumen del espacio puede estar codificada en su frontera. Esta idea, formulada inicialmente en el contexto de la termodinámica de los agujeros negros, desafía la intuición clásica y propone que la realidad tridimensional podría ser una proyección de datos inscritos en una superficie bidimensional. La elegancia de esta formulación reside en su capacidad para resolver paradojas —como la del “horizonte de eventos” y la pérdida de información— mediante un recurso matemático que convierte lo inconmensurable en calculable.

La fuerza del principio holográfico no proviene de la observación directa, sino de la coherencia interna de sus ecuaciones y de su fecundidad teórica. En la correspondencia AdS/CFT, por ejemplo, se establece una equivalencia entre una teoría gravitacional en un espacio de dimensión superior y una teoría de campos en su frontera. Este hallazgo no solo ofrece un puente entre la relatividad general y la mecánica cuántica, sino que también revela la potencia de la matemática como lenguaje capaz de articular mundos conceptuales que trascienden la experiencia inmediata. La holografía, en este sentido, es un triunfo de la técnica: convierte lo invisible en estructura formal.

Pero esta misma potencia encierra una ambigüedad. El principio holográfico se presenta como una metáfora científica que fascina por su capacidad de sugerir que la realidad es una proyección, un juego de sombras inscrito en una superficie. La divulgación cultural ha explotado esta imagen hasta convertirla en un símbolo de la condición contemporánea: vivimos en un holograma, dicen algunos, como si la física hubiera confirmado el mito platónico de la caverna. Sin embargo, lo que en el laboratorio es una hipótesis matemática, en el discurso público se transforma en narrativa ontológica. Aquí se abre la grieta entre el rigor técnico y la interpretación cultural.

La crítica filosófica debe comenzar por reconocer esta distancia. El universo holográfico no es un hecho empírico, sino un instrumento conceptual que organiza problemas teóricos. Su estatuto es el de un modelo: útil, elegante, sugerente, pero no verificable en la experiencia cotidiana. Confundirlo con una descripción literal del cosmos es caer en el error de absolutizar la técnica, de convertir la representación en realidad. La holografía, como toda construcción matemática, es un mapa, no el territorio; una proyección, no la esencia.

En este primer capítulo, por tanto, se establece el terreno: el principio holográfico es una creación de la técnica que muestra la capacidad de la matemática para construir mundos posibles. Su valor reside en la coherencia y en la fecundidad teórica, no en la confirmación empírica. Es un modelo que ilumina, pero no fundamenta; que sugiere, pero no garantiza. La filosofía debe situarlo en su justo lugar: como instrumento conceptual de la técnica, subordinado a la pregunta por el ser y a la trascendencia que lo excede.

El principio holográfico fue formulado por el físico neerlandés Gerard ’t Hooft en 1993 y desarrollado por el estadounidense Leonard Susskind en 1995, en el marco de la teoría de cuerdas y la gravedad cuántica. Sus raíces se encuentran en los trabajos de Jacob Bekenstein y Stephen Hawking sobre la entropía de los agujeros negros, que mostraron que la información de un objeto colapsado parecía estar relacionada con su superficie más que con su volumen. Posteriormente, Stephen Hawking y Thomas Hertog exploraron su aplicación a la cosmología, sugiriendo que el universo mismo podría entenderse como un holograma. Este origen histórico revela que la holografía es fruto del poder de la técnica matemática contemporánea, más que de la observación empírica directa.

Capítulo II: Lecturas filosóficas históricas del modelo holográfico

La historia de la filosofía ofrece marcos de interpretación que sitúan el principio holográfico en su proporción: como metáfora potente, como instrumento técnico de representación, y como límite frente al problema del ser. No buscamos anacronismos, sino analogías estructurales: ver cómo cada época ilumina los supuestos ocultos de un modelo que pretende decir algo sobre la realidad. Aquí, la holografía es puesta a prueba en tres estaciones mayores: Antigüedad, Medioevo y Modernidad analítica-existencial, para mostrar que su fuerza interpretativa no equivale a suficiencia ontológica.

Este recorrido es imprescindible porque, hasta ahora, el universo holográfico ha sido tratado casi exclusivamente en el ámbito científico y divulgativo, sin haber sido sometido a una crítica filosófica sistemática. Someterlo a la mirada de Platón, Aristóteles, los pensadores medievales, los modernos y los posmodernos permite situar su alcance real y sus límites, mostrando que su fuerza interpretativa no equivale a suficiencia ontológica.

Los presocráticos ofrecen las primeras claves para pensar la relación entre ser y representación. Parménides sostiene que el ser es uno, pleno e inmóvil, inaccesible al devenir, y desde esta perspectiva cualquier imagen que admita proyección y variación queda por debajo de la certeza ontológica del ser. La holografía puede insinuar estructura, pero no alcanza la inmutabilidad parmenídea: es representación, no necesidad ontológica. Heráclito, en cambio, afirma que todo fluye y que el conflicto es padre de todas las cosas, ordenadas por el logos. Un universo como proyección codificada puede leerse como trama de tensiones reguladas por ese logos, pero si la holografía absolutiza el esquema técnico pierde el carácter vivo y trágico del devenir. El modelo sugiere orden en el cambio, pero su formalismo no agota la experiencia de la mutación que el logos articula.

En la Antigüedad clásica, Platón describe en la alegoría de la caverna que lo sensible es sombra de lo inteligible y que la realidad auténtica son las Ideas. El mundo como proyección remite a una estructura superior que lo fundamenta, y el holograma puede ser metáfora de esa dependencia ontológica. Sin embargo, la matemática ordena y eleva el alma, pero no sustituye la contemplación de lo inteligible: un modelo técnico nunca agota la Forma. La holografía puede simbolizar la dependencia de lo sensible respecto de un orden superior, pero no confiere acceso directo a ese orden. Aristóteles, por su parte, concibe la sustancia como sinergia de materia y forma y explica el cambio mediante acto y potencia. Un código en la frontera puede leerse como forma ordenadora, pero la causalidad no se reduce a información matemática. La serie causal exige un fundamento inmóvil, acto puro, y un modelo físico no satisface esta exigencia metafísica. La holografía describe disposiciones formales del cosmos, pero no su causa última: es física sin metafísica.

En el Medioevo, San Agustín interpreta el orden matemático como signo de la racionalidad divina del cosmos. La holografía puede servir como metáfora de la dependencia de lo temporal respecto de lo eterno, pero la verdad no se agota en la técnica, pues la iluminación y la interioridad trascienden la formalización. Es útil como símbolo, pero insuficiente como verdad última. Santo Tomás de Aquino afirma que Dios es acto puro de ser y que la metafísica culmina el orden de los saberes. La holografía puede ser ciencia verdadera en su ámbito, pero subordinada a la metafísica, pues no funda el ser. Una teoría sin causalidad primera y sin analogía del ser no puede pretender ultimidad: la holografía es instrumento conceptual valioso, pero la realidad última es Dios como actus purus. Duns Escoto introduce la distinción formal y recuerda que el ser posee dimensiones irreductibles aun en una misma entidad. Un mundo proyectado en una superficie pierde matices ontológicos esenciales, y la holografía simplifica donde el ser exige complejidad irreductible. Guillermo de Occam, con su navaja, advierte que no deben multiplicarse entidades sin necesidad. Sin predicciones verificables adicionales, el holograma es carga teórica superflua: modelo elegante, pero prescindible si no añade poder explicativo comprobable.

En la modernidad y la filosofía analítica, Bertrand Russell exige conexión entre teoría y experiencia, y la holografía, aunque elegante, es provisional: sin datos no es conocimiento robusto. El Círculo de Viena establece la verificabilidad como condición de sentido y advierte que la holografía corre el riesgo de ser metafísica encubierta si no produce observables; es instrumental, no descriptiva, mientras carezca de test empírico. Hilary Putnam defiende el pluralismo de marcos y considera la holografía un esquema útil entre otros, pero no hegemónico. Donald Davidson recuerda que la interpretación se sostiene en coherencia holística y que la holografía es un lenguaje teórico que organiza prácticas, sin garantizar correspondencia absoluta: debe valorarse su consistencia, no absolutizarse ontológicamente.

La fenomenología y el existencialismo añaden otra perspectiva. Max Scheler subraya que lo humano excede lo físico-matemático y que la holografía no capta el valor ni el espíritu: es pertinente para la materia, insuficiente para la persona. Nicolai Hartmann concibe el ser en estratos irreductibles —físico, biológico, psíquico, espiritual— y critica que la reducción proyectiva ignore los niveles superiores, de modo que el modelo es parcial por definición. Karl Jaspers advierte que la ciencia no agota la experiencia liminar y que la holografía no ilumina la trascendencia ni el sentido: es filosóficamente interesante, pero existencialmente marginal. Martin Heidegger diagnostica que la técnica enmarca el mundo como fondo de cálculo y que la holografía ejemplifica la reducción del ente a representación, con el peligro de encubrir el Ser bajo el brillo técnico. Jean-Paul Sartre recuerda que la libertad y la responsabilidad humanas no dependen de cosmologías: sea holograma o no, la libertad sigue siendo ineludible, y el modelo es irrelevante para lo humano esencial.

En la posmodernidad, Richard Rorty sostiene que las teorías son herramientas y no espejos de la naturaleza, y la holografía debe ser entendida como modelo útil para organizar problemas en física, pero sin valor metafísico. Gianni Vattimo propone la ontología débil y la disolución de certezas, y la holografía aparece como ejemplo de cómo incluso espacio y tiempo pueden ser leídos como proyección, sin pretensión de ultimidad: metáfora de la condición posmoderna, interpretación ante todo. Jean-François Lyotard proclama el fin de los grandes relatos y sospecha de la holografía cuando se convierte en narrativa cosmológica unificadora, prefiriendo micro-relatos experimentales y locales: cautela contra absolutizar un esquema técnico como relato global. Jacques Derrida, con la différance, recuerda que no hay presencia plena y que el sentido se difiere y dispersa: la proyección holográfica subraya la ausencia del fundamento presente, un juego de trazas informacionales, exhibiendo la huella pero no el origen. Michel Foucault muestra que las verdades se producen en dispositivos de poder-saber y que la holografía debe ser entendida como tecnociencia que fabrica un régimen de verdad proyectivo, útil pero históricamente situado, y por ello conviene criticar sus efectos culturales. Jean Baudrillard, finalmente, describe el signo que sustituye a lo real y la proliferación de simulacros más reales que lo real: la holografía es emblema de la hiperrealidad, una estructura que hace pasar la proyección por realidad y que puede alimentar la confusión entre representación y mundo.

El recorrido histórico convergente establece una pauta: el principio holográfico puede ser una metáfora poderosa y un instrumento técnico de gran fecundidad, pero su alcance ontológico es limitado. Las grandes tradiciones —de la jerarquía platónica de las Ideas a la causalidad aristotélica, de la teología medieval al rigor analítico, de la fenomenología a la crítica de la técnica— coinciden en subrayar que la proyección no es el fundamento y que la representación no es el ser. La filosofía resitúa la holografía en su lugar propio: mapa útil, no territorio; lenguaje eficaz, no verdad última; promesa interpretativa, no cumplimiento metafísico. Con este marco, el ensayo puede avanzar hacia la articulación de mi tesis: en el clima posmoderno, donde la interpretación prevalece, la técnica erige modelos seductores; pero la trascendencia —Dios como acto puro de ser— permanece como medida y límite de toda construcción.

Capítulo III: Críticas matemáticas y científicas al principio holográfico

En el terreno de la ciencia el principio holográfico, formulado por Gerard ’t Hooft en 1993 y desarrollado por Leonard Susskind en 1995, ha sido celebrado por su elegancia formal y por la capacidad de conectar la gravedad cuántica con la teoría de cuerdas. Sin embargo, tanto matemáticos como científicos han señalado sus límites, recordando que un modelo teórico no equivale a una ontología definitiva.

Desde la matemática, Georg Cantor mostró que el infinito no puede ser reducido sin paradojas, y la holografía, al sugerir que toda la información de un volumen puede codificarse en una superficie finita, enfrenta el problema de cómo comprimir lo infinito en lo finito. David Hilbert, con su programa formalista, aspiraba a sistemas completos y consistentes, pero el principio holográfico, apoyado en geometrías anti-de Sitter y en la teoría de cuerdas, carece de esa consistencia demostrada: es un sistema formal poderoso, pero aún no cerrado ni verificable. Kurt Gödel, con sus teoremas de incompletitud, recordó que ningún sistema formal puede contener toda la verdad, y la holografía, como construcción matemática, no puede pretender ser un marco absoluto; siempre habrá verdades fuera de su alcance. Henri Poincaré, por su parte, subrayó que las teorías científicas son en gran medida convenciones útiles más que descripciones absolutas de la realidad. Desde esta perspectiva, la holografía debe ser entendida como un esquema pragmático que organiza fenómenos, pero no como una verdad última. Otros matemáticos contemporáneos han señalado que la holografía funciona más como metáfora formal que como descripción literal del cosmos, y que su aplicabilidad depende de contextos geométricos específicos, no del universo observable.

Desde la ciencia, Jacob Bekenstein y Stephen Hawking abrieron el camino al mostrar que la entropía de los agujeros negros depende de la superficie y no del volumen, pero ellos mismos advirtieron que esta intuición no equivalía a una descripción completa del universo, sino a un indicio parcial. Juan Maldacena, con la correspondencia AdS/CFT, dio forma rigurosa al principio, pero reconoció que su validez se restringe a espacios anti-de Sitter, distintos de la geometría real del cosmos, de modo que la extrapolación al universo observable sigue siendo especulativa. Roger Penrose ha criticado tanto la teoría de cuerdas como la holografía por su falta de conexión con la realidad física comprobable, subrayando que la elegancia matemática no garantiza verdad científica. En general, los físicos señalan que el principio holográfico carece de evidencia empírica directa: los experimentos actuales ofrecen indicios parciales en sistemas cuánticos de laboratorio, pero no pruebas concluyentes de que el universo sea holográfico. La divulgación cultural, al convertirlo en narrativa cosmológica, corre el riesgo de absolutizar lo que en ciencia es todavía hipótesis provisional.

En conjunto, las críticas matemáticas y científicas convergen en un punto decisivo: la holografía es un modelo formal fecundo, capaz de iluminar problemas teóricos y abrir caminos de investigación, pero insuficiente como descripción definitiva de la realidad. La matemática recuerda sus límites de consistencia, incompletitud y convencionalidad; la ciencia advierte su falta de evidencia empírica y su dependencia de teorías aún no confirmadas. El principio holográfico debe ser comprendido como construcción técnica poderosa, pero no como fundamento último del ser.

Capítulo IV: La holografía como producto de la metafísica de la técnica

Paso ahora a exponer mi propio planteamiento. El universo holográfico puede entenderse como un producto de la metafísica de la técnica. En la medida en que la ciencia contemporánea se apoya en modelos matemáticos altamente abstractos, la holografía se convierte en un instrumento conceptual que refleja la capacidad de la técnica para construir mundos posibles. No se trata de una descripción literal de la realidad, sino de una forma de pensar que surge del poder de la matemática y la física para proyectar estructuras coherentes. En este sentido, el holograma es un ejemplo paradigmático de cómo la técnica se apropia de la metafísica y la transforma en un lenguaje de cálculo y representación.

Este fenómeno se inscribe en un clima cultural posmoderno, caracterizado por la prioridad de la interpretación sobre los hechos. La posmodernidad desconfía de las verdades absolutas y celebra la pluralidad de relatos. El universo holográfico encaja perfectamente en este horizonte: más que una verdad comprobada, es una metáfora poderosa que sugiere que lo que percibimos como sólido y tridimensional podría ser una proyección. En este contexto, la holografía no se presenta como certeza, sino como un relato interpretativo que resuena con la sensibilidad cultural actual.

Sin embargo, la fuerza de este modelo no debe confundirse con la realidad última. La técnica, en su afán de construir representaciones, corre el riesgo de sustituir la pregunta por el ser por un conjunto de cálculos y simulaciones. La holografía, por más elegante que sea, sigue siendo una construcción conceptual que depende de la lógica interna de la física teórica. No puede, por sí sola, responder a la pregunta fundamental sobre el origen y el sentido del ser. Aquí se revela la tensión entre el poder de la técnica y los límites de su alcance ontológico.

Desde una perspectiva metafísica más amplia, la realidad última no se encuentra en modelos técnicos, sino en Dios como acto puro de ser. Esta afirmación, heredera del pensamiento tomista, recuerda que el fundamento del universo no es una proyección matemática, sino el ser mismo en su plenitud. Dios, entendido como actus purus, es la causa primera y el principio que sostiene todo lo que existe. Frente a esta verdad, el universo holográfico aparece como una construcción parcial, incapaz de abarcar la totalidad del ser.

La crítica filosófica, entonces, debe reconocer el valor del holograma como instrumento conceptual, pero también señalar sus límites. Es útil para pensar problemas de la física contemporánea, como los agujeros negros o la estructura del espacio-tiempo, pero no puede confundirse con una ontología definitiva. Su lugar está en el ámbito de la técnica y de la cultura posmoderna, donde funciona como metáfora y herramienta interpretativa, no como descripción última de la realidad.

En conclusión, mi postura afirma con claridad que el universo holográfico es un producto del auge de la técnica y de la sensibilidad posmoderna, que privilegia la interpretación sobre los hechos. Es un modelo elegante y sugestivo, pero su alcance es limitado: no sustituye la metafísica ni la teología. La realidad última sigue siendo Dios como acto puro de ser, fundamento irreductible de todo lo existente. Así, la holografía se reconoce como un instrumento conceptual valioso, pero subordinado a la verdad ontológica que trasciende cualquier construcción técnica.

La posmodernidad ha creado un clima cultural marcadamente anti-realista, en el que se privilegia la construcción formal por encima de la realidad misma. En este horizonte, los modelos técnicos y las representaciones matemáticas adquieren un estatuto superior al mundo que pretenden describir. La holografía encaja en este clima como ejemplo paradigmático: más que un intento de captar lo real, se convierte en un ejercicio de formalización que fascina por su coherencia interna, aunque se mantenga desligado de la experiencia concreta.

Este predominio de la forma sobre la sustancia es síntoma de una decadencia civilizacional. La cultura técnica, al absolutizar sus propios lenguajes de cálculo y simulación, atrapa a la sociedad en un universo de representaciones que sustituyen la pregunta por el ser. La realidad se diluye en un entramado de modelos, y la verdad queda subordinada a la eficacia de la técnica. En este sentido, el universo holográfico no es solo un producto científico, sino también un signo cultural: muestra cómo la posmodernidad celebra la multiplicidad de relatos y la potencia de la técnica, mientras abandona la búsqueda de lo real.

La crítica filosófica debe señalar que este clima anti-realista, aunque seductor, conduce a una pérdida de orientación. Al privilegiar la construcción formal sobre la realidad, la cultura posmoderna corre el riesgo de olvidar que los modelos son instrumentos y no fundamentos. La holografía, por más elegante que sea, no puede sustituir la ontología ni la metafísica. Su lugar está en el ámbito de la técnica y de la cultura interpretativa, pero no en el terreno de la verdad última.

La posmodernidad no solo privilegia la construcción formal sobre la realidad, sino que ha dado lugar a un clima de posverdad, en el que los hechos pierden peso frente a las narrativas y las percepciones. En este horizonte, lo verdadero ya no se mide por su correspondencia con la realidad, sino por su capacidad de circular, persuadir o integrarse en un entramado cultural. El universo holográfico se inscribe en este clima como relato sugestivo: más que una verdad comprobada, es una metáfora que se impone por su fuerza interpretativa y su resonancia con la sensibilidad contemporánea.

Este clima de posverdad se sostiene en la hegemonía de la razón funcional sobre la razón sustancial. La técnica y la ciencia contemporánea privilegian la eficacia, la operatividad y la capacidad de cálculo, mientras relegan la pregunta por el sentido y el fundamento. La holografía es un ejemplo claro de esta tendencia: un modelo que funciona en el plano formal, que organiza coherentemente la información, pero que no responde a la cuestión ontológica de qué es el ser. La razón funcional construye mundos posibles, pero la razón sustancial recuerda que la verdad última no se reduce a la utilidad ni al cálculo.

La irrupción de la inteligencia artificial y de los mundos virtuales intensifica este clima cultural. La IA produce representaciones, simulaciones y relatos que pueden sustituir la experiencia directa, mientras que los mundos virtuales ofrecen escenarios donde la apariencia se confunde con la realidad. En este contexto, la holografía se convierte en símbolo de una civilización atrapada por la cultura técnica: un universo de proyecciones que fascina por su coherencia interna, pero que corre el riesgo de olvidar la sustancia del ser. La técnica, al multiplicar simulacros y mundos posibles, alimenta la ilusión de que la realidad puede ser reemplazada por sus representaciones.

La crítica filosófica debe advertir que este clima de posverdad, razón funcional y virtualidad tecnológica es parte de una decadencia civilizacional. La cultura técnica, al absolutizar sus lenguajes de cálculo y simulación, sustituye la búsqueda de lo real por un entramado de modelos. La holografía, por más elegante que sea, sigue siendo una construcción conceptual dependiente de la física teórica y de la matemática abstracta. No puede responder a la pregunta fundamental sobre el origen y el sentido del ser. Frente a esta situación, la metafísica recuerda que la realidad última no se encuentra en mundos virtuales ni en modelos técnicos, sino en Dios como acto puro de ser, fundamento irreductible de todo lo existente.

Capítulo V: Horizontes espirituales y culturales frente al universo holográfico

El universo holográfico, como construcción técnica y metáfora posmoderna, ha mostrado sus límites en el plano ontológico. Para comprender mejor la tensión entre representación y realidad última, conviene abrir el horizonte hacia tradiciones espirituales y filosóficas que, desde otros contextos culturales, ofrecen claves distintas para pensar el ser y la trascendencia.

El taoísmo enseña que el Tao es el principio originario, inefable y anterior a toda forma. Frente a la holografía, que organiza el cosmos como proyección codificada, el taoísmo recuerda que la realidad fluye en armonía espontánea, sin necesidad de esquemas técnicos. El Tao no se reduce a cálculo ni a representación: es el camino que sostiene la totalidad, la fuente de la unidad y la transformación. La holografía puede sugerir orden, pero carece de la sabiduría del fluir natural que el taoísmo reconoce como fundamento.

El sufismo, tradición mística del islam, afirma que la realidad última es Dios, y que el mundo es reflejo de su luz. La holografía, como proyección, puede ser vista metafóricamente como sombra de una plenitud superior, pero el sufismo insiste en que el sentido del cosmos no se encuentra en la técnica, sino en la unión amorosa con lo divino. La experiencia mística trasciende cualquier modelo formal: lo real no es un código en la frontera, sino la presencia viva de Dios que se revela en el corazón. La holografía, en este horizonte, aparece como símbolo parcial, incapaz de captar la dimensión espiritual que el sufismo coloca en el centro.

La filosofía andina, heredera de las cosmovisiones de los pueblos originarios de los Andes, concibe el mundo como tejido de reciprocidad y complementariedad. La realidad no es mera proyección, sino relación viva entre humanos, naturaleza y lo sagrado. El principio de ayni —la reciprocidad— muestra que el ser se sostiene en vínculos, no en abstracciones técnicas. Frente a la holografía, que reduce el universo a información codificada, la filosofía andina recuerda que la verdad se encuentra en la comunidad, en el equilibrio con la Pachamama y en la integración de lo humano con lo divino. La holografía puede ser metáfora de interconexión, pero no sustituye la experiencia concreta de la vida en armonía con la tierra y el cosmos.

El cristianismo aporta una clave decisiva frente al universo holográfico. Desde sus orígenes, afirma que la realidad última no es una proyección ni un código formal, sino la creación sostenida por Dios y culminada en la encarnación de Cristo. La verdad no se reduce a representaciones técnicas, porque se manifiesta en la historia y en la persona. Frente a la holografía, que organiza el cosmos como información en una frontera, el cristianismo recuerda que el ser se funda en la Palabra creadora y que la plenitud se revela en el acto de amor divino.

La tradición cristiana, especialmente en su vertiente tomista, insiste en que Dios es actus purus, acto puro de ser, y que toda ciencia y técnica deben subordinarse a la metafísica. La holografía puede ser útil como metáfora o como instrumento conceptual, pero no puede sustituir la revelación ni la verdad encarnada. En este sentido, el cristianismo ofrece un horizonte que trasciende la cultura técnica y la posmodernidad: la realidad no es simulacro ni proyección, sino creación que participa del ser divino.

En conjunto, estas tradiciones muestran que la holografía, aunque fecunda como instrumento conceptual, no alcanza la plenitud de lo real. El taoísmo subraya el fluir del Tao más allá de toda representación; el sufismo revela la unión con Dios como verdad última; la filosofía andina enseña la reciprocidad y la comunidad como fundamento del ser. Todas coinciden en señalar que la técnica, por más sofisticada que sea, no puede sustituir la trascendencia ni la experiencia espiritual.

Así, el universo holográfico es un producto de la cultura técnica y de la sensibilidad posmoderna, pero que su alcance es limitado. La realidad última se encuentra en el ser mismo, en la trascendencia divina y en las sabidurías que recuerdan la unidad, la reciprocidad y el amor como fundamentos irreductibles. La holografía, en este horizonte, se reconoce como metáfora útil, pero subordinada a la verdad que trasciende cualquier construcción formal.

El modelo holográfico, concebido como una proyección en la que lo visible depende de un código inscrito en una frontera invisible, puede relacionarse con el exorcismo en tanto ambos ponen de manifiesto que lo que aparece en la superficie está sostenido por fuerzas ocultas. En la física teórica, la holografía sugiere que el universo tridimensional es resultado de una información más profunda que se organiza en un plano distinto; en el ámbito espiritual, el exorcismo parte de la convicción de que la conducta humana puede estar influida por realidades invisibles que irrumpen en lo sensible. En ambos casos, lo que se ve es expresión de un orden que no se reduce a lo aparente.

El exorcismo busca restablecer el equilibrio espiritual expulsando aquello que perturba, y en este sentido se asemeja a la idea de que la holografía organiza el cosmos mediante leyes que garantizan coherencia. El rito de liberación, como la matemática del holograma, apunta a un orden superior que sostiene lo visible. Sin embargo, la diferencia es decisiva: mientras la holografía pertenece al ámbito de la técnica y de la física teórica, el exorcismo se inscribe en la dimensión religiosa, donde la verdad última no es un código matemático, sino la presencia de Dios que libera y sostiene el ser.

La analogía permite comprender que tanto el modelo holográfico como el exorcismo reconocen la existencia de planos ocultos que condicionan lo manifiesto. La holografía lo hace en clave técnica, mostrando que la información en la frontera determina la realidad proyectada; el exorcismo lo hace en clave espiritual, mostrando que fuerzas invisibles pueden alterar la vida humana y que solo la intervención divina restituye el orden. En ambos casos, lo visible depende de lo invisible, pero la interpretación cambia radicalmente: en la ciencia es cálculo y representación, en la religión es trascendencia y salvación.

Así, la relación entre holografía y exorcismo revela la tensión entre técnica y espiritualidad. La primera construye modelos que explican la estructura del cosmos, la segunda afirma la primacía de lo divino sobre cualquier representación. El universo holográfico puede servir como metáfora para pensar el exorcismo, pero nunca sustituye su sentido profundo: la liberación del ser humano frente al mal y la afirmación de que la realidad última se encuentra en Dios, no en un código matemático.

Capítulo VI: Dimensiones olvidadas del universo holográfico

El universo holográfico, concebido como metáfora técnica y cultural, no se agota en las interpretaciones filosóficas, científicas o religiosas que hemos revisado. Existen otras dimensiones que suelen quedar relegadas y que, sin embargo, son esenciales para comprender el alcance de este modelo. La primera es la dimensión estética y artística: el holograma no es solo un concepto físico, sino también una imagen que fascina por su capacidad de mostrar lo invisible y de proyectar lo efímero. El arte contemporáneo, desde las instalaciones digitales hasta las performances, ha convertido la holografía en símbolo de lo transitorio y lo aparente, recordando que la belleza también puede ser un modo de acceso a lo real.

La segunda dimensión es la ética. La cultura técnica y el clima de posverdad plantean dilemas morales profundos. Vivir en un mundo donde las representaciones pueden sustituir la realidad obliga a preguntarse por la responsabilidad frente a la manipulación de lo verdadero. La holografía, como metáfora, nos invita a reflexionar sobre el riesgo de confundir cálculo con sentido y representación con verdad. La ética recuerda que la técnica debe estar subordinada al bien y que no basta con construir modelos elegantes si estos oscurecen la dignidad del ser humano.

La tercera dimensión es la antropológica. Las culturas originarias muestran que la realidad no es mera proyección, sino tejido de vínculos. La filosofía andina, con su principio de ayni o reciprocidad, enseña que el ser se sostiene en relaciones vivas entre humanos, naturaleza y lo sagrado. Otras tradiciones, como las africanas o las indígenas de Norteamérica, también conciben lo invisible como parte constitutiva de lo humano. Frente a la holografía, que reduce el universo a información codificada, estas cosmovisiones recuerdan que la verdad se encuentra en la comunidad y en la armonía con la tierra.

La cuarta dimensión es la mística y esotérica. Más allá de las religiones institucionales, existen corrientes que interpretan la holografía como símbolo de planos de conciencia, de mundos intermedios o de la unidad entre microcosmos y macrocosmos. Aunque no sean científicas, estas lecturas muestran cómo la metáfora holográfica se expande hacia lo espiritual y cómo la técnica puede ser reinterpretada como signo de una realidad más amplia.

Finalmente, la quinta dimensión es la política y social. La holografía y la cultura de la simulación pueden ser utilizadas para el control, la propaganda o la creación de realidades virtuales que condicionan la vida colectiva. En este sentido, el holograma se convierte en símbolo de poder y de manipulación cultural, recordando que la técnica no es neutral y que sus usos pueden reforzar estructuras de dominación.

En conjunto, estas dimensiones olvidadas —la estética, la ética, la antropológica, la mística y la política— muestran que el universo holográfico no es solo un modelo físico, sino un espejo de nuestra civilización atrapada entre la técnica y la trascendencia. Reconocerlas es indispensable para evitar que la holografía se absolutice como verdad última y para situarla en su lugar: un instrumento conceptual valioso, pero siempre subordinado a la realidad del ser que trasciende cualquier construcción formal.

Conclusión

A lo largo de los seis capítulos hemos recorrido un itinerario que va desde las raíces filosóficas presocráticas hasta las críticas posmodernas, pasando por la metafísica clásica, las teologías y religiones, y las dimensiones olvidadas de la cultura contemporánea. El modelo del universo holográfico ha aparecido como un instrumento conceptual fecundo, capaz de organizar problemas de la física teórica y de ofrecer metáforas poderosas para la cultura actual. Sin embargo, también hemos mostrado sus límites: no puede sustituir la pregunta por el ser, ni la experiencia espiritual, ni la trascendencia que sostiene la realidad última.

El holograma se ha convertido en símbolo de una civilización dominada por la técnica y atrapada en el clima posmoderno de posverdad, razón funcional y mundos virtuales. Su fuerza reside en la coherencia formal y en la capacidad de proyectar estructuras abstractas, pero precisamente por ello se inscribe en un horizonte cultural marcado por el predominio del principio de inmanencia sobre el principio de trascendencia. La cultura técnica privilegia lo que puede ser calculado, representado y simulado, mientras relega la pregunta por el origen y el sentido. El universo holográfico se pone en la cima cultural porque encarna esta supremacía de la inmanencia: todo se reduce a información, todo se convierte en proyección, todo se explica en el plano de lo formal.

Frente a esta absolutización de la técnica, las tradiciones filosóficas y religiosas recuerdan que la realidad última no se encuentra en modelos conceptuales, sino en el ser mismo. Parménides, Platón, Aristóteles y Tomás de Aquino insisten en que el fundamento no es representación, sino acto puro de ser. El cristianismo proclama que la verdad se revela en la creación y en la encarnación, el sufismo que el mundo es reflejo de la luz divina, el taoísmo que el Tao sostiene el fluir de la totalidad, y la filosofía andina que la vida se funda en reciprocidad y comunidad. Todas estas voces coinciden en señalar que la trascendencia no puede ser sustituida por la inmanencia técnica.

La conclusión es clara: el universo holográfico es un modelo elegante y sugestivo, pero su alcance es limitado. Es útil como metáfora científica y cultural, pero no puede erigirse en ontología definitiva. Su lugar está en el ámbito de la técnica y de la cultura posmoderna, donde funciona como relato interpretativo y como signo de una civilización que privilegia la inmanencia. La verdad última, sin embargo, sigue siendo la trascendencia: Dios como acto puro de ser, fundamento irreductible de todo lo existente. Reconocer esta diferencia es indispensable para evitar que la cultura técnica se absolutice y para recuperar la pregunta por el ser, que ninguna proyección matemática puede clausurar.

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