martes, 11 de noviembre de 2025

No se ve el abismo porque se ha normalizado

 

No se ve el abismo porque se ha normalizado

El despoblamiento, la trampa civilizatoria y el simulacro del progreso

La humanidad parece encaminarse hacia un colapso simbólico sin darse cuenta. El fenómeno del despoblamiento mundial —especialmente en las grandes urbes del norte global— no es solo un dato demográfico, sino un síntoma civilizatorio. Mientras el modelo rural tradicional aún arrastra formas de sobrepoblación precaria, el modelo urbano moderno se vacía de sentido, de vínculos, de deseo de continuidad. La humanidad queda atrapada entre dos polos agotados: el campo como nostalgia sin futuro, y la ciudad como promesa incumplida. Ninguno de los dos ofrece ya un horizonte habitable.

Esta trampa no es solo espacial o económica: es ontológica. El modelo civilizatorio dominante —productivista, tecnocrático, desvinculado— ha colonizado el deseo, el lenguaje y la imaginación. Nadie quiere renunciar al progreso, pero ese progreso ya no promete nada. El inmanentismo —esa clausura del sentido en lo inmediato, lo útil, lo funcional— ha arrasado con el jardín reverdecido de la trascendencia. Lo simbólico ha sido instrumentalizado, lo material deshumanizado, y el equilibrio entre ambos se ha convertido en una repetición destructiva. Cada intento de armonía dentro del sistema refuerza el sistema mismo. El símbolo se vuelve marketing; la materia, mercancía.

La llamada era postoccidental, que se anunciaba como una oportunidad para reabrir el horizonte espiritual clausurado por la modernidad, no podrá cumplir su promesa de retorno a la trascendencia. No porque haya fracasado aún, sino porque su propia lógica de progreso impide ese retorno. No renuncia al modelo civilizatorio del progreso material, sino que lo refina, lo estetiza, lo espiritualiza superficialmente. En lugar de restaurar el misterio, lo convierte en experiencia; en lugar de reencantar el mundo, lo convierte en espectáculo. El gesto de volver a lo simbólico ha sido absorbido por la lógica del simulacro.

Así, la postoccidentalidad no ha sido una superación del modelo civilizatorio, sino su sofisticación: una modernidad sin alma, pero con ornamentos espirituales. Una técnica que ya no niega a Dios, pero lo convierte en interfaz. Una cultura que ya no combate lo sagrado, pero lo convierte en contenido. El progreso material sigue siendo el eje, el horizonte, el lenguaje. Y mientras ese modelo no se desmonte, la trascendencia seguirá clausurada, convertida en decoración, en simulacro, en mercancía simbólica.

La humanidad, sin darse cuenta, ha dejado de desear. No se tendrán hijos, ni familia, ni cosas, ni posesiones, ni viajes, ni siquiera deseo de vivir. No por catástrofe, sino por desinterés. El colapso no será un estallido, sino un silencio. Una marcha invisible hacia el abismo. Pero el abismo no se ve, porque se ha normalizado. La soledad, la desvinculación, la futurofobia se han vuelto parte del aire que se respira. La técnica reemplaza el vínculo; la eficiencia sustituye el propósito. Y así, el colapso simbólico se convierte en paisaje cotidiano.

Técnica, postoccidente y el surgimiento del nihilismo estructural

En esta era postoccidental, el modelo civilizatorio dominante persiste con una obstinación que ya no necesita justificación. Ha dejado de ser una promesa y se ha convertido en una atmósfera: no se discute, no se elige, simplemente se respira. La técnica —automatización, inteligencia artificial, biotecnología, redes— ha reemplazado el vínculo humano como eje de organización. Ya no se vive para cuidar, enseñar, transmitir; se vive para funcionar. Y cuando eso falla, se sobrevive.

La paradoja es brutal: para salir de la trampa del modelo actual, habría que dejar de vivir para trabajar, como en el ideal comunista de Marx —una vida libre, creativa, comunitaria— pero sin el aparato estatal que lo administre. Sin embargo, el único modo de sostener esa vida sería mediante un aparato técnico que, inevitablemente, reproduce el mismo modelo que se quiere superar. La técnica, en su forma actual, no libera: gestiona. No humaniza: optimiza. No cuida: automatiza.

Así, incluso nuestras utopías están contaminadas por la lógica que queremos abandonar. El equilibrio entre lo simbólico y lo material, tan deseado, se convierte en una repetición destructiva. Lo simbólico se instrumentaliza, se convierte en decoración, en marketing, en simulacro. Lo material se deshumaniza, se convierte en mercancía, en dato, en flujo. El deseo de armonía, dentro del paradigma actual, refuerza el paradigma mismo. Cada intento de salir termina siendo una forma más sofisticada de quedarse.

Este es el surgimiento del nihilismo estructural. No como ideología, sino como condición civilizatoria. Ya no se trata de negar el sentido, sino de vivir como si nunca hubiera existido. El vacío no se proclama: se normaliza. El colapso no se anuncia: se gestiona. La humanidad no se destruye: se desvincula. Y así, el mundo sigue funcionando, pero ha dejado de ser humano.

La clausura del deseo, la marcha invisible y los que resisten

La clausura del deseo no se ha producido por decreto ni por trauma, sino por desgaste. El deseo de vivir, de vincular, de continuar, de trascender, ha sido erosionado lentamente por una civilización que lo ha convertido en función, en consumo, en simulacro. Ya no se desea tener hijos, formar familia, poseer cosas, viajar, explorar. No porque se haya perdido la capacidad, sino porque se ha perdido el porqué. El deseo ha sido domesticado, gestionado, anestesiado. La posmodernidad erigió el deseo como la panacea, pero no pudo atisbar más allá.

Y así, la humanidad marcha hacia el abismo sin verlo. No hay rebelión, no hay alarma, no hay estallido. Solo una normalización del vacío. La técnica sigue avanzando, la infraestructura sigue funcionando, los cuerpos siguen moviéndose. Pero el alma ha dejado de habitar el mundo. El colapso simbólico no es un evento: es una atmósfera. Y por eso, la mayoría no lo percibe, no lo teme, no lo evita.

Cuando finalmente se revele el abismo —cuando el simulacro ya no pueda sostenerse, cuando el deseo esté completamente desactivado— serán tan pocos los que resistan que no podrán contener a los muchos que se lanzan al precipicio. No por maldad, no por desesperación, sino por ceguera estructural. La marcha hacia el vacío será celebrada como innovación, como eficiencia, como progreso. Y los que aún deseen, aún vinculen, aún imaginen, serán vistos como anacrónicos, como obstáculo, como error.

Pero esos pocos —los que resisten al vacío— no son héroes ni salvadores. Son grietas vivas en el muro del simulacro. Son memoria encarnada, deseo persistente, vínculo irreductible. No podrán salvar a todos, pero pueden encender el lenguaje del sentido. No podrán detener la avalancha, pero pueden sembrar comunidad. No podrán restaurar el mundo, pero pueden reencantarlo. Y, sin embargo, no podrán evitar el colapso final.

Escatología, colapso simbólico y la confirmación del cristianismo

Todo este simulacro —la técnica que sustituye el vínculo, el progreso que vacía el sentido, el equilibrio que repite la destrucción— parece repetirnos una antigua intuición: el paraíso en la tierra es imposible para los humanos sin la ayuda de Dios. Pero en el marco del cristianismo, con Dios ya estamos en el plano escatológico, es decir, más allá del tiempo histórico, tras el fin del mundo. Esta paradoja revela el núcleo de la desesperanza contemporánea: la clausura del sentido tanto en lo inmanente como en lo trascendente.

El modelo civilizatorio de la modernidad inmanentista ha expulsado a Dios de la historia, pero no ha podido reemplazarlo. Ha sustituido la esperanza con funcionalidad, la redención con eficiencia, el misterio con gestión. Y así, la humanidad sobrevive, pero no se salva. El mundo sigue funcionando, pero ha dejado de ser humano. El lenguaje de lo sagrado ha sido desactivado, y el tiempo se ha vuelto horizontal, sin promesa, sin revelación, verticalidad, ni elevación.

Esto no refuta el cristianismo: lo confirma en sus profecías más radicales. Las visiones apocalípticas —el colapso del mundo, la pérdida del vínculo, la idolatría técnica, la desvinculación total— no son fantasías medievales, sino diagnósticos simbólicos de una civilización que ha olvidado el misterio. El Apocalipsis no describe monstruos, sino estructuras. No anuncia castigos, sino consecuencias. No predice el fin, sino revela el agotamiento del mundo sin Dios.

La frase de Sartre —“el hombre es una pasión inútil”— adquiere aquí una dimensión más profunda. En el existencialismo clásico, el hombre era libre pero condenado a inventarse sin guía trascendente. En el mundo actual, ni siquiera queda el deseo de inventarse. Es el paso del existencialismo trágico al nihilismo estructural absoluto. El vacío no se proclama: se normaliza. El sentido no se busca: se gestiona. La humanidad no se rebela: se desvincula.

Y así, la historia confirma lo que quiso olvidar. El cristianismo, lejos de estar superado, ha sido validado por el colapso simbólico de una civilización que expulsó a Dios, pero no pudo reemplazarlo. El fin del mundo no es un evento externo, sino una clausura interna del deseo, del vínculo, de la esperanza.

El iceberg del nihilismo estructural y la posibilidad de lo nuevo

El colapso poblacional —ese fenómeno silencioso que vacía ciudades, apaga cunas, desvincula generaciones— no fue el problema, sino el síntoma. Apenas la punta del iceberg llamado nihilismo estructural del hombre sin Dios. Un iceberg que no se ve porque se ha normalizado. Un vacío que no se teme porque se ha gestionado. Una desvinculación que no se llora porque se ha celebrado como libertad.

Hay quienes suponen que basta con reencantar y revivir lo sagrado en la inmanencia, al estilo panteísta, para devolverle al hombre el sentido. Vana ilusión, eso equivale a la idolatría de materia que ya lo realizó en toda su extensión una modernidad sin trascendencia. Los panteístas de nuevo cuño salen del vientre abortado del naturalismo y cientificismo de la modernidad inmanente.

La humanidad ha dejado de desear, de vincular, de imaginar. No por trauma, sino por estructura. No por violencia, sino por eficiencia. No por desesperación, sino por desinterés. Y así, el mundo sigue funcionando, pero ha dejado de ser humano. La técnica reemplaza el vínculo, la automatización sustituye el cuidado, la conectividad suplanta la comunidad. El simulacro es perfecto: todo parece avanzar, pero nada florece.

Y sin embargo, hay quienes resisten. Pocos. Silenciosos. Persistentes. No podrán contener la avalancha, pero pueden encender el lenguaje del sentido. No podrán restaurar el mundo, pero pueden reencantarlo. No podrán salvar a todos, pero pueden convocar a los que aún desean.

La historia no ha refutado el cristianismo: lo ha confirmado. Las profecías apocalípticas no eran fantasías, sino advertencias. El colapso simbólico, la idolatría técnica, la desvinculación total, la pérdida del deseo: todo estaba dicho. El fin del mundo no es un evento externo, sino una clausura interna del vínculo, del misterio, de la esperanza. Y si Dios ya está en el plano escatológico, entonces la historia ha cumplido su ciclo. No queda redención dentro del sistema. Solo ruptura.

Pero esa ruptura no es destrucción: es posibilidad. No es negación: es reconfiguración. No es desesperanza: es grieta. Porque incluso en el borde del abismo, puede abrirse el misterio. Incluso en el colapso, puede irrumpir lo que excede al mundo. Incluso en el nihilismo estructural, puede resonar una voz que no es del hombre, pero que lo convoca. No se trata de que la humanidad imagine lo que aún no ha soñado, sino de que se disponga a recibir lo que ya no se atrevía a esperar. La esperanza no es una construcción humana: es una irrupción que desborda toda técnica, todo sistema, todo simulacro.

Este ensayo no es una denuncia, ni una profecía, ni una elegía. Es una convocatoria, pero no desde el hombre, sino hacia lo que lo excede. Una apertura para los que aún desean, no por voluntad propia, sino porque han sido tocados por una inquietud que no les pertenece. Para los que aún vinculan, no por nostalgia, sino porque intuyen que el vínculo es huella de lo eterno. Para los que aún resisten, no como héroes, sino como grietas por donde puede filtrarse el misterio. Porque aunque no se vea el abismo, aún hay quienes pueden nombrarlo sin pretensión de salvar, sino con disposición de recibir. Y en ese acto —no de poder, sino de disponibilidad— puede reabrirse el misterio.


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