sábado, 6 de diciembre de 2025

Infinito y Modernidad Siete ensayos sobre el sinsentido estructural

 

Gustavo Flores Quelopana

 

 

 

 

 

 

Infinito y Modernidad

Siete ensayos sobre el sinsentido estructural

 

 

 

 

 

 

 

 

 

FONDO EDITORIAL

IIPCIAL

Instituto de Investigación para la Paz Cultura e Integración de América Latina

LIMA-PERU

2026

 

BIODATA

 

Gustavo Flores Quelopana (Lima, 1959). Filósofo, poeta y escritor, peruano de frondosa obra y ágil pluma. Expresidente de la Sociedad Peruana de Filosofía, presidente tres veces en la Sociedad Internacional Tomás de Aquino (SITA-Perú). Disertante en universidades de Brasil, Colombia, Panamá, México y Perú. Sus aportes filosóficos se traducen en varias categorías: lo “Numinocrático”, aplicado a la filosofía prehistórica; “Mitomorfico” para entender el filosofar arcaico; “Mitocrático”, para comprender la filosofía ancestral; lo “Anético”, para categorizar la crisis moral y antropológica de la posmodernidad; la Justicia como “Copertenencia”; el “Hiperimperialismo”, como lo característico y esencial de la globalización neoliberal actual; la “Cibercracia”, régimen político hacia el cual marcha el capitalismo digital; el “Ciber Deus”, como realidad posible de la Inteligencia Artificial Fuerte, la “paradoja antrópica”, como categoría clave para entender la destrucción ecológica por la modernidad objetivante y antimetafísica, el “Neobrutalismo” como fenómeno espiritual de carácter terminal en toda civilización, “Ontorrealismo” como propuesta metafísica para recuperar la trascendencia, la “Cristoradialidad” como teología parea un mundo descreído; y “Universo Pluritemporal” para explicar en tiempo ontológico en el cosmos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Título:  INFINITO Y MODERNIDAD. Siete ensayos sobre el sinsentido estructural.

 

Primera edición en castellano: Lima, enero, 2026

 

Autor: Gustavo Flores Quelopana

 

Editor: Gustavo Flores Quelopana

Los Girasoles 148- Salamanca-Ate

 

Se terminó de imprimir en enero de 2026 en: © Fondo Editorial del Instituto de Investigación para la Paz, Cultura e Integración de América Latina (IIPCIAL) / Editado por IIPCIAL-Dirección: Los Girasoles 148 Salamanca, Ate.

 

Tiraje: 30 ejemplares

 

HECHO EL DEPÓSITO LEGAL EN LA BIBLIOTECA NACIONAL DEL PERÚ

N° 2026-

Infinito y Modernidad

Siete ensayos sobre el sinsentido estructural

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Introducción

 

 

 

L

a humanidad contemporánea se precipita hacia un abismo que ella misma ha cavado: la secularización del infinito ha invertido lo sagrado, lo ha degradado a energía cósmica, a espectáculo consumista, a ilusión terapéutica disfrazada de espiritualidad. La modernidad inmanentista ha crucificado la Verdad y ha erigido en su lugar un sistema total de vaciamiento, científico, técnico, material, hedonista y anético.

Lo que se yergue en el horizonte no es la aurora de una resurrección espiritual, sino la luciferina consolidación estructural del vacío, donde la Bestia nihilista extiende su sombra sobre todos los orbes civilizacionales, disfrazada de progreso, bienestar y libertad. El infinito, secularizado, se convierte en cálculo, en energía impersonal, en mercancía espiritual. La gratuidad se extingue, la caridad se disuelve en utilidad, y la fe se reduce a espectáculo.

Atravesamos el Gólgota de la posverdad: la mentira se normaliza, el relativismo crucifica la Verdad, y la pregunta evangélica —“¿habrá fe cuando llegue el Señor?”— resuena con dramatismo supremo, porque la fe mengua y la caridad se extingue en utilidad. La posverdad no niega frontalmente, sino que disuelve: todo se convierte en relato útil, en percepción manipulada, en simulacro mediático.

Las pseudo-religiones ufológicas, los panteísmos energéticos y ancestrales junto a las espiritualidades privatizadas son máscaras del vacío, simulacros de trascendencia que perpetúan el nihilismo estructural. Se invocan “hermanos mayores” extraterrestres, se absolutizan vibraciones cósmicas, se consumen experiencias místicas como mercancías. Pero todo ello no es resurrección, sino degradación: lo eterno sustituido por lo cósmico, lo divino reemplazado por lo terapéutico.

Los países del mundo multipolar apenas muestran destellos de una reversión metafísica radical, pero sobre ellos pesan las fuerzas contrarias: consumismo global, tecnocracia digital, secularismo cultural, instrumentalización política de la religión. La pluralidad geopolítica no garantiza pluralidad espiritual. El resultado es un mundo donde la Bestia nihilista extiende su sombra sobre todos los polos, consolidando el vacío como orden global.

La secularización del infinito no es un fenómeno neutral, sino un proceso luciferino que ha invertido lo sagrado y lo ha degradado hasta convertirlo en materia, en energía cósmica, en un panteísmo secularizado que se disfraza de espiritualidad. Lo eterno se reduce a vibración, a flujo impersonal, a bienestar terapéutico. La caridad se extingue en utilidad, y la fe se disuelve en consumo de experiencias místicas.

El relativismo derivado de esta secularización ha terminado por crucificar la Verdad. Todo se convierte en opinión, en narrativa, en construcción subjetiva. La Verdad, entendida como fundamento absoluto, es expulsada del espacio público, condenada como intolerancia, ridiculizada como superstición. Así como Cristo fue crucificado por los poderes de su tiempo, hoy la Verdad es sacrificada en el altar del mercado, de la técnica y del relativismo.

La secularidad contemporánea se define por ser científica, técnica, material, hedonista y anética. La ciencia absolutizada descarta lo trascendente; la técnica se convierte en fin en sí misma; lo material se erige como único horizonte; el hedonismo exalta el placer inmediato como valor supremo; y el anetismo consuma la deshumanización, reduciendo al hombre a espectro entre máquinas y algoritmos. Este sistema total de vaciamiento constituye la consolidación estructural del vacío, que se impone como orden global. El desenlace es inexorable: o la humanidad se hunde definitivamente en el abismo del vacío, convertida en cadáver anético y espectro entre algoritmos y máquinas, o se atreve a una resurrección metafísica radical que reinstaure lo eterno como fundamento absoluto. No hay neutralidad posible. El Apocalipsis no es solo futuro, es presente: la Bestia nihilista ya reina, y su sombra luciferina se ha consolidado como estructura.

La humanidad se encuentra en la última estación antes del desenlace. El ultimátum está dado. El Gólgota de la posverdad es la señal de los tiempos: la Verdad crucificada, la fe menguada, la caridad extinguida. Solo una reversión metafísica radical, una resurrección espiritual que reinstaure lo eterno, puede quebrar el dominio del vacío. De lo contrario, lo que se yergue en el horizonte será la eternización del nihilismo, la consumación del anetismo, la victoria definitiva de la Bestia sobre el espíritu.

La lucha por el bien y la trascendencia en medio del panorama sombrío exige, ante todo, reconocer la magnitud del enemigo: la luciferina consolidación del vacío. No se puede combatir lo que no se nombra. El nihilismo estructural, disfrazado de progreso y bienestar, ha crucificado la Verdad y ha degradado lo sagrado a espectáculo consumista. Mantener la esperanza comienza por desenmascarar las falsas luminarias, por denunciar el simulacro espiritual que perpetúa el vacío.

El optimismo no puede ser ingenuo ni superficial; debe ser un optimismo trágico, consciente de que la batalla es apocalíptica. La Escritura recuerda: “La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron” (Jn 1,5). Esa luz no es la del mercado ni la de la técnica, sino la de la trascendencia que resiste en lo oculto, en lo pequeño, en lo gratuito. La lucha optimista consiste en afirmar que, aunque la Bestia nihilista reine, su dominio no es absoluto ni eterno.

La resistencia espiritual se mantiene en la caridad no instrumental, en la gratuidad que desafía la lógica del mercado. Cada gesto de amor que no busca utilidad es una grieta en el muro del vacío. Cada acto de fe que se sostiene contra el relativismo es un testimonio de que la Verdad crucificada no está muerta, sino que espera la resurrección. El optimismo se alimenta de estas pequeñas victorias invisibles, que son semillas de eternidad.

La lucha por la trascendencia también requiere recuperar la memoria de lo sagrado. La secularización del infinito ha intentado borrar la huella de lo eterno, pero la tradición, la liturgia, la oración y la contemplación siguen siendo espacios donde lo absoluto se manifiesta. Volver a ellos no como refugio nostálgico, sino como resistencia activa, es mantener viva la llama contra el viento del nihilismo.

El optimismo se sostiene en la certeza de que el vacío no puede ser fundamento último. El anetismo deshumaniza, la técnica absolutizada esclaviza, el hedonismo degrada, pero ninguno de ellos puede dar sentido definitivo. La trascendencia, aunque crucificada, sigue siendo la única respuesta capaz de colmar el corazón humano. La lucha consiste en proclamar que el vacío no es destino, sino prueba; que la sombra luciferina no es eternidad, sino preludio de juicio.

Finalmente, mantener la lucha optimista significa vivir como si la resurrección metafísica radical ya hubiera comenzado. No esperar pasivamente, sino encarnar la trascendencia en la vida cotidiana: en la justicia, en la verdad, en la caridad. El Apocalipsis no es solo amenaza, es también promesa: la Bestia nihilista será derrotada, y lo eterno será reinstaurado como fundamento absoluto. La esperanza no es evasión, es combate; no es ilusión, es resistencia.

La humanidad se encuentra en la hora suprema, en el umbral de su destino. La historia se levanta como un juicio inexorable, y la paradoja del bien parece absurda frente al poder del vacío, pero precisamente por ello se revela más necesaria que nunca. El mercado y la técnica han convertido al hombre en mercancía y espectro, esclavo de la Bestia nihilista, mientras el ser ha sido olvidado, sustituido por el cálculo y la maquinaria. En este cruce de sombras, se revela la urgencia de la última batalla espiritual: resistir la luciferina consolidación del vacío y reinstaurar lo eterno como fundamento absoluto. No se trata de un combate político ni económico, sino de un combate por la salvación eterna de la humanidad, donde cada acto de fe, cada gesto de caridad, cada afirmación de la Verdad crucificada es un desafío contra el nihilismo estructural. El Apocalipsis no es futuro, es presente, y la humanidad debe decidir si se hunde en el abismo del anetismo o se atreve a la resurrección metafísica radical que la devuelva al horizonte de lo eterno.

 

Dimensión metafísica

 

1

El monstruo está vivo: desarrollo vs progreso

 

 

I

E

l monstruo está vivo. No murió con el derrumbe del orden unipolar ni con la crisis del neoliberalismo occidental. No se extinguió con el desplazamiento de la gobernanza mundial del Atlántico hacia el Pacífico. El monstruo mutó, se reconfiguró, se infiltró en los pliegues más sutiles de la vida cotidiana, y hoy respira con más fuerza que nunca bajo el disfraz del capitalismo nacionalista y la promesa de la multipolaridad. El monstruo es el nihilismo estructural, esa enfermedad del espíritu que convierte todo en mercancía, que mide la existencia en términos de utilidad y acumulación, que reduce la vida humana y la naturaleza a engranajes de un sistema sin sentido.

El Perú, como parte de esta encrucijada histórica, no puede retroceder en lo espiritual. No puede caer en el panteísmo que disuelve lo divino en la materia, ni en el animismo que fragmenta el alma en cada objeto natural. Su camino es otro: el cristianismo encarnado, vivido en clave andina, donde la fe se hace cultura, donde la trascendencia se celebra en comunidad, donde Cristo se reconoce en los rostros de los pobres y en la tierra que clama justicia. Esa religiosidad sincrética no es un retroceso, es un camino propio, una resistencia contra el vacío, una semilla de sentido en medio del desierto nihilista.

Pero el progreso material, con su brillo engañoso, socava constantemente ese desarrollo espiritual. La lógica del mercado, el dinero, el consumismo, la tecnología y la inteligencia artificial penetran en los espacios más íntimos, moldean las aspiraciones, colonizan la cultura, normalizan el vacío. Los medios para controlar esta invasión son aún inmaduros, fragmentados, débiles. Se habla de buen vivir, de economías solidarias, de rescates culturales, pero todo ello es apenas una primavera incipiente, un florecimiento frágil que puede marchitarse si no se construyen estructuras sólidas que lo sostengan.

El paso del reino de la necesidad al reino de la libertad está aún lejos. La humanidad sigue atrapada en la necesidad material, en la dependencia del mercado, en la esclavitud del consumo. La libertad, entendida como autonomía creativa y comunitaria, como realización plena del ser, sigue siendo un horizonte distante. Y mientras la médula capitalista persista, ese horizonte se aleja cada vez más. “Matar al capitalismo” sería la forma radical de eliminar la raíz del nihilismo, pero hoy no es posible: el sistema está demasiado entrelazado con las estructuras globales, y los modelos alternativos, incluso los nacionalistas y multipolares, siguen operando bajo su lógica.

La era multipolar es una encrucijada decisiva, quizá la última oportunidad para definir la sobrevivencia de la humanidad. Si se aprovecha para construir un modelo con sentido espiritual y humano, la humanidad puede florecer. Si se deja que el nihilismo estructural siga dominando, incluso la era postoccidental sucumbirá, y el monstruo se devorará todo.

 

II

El monstruo se vuelve estructural. El monstruo no se limita a rugir en las fábricas, en los bancos o en los mercados bursátiles. El monstruo se ha vuelto estructural, se ha infiltrado en los pliegues más íntimos de la vida social, cultural y política. Ya no necesita mostrarse con violencia explícita: actúa con sutileza, con la normalidad de lo cotidiano, con la aparente neutralidad de la tecnología y la eficiencia. El nihilismo estructural es más peligroso que el nihilismo individual porque no depende de la desesperación de un sujeto aislado, sino que se instala en las instituciones, en los sistemas, en las narrativas colectivas.

En el Perú, como en gran parte del mundo, el monstruo se disfraza de progreso material. Se presenta como modernización, como crecimiento económico, como acceso a bienes de consumo, como digitalización y como inteligencia artificial. Pero detrás de ese disfraz, lo que opera es la misma lógica: reducir la vida a mercancía, medir el valor en dinero, vaciar de sentido la existencia. El monstruo se alimenta de la ilusión de que el progreso material basta, de que la tecnología resolverá todo, de que el mercado es el árbitro supremo de la vida.

La religiosidad sincrética peruana, con su cristianismo encarnado en clave andina, es un foco de resistencia. Allí donde el monstruo quiere imponer vacío, la fe popular encarna sentido. Allí donde el mercado quiere devorar la cultura, las fiestas patronales, las peregrinaciones y los rituales comunitarios recuerdan que la vida no se mide en dinero, sino en trascendencia compartida. Pero esa resistencia es aún incipiente: corre el riesgo de ser mercantilizada, convertida en espectáculo turístico, reducida a folclore. El monstruo sabe disfrazarse y sabe devorar incluso lo que parece oponérsele. El nihilismo estructural se camufla, camaleonescamente se disfraza y pasa desapercibido.

El capitalismo nacionalista de China, Rusia y los BRICS multipolares se presenta como alternativa al neoliberalismo occidental. Habla de soberanía, de multipolaridad, de defensa de recursos estratégicos. Pero en el fondo, la médula capitalista sigue intacta. El monstruo no muere: cambia de rostro, muta de liberalismo a capitalismo de Estado, de Occidente a Oriente, del Atlántico al Pacífico. La multipolaridad puede ser una oportunidad, pero también puede ser una trampa: un nuevo escenario donde el nihilismo estructural se prolonga bajo formas más sutiles, más sofisticadas, más difíciles de detectar.

El Perú está en una encrucijada decisiva. Puede elegir ser un engranaje más del monstruo, dejarse devorar por el mercado, el dinero, el consumismo y la tecnología. O puede intentar construir un camino propio, donde lo espiritual y lo político-económico se unan, donde el desarrollo se deslinde del mero progreso, donde la religiosidad encarnada se convierta en motor de cohesión nacional. Pero ese camino exige valentía, exige desenmascarar al monstruo, exige poner el dedo en la llaga y reconocer que el problema de fondo no es solo económico o político, sino metafísico y espiritual.

El monstruo está vivo, y su fuerza radica en que se ha vuelto invisible. No ruge, no amenaza, no se muestra como enemigo externo. Se infiltra en las instituciones, en las narrativas, en las aspiraciones. Se presenta como normalidad, como inevitabilidad, como progreso. Y si no se controla, si no se enfrenta con un proyecto espiritual y político integral, el monstruo devorará la primavera espiritual incipiente y hará sucumbir no solo al Perú, sino a la humanidad entera y a la era postoccidental misma.

 

III

El monstruo se manifiesta en la vida cotidiana peruana con una crudeza que muchas veces pasa desapercibida. No se presenta como amenaza explícita, sino como normalidad aceptada, como rutina que nadie cuestiona. El nihilismo estructural no necesita gritar: basta con infiltrarse en las grietas de la política, la economía, la cultura y la juventud para devorar el sentido desde dentro.

En la política, el monstruo se disfraza de pragmatismo. Los discursos hablan de crecimiento, de inversión extranjera, de estabilidad macroeconómica, pero rara vez mencionan el desarrollo espiritual, la cohesión comunitaria o la trascendencia. El monstruo dicta que gobernar es administrar cifras, no dar sentido a la vida colectiva. Así, la política se convierte en gestión del vacío, en perpetuación de estructuras que alimentan el mercado y el dinero, mientras la comunidad se desangra en desigualdad y desesperanza.

En la economía, el monstruo se presenta como progreso. Se celebra el aumento del PBI, la expansión de las exportaciones, la llegada de nuevas tecnologías. Pero detrás de esas cifras, lo que se oculta es la dependencia del mercado global, la mercantilización de los recursos naturales, la reducción de la tierra y del trabajo humano a simples engranajes de acumulación. El monstruo se alimenta de la ilusión de que el crecimiento económico basta, cuando en realidad lo que produce es vacío espiritual y destrucción cultural.

En la cultura, el monstruo se disfraza de espectáculo. Las fiestas patronales, las peregrinaciones y los rituales andinos, que deberían ser focos de resistencia espiritual, corren el riesgo de convertirse en folclore para turistas, en mercancía para el consumo global. El monstruo sabe devorar incluso lo sagrado, transformándolo en producto, en entretenimiento, en marketing. Lo que debería ser celebración de trascendencia se convierte en espectáculo vacío, y la espiritualidad encarnada se reduce a folclore mercantilizado.

En la juventud, el monstruo se infiltra con más fuerza. Redes sociales, consumismo cultural, tecnología y algoritmos moldean aspiraciones y deseos. Se promueve la ilusión de libertad individual, pero lo que se ofrece es dependencia de pantallas, de marcas, de narrativas vacías. El monstruo coloniza la imaginación juvenil, convirtiendo la búsqueda de sentido en búsqueda de likes, la trascendencia en consumo, la comunidad en aislamiento digital.

El Perú vive una primavera espiritual incipiente, pero el monstruo acecha en cada esquina. La religiosidad cristiano-andina encarnada es un foco de resistencia, pero corre el riesgo de ser devorada por la mercantilización. La política habla de progreso, pero olvida el desarrollo. La economía celebra cifras, pero perpetúa el vacío. La cultura se convierte en espectáculo, y la juventud en presa fácil de la colonización digital.

El problema de fondo es metafísico y espiritual. No basta con cambiar estructuras políticas o económicas si no se reintegra el sentido del ser y la trascendencia en la vida colectiva. El monstruo está vivo porque la humanidad ha olvidado que, sin espiritualidad encarnada, sin desarrollo integral, todo progreso material es vacío. Y si no se controla, el monstruo devorará la primavera espiritual incipiente y hará sucumbir no solo al Perú, sino a la humanidad entera y a la era postoccidental misma. Está en peligro la gobernanza del mundo multipolar porque su corazón no es económico ni político, sino metafísico y espiritual.

IV

Blindarse contra el monstruo exige más que discursos, más que reformas superficiales, más que promesas de progreso. Blindarse contra el nihilismo estructural significa reconstruir el sentido en las entrañas mismas de la sociedad, significa devolverle a la política, a la economía y a la cultura su raíz espiritual, significa enfrentar de manera directa la médula capitalista que devora todo lo humano.

El Perú, en esta encrucijada decisiva, tendría que levantar un proyecto espiritual-político integral, capaz de resistir la infiltración del vacío. No basta con rescatar rituales o con celebrar fiestas patronales: hay que convertir esa religiosidad encarnada en motor de cohesión nacional, en fundamento de un modelo económico soberano, en principio rector de la vida política.

 

Tres pilares del blindaje:

1.     Espiritualidad encarnada como fundamento

o   El cristianismo vivido en clave andina no puede quedar reducido a folclore ni a espectáculo turístico.

o   Debe convertirse en principio de organización social, donde la comunidad, la trascendencia y la justicia sean el eje.

o   La espiritualidad no es un adorno: es el núcleo que da sentido a la política y a la economía.

2.    Economía soberana con rostro humano

o   El Perú debe defender sus recursos estratégicos, pero no solo para acumular riqueza, sino para garantizar vida digna y sentido comunitario.

o   El mercado y el dinero deben ser subordinados a la vida, no al revés.

o   La tecnología y la inteligencia artificial pueden ser herramientas, pero solo si se integran en un proyecto que priorice la comunidad y la trascendencia.

3.    Cultura crítica y resistencia al vacío

o   La cultura no puede ser espectáculo vacío ni mercancía global.

o   Debe ser espacio de resistencia, donde se desenmascare al monstruo, donde se denuncie el nihilismo estructural, donde se mantenga viva la memoria espiritual.

o   La juventud debe ser educada no solo en competencias técnicas, sino en sentido, en ética, en trascendencia.

 

La batalla decisiva: Blindarse contra el monstruo significa reconocer que el problema es metafísico y espiritual. Significa aceptar que mientras la médula capitalista siga viva, el nihilismo estructural seguirá infiltrándose. Pero también significa que el Perú puede ser un laboratorio de resistencia, un lugar donde lo espiritual y lo político-económico se unan, donde el desarrollo se deslinde del mero progreso, donde la humanidad encuentre un camino para sobrevivir.

El monstruo está vivo, pero no es invencible. La primavera espiritual incipiente puede convertirse en verano duradero si se construyen estructuras sólidas, si se enfrenta el vacío con sentido, si se levanta un proyecto integral que no tema poner el dedo en la llaga y reconocer que la última batalla de la humanidad no es solo política ni económica, sino espiritual.

 

V

Si el monstruo triunfa. Si el Perú y la humanidad no logran blindarse contra el monstruo, el desenlace será devastador. El nihilismo estructural no se detendrá por sí mismo: se prolongará, se infiltrará, se normalizará, hasta devorar la era postoccidental entera. Lo que hoy parece una oportunidad histórica —el tránsito hacia la multipolaridad, el desplazamiento del poder del Atlántico al Pacífico, la posibilidad de soberanía nacional y cultural— puede convertirse en la última trampa, en el último disfraz del vacío.

El monstruo no necesita destruir de golpe: basta con erosionar lentamente el sentido. Basta con convertir la espiritualidad en folclore, la cultura en espectáculo, la política en gestión de cifras, la economía en acumulación sin fin, la juventud en dependencia digital. Basta con que la humanidad acepte como normal que el mercado sea el árbitro supremo, que el dinero sea la medida última, que la tecnología y la inteligencia artificial definan la vida sin referencia ética ni trascendente.

Si no se controla, el nuevo proceso nihilista puede hacer sucumbir a la humanidad entera. No habrá diferencia entre Occidente y Oriente, entre neoliberalismo y capitalismo nacionalista, entre unipolaridad y multipolaridad. Todo será vacío, todo será mercancía, todo será consumo. La era postoccidental, que se anuncia como esperanza, puede terminar siendo el escenario final del monstruo, el lugar donde el nihilismo estructural se consuma y arrastre a la humanidad hacia su ocaso definitivo.

El Perú, en esta encrucijada, no puede engañarse. No basta con celebrar la multipolaridad como si fuera salvación automática. No basta con confiar en que el capitalismo nacionalista será distinto. No basta con rescatar rituales sin darles fuerza política y económica. El problema de fondo es metafísico y espiritual, y si no se enfrenta, el monstruo devorará todo.

La primavera espiritual incipiente puede convertirse en verano duradero, pero también puede marchitarse en un instante. La humanidad puede sobrevivir, pero también puede sucumbir. El paso del reino de la necesidad al reino de la libertad está aún lejos, y quizá esta sea la última oportunidad para acercarse. Si se falla, no habrá otra: el monstruo estará vivo, y su victoria será definitiva.

 

VI

El páramo del futuro vacío. Si el monstruo triunfa, el futuro será un páramo. La humanidad, rendida al nihilismo estructural, perderá toda referencia de sentido. El mercado será el único dios, el dinero la única medida, la tecnología el único lenguaje, la inteligencia artificial el único juez. No habrá trascendencia, no habrá comunidad, no habrá desarrollo espiritual: solo progreso vacío, solo acumulación sin fin, solo consumo perpetuo.

El Perú, como el resto del mundo, se convertirá en un engranaje más de una maquinaria global que ya no necesita justificar su existencia. Las fiestas patronales serán espectáculos turísticos, las peregrinaciones mercancía cultural, la religiosidad encarnada un producto de marketing. La política será administración de cifras, la economía acumulación de capital, la cultura entretenimiento superficial, la juventud dependencia digital. Todo lo humano será devorado, todo lo espiritual será vaciado, todo lo trascendente será ridiculizado.

El monstruo triunfará porque habrá logrado lo que parecía imposible: institucionalizar el vacío. No habrá necesidad de represión ni de violencia explícita: bastará con la normalidad aceptada, con la rutina sin sentido, con la ilusión de libertad individual que en realidad es esclavitud del consumo. La humanidad vivirá en un mundo donde todo es posible, pero nada importa; donde todo se produce, pero nada se significa; donde todo se consume, pero nada se trasciende.

La era postoccidental, que se anunciaba como esperanza, será el escenario final del monstruo. La multipolaridad no será equilibrio, sino fragmentación del vacío. El capitalismo nacionalista no será alternativa, sino prolongación del nihilismo. El desplazamiento del poder del Atlántico al Pacífico no será liberación, sino mutación del mismo sistema. El monstruo estará vivo, y su victoria será definitiva: la humanidad habrá sucumbido, no por un cataclismo externo, sino por la erosión interna del sentido.

Este es el desenlace estremecedor que acecha si no se enfrenta el problema de fondo: metafísico y espiritual. No basta con reformas políticas, no basta con modelos económicos alternativos, no basta con discursos culturales. Si la humanidad no reintegra la trascendencia en sus estructuras, si no convierte la espiritualidad encarnada en fundamento de la vida colectiva, el monstruo devorará todo. Y entonces, el paso del reino de la necesidad al reino de la libertad no será solo lejano: será imposible.

 

VII

Horizonte alternativo: resistir al monstruo. Imaginemos el horizonte alternativo: un mundo donde el monstruo no triunfa, donde la humanidad logra resistir al nihilismo estructural y el Perú se convierte en un faro de sentido. No sería un paraíso inmediato ni una utopía perfecta, pero sí un camino real hacia el reino de la libertad, donde el desarrollo espiritual y comunitario se impone sobre el progreso vacío.

En este mundo, el mercado ya no es el dios supremo, sino una herramienta subordinada a la vida. El dinero deja de ser la medida última y se convierte en medio para garantizar dignidad. El consumismo se transforma en sobriedad compartida, donde la abundancia no se mide en objetos acumulados, sino en vínculos fortalecidos. La tecnología y la inteligencia artificial dejan de ser fines en sí mismos y se convierten en instrumentos al servicio de la comunidad, guiados por principios éticos y espirituales. El Perú, en este horizonte, habría convertido su religiosidad cristiano-andina encarnada en fundamento de cohesión nacional. Las fiestas patronales y las peregrinaciones no serían folclore mercantilizado, sino celebraciones vivas de trascendencia. La política no sería gestión de cifras, sino construcción de sentido colectivo. La economía no sería acumulación sin fin, sino defensa de la vida y de los recursos como bienes sagrados. La cultura no sería espectáculo vacío, sino memoria viva que desenmascara al monstruo y mantiene encendida la llama del espíritu. La juventud ya no estaría colonizada por algoritmos y pantallas, sino educada en ética, en comunidad, en trascendencia. Sus aspiraciones no serían likes ni consumo, sino participación en un proyecto histórico que busca superar la necesidad y acercarse a la libertad. La educación sería integral: técnica y espiritual, científica y ética, material y trascendente.

La era postoccidental, en este horizonte, no sería la repetición del vacío bajo otro rostro, sino el inicio de un nuevo ciclo histórico donde la humanidad aprende a deslindar el desarrollo del mero progreso. La multipolaridad no sería fragmentación del vacío, sino equilibrio de sentidos. El capitalismo nacionalista no sería prolongación del nihilismo, sino transición hacia un modelo donde lo espiritual y lo político-económico se integran. Este mundo alternativo no sería perfecto, pero sería humano. Sería un mundo donde el monstruo sigue vivo, pero debilitado, desenmascarado, contenido. Sería un mundo donde la humanidad logra resistir, donde el Perú se convierte en laboratorio de esperanza, donde la primavera espiritual incipiente se convierte en verano duradero. Todavía ello es posible y es atalaya de esperanza para una humanidad que no se resigna pugnar por un mundo mejor es una humanidad que justifica su existencia.

 

VIII

El paso al reino de la libertad no es un sueño vacío ni una utopía inalcanzable: es un horizonte posible, aunque lejano, que la humanidad podría conquistar si logra resistir al monstruo y reorientar su historia. En ese mundo alternativo, la humanidad habría sobrevivido a la encrucijada multipolar, habría desenmascarado el nihilismo estructural y habría construido un orden donde el desarrollo espiritual y comunitario se impone sobre el progreso material vacío.

En este horizonte, la política ya no sería administración de cifras ni gestión del vacío. Sería el arte de dar sentido a la vida colectiva, de organizar la sociedad en torno a la justicia, la trascendencia y la comunidad. Los gobernantes no serían tecnócratas del mercado, sino custodios del espíritu, responsables de mantener viva la llama del sentido en cada decisión.

La economía ya no sería acumulación sin fin ni dependencia del mercado global. Sería economía soberana, orientada a garantizar vida digna, a proteger la tierra como bien sagrado, a distribuir los recursos en función de la comunidad. El dinero dejaría de ser la medida última y se convertiría en instrumento subordinado a la vida. El trabajo ya no sería esclavitud de la necesidad, sino participación creativa en la construcción del sentido.

La cultura ya no sería espectáculo vacío ni mercancía global. Sería memoria viva, resistencia contra el vacío, celebración de la trascendencia. Las fiestas patronales y las peregrinaciones no serían folclore mercantilizado, sino rituales de cohesión espiritual. La juventud no sería presa de algoritmos y pantallas, sino protagonista de un proyecto histórico que busca superar la necesidad y acercarse a la libertad.

La tecnología y la inteligencia artificial ya no serían fines en sí mismos, sino herramientas al servicio de la comunidad. No decidirían sin referencia ética, no colonizarían la imaginación, no devorarían el sentido. Serían subordinadas a principios espirituales, guiadas por la trascendencia, utilizadas para fortalecer la vida y no para vaciarla.

El Perú, en este horizonte, sería un laboratorio de esperanza. Su religiosidad cristiano-andina encarnada sería fundamento de cohesión nacional, principio rector de la política y de la economía, motor de resistencia contra el nihilismo. El Perú no sería engranaje del monstruo, sino faro de sentido, ejemplo de cómo una nación puede deslindar el desarrollo del mero progreso y construir un camino propio hacia la libertad.

La humanidad, en este horizonte, habría dado el paso decisivo: habría superado el reino de la necesidad, habría conquistado el reino de la libertad. No sería un mundo perfecto, pero sería un mundo humano, un mundo donde el monstruo sigue vivo pero debilitado, desenmascarado, contenido. Un mundo donde la primavera espiritual incipiente se convierte en verano duradero, donde la era postoccidental no sucumbe al vacío, sino que florece en trascendencia.

 

IX

Ultima oportunidad para la humanidad. La humanidad está ante su última oportunidad. No hay más tiempo, no hay más margen, no hay más excusas. El tránsito hacia la era multipolar no es un simple cambio de hegemonía, es una encrucijada definitiva: o se construye un proyecto espiritual-político capaz de resistir al nihilismo estructural, o el monstruo devorará todo.

El monstruo está vivo, y su fuerza radica en que se ha vuelto invisible. Se infiltra en las instituciones, en la cultura, en la economía, en la juventud. Se disfraza de progreso, de modernización, de tecnología, de libertad individual. Pero detrás de esos disfraces, lo que opera es el vacío: la reducción de la vida a mercancía, la conversión de la existencia en acumulación, la normalización del sinsentido.

El Perú, como parte de esta encrucijada, no puede engañarse. No basta con celebrar la multipolaridad, no basta con confiar en el capitalismo nacionalista, no basta con rescatar rituales sin darles fuerza política y económica. El problema de fondo es metafísico y espiritual, y si no se enfrenta, el monstruo devorará incluso la primavera espiritual incipiente que hoy apenas comienza a florecer.

La humanidad puede sobrevivir, pero solo si logra deslindar el desarrollo del mero progreso, solo si reintegra la trascendencia en sus estructuras, solo si convierte la espiritualidad encarnada en fundamento de la vida colectiva. Si falla, no habrá otra oportunidad: el monstruo triunfará, y su victoria será definitiva.

El paso del reino de la necesidad al reino de la libertad está aún lejos, pero quizá esta sea la última ocasión para acercarse. Si se aprovecha, la humanidad podrá florecer en sentido y trascendencia. Si se desperdicia, el monstruo arrastrará al mundo entero hacia su ocaso.

El monstruo está vivo. Y hoy, más que nunca, la humanidad debe decidir si lo enfrenta o si se rinde.

 

Epílogo profético: el grito final

La humanidad se encuentra al borde de un abismo que no admite demora. El tránsito hacia la era multipolar no es un simple reajuste de poder, sino el instante en que se decide si habrá futuro o si todo quedará reducido a ruinas. El monstruo acecha en silencio, disfrazado de progreso, infiltrado en la política, la economía y la cultura, dispuesto a devorar lo que aún queda de sentido.

El Perú, como parte de esta encrucijada, no puede permanecer indiferente. Su destino exige levantar un proyecto que no se limite a cifras ni a discursos, sino que encarne la trascendencia en la vida colectiva. La religiosidad viva, la memoria andina y la fe encarnada deben convertirse en fundamento, no en ornamento. Solo así podrá resistirse la fuerza corrosiva del vacío.

Si la humanidad falla, no habrá otra oportunidad. El monstruo triunfará y el mundo quedará reducido a un páramo sin espíritu, donde todo se produce y nada se significa. Pero si se enfrenta con decisión, si se devuelve a la historia su raíz espiritual, entonces la primavera incipiente podrá transformarse en verano duradero.

Este es el grito final: elegir entre la sobrevivencia con sentido o la consumación del vacío. La última batalla no se libra en los mercados ni en los ejércitos, sino en el corazón del ser. Allí se decide si el monstruo será derrotado o si su victoria marcará el ocaso definitivo de la humanidad.

 

Bibliografía

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Dimensión económica

 

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CAPITALISMO Y METAFÍSICA SECULAR DEL INFINITO

 

 

E

l mundo moderno se ha erigido sobre una paradoja devastadora: la secularización del infinito. Lo que en la tradición medieval era atributo exclusivo de Dios, lo absoluto trascendente que desbordaba toda medida humana, ha sido arrancado de su dimensión sagrada y encarnado en la lógica del capitalismo. La ciencia de los siglos XVI y XVII transformó el infinito de lo actual a lo potencial, de lo ontológico trascendente a lo ontológico inmanente, y con ello abrió el camino para que la producción, el consumo y la acumulación perpetua se convirtieran en la nueva religión secular de la humanidad. El capitalismo, en su médula metafísica, es la inmanencia del infinito, y en esa mutación reside tanto su fuerza como su tragedia.

Lo más grave es que, al encarnar el infinito en lo material, el capitalismo ha expulsado lo trascendente de la imagen del mundo. La humanidad vive atrapada en un horizonte cerrado, donde el infinito ya no es apertura hacia lo absoluto, sino repetición de un ciclo interminable de expansión. Las civilizaciones que emergen en la gobernanza global —China, India, Rusia ortodoxa, el mundo islámico, los BRICS— tampoco logran contener el ímpetu de esta inmanencia. Aunque poseen tradiciones espirituales milenarias, se ven absorbidas por la necesidad de competir en el mercado global, incapaces de articular un contrapeso. La multipolaridad no es alternativa, sino redistribución del mismo paradigma capitalista.

La tragedia se profundiza porque incluso las formas políticas que se presentaron como alternativas —nacionalismo, comunismo, socialismo— han terminado reproduciendo la misma lógica productivista, la misma exigencia de crecimiento perpetuo. La modernidad ha normalizado la inmanencia del infinito como si fuera inevitable, y la humanidad se conforma con vivir una historia sin Dios, confiada únicamente en las utopías tecnológicas. La técnica ocupa el lugar de lo divino, la inteligencia artificial promete salvación, el transhumanismo sueña con inmortalidad, la colonización espacial convierte el cosmos en mercado. Pero todas estas promesas son idolatrías modernas, horizontes mutilados, infinitos inmanentes que nunca liberan.

El desmontaje de esta hegemonía exige una doble fuerza: espiritual y material. Sin espiritualidad, no hay horizonte; sin materialidad, no hay poder real. La conciencia debe despertar ante esta tragedia: reconocer que el infinito no puede ser reducido a lo inmanente, que la técnica no puede ocupar el lugar de lo divino, que el capitalismo no puede ser la única ontología posible. Solo así podrá abrirse un horizonte distinto, donde lo trascendente vuelva a iluminar la imagen del mundo y la humanidad recupere el sentido perdido. Esta es la advertencia dramática que se impone: o la humanidad reintroduce lo trascendente en la historia, o quedará condenada a vivir en una prisión de infinito inmanente, idolatría de la técnica y vacío espiritual.

 

1. Capitalismo y secularización del Infinito

El capitalismo no es simplemente un sistema económico, ni una mera forma de organización social; es, en su médula metafísica, la secularización del infinito. Lo que en la tradición medieval y teológica era atributo exclusivo de Dios —la infinitud trascendente, lo absoluto que desbordaba toda medida humana— se ha transformado, bajo la modernidad, en un principio inmanente que organiza la producción y el consumo perpetuo de bienes materiales. El capitalismo perpetuo se funda en esa consagración: la promesa de un crecimiento sin límites, la expansión indefinida, la acumulación que nunca se sacia. En este tránsito, lo que era misterio ontológico se convierte en cálculo, en técnica, en programa económico.

La ciencia moderna del siglo XVI y XVII opera la mutación decisiva: el infinito deja de ser actual, pleno en sí mismo, y se convierte en potencial, en proceso abierto. Galileo, Descartes, Leibniz y Newton inauguran un modo de pensar donde el infinito ya no es lo absoluto trascendente, sino la serie que puede prolongarse indefinidamente, el límite que nunca se alcanza pero que organiza el movimiento. El cálculo infinitesimal es la herramienta que traduce esta transformación: el infinito deja de ser misterio y se convierte en instrumento. Y esa mutación cultural prepara el terreno para que el capitalismo encarne el infinito en su lógica expansiva.

El infinito pasa, entonces, de lo ontológico trascendente a lo ontológico inmanente. Se seculariza y se encarna en el capitalismo. La producción sin fin, el consumo perpetuo, la acumulación infinita: todo ello es la manifestación de un infinito que ya no abre hacia lo divino, sino que se despliega en la materia. Lo que antes era atributo de Dios se convierte en motor del mercado. El capitalismo es la inmanencia del infinito, y en ello reside su fuerza y su tragedia.

Lo más grave es que, al encarnar el infinito en lo inmanente, el capitalismo ha descartado lo trascendente de la imagen del mundo. La humanidad queda atrapada en un horizonte cerrado, donde el infinito ya no es apertura hacia lo absoluto, sino repetición de un ciclo material. La imagen del mundo capitalista es plana, autorreferencial, sin misterio. La secularización del infinito mutila su dimensión ontológica, reduciéndolo a cálculo y expansión. Y esa mutilación produce el vacío espiritual de la modernidad: un mundo sin Dios, confiado únicamente en la promesa de crecimiento perpetuo.

Las civilizaciones que hoy toman la dirección de la gobernanza global —China, India, Rusia ortodoxa, el mundo islámico, los BRICS— tampoco logran contener el ímpetu de esta inmanencia. Aunque poseen tradiciones espirituales milenarias, aunque reivindican identidades religiosas y culturales profundas, en la práctica se ven absorbidas por la necesidad de competir en el mercado global, sostener tasas de crecimiento, acumular poder geopolítico. La multipolaridad no significa un cambio de paradigma, sino una redistribución del mismo paradigma capitalista. El infinito trascendente queda marginado incluso en culturas que lo tenían muy presente.

El capitalismo ha convertido la inmanencia del infinito en un principio ontológico tan poderoso que ninguna civilización logra articular un contrapeso. China habla de “armonía” y “civilización ecológica”, pero se ve obligada a sostener la expansión industrial. India, heredera de una espiritualidad ancestral, se precipita en la industrialización y el consumismo. Rusia reivindica la ortodoxia, pero su economía energética sigue la lógica de acumulación. El mundo islámico, aun con su fuerte teología trascendente, participa en el mercado global bajo la misma lógica extractiva. El resultado es un mundo donde lo trascendente queda marginado, y lo infinito se reduce a expansión material.

La tragedia se profundiza: la modernidad ha normalizado la inmanencia del infinito como si fuera natural e inevitable. Incluso las formas políticas que se presentan como alternativas —nacionalismo, comunismo, socialismo— terminan atrapadas en la misma ontología. El comunismo soviético y chino adoptaron la lógica productivista, la industrialización acelerada, la acumulación material. El nacionalismo, aunque reivindica identidades particulares, necesita sostener economías competitivas. Ninguna forma política logra sustraerse de la exigencia de crecimiento perpetuo. El capitalismo se convierte en la metafísica universal de la modernidad, capaz de absorber todas las diferencias culturales y políticas en su lógica expansiva.

No basta, entonces, con la fuerza espiritual para contrarrestar esta hegemonía. Hace falta también la fuerza material que secunde el desmontaje de la inmanencia del infinito. Sin estructuras económicas, políticas y sociales que respalden un horizonte trascendente, lo espiritual queda reducido a discurso. El desmontaje exige poder real: instituciones, tecnologías, recursos, prácticas colectivas que encarnen otra imagen del mundo. Pero lo más preocupante es que no hay salida civilizatoria, técnica ni política a la vista. La humanidad se conforma con vivir una historia sin Dios, confiada únicamente en las utopías tecnológicas.

La técnica ocupa el lugar de lo divino. La inteligencia artificial promete resolver problemas complejos, pero reproduce la lógica del infinito inmanente: más datos, más algoritmos, más optimización. El transhumanismo sueña con superar los límites humanos, secularizando la inmortalidad como proyecto técnico. La colonización espacial convierte el cosmos en mercado, prolongando la expansión capitalista más allá de la Tierra. La tecnociencia se convierte en religión secular, ofreciendo salvación sin trascendencia, sin misterio, sin apertura al absoluto.

La humanidad vive, entonces, una historia sin Dios, confiada en que la técnica será suficiente. El infinito se reduce a lo inmanente, mutilado en su dimensión trascendente. La técnica se convierte en ídolo, en absoluto secular, pero incapaz de ofrecer sentido último. La tragedia de la modernidad es doble: ha normalizado la inmanencia del infinito como natural e inevitable, y ha expulsado lo trascendente de la imagen del mundo. La humanidad se resigna a vivir en una metafísica secular del infinito, confiando en utopías tecnológicas que nunca podrán sustituir lo absoluto.

 

2. Del infinito trascedente al infinito inmanente

La humanidad se encuentra en un callejón ontológico: atrapada en la normalización de la inmanencia del infinito bajo la modernidad, sin salida civilizatoria, técnica ni política a la vista. Lo más preocupante es que, en esta situación, se ha resignado a vivir una historia sin Dios, confiando únicamente en las utopías tecnológicas como sustituto de lo trascendente.

La técnica ha ocupado el lugar de lo divino. La inteligencia artificial se presenta como la nueva promesa de salvación, capaz de resolver problemas complejos, pero en realidad reproduce la misma lógica del infinito inmanente: más datos, más algoritmos, más optimización, sin horizonte trascendente. El transhumanismo sueña con superar los límites humanos, secularizando la inmortalidad como proyecto técnico, pero sigue siendo un infinito mutilado, atrapado en la materia. La colonización espacial convierte el cosmos en mercado, prolongando la expansión capitalista más allá de la Tierra, como si el universo entero pudiera ser reducido a recurso.

La tecnociencia se convierte en religión secular, ofreciendo una salvación sin misterio, sin apertura al absoluto. Es una idolatría moderna: la técnica como nuevo absoluto, incapaz de ofrecer sentido último. La humanidad deposita su fe en algoritmos, máquinas y proyectos de progreso perpetuo, como si fueran sustitutos de Dios. Pero lo que se obtiene es un infinito inmanente que encierra, que repite, que nunca libera.

La tragedia es doble: primero, la modernidad ha naturalizado la inmanencia del infinito como si fuera inevitable, como si no hubiera otra forma de concebir el mundo. Segundo, las alternativas políticas y civilizatorias han fracasado en ofrecer un horizonte distinto. Nacionalismos, comunismos, socialismos: todos han terminado reproduciendo la misma lógica productivista, la misma exigencia de crecimiento perpetuo. Incluso las civilizaciones con tradiciones espirituales profundas —China, India, Rusia ortodoxa, el mundo islámico— se ven absorbidas por la necesidad de competir en el mercado global. La multipolaridad no es alternativa, sino variación interna de la misma ontología.

La humanidad vive, entonces, una historia sin Dios. El infinito trascendente ha sido expulsado de la imagen del mundo. Lo que queda es un infinito inmanente, secularizado, convertido en motor del capitalismo y en promesa de la técnica. La fe ya no está en lo divino, sino en las utopías tecnológicas: inteligencia artificial, transhumanismo, colonización espacial. Pero esas utopías nunca podrán sustituir lo absoluto. Son promesas mutiladas, horizontes cerrados, idolatrías modernas.

El desmontaje de esta hegemonía exige una doble fuerza: espiritual y material. La fuerza espiritual debe reintroducir lo trascendente en la imagen del mundo, recuperar el misterio, la apertura hacia lo absoluto. Pero sin fuerza material —instituciones, recursos, prácticas colectivas— lo espiritual queda reducido a discurso. La humanidad necesita poder real para sostener un modo de vida distinto, capaz de romper con la lógica del infinito inmanente. Sin esa alianza entre lo espiritual y lo material, el capitalismo seguirá siendo la metafísica universal de la modernidad.

La conciencia debe despertar ante esta tragedia. No basta con aceptar la historia sin Dios, confiada en utopías tecnológicas. Es necesario reconocer que el infinito no puede ser reducido a lo inmanente, que la técnica no puede ocupar el lugar de lo divino, que el capitalismo no puede ser la única ontología posible. Solo así podrá abrirse un horizonte distinto, donde lo trascendente vuelva a iluminar la imagen del mundo y la humanidad recupere el sentido perdido.

 

3. La historia sin Dios y las utopías tecnológicas

La humanidad, atrapada en la hegemonía de la inmanencia del infinito, parece resignada a vivir una historia sin Dios, confiada únicamente en las utopías tecnológicas que se presentan como sustituto de lo trascendente. La técnica ha ocupado el lugar de lo divino y se ha convertido en el nuevo absoluto, en el ídolo moderno que promete salvación secular. La inteligencia artificial se anuncia como la gran esperanza, capaz de resolver problemas complejos y de organizar la vida con una precisión inédita, pero en realidad no hace más que reproducir la misma lógica del infinito inmanente: más datos, más algoritmos, más optimización, más expansión, sin horizonte trascendente. El transhumanismo sueña con superar los límites humanos, secularizando la inmortalidad como proyecto técnico, pero lo que ofrece es un infinito mutilado, atrapado en la materia, incapaz de abrir hacia lo absoluto. La colonización espacial prolonga la expansión capitalista más allá de la Tierra, convirtiendo el cosmos en mercado, reduciendo el universo entero a recurso disponible. La tecnociencia se convierte así en religión secular, ofreciendo una salvación sin misterio, sin apertura, sin Dios.

La tragedia es que la humanidad deposita su fe en algoritmos, máquinas y proyectos de progreso perpetuo como si fueran sustitutos de lo divino, pero lo que obtiene es un infinito inmanente que encierra, que repite, que nunca libera. La modernidad ha naturalizado esta inmanencia como si fuera inevitable, como si no hubiera otra forma de concebir el mundo, y las alternativas políticas y civilizatorias han fracasado en ofrecer un horizonte distinto. 

La humanidad vive, entonces, una historia sin Dios. El infinito trascendente ha sido expulsado de la imagen del mundo y lo que queda es un infinito inmanente, secularizado, convertido en motor del capitalismo y en promesa de la técnica. La fe ya no está en lo absoluto, sino en las utopías tecnológicas: inteligencia artificial, transhumanismo, colonización espacial. Pero esas utopías nunca podrán sustituir lo divino, porque son promesas mutiladas, horizontes cerrados, idolatrías modernas. 

El desmontaje de esta hegemonía exige una doble fuerza: espiritual y material. La fuerza espiritual debe reintroducir lo trascendente en la imagen del mundo, recuperar el misterio, la apertura hacia lo absoluto, pero sin fuerza material —instituciones, recursos, prácticas colectivas— lo espiritual queda reducido a discurso. La humanidad necesita poder real para sostener un modo de vida distinto, capaz de romper con la lógica del infinito inmanente. Sin esa alianza entre lo espiritual y lo material, el capitalismo seguirá siendo la metafísica universal de la modernidad.

La conciencia debe despertar ante esta tragedia. No basta con aceptar la historia sin Dios, confiada en utopías tecnológicas que nunca podrán sustituir lo absoluto. Es necesario reconocer que el infinito no puede ser reducido a lo inmanente, que la técnica no puede ocupar el lugar de lo divino, que el capitalismo no puede ser la única ontología posible. Solo así podrá abrirse un horizonte distinto, donde lo trascendente vuelva a iluminar la imagen del mundo y la humanidad recupere el sentido perdido.

 

4. El destino de la humanidad ante la idolatría de la técnica

La humanidad se precipita hacia un destino incierto, atrapada en la normalización de la inmanencia del infinito bajo la modernidad, incapaz de sustraerse del capitalismo y confiada únicamente en las utopías tecnológicas que prometen un futuro sin Dios. El drama es que, al haber expulsado lo trascendente de la imagen del mundo, la historia se ha convertido en un relato cerrado, autorreferencial, donde el infinito ya no es apertura hacia lo absoluto, sino repetición de un ciclo material que nunca se detiene. La técnica, convertida en ídolo, ocupa el lugar de lo divino y se presenta como salvación secular, pero lo que ofrece es un horizonte mutilado, incapaz de otorgar sentido último. La inteligencia artificial, el transhumanismo, la colonización espacial, todas estas promesas modernas son variaciones de la misma idolatría: un infinito inmanente que encierra, que repite, que nunca libera.

La tragedia es que no hay salida civilizatoria, técnica ni política a la vista. Las formas políticas que se presentaron como alternativas —nacionalismo, comunismo, socialismo— han terminado reproduciendo la misma lógica productivista, la misma exigencia de crecimiento perpetuo. Las civilizaciones que emergen en la gobernanza global, con sus tradiciones espirituales milenarias, tampoco logran contener el ímpetu de la inmanencia del infinito. La multipolaridad no es alternativa, sino redistribución del mismo paradigma capitalista. El mundo entero se ha convertido en escenario de una metafísica secular, donde lo trascendente ha sido marginado y lo absoluto reducido a cálculo y expansión.

El desmontaje de esta hegemonía exige una doble fuerza: espiritual y material. La fuerza espiritual debe reintroducir lo trascendente en la imagen del mundo, recuperar el misterio, la apertura hacia lo absoluto, pero sin fuerza material —instituciones, recursos, prácticas colectivas— lo espiritual queda reducido a discurso. La humanidad necesita poder real para sostener un modo de vida distinto, capaz de romper con la lógica del infinito inmanente. Sin esa alianza entre lo espiritual y lo material, el capitalismo seguirá siendo la metafísica universal de la modernidad.

La conciencia debe despertar ante esta tragedia. No basta con aceptar la historia sin Dios, confiada en utopías tecnológicas que nunca podrán sustituir lo absoluto. Es necesario reconocer que el infinito no puede ser reducido a lo inmanente, que la técnica no puede ocupar el lugar de lo divino, que el capitalismo no puede ser la única ontología posible. Solo así podrá abrirse un horizonte distinto, donde lo trascendente vuelva a iluminar la imagen del mundo y la humanidad recupere el sentido perdido. Si no se logra este despertar, el destino será vivir en una historia mutilada, una historia sin Dios, una historia donde el infinito se ha convertido en prisión. La advertencia es clara y dramática: o la humanidad reintroduce lo trascendente en la imagen del mundo, o quedará condenada a la idolatría de la técnica y al vacío espiritual de una modernidad que ha hecho del infinito inmanente su única religión. O lo que es peor: su sustitución completa por el ciborg y la máquina.

 

5. Teóricos del capitalismo y su metafísica

A lo largo de la historia moderna, diversos pensadores han intentado descifrar la naturaleza del capitalismo y proyectar su futuro. Werner Sombart, en sus estudios sobre el espíritu del capitalismo, exploró cómo las formas culturales y religiosas dieron origen a la expansión económica moderna. Max Weber, en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, mostró cómo la racionalidad ascética protestante se transformó en disciplina económica, fundando el ethos del capitalismo. Georg Simmel, en Filosofía del dinero, analizó cómo el dinero, al convertirse en forma abstracta de intercambio, reorganiza la vida social y reduce las relaciones humanas a equivalencias cuantificables, anticipando la reducción del absoluto a cálculo.

En el ámbito contemporáneo, John Mackey y Raj Sisodia, con El capitalismo consciente, defienden la posibilidad de un capitalismo ético, orientado al bienestar colectivo y la sostenibilidad. Francesco Baldassari y otros autores recientes han explorado la dimensión filosófica y cultural del sistema, mientras Carlos Martínez Gorriarán, en En defensa del capitalismo, lo reivindica como motor de libertad y progreso. Amador Martos, en Una filosofía alternativa al capitalismo, propone abrir un horizonte crítico que supere la lógica dominante. El volumen colectivo ¿Tiene futuro el capitalismo?, publicado por Siglo XXI, reúne voces que discuten sus límites y posibles transformaciones. Slavoj Žižek, en El capitalismo como religión de nuestro tiempo, desentraña cómo el sistema económico se ha convertido en una religión secular, con culto en el consumo y dogma en el crecimiento infinito, retomando la intuición de Walter Benjamin sobre el capitalismo como fe moderna.

Debe mencionarse también el estudio La metafísica del infinito en Giordano Bruno, escrito por María Jesús Soto Bruna, que analiza cómo Bruno rompe con la visión medieval y desplaza la infinitud hacia una cosmología abierta, anticipando la secularización de la idea de infinito que más tarde se encarnaría en la modernidad y el capitalismo.

Todos estos aportes, desde la sociología clásica hasta las propuestas contemporáneas de capitalismo consciente, han intentado pensar el sistema en sus fundamentos y en sus proyecciones. Sin embargo, ninguno de ellos advierte con claridad la hegemonía del principio de inmanencia instaurado por la modernidad ni la secularización de la idea de infinito. Al centrarse en dimensiones éticas, culturales, políticas o económicas, dejan intacto el núcleo metafísico: la mutación por la cual el infinito trascendente devino infinito inmanente, expulsando a Dios de la imagen del mundo y convirtiendo la expansión material en absoluto. Sin este reconocimiento, tanto la defensa como la crítica del capitalismo permanecen incompletas, pues no alcanzan la raíz ontológica que sostiene su hegemonía.

La secularización del infinito no significa únicamente el olvido de Dios y la expulsión de la trascendencia de la imagen del mundo; implica también una desvinculación radical con el ser, el saber y la verdad. Al reducir el infinito a mera inmanencia, la modernidad mutila la ontología misma: el ser deja de ser misterio y se convierte en recurso; el saber deja de ser búsqueda de sentido y se transforma en técnica instrumental; la verdad deja de ser apertura hacia lo absoluto y se degrada en cálculo, en eficacia, en utilidad. Así, la secularización del infinito no sólo clausura la dimensión divina, sino que desarraiga a la humanidad de su vínculo esencial con aquello que la constituye. El resultado es un mundo donde el ser se oculta, el saber se trivializa y la verdad se disuelve, dejando a la humanidad atrapada en una prisión de inmanencia, hedonismo, relativismo y nihilismo, condenada a vivir en un horizonte cerrado, sin trascendencia, sin misterio, sin apertura.

 

Conclusión

La humanidad ha llegado al umbral de su mayor tragedia: haber sustituido el infinito trascendente por el infinito inmanente del capitalismo, haber expulsado a Dios de la imagen del mundo y haber normalizado una ontología mutilada que reduce el misterio a cálculo y la apertura a expansión material. La modernidad, con su ciencia y su técnica, ha secularizado el infinito y lo ha encarnado en la producción, el consumo y la acumulación perpetua, convirtiendo al capitalismo en la metafísica universal de nuestro tiempo. Ninguna civilización, ni las emergentes ni las tradicionales, ha logrado contener este ímpetu; todas han sido absorbidas por la necesidad de competir en el mercado global, incapaces de articular un contrapeso. Las formas políticas que se presentaron como alternativas —nacionalismo, comunismo, socialismo— han terminado reproduciendo la misma lógica productivista, confirmando que no hay salida civilizatoria, técnica ni política a la vista.

La humanidad se conforma con vivir una historia sin Dios, confiada en las utopías tecnológicas que prometen salvación secular: inteligencia artificial, transhumanismo, colonización espacial. Pero todas ellas son idolatrías modernas, horizontes cerrados, infinitos mutilados que nunca liberan. La técnica se ha convertido en el nuevo absoluto, en el ídolo que ocupa el lugar de lo divino, pero incapaz de otorgar sentido último. El destino que se perfila es el de una humanidad condenada a la prisión del infinito inmanente, atrapada en un ciclo interminable de expansión material, vacía de trascendencia, mutilada en su espíritu.

La advertencia es clara y dramática: o la humanidad despierta y reintroduce lo trascendente en la imagen del mundo, articulando una doble fuerza espiritual y material capaz de desmontar la hegemonía del capitalismo, o quedará condenada a vivir en una historia mutilada, una historia sin Dios, una historia donde el infinito se ha convertido en prisión y la técnica en idolatría. Y ello conducirá hacia la extinción directa de la humanidad. El tiempo de la decisión es ahora, porque si no se rompe este destino, la humanidad habrá sellado su condena: vivir eternamente bajo la metafísica secular del infinito, sin misterio, sin apertura, sin salvación, sin lo que lo hace humano.

 

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Dimensión matemática

 

3

El infinito de Cantor

y la secularización moderna

 

 

H

ablar del infinito es adentrarse en el territorio más peligroso y fascinante del pensamiento humano. Desde Aristóteles hasta la modernidad, el infinito ha sido el límite último de la razón, el punto donde la filosofía se encuentra con la teología y donde la ciencia se atreve a desafiar lo imposible. La modernidad, con su mentalidad secularizadora, cometió un acto de violencia intelectual: arrebató al infinito su carácter trascendente y lo arrojó al terreno de lo finito, lo temporal y lo contingente. En ese gesto se produjo un caos metafísico que desembocó en el nihilismo estructural, en la disolución de todo fundamento absoluto y en la relativización de lo que antes era plenitud.

Sin embargo, en medio de este escenario de secularización y vacío, surge la figura de Georg Cantor, quien con su teoría de los transfinitos no solo matematizó lo inmanente, sino que también preservó la referencia al infinito absoluto. Cantor es el gran provocador de la modernidad: demuestra que el infinito puede ser objeto de la ciencia sin perder su vínculo con lo divino, que la razón puede manipular jerarquías infinitas sin sofocar la huella de lo trascendente. Su obra es un desafío frontal al nihilismo moderno, porque recuerda que lo inmanente no agota lo real y que el infinito, incluso en su versión matemática, sigue apuntando hacia lo absoluto. Cantor insurge después de todo como una voz disidente en el corazón mismo de la modernidad madura y, por ello, su discrepancia es significativa.

I. El legado aristotélico y la distinción originaria

El pensamiento sobre el infinito comienza con Aristóteles, quien sostuvo que el infinito actual no podía existir en el mundo temporal, contingente y finito. Solo lo admitió en el Primer Motor Inmóvil, causa eterna y absoluta del movimiento. En el ámbito sensible, el infinito se concebía únicamente como potencial: una serie que nunca se agota, una división que nunca se concluye. Esta distinción entre lo potencial y lo actual marcó la filosofía antigua y medieval, donde el infinito absoluto fue siempre atributo exclusivo de Dios.

Aristóteles concebía el infinito como una noción que debía ser cuidadosamente delimitada para evitar contradicciones. En su Física, distingue entre lo que puede prolongarse indefinidamente —como el tiempo, el movimiento o la sucesión de números— y lo que puede existir como totalidad completa. El primero corresponde al infinito potencial, siempre abierto y nunca concluido; el segundo, el infinito actual, lo rechazaba en el mundo sensible porque implicaría una totalidad imposible de abarcar en la experiencia. De este modo, el infinito no era una realidad empírica, sino una posibilidad que se desplegaba en el devenir.

Esta concepción tuvo una enorme influencia en la filosofía medieval, pues permitió mantener la coherencia entre la finitud del mundo creado y la infinitud divina. El universo, según Aristóteles, era eterno pero finito en extensión, mientras que solo Dios —o el Primer Motor Inmóvil— podía ser infinito en acto, absoluto y perfecto. Así, la distinción entre infinito potencial e infinito actual no solo ordenaba la reflexión matemática y física, sino que también servía de fundamento metafísico y teológico, asegurando que lo infinito absoluto permaneciera como atributo exclusivo de lo divino.

 

II. La mutación intelectual de la modernidad

Con la modernidad, esta concepción se transforma radicalmente. Giordano Bruno rompe con la distinción aristotélica entre potencia y acto: en lo absoluto no hay diferencia, pues Dios es simultáneamente potencia infinita y acto infinito. Dios es la mónada de mónadas, causa inmanente del mundo, y el universo mismo es infinito en extensión y pluralidad. La misión del hombre, según Bruno, es contemplar esta infinitud.

La revolución científica de los siglos XVI y XVII, como señaló Alexandre Koyré, no fue un simple desarrollo acumulativo, sino una mutación intelectual que disolvió la metafísica trascendente antigua y medieval. El paso del “cosmos cerrado” al “universo infinito” significó que el infinito se trasladara al plano de lo temporal, finito y contingente. Newton concibió el espacio y el tiempo como infinitos, homogéneos y absolutos, desligados de la teología. La ciencia moderna secularizó el infinito, convirtiéndolo en categoría empírica y matemática.

Este cambio no solo afectó la cosmología, sino también la manera en que el hombre se concebía a sí mismo en relación con el universo. En la visión medieval, el cosmos era un orden jerárquico y cerrado, donde cada ser ocupaba un lugar definido en la escala del ser, y el infinito pertenecía únicamente a Dios. Con la modernidad, esa jerarquía se disuelve: el hombre ya no se encuentra en un cosmos finito y ordenado, sino en un universo abierto e ilimitado, donde las categorías tradicionales pierden su sentido. La secularización del infinito implica que la infinitud ya no es garantía de trascendencia, sino un horizonte inmanente que el hombre debe explorar mediante la razón y la ciencia.

Además, la matematización de la naturaleza consolidó esta mutación. Galileo y Descartes introdujeron un nuevo paradigma en el que la realidad se describe en términos de extensión, movimiento y leyes cuantificables. El infinito, antes atributo exclusivo de lo divino, se convierte en un concepto operativo dentro de la física y la geometría. Newton, al concebir un espacio y un tiempo infinitos, establece un marco absoluto en el que las leyes universales se aplican sin referencia a causas finales ni a un orden trascendente. De este modo, la revolución científica no solo seculariza el infinito, sino que lo convierte en fundamento de la racionalidad moderna, desplazando definitivamente la metafísica aristotélica y escolástica.

 

III. El caos metafísico y el nihilismo estructural

Este traslado del infinito desde lo trascendente hacia lo inmanente produjo un caos metafísico. Al perder su anclaje en lo divino, el infinito se dispersó en múltiples usos: físicos, matemáticos, técnicos. Nietzsche interpretó esta secularización como la pérdida de valores supremos y del sentido trascendente, desembocando en el nihilismo estructural de la modernidad. El infinito, antes símbolo de plenitud, se convierte en signo de vacío y relativismo.

La secularización del infinito no solo implicó un cambio conceptual, sino también una crisis en el orden del pensamiento. Al trasladarse lo infinito al plano de lo inmanente, se perdió la referencia a un fundamento último que otorgaba sentido y coherencia al cosmos. La multiplicidad de infinitos —ya fueran físicos, matemáticos o técnicos— generó una dispersión que desestructuró la unidad metafísica heredada de la tradición clásica y medieval. Lo que antes estaba sostenido por la trascendencia divina se convirtió en un campo abierto de interpretaciones, donde el infinito ya no garantizaba plenitud, sino indeterminación. No hay hechos sino interpretaciones, diría Nietzsche.

Este proceso desembocó en lo que Nietzsche denominó nihilismo: la constatación de que los valores supremos han perdido su fuerza vinculante y que el horizonte trascendente se ha disuelto. El infinito, al secularizarse, se convierte en un signo de relativismo y vacío, pues ya no remite a lo absoluto, sino a lo contingente. La infinitud del universo físico o la proliferación de infinitos matemáticos no ofrecen un sentido último, sino que multiplican las posibilidades sin asegurar un fundamento. De ahí que el infinito moderno, lejos de ser plenitud, se experimente como exceso sin dirección, como apertura sin finalidad.

En este contexto, el hombre moderno se enfrenta a un universo ilimitado pero carente de centro, a una racionalidad que multiplica infinitos sin poder reconciliarlos con un absoluto. El caos metafísico consiste precisamente en esta pérdida de orientación: lo infinito ya no es símbolo de perfección, sino de desarraigo. La modernidad, al secularizar el infinito, lo relativiza y lo fragmenta, generando un horizonte donde la infinitud se confunde con la ausencia de sentido. El nihilismo estructural es, entonces, la consecuencia inevitable de un mundo que ha desplazado lo infinito de lo trascendente a lo inmanente, sin poder restituir el orden que antes garantizaba la metafísica.

 

IV. Cantor entre formalismo y platonismo

En este contexto aparece Georg Cantor, situado entre el formalismo y el platonismo.

·           Desde el formalismo, reivindica la libertad de creación matemática, inventando los números transfinitos y jerarquías de infinitos.

·           Desde el platonismo, sostiene que los objetos matemáticos existen en un plano ideal y que el matemático los descubre más que los inventa.

Cantor combina deducción rigurosa con intuición creativa, mostrando que la matemática es tanto lógica como imaginación.

La tensión entre formalismo y platonismo en Cantor no es una contradicción, sino el núcleo de su genialidad. Por un lado, su invención de los números transfinitos muestra la audacia de un creador que se atreve a expandir los límites de la matemática más allá de lo concebido hasta entonces. Por otro, su convicción de que estos objetos poseen una existencia independiente en un plano ideal revela su fidelidad a una visión metafísica que trasciende el mero cálculo. Cantor no reduce la matemática a un juego de símbolos, sino que la concibe como un acceso privilegiado a una realidad inteligible, donde el infinito se despliega en formas jerárquicas y ordenadas.

Este doble movimiento le permitió articular una teoría que, al mismo tiempo, se inscribe en la modernidad secularizadora y la trasciende. En el plano formal, Cantor ofrece a la ciencia moderna un instrumento riguroso para pensar lo infinito en lo inmanente: los transfinitos como estructuras matemáticas manipulables. En el plano platónico, preserva la referencia al infinito absoluto, recordando que toda construcción matemática apunta hacia una realidad superior que no se agota en lo finito ni en lo contingente. Así, su obra se convierte en un puente entre la racionalidad moderna y la tradición metafísica, mostrando que el infinito puede ser objeto de la ciencia sin perder su dimensión trascendente.

V. Antecedentes: Riemann y Dedekind

Cantor no surge en el vacío. Antes de él, Riemann había introducido la noción de variedad, y Dedekind había desarrollado conceptos como grupocuerpo e ideal. Estas ideas adelantaron la noción de conjunto, que Cantor convirtió en protagonista absoluto de la matemática. Mientras Riemann y Dedekind usaban colecciones como herramientas, Cantor las transformó en objeto central de estudio, fundando la teoría de conjuntos.

La aportación de Riemann fue decisiva porque introdujo la noción de variedad como un espacio matemático capaz de generalizar las superficies y extenderlas a dimensiones superiores. En este marco, las colecciones de puntos no eran todavía objeto de estudio en sí mismas, sino instrumentos para describir estructuras geométricas más complejas. Sin embargo, la idea de que una colección podía ser tratada como totalidad abrió el camino para que Cantor concibiera los conjuntos como entidades autónomas. La transición de Riemann a Cantor muestra cómo la geometría se convierte en un terreno fértil para la abstracción, preparando el terreno para que el infinito se pensara en términos rigurosos y sistemáticos.

Por su parte, Dedekind aportó una visión algebraica y aritmética que resultó igualmente fundamental. Sus definiciones de grupocuerpo e ideal revelan una tendencia a organizar las estructuras matemáticas mediante colecciones de elementos con propiedades específicas. Además, su célebre definición de los números reales a través de las “cortes de Dedekind” anticipa la idea de que un conjunto puede ser el fundamento de una construcción matemática completa. Cantor recogió esta intuición y la llevó más allá: lo que en Dedekind era un recurso técnico se convirtió en Cantor en el núcleo de una nueva disciplina. Así, la teoría de conjuntos no solo se nutre de la geometría riemanniana y del álgebra dedekindiana, sino que las transforma en un lenguaje universal para pensar lo infinito.

VI. La paradoja de Cantor y los sistemas axiomáticos

El intento de pensar el “conjunto de todos los conjuntos” llevó a la paradoja de Cantor: el conjunto potencia de un conjunto universal tendría cardinalidad mayor que el propio conjunto, lo que genera contradicción.

·           ZF (Zermelo–Fraenkel) resolvió la paradoja negando la existencia del conjunto universal.

·           NBG (von Neumann–Bernays–Gödel) y NK (Kelley–Morse) introdujeron la noción de clases, permitiendo hablar de una clase universal sin caer en contradicciones.

Los lógicos intentaron “logificar” la matemática con restricciones técnicas (Russell y la teoría de tipos), mientras que los matemáticos la “conjuntivizaron”, haciendo del conjunto el fundamento universal.

El logicismo, en su afán de reducir toda la matemática a la lógica pura, terminó por empobrecer la riqueza creativa y ontológica que caracteriza al pensamiento matemático. Al imponer restricciones técnicas como la teoría de tipos de Russell, buscó evitar las paradojas mediante prohibiciones formales, pero a costa de mutilar la potencia conceptual que Cantor había abierto con su teoría de conjuntos. En lugar de reconocer la fecundidad del infinito y su despliegue en jerarquías transfinitas, el logicismo intentó encerrar la matemática en un corsé lógico que sofocaba su capacidad de descubrimiento. Así, frente al impulso creador de Cantor, el logicismo aparece como una reacción defensiva, más preocupada por blindar la coherencia interna que por explorar las posibilidades del infinito, revelando su carácter restrictivo y su incapacidad para captar la dimensión metafísica y creativa de la matemática.

 

VII. La triple distinción cantoriana

Cantor distinguió con claridad tres planos del infinito:

1.         Transfinito: los infinitos matemáticos, jerarquías de cardinales, objeto de estudio formal.

2.        Infinito físico: lo ilimitado del universo, cuestión empírica de la cosmología y la física.

3.        Infinito absoluto: atributo exclusivo de Dios, plenitud infinita que trasciende cualquier construcción matemática.

Gracias a esta distinción, la teoría cantoriana del infinito no colisiona ni con lo ilimitado del universo físico ni con la infinitud divina.

La fuerza decisiva de esta triple distinción radica en que Cantor logra desactivar el caos metafísico generado por la modernidad al secularizar el infinito. Al separar con rigor el plano transfinito —propio de la matemática— del infinito físico —propio de la cosmología— y del infinito absoluto —propio de la teología—, evita que se confundan niveles de realidad heterogéneos. Con ello, preserva la legitimidad del estudio científico del infinito sin invadir el terreno de lo divino, y al mismo tiempo mantiene abierta la referencia a una trascendencia que la modernidad nihilista había intentado clausurar. Su aporte es contundente porque muestra que el infinito puede ser pensado en lo inmanente sin perder su vínculo con lo absoluto, ofreciendo un marco conceptual que reconcilia la racionalidad matemática con la dimensión metafísica y que, en última instancia, devuelve al hombre moderno la posibilidad de contemplar la infinitud sin caer en el vacío del nihilismo.

 

VIII. El aporte cantoriano frente a la secularización moderna

La modernidad secularizó el infinito, trasladándolo a lo temporal y contingente, relativizándolo y convirtiéndolo en categoría científica. El hombre epistémico moderno, al compás de esta secularización, remitió lo infinito a lo finito, haciendo de lo inmanente lo principal.

En este marco, Cantor aporta un desarrollo decisivo:

·           Matematiza lo inmanente: convierte el infinito en objeto formal, riguroso y manipulable.

·           Preserva lo absoluto: mantiene la distinción entre lo transfinito matemático y el infinito absoluto de Dios.

·           Equilibrio: su obra muestra que el infinito puede ser estudiado en lo inmanente sin borrar la trascendencia.

La grandeza del aporte cantoriano radica en que logra reconciliar la tensión entre la secularización moderna y la tradición metafísica. Mientras la modernidad nihilista había relativizado el infinito, reduciéndolo a lo finito y a lo inmanente, Cantor demuestra que el pensamiento matemático puede desplegar infinitos rigurosos sin clausurar la referencia al absoluto. Su teoría de los transfinitos no es solo un avance técnico, sino una afirmación filosófica: el infinito puede ser objeto de la razón humana sin perder su vínculo con lo divino. En este sentido, Cantor se convierte en un punto de inflexión decisivo, pues ofrece al hombre moderno una vía para contemplar la infinitud desde la ciencia y la matemática, pero sin caer en el vacío del nihilismo. Su obra recuerda que lo inmanente no agota lo real y que, incluso en la era secularizada, el infinito absoluto permanece como horizonte trascendente que da sentido a toda construcción racional.

 

IX. Conclusión: Cantor frente al nihilismo moderno

La modernidad nihilista y atea relativizó el infinito, secularizándolo y disolviendo su vínculo con lo trascendente. Cantor, sin embargo, logró que el infinito matemático conviviera con el infinito absoluto, evitando que la secularización epocal clausurara por completo la dimensión divina.

Su aporte es trascendental: Cantor ofrece un puente entre la racionalidad moderna y la tradición metafísica, mostrando que el infinito puede ser objeto de la ciencia y la matemática sin perder su referencia a lo absoluto. En un mundo marcado por el nihilismo, su teoría recuerda que la infinitud no se agota en lo inmanente, sino que apunta siempre hacia lo trascendente.

Cantor se erige, en este sentido, como una figura que desborda los límites de la modernidad secularizada: su teoría no solo introduce un orden matemático en el caos de los infinitos, sino que también restituye la posibilidad de pensar lo absoluto en un tiempo dominado por el relativismo y el vacío. Allí donde la modernidad nihilista pretendía clausurar toda referencia a la trascendencia, Cantor abre un horizonte inesperado: el infinito matemático, lejos de ser mero artificio técnico, se convierte en signo de una realidad que trasciende lo finito y lo contingente. Su obra es arrolladora porque demuestra que la razón, incluso en su ejercicio más riguroso, no puede sofocar la huella de lo divino, y que el hombre moderno, aun inmerso en la secularización, sigue llamado a contemplar la infinitud como apertura hacia lo absoluto.

 

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Dimensión ecológica

 

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ANTROPOCENO, SECULARIZACIÓN DEL INFINITO Y PROMETEÍSMO GLOBÓCRATA

 

 

 

E

l mundo que habitamos ya no es el mismo que heredamos. La modernidad, al secularizar la idea de infinito, despojó a lo trascendente de su misterio y lo redujo a lo inmanente: progreso ilimitado, expansión sin freno, dominio técnico y económico. De esa mutilación nació el Antropoceno, la era en que la humanidad se convirtió en fuerza geológica, capaz de alterar la biosfera y reconfigurar la relación ontológica con la Tierra. Pero este poder no está distribuido: se concentra en manos de una tecno-oligarquía que, en su delirio prometeico, sueña con ser dioses menores, demiurgos corporativos que administran la vida y la muerte.

El relato único que imponen busca sofocar la pluralidad, manipular la opinión pública y moldear la cultura. Gates, Musk, Bezos, Bin Salman, Page, Brin, Soros, Murdoch y Zuckerberg son los nombres visibles de una élite globócrata que encarna la secularización del infinito y el prometeísmo moderno. Pobres infelices que confunden control con sentido, poder con plenitud, técnica con trascendencia. Su proyecto es transhumanista: vencer la muerte, revertir el envejecimiento, manipular el genoma, crear superhumanos, instaurar ministerios de la verdad, virtualizar el mundo y administrar el capital planetario.

Estamos ante el hiperimperialismo, fase superior del imperialismo clásico, donde las corporaciones privadas ejercen soberanía propia y gobiernan como poderes autónomos. Este hiperimperialismo es la expresión política-cultural de la globocracia, el rostro final de la secularización moderna del infinito. No necesita ejércitos ni banderas: su fuerza es el algoritmo, la biotecnología, la virtualización y la manipulación cultural. Es el imperialismo del relato único, el imperialismo de la técnica, el imperialismo de la miseria espiritual disfrazada de poder absoluto.

Este ensayo es un llamado a la insurrección filosófica: a desenmascarar el prometeísmo globócrata, a denunciar la secularización mutilada del infinito, a resistir el hiperimperialismo corporativo que pretende administrar la humanidad como si fuera un recurso más. Porque la verdadera grandeza no está en dominar la Tierra ni en manipular la vida, sino en desafiar la miseria espiritual de una élite que se cree dioses, pero no son más que sombras de poder.

 

1. Antropoceno y secularización del Infinito

La modernidad secularizó la idea de infinito, reduciéndola a lo inmanente. Lo que antes era atributo de lo divino, lo absoluto y lo trascendente, se convirtió en motor del progreso, de la razón y de la expansión ilimitada de la técnica y la economía. Este desplazamiento ontológico abrió paso a una visión del mundo en la que el hombre se concibe como capaz de dominar y transformar la totalidad de lo real. El infinito dejó de ser misterio y se transformó en proyecto, en horizonte de crecimiento sin fin.

De esa secularización nació el Antropoceno, la era en la que la humanidad se convierte en fuerza geológica. La Revolución Industrial, la aceleración tecnológica y la expansión económica global multiplicaron la capacidad de intervención humana sobre la Tierra, alterando ciclos biogeoquímicos, climas y ecosistemas. La acción humana dejó de ser un fenómeno meramente social o histórico para convertirse en potencia capaz de modificar la biosfera entera. El hombre, en su afán prometeico, ya no actúa sólo sobre lo cultural, sino sobre lo geológico, borrando la frontera entre historia natural e historia humana.

El Antropoceno es, en este sentido, la traducción material de la secularización del infinito. El deseo de expansión ilimitada, antes orientado hacia lo trascendente, se volcó hacia lo inmanente. El resultado es un mundo donde la técnica y la economía buscan crecer sin límite, pero ese crecimiento impacta directamente en la finitud de la Tierra. El infinito secularizado se topa con la paradoja de los límites planetarios.

En la cabeza de este prometeísmo moderno se encuentra la tecno-oligarquía actual. Figuras como Gates, Musk, Bezos, Bin Salman, Page, Brin, Soros, Murdoch y Zuckerberg encarnan el núcleo de un prometeísmo corporativo. No son simples empresarios: concentran poder económico, político y cultural, y controlan plataformas que median la vida cotidiana de millones de personas. Ellos son los nuevos portadores del fuego, administradores del infinito secularizado, demiurgos que sueñan con rediseñar la humanidad y el planeta. Comandan la orgía del nihilismo estructural.

El poder globócrata busca anular el pensamiento crítico para sacar adelante el transhumanismo y sus sueños de dominar el mundo con la tecnología. Su horizonte es vencer la muerte, lograr la inmortalidad con la biotecnología, disminuir la población mundial, generar pandemias, instaurar un ministerio de la verdad, recrear el mundo real por un mundo virtual, manipular el genoma humano, acabar con las enfermedades, crear superhumanos en las élites, administrar los capitales del mundo a través de corporaciones como BlackRock, revertir el envejecimiento, incentivar la eugenesia, promover el aborto y desplegar agendas culturales LGTB que buscan moldear identidades y subjetividades.

Este poder globócrata es la culminación del prometeísmo moderno: un proyecto que pretende dominar la vida, la muerte y la cultura, imponiendo un relato único y anulando la diversidad de pensamiento. La tecno-oligarquía encarna la secularización del infinito, transformando lo que antes era trascendente en un instrumento de control global. El hombre se concibe como “diosecillo terrestre”, pero su grandeza aparente se revela como pobreza existencial: son, en realidad, pobres infelices, atrapados en su propio mito de poder, confundiendo el dominio técnico con plenitud ontológica.

El Antropoceno muestra la paradoja de este prometeísmo globócrata: el infinito secularizado, administrado por élites, se convierte en instrumento de dominación y control, pero nunca alcanza lo trascendente. La humanidad queda encadenada a un proyecto oligárquico que sueña con ser dios, pero que arrastra al planeta hacia una ontología de dependencia y sometimiento. El mito prometeico, corporativizado y globócrata, revela así su rostro trágico: el intento de vencer la muerte y dominar la vida se convierte en la evidencia de una miseria espiritual disfrazada de poder absoluto.

 

2. Prometeísmo globócrata y tecno-oligarquía

El poder globócrata no se conforma con dominar la economía ni con administrar los flujos financieros del planeta. Su ambición es más radical: busca controlar el relato único y la cultura, manipular la opinión pública y moldear las subjetividades para que la humanidad entera se pliegue a su proyecto prometeico. La tecno-oligarquía se presenta como demiurgo, pero en realidad es una maquinaria de control que anula el pensamiento crítico y sustituye la pluralidad por una narrativa uniforme, diseñada para legitimar su poder.

La secularización del infinito, que en la modernidad se tradujo en progreso ilimitado, se corporativiza en manos de esta élite. El infinito ya no es misterio ni trascendencia, sino cálculo, algoritmo y biotecnología. El hombre, reducido a “diosecillo terrestre”, se cree capaz de vencer la muerte, revertir el envejecimiento, manipular el genoma humano, erradicar enfermedades y crear superhumanos en las élites. Pero este sueño prometeico no es emancipador: es oligárquico, excluyente y profundamente desigual. El Antropoceno revela la paradoja: la humanidad se convierte en fuerza geológica, pero esa fuerza está dirigida por unos pocos. Gates, Musk, Bezos, Bin Salman, Page, Brin, Soros, Murdoch y Zuckerberg son los nombres visibles de un poder que se arroga la capacidad de decidir el destino del planeta. Ellos sueñan con transhumanismo, con mundos virtuales que sustituyan lo real, con ministerios de la verdad que administren la información, con pandemias que reconfiguren la demografía, con agendas culturales que disciplinen identidades y cuerpos. Su poder globócrata es la encarnación de la secularización del infinito y del prometeísmo moderno. Son, sin embargo, pobres infelices. Porque su grandeza aparente se revela como miseria espiritual. Creen dominar la vida y la muerte, pero en realidad están atrapados en un mito vacío, en una ilusión de poder que nunca alcanza lo trascendente. El infinito que administran es un infinito mutilado, reducido a técnica y cálculo, incapaz de abrirse a la plenitud. Su prometeísmo es trágico: sueñan con ser dioses, pero sólo logran ser caricaturas de divinidad, demiurgos corporativos que confunden control con sentido. El Antropoceno, la secularización del infinito y el prometeísmo globócrata forman así una tríada que define nuestra época. La humanidad, convertida en fuerza geológica, se ve sometida a un poder oligárquico que administra la técnica como instrumento de dominación. El infinito secularizado se convierte en relato único, en cultura manipulada, en biotecnología dirigida por élites. El prometeísmo moderno se revela como globócrata, como proyecto de control total, como intento de vencer la muerte y dominar la vida.

Pero la verdad es que este poder, por más que se presente como absoluto, es frágil. Porque ningún relato único puede sofocar indefinidamente la pluralidad humana. Ninguna tecno-oligarquía puede abolir la finitud de la Tierra. Ningún prometeísmo corporativo puede alcanzar lo trascendente. El infinito secularizado, atrapado en manos de pobres infelices, se convierte en evidencia de la miseria espiritual de una élite que confunde dominación con plenitud.

 

3. Manifiesto contra el poder globócrata

El poder globócrata, en su afán prometeico, pretende erigirse como dueño de la vida y de la muerte, como administrador del infinito secularizado. Sueña con vencer la mortalidad, con manipular la genética, con rediseñar la humanidad, con instaurar un relato único que anule toda disidencia. Pero este sueño no es emancipador: es un proyecto de dominación que reduce la pluralidad humana a obediencia y sometimiento.

La tecno-oligarquía, encarnada en nombres visibles se presenta como demiurgo, pero en realidad es caricatura de divinidad. Confunden control con sentido, poder con plenitud, técnica con trascendencia. Su prometeísmo moderno es trágico porque sólo logra producir un infinito mutilado, reducido a cálculo, algoritmo y capital. El Antropoceno revela la paradoja: la humanidad se convierte en fuerza geológica, pero esa fuerza está dirigida por unos pocos que administran la técnica como instrumento de control global. La secularización del infinito, que en la modernidad abrió horizontes de progreso, se ha convertido en herramienta oligárquica para imponer un relato único, manipular la cultura, moldear la opinión pública y disciplinar cuerpos e identidades. Pero ningún relato único puede sofocar indefinidamente la pluralidad humana. Ninguna tecno-oligarquía puede abolir la finitud de la Tierra. Ningún prometeísmo corporativo puede alcanzar lo trascendente. El poder globócrata es frágil, porque está atrapado en su propia miseria espiritual. Su grandeza aparente se revela como vacío, como incapacidad de abrirse a lo que excede la técnica y el cálculo.

El Antropoceno, la secularización del infinito y el prometeísmo globócrata forman la tríada de nuestra época. Pero la pluralidad, la finitud y la trascendencia se rebelan contra el relato único. El mito prometeico corporativizado muestra su rostro trágico: el intento de dominar la vida y la muerte se convierte en la prueba de una miseria espiritual disfrazada de poder absoluto. Este ensayo es un llamado a la resistencia filosófica: a desenmascarar el prometeísmo globócrata, a denunciar la secularización mutilada del infinito, a recuperar la pluralidad frente al relato único. Porque la verdadera grandeza humana no está en dominar la Tierra ni en manipular la vida, sino en reconocer la finitud, en abrirse a lo trascendente, en desafiar la miseria espiritual de una élite que se cree dioses, pero no son más que sombras de poder.

 

Conclusión

El Antropoceno, la secularización del infinito y el prometeísmo globócrata desembocan en una forma inédita de dominación: el hiperimperialismo. No se trata ya del viejo imperialismo de los Estados-nación que expandían sus fronteras mediante ejércitos y colonias, sino de un imperialismo corporativo, privado, que ejerce soberanía propia más allá de las instituciones políticas tradicionales. Las grandes corporaciones tecnológicas y financieras se erigen como poderes autónomos, capaces de dictar normas, controlar poblaciones, administrar capitales y moldear culturas.

Este hiperimperialismo es la fase superior del imperialismo moderno porque no necesita banderas ni ejércitos: su fuerza es la técnica, el algoritmo, la biotecnología, la virtualización del mundo y la manipulación de la opinión pública. Es la expresión política-cultural de la globocracia, el gobierno planetario de élites que encarnan la secularización del infinito. Lo que antes era trascendente se ha convertido en poder corporativo que sueña con vencer la muerte, crear superhumanos, revertir el envejecimiento y administrar la vida misma.

El prometeísmo globócrata, corporativizado en este hiperimperialismo, pretende dominar no sólo la Tierra como biosfera, sino también la humanidad como especie. Busca imponer un relato único, anular el pensamiento crítico y sustituir la pluralidad por obediencia. Pero en su ambición ilimitada revela su miseria espiritual: son pobres infelices que confunden control con sentido, poder con plenitud, técnica con trascendencia.

El hiperimperialismo es, en última instancia, la consumación de la secularización mutilada del infinito: un proyecto que reduce lo absoluto a cálculo, lo trascendente a capital, lo humano a objeto de manipulación. Es el rostro político-cultural de la globocracia, la evidencia de que la modernidad, al secularizar el infinito, abrió la puerta a un poder oligárquico que sueña con ser dios, pero sólo logra ser caricatura de divinidad.

Frente a este poder, la resistencia filosófica se vuelve urgente. El Antropoceno no puede ser administrado por corporaciones con soberanía propia. La pluralidad humana no puede ser sofocada por un relato único. La finitud de la Tierra no puede ser abolida por algoritmos. El hiperimperialismo globócrata, por más que se presente como absoluto, es frágil, porque ningún cálculo puede sustituir la trascendencia, ningún capital puede abolir la pluralidad, ningún relato único puede sofocar indefinidamente la libertad.

La conclusión es clara y desafiante: el hiperimperialismo corporativo es la fase superior del prometeísmo globócrata, pero también el signo de su crisis. Porque en su intento de dominarlo todo, revela su vacío. Y es precisamente en ese vacío donde puede nacer la resistencia, la crítica y la recuperación de lo humano frente a la miseria espiritual de una élite que se cree dioses, pero no son más que sombras de poder.

El prometeísmo globócrata encuentra su prolongación en la tecno‑oligarquía, esa élite que controla algoritmos, plataformas digitales y redes globales de información. Bajo la apariencia de innovación y progreso, concentra poder en pocas manos, convierte la tecnología en instrumento de dominación y refuerza el vacío espiritual que ya corroe a la humanidad. La tecno‑oligarquía no libera, sino que esclaviza: coloniza la imaginación, normaliza la dependencia digital y perpetúa el nihilismo estructural bajo el disfraz de modernidad.

En este punto, resulta imprescindible confrontar nuestra crítica al prometeísmo globócrata con la tesis de Heidegger sobre la técnica. Para Heidegger, la técnica moderna no es un simple instrumento, sino un modo de desvelamiento del mundo que reduce todo lo existente a “fondo disponible” (Bestand), es decir, a recurso manipulable. El hiperimperialismo corporativo encarna exactamente esa reducción: la humanidad, la biosfera y hasta la subjetividad son tratadas como reservas administrables por algoritmos y capital. Sin embargo, mientras Heidegger advertía que este destino técnico podía ocultar la apertura al Ser, nuestra crítica subraya que la globocracia ha radicalizado esa clausura, convirtiendo la secularización del infinito en un proyecto de dominación total. La diferencia es que, en el marco actual, la técnica no sólo revela el mundo como recurso, sino que se ha corporativizado en soberanías privadas que pretenden gobernar la vida misma. Así, el prometeísmo globócrata no es sólo la consumación de la esencia de la técnica heideggeriana, sino su degeneración política: un poder que, al absolutizar el cálculo, mutila la trascendencia y convierte la miseria espiritual en sistema de gobierno planetario.

Mi discrepancia con Heidegger no es sólo política-cultural, sino también metafísica. Mientras él sostiene que la técnica moderna es un modo de desvelamiento —aunque peligroso, porque reduce lo existente a fondo disponible— considero que en el hiperimperialismo globócrata la técnica ha dejado de ser siquiera desvelamiento. Se ha convertido en un ocultamiento del ser, en una clausura radical de toda apertura a la trascendencia. La globocracia no revela, sino que encubre; no abre horizontes, sino que los sofoca; no muestra la verdad del ser, sino que la sustituye por cálculo, algoritmo y capital. En este sentido, mi crítica apunta a que la técnica contemporánea no sólo confirma la esencia heideggeriana, sino que la desborda y la pervierte: ya no es un destino del ser, sino un dispositivo de ocultamiento absoluto que mutila la posibilidad misma de la metafísica.

Queda abierta una pregunta decisiva: ¿la esencia de la técnica está necesariamente asociada a la esencia del capitalismo, entendido como reducción de todos los fines a medios y de todos los medios a cálculo y acumulación? Si la técnica moderna es inseparable de la lógica capitalista, entonces el prometeísmo globócrata sería su destino inevitable: la técnica como instrumento de dominación y ocultamiento del ser. Pero si existe la posibilidad de liberar la técnica de esa captura, de pensarla más allá del capitalismo, entonces se abre un horizonte distinto: una técnica que no reduzca, sino que amplíe; que no clausure, sino que abra; que no oculte, sino que revele. La cuestión es si podemos rescatar la técnica de su subordinación al capital y devolverle un sentido que no sea el de la miseria espiritual de la globocracia, sino el de una apertura hacia lo humano y lo trascendente.

 

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Volpi, Franco. El nihilismo. Biblioteca de ensayo Siruela, España, 2012.

 

 

 

Dimensión existencial

 

5

Infinitud secularizada moderna y estupidez humana

 

 

 

 

L

a modernidad, al secularizar el infinito, creyó emancipar al hombre de sus ataduras metafísicas y religiosas. Lo que durante siglos había sido atributo exclusivo de la divinidad —la infinitud como misterio inabarcable, como perfección absoluta— fue trasladado al terreno de la razón, de la matemática y de la técnica. Leibniz y Newton, con el cálculo infinitesimal, iniciaron la domesticación de lo infinitamente pequeño; Cantor, con su teoría de los números transfinitos, secularizó el infinito en el ámbito matemático, aunque reservó el infinito absoluto a Dios. Este tránsito, aparentemente emancipador, abrió la puerta a una ilusión peligrosa: la idea de que todo puede crecer sin límite, que la expansión es siempre posible, que la acumulación es signo de éxito. La infinitud secularizada moderna no liberó al hombre, sino que lo encadenó a una ilusión de poder sin límites, y en esa ilusión se incubó la sombra más devastadora de su condición: la estupidez humana.

La estupidez, como mostró Paul Tabori en su Historia de la estupidez humana, no es un accidente aislado ni un defecto ocasional, sino un fenómeno persistente que atraviesa épocas y culturas. Ha costado más vidas y bienes que todas las plagas y guerras juntas, y se manifiesta tanto en la política como en la cultura, tanto en la ciencia como en la vida cotidiana. Hannah Arendt, al analizar la banalidad del mal, reveló que la estupidez ilustrada puede ser más peligrosa que la ignorancia, porque se disfraza de racionalidad y se organiza en sistemas burocráticos y técnicos. Bonhoeffer, en sus Cartas y Papeles desde la Prisión, advirtió que la estupidez es más peligrosa que la maldad, porque es impermeable a la razón. Cipolla, en Las leyes fundamentales de la estupidez humana, mostró que el estúpido es más dañino que el malvado, porque actúa sin lógica y sin beneficio propio. Todos ellos, desde distintos ángulos, describieron la devastación que produce la estupidez, aunque sin alcanzar la dimensión metafísica que aquí se sostiene: la estupidez como condición existencial inseparable de la finitud y la libertad humanas.

Hoy, en la era digital, la estupidez ilustrada ha alcanzado su apoteosis. La inteligencia artificial, las redes sociales y el Internet, lejos de emancipar la mente, la han empobrecido, convirtiendo la reflexión en consumo rápido, la deliberación en espectáculo y la verdad en mercancía viral. Nicholas Carr, en Superficiales, ha mostrado cómo la superficialidad cognitiva se instala en nuestras mentes, y James Bridle, en La nueva edad oscura, ha advertido que el exceso de información nos hunde en una opacidad creciente. Sus diagnósticos son certeros, aunque no alcancen la hondura metafísica del problema: la estupidez no es solo un síntoma cultural, sino la condición existencial inseparable de nuestra finitud y de nuestra libertad. La infinitud secularizada moderna multiplica la estupidez humana, la organiza en masas, la amplifica con la técnica y la disimula bajo la ilusión del progreso. Y mientras dure nuestra finitud, la estupidez será amenaza constante, hasta que solo la gracia divina pueda morigerar su poder y abrir un horizonte donde la finitud se supere y la estupidez deje de ser destino.

 

1. La secularización del infinito y la metamorfosis de la estupidez

La modernidad, en su afán de emanciparse de lo sagrado, emprendió la secularización del infinito. Aquello que durante siglos había sido atributo exclusivo de la divinidad —la infinitud como misterio inabarcable, como perfección absoluta— fue trasladado al terreno de la razón, de la matemática y de la técnica. El infinito dejó de ser símbolo de trascendencia para convertirse en herramienta de cálculo, en horizonte de progreso, en motor de acumulación.

En el siglo XVII, Leibniz y Newton crearon el cálculo infinitesimal, que permitió domesticar lo infinitamente pequeño y tratar con rigor los límites y las variaciones. Más tarde, en el siglo XIX, Georg Cantor dio un paso decisivo al desarrollar la teoría de conjuntos y los números transfinitos, secularizando el infinito en el ámbito matemático. Sin embargo, Cantor mantuvo una distinción crucial: reservó el infinito absoluto a Dios, mientras que los infinitos matemáticos podían ser objeto de la razón humana. Esta tensión entre lo absoluto y lo secularizado marca el inicio de la modernidad como época que pretende dominar lo ilimitado.

Pero este tránsito no fue inocuo. Al domesticar el infinito, la modernidad abrió la puerta a una ilusión peligrosa: la idea de que todo puede crecer sin límite, que la expansión es siempre posible, que la acumulación es signo de éxito. En ese contexto, la estupidez humana se transformó. Ya no es la ignorancia del campesino medieval ni la simple torpeza del analfabeto; es la estupidez ilustrada, la del letrado que, saturado de información, confunde cantidad con calidad, consignas con pensamiento, ruido con verdad. La secularización del infinito, al multiplicar horizontes de exceso, multiplicó también la estupidez, que se volvió asintótica: nunca se alcanza su límite, siempre se expande, siempre se reproduce.

Las redes sociales y la educación universal son los catalizadores de esta metamorfosis. La educación, al democratizar el acceso al saber, democratizó también la posibilidad de malinterpretarlo, de banalizarlo, de usarlo como ornamento vacío. Las redes sociales, al premiar lo inmediato y lo superficial, convirtieron la estupidez en espectáculo, en mercancía viral. Así, la inteligencia y la estupidez coexisten en proporciones cada vez más desmesuradas: el mismo individuo puede ser brillante en un campo y profundamente estúpido en otro, y la sociedad de masas amplifica esa coexistencia hasta volverla predominante.

La consecuencia política es devastadora: la democracia, fundada en la deliberación racional, se degrada en oclocracia, el gobierno de la multitud manipulada por consignas. Y esa oclocracia, lejos de ser poder popular, es instrumento de la plutocracia, que se disfraza de tecno-oligarquía. Los algoritmos, el big data, las plataformas digitales son los nuevos instrumentos de dominación: la masa cree decidir, pero en realidad sus emociones son moldeadas por intereses invisibles. La sociedad de masas no es la sociedad de la sensatez, sino de la estupidez organizada, y en ese vacío la plutocracia se encumbra como tecno-oligarquía que administra la ilusión democrática mientras gobierna con capital y tecnología.

El siglo XX fue la prueba más brutal de esta lógica. El siglo más ilustrado fue también el más inhumano: guerras mundiales, totalitarismos, genocidios, bombas atómicas, campos de exterminio. La inteligencia se puso al servicio de la barbarie, y la estupidez ilustrada se convirtió en fuerza histórica. Como señaló Hannah Arendt, la banalidad del mal no fue obra de ignorantes, sino de burócratas y técnicos que ejecutaban órdenes con fría racionalidad. El exceso de información, de consignas, de ideologías simplificadas convirtió a la sociedad ilustrada en una sociedad estúpida, cínica, corrupta.

 

2. Bonhoeffer, Cipolla y la insuficiencia de sus definiciones

Dietrich Bonhoeffer, en sus célebres Cartas y Papeles desde la Prisión (Widerstand und Ergebung, 1943‑1945), escritas durante su encarcelamiento por participar en la resistencia contra el nazismo, reflexionó con lucidez sobre la naturaleza de la estupidez. Allí sostuvo que la estupidez es un enemigo más peligroso que la maldad. El mal puede ser enfrentado porque es consciente de sí mismo, mientras que la estupidez es impermeable a la razón, inmune a la refutación y resistente a cualquier intento de diálogo. El estúpido no actúa como individuo autónomo, sino como portavoz de consignas que lo dominan. En sus palabras, al conversar con un estúpido uno no se enfrenta a una persona, sino a un conjunto de frases hechas que se han apoderado de él. Para Bonhoeffer, la estupidez es un fenómeno social y político: surge cuando las masas se dejan arrastrar por ideologías, propaganda y presión colectiva, sustituyendo la conciencia individual por la repetición mecánica de consignas.

Carlo M. Cipolla, en su ensayo Las leyes fundamentales de la estupidez humana (The Basic Laws of Human Stupidity, 1976), abordó el fenómeno desde una perspectiva histórica y económica. Allí formuló cinco leyes que definen la estupidez como un comportamiento irracional y destructivo. La primera sostiene que siempre subestimamos el número de estúpidos en circulación. La segunda afirma que la probabilidad de que alguien sea estúpido es independiente de cualquier otra característica, como educación, estatus o inteligencia. La tercera define al estúpido como aquel que causa daño a otros sin obtener beneficio propio. La cuarta advierte que los no estúpidos subestiman el poder de los estúpidos, y la quinta concluye que el estúpido es el tipo de persona más peligrosa, porque actúa sin malicia, pero con consecuencias devastadoras. Para Cipolla, la estupidez es omnipresente, imprevisible y más temible que cualquier organización criminal.

Ambas definiciones son lúcidas y penetrantes, pero insuficientes. Bonhoeffer reduce la estupidez a fuerza social y política, Cipolla la reduce a comportamiento irracional y dañino. Ambas perspectivas, aunque valiosas, permanecen en el plano empírico: describen la estupidez como fenómeno observable en la convivencia humana, como error colectivo o conducta individual. Sin embargo, lo que aquí se sostiene es más radical: la estupidez no es un accidente social ni un comportamiento irracional, sino una condición existencial y metafísica inseparable de la finitud humana.

La estupidez no es un defecto de la razón, porque la razón puede funcionar perfectamente y aun así el ser humano caer en la estupidez. No es una limitación gnoseológica, porque no se trata de un problema de acceso al conocimiento o de capacidad de comprender. No es una fuerza social, aunque pueda manifestarse colectivamente. No es una limitación de la convivencia, aunque se exprese en ella. La estupidez es la sombra inevitable de la finitud: el hombre, al ser finito, está condenado a la parcialidad, al error, a la incompletud. Cada intento de alcanzar lo infinito tropieza con la incapacidad de hacerlo plenamente, y de ese desfase surge la estupidez.

La libertad agrava esta condición. La libertad nos eleva como seres racionales, pero también nos expone a elegir mal, a confundir lo aparente con lo verdadero, lo trivial con lo esencial. La estupidez es la amenaza inherente de la libertad: inseparable de la posibilidad de decidir, inseparable de la condición humana. La misma libertad que nos dignifica es la que nos hunde en la estupidez cuando elegimos mal, cuando nos dejamos arrastrar por consignas, cuando confundimos la apariencia con la verdad.

Por eso, la estupidez no puede ser reducida a fenómeno social ni a conducta irracional. Es una condición existencial y metafísica: inseparable de nuestra finitud y de nuestra libertad. Mientras Bonhoeffer y Cipolla describen la estupidez en términos prácticos, aquí se la entiende como estructura ontológica de la existencia humana. La estupidez no es accidente ni error, sino destino: el precio inevitable de ser finitos y libres.

 

3. La estupidez como condición metafísica y la gracia como única morigeración

La estupidez, tal como se ha venido delineando, no puede ser reducida a un defecto de la razón, ni a una limitación gnoseológica, ni a una fuerza social, ni a una restricción de la convivencia. Todas esas aproximaciones —aunque útiles en el plano descriptivo— se quedan cortas frente a la hondura del fenómeno. La estupidez es, en su raíz, una condición existencial y metafísica inseparable de la finitud humana. Es la sombra inevitable que acompaña al hombre en su tránsito por el mundo, el precio de ser finito y libre.

El ser humano, marcado por la finitud, está condenado a la parcialidad, al error, a la incompletud. Cada intento de alcanzar lo infinito tropieza con la incapacidad de hacerlo plenamente, y de ese desfase surge la estupidez. No se trata de ignorancia, porque incluso el más ilustrado puede ser estúpido; no se trata de falta de razón, porque la razón puede operar con rigor y aun así desembocar en estupidez; no se trata de mera conducta irracional, porque la estupidez puede ser sistemática, organizada, incluso tecnificada. Es, más bien, el reflejo ontológico de nuestra condición finita: al aspirar a lo ilimitado, al pretender trascender nuestros límites, generamos formas cada vez más sofisticadas de estupidez.

La libertad intensifica esta condición. La libertad nos dignifica como seres racionales, pero también nos expone a elegir mal, a confundir lo aparente con lo verdadero, lo trivial con lo esencial. La estupidez es la amenaza inherente de la libertad: inseparable de la posibilidad de decidir, inseparable de la condición humana. La misma libertad que nos eleva es la que nos hunde en la estupidez cuando elegimos mal, cuando nos dejamos arrastrar por consignas, cuando confundimos la apariencia con la verdad. La estupidez no es, pues, un accidente que pueda evitarse, sino un destino que acompaña a la libertad misma.

El siglo XX mostró con crudeza esta lógica. Fue el siglo más ilustrado y, al mismo tiempo, el más inhumano. Las guerras mundiales, los totalitarismos, los genocidios, las bombas atómicas, los campos de exterminio: todos ellos fueron manifestaciones de una inteligencia puesta al servicio de la barbarie. La estupidez ilustrada se convirtió en fuerza histórica, y la banalidad del mal —como señaló Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén— no fue obra de ignorantes, sino de burócratas y técnicos que ejecutaban órdenes con fría racionalidad. La educación universal y la acumulación de información no abolieron la estupidez, sino que la multiplicaron. La sociedad ilustrada se volvió más estúpida, más cínica, más corrupta, porque confundió consignas con pensamiento y ruido con verdad.

En este contexto, la pregunta decisiva es: ¿puede el hombre liberarse de la estupidez? La respuesta, desde la perspectiva aquí defendida, es negativa. Ningún sistema educativo, político o científico puede abolir la estupidez, porque está inscrita en la finitud y en la libertad. La razón no basta, la ética no basta, la política no basta. La estupidez es inseparable de la condición humana mientras dure nuestra existencia finita.

Solo la gracia divina puede morigerar la estupidez. La gracia no elimina la finitud, pero la redime; no borra la estupidez, pero la relativiza al abrirnos a un horizonte más allá de nosotros mismos. La fe ofrece una salida, no en el sentido de abolir la estupidez en esta vida, sino de abrir la esperanza de una vida después de esta vida, donde la finitud se supera y la estupidez deja de ser amenaza. La gracia es la única fuerza capaz de eximirnos en parte de la estupidez, porque no depende de nuestro esfuerzo ni de nuestra razón, sino de un don que trasciende la condición humana.

La estupidez, por tanto, no es un error corregible, sino una condición estructural de la existencia. Es la sombra inevitable de la finitud y la libertad. Mientras vivamos en este mundo, la estupidez será amenaza constante, inseparable de nuestra condición. La gracia divina es la única luz que puede atravesar esa sombra, la única fuerza que puede morigerar su poder. Sin la gracia, la estupidez es destino; con la gracia, la estupidez se convierte en condición relativizada, en sombra que ya no domina, en amenaza que ya no destruye.

 

4. La inteligencia artificial, las redes sociales y el Internet como catalizadores de la estupidez ilustrada

La irrupción de la inteligencia artificial en la vida cotidiana, lejos de ser únicamente un instrumento de emancipación cognitiva, se ha convertido en un factor de empobrecimiento intelectual. Al delegar tareas de razonamiento, memoria y análisis en sistemas automatizados, el ser humano corre el riesgo de atrofiar sus propias capacidades críticas. La IA, al ofrecer respuestas inmediatas y simplificadas, fomenta la dependencia y la pasividad, debilitando el ejercicio de la reflexión autónoma. En lugar de expandir la inteligencia, la sustituye por comodidad; en lugar de estimular el pensamiento, lo anestesia. Así, la estupidez ilustrada se multiplica: individuos con acceso a herramientas poderosas que, sin embargo, pierden la capacidad de discernir por sí mismos.

Las redes sociales intensifican este proceso al convertir la comunicación en espectáculo y la opinión en mercancía. La lógica algorítmica premia lo superficial, lo emocional y lo inmediato, relegando la argumentación y la profundidad. El pensamiento se reduce a consignas, a frases breves diseñadas para captar atención, y la deliberación se sustituye por la viralidad. La masa ilustrada, en lugar de dialogar, se polariza; en lugar de pensar, reacciona. La estupidez se organiza en comunidades digitales que refuerzan prejuicios y cancelan la crítica. La inteligencia se empobrece porque se mide por la capacidad de repetir consignas y acumular seguidores, no por la búsqueda de verdad.

El Internet, como espacio global de información ilimitada, ha exacerbado la paradoja de la modernidad: cuanto más acceso tenemos al conocimiento, más se multiplica la estupidez. La abundancia de datos no garantiza comprensión, sino que genera saturación y confusión. La verdad se diluye en un océano de opiniones, rumores y falsedades, y la capacidad crítica se ve desbordada por el exceso. El hombre ilustrado, en lugar de ser más sabio, se vuelve más vulnerable a la manipulación, porque confunde cantidad con calidad y velocidad con profundidad. El Internet, al secularizar el infinito del saber, ha convertido la estupidez en fenómeno global: una estupidez ilustrada, tecnificada y amplificada, que empobrece la inteligencia y amenaza la libertad.

Nicholas Carr, en su obra Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (2010), advierte que la sobreexposición a la red transforma la manera en que pensamos y leemos. La lectura profunda, la concentración sostenida y la reflexión crítica se ven reemplazadas por una atención fragmentada, dispersa y superficial. Carr describe cómo el hábito de navegar entre hipervínculos, notificaciones y estímulos constantes nos convierte en lectores impacientes, incapaces de sostener un hilo argumental prolongado. El resultado es un empobrecimiento de la inteligencia: la mente se adapta a la velocidad y la fragmentación, pero pierde la capacidad de contemplación y análisis. En este sentido, Internet no solo multiplica la información, sino que multiplica también la estupidez ilustrada, porque sustituye la profundidad por la inmediatez y la reflexión por el consumo rápido de datos.

James Bridle, en La nueva edad oscura (New Dark Age, 2018), lleva esta crítica a un plano más amplio y radical. Para él, la acumulación masiva de información y el dominio de los sistemas algorítmicos no nos conducen a mayor claridad, sino a una opacidad creciente. La promesa de transparencia digital se convierte en un espejismo: cuantos más datos tenemos, más difícil resulta comprenderlos, y cuanto más dependemos de algoritmos, más nos alejamos de la inteligibilidad. Bridle sostiene que vivimos en una nueva edad oscura, no por falta de información, sino por exceso de ella, organizada de manera incomprensible para la mente humana. La estupidez ilustrada se convierte así en un fenómeno estructural: individuos saturados de saberes fragmentados, incapaces de discernir lo verdadero de lo falso, lo esencial de lo trivial. La modernidad digital, en lugar de emanciparnos, nos hunde en una oscuridad cognitiva donde la estupidez se multiplica bajo la apariencia de conocimiento.

Las observaciones de Nicholas Carr en Superficiales y de James Bridle en La nueva edad oscura poseen un valor incuestionable en el diagnóstico contemporáneo de la crisis intelectual. Ambos autores, desde ángulos distintos, advierten cómo la sobreexposición digital y la saturación informativa empobrecen la inteligencia y multiplican la estupidez ilustrada. Aunque ninguno de ellos repara en la dimensión metafísica del problema —la estupidez como condición inseparable de la finitud y la libertad humanas— sus análisis son valiosos porque describen con precisión los síntomas visibles de esa condición en la era tecnológica. Carr muestra cómo la superficialidad cognitiva se instala en la mente moderna, y Bridle revela cómo el exceso de datos conduce a una nueva oscuridad. Sus aportes, aun sin trascender al plano ontológico, iluminan el modo en que la estupidez se manifiesta y se amplifica en la sociedad digital, ofreciendo un testimonio indispensable para comprender la magnitud del fenómeno. Algoritmos canallas que simulan y opacan lo real sólo pueden tener una resonancia metafísica y espiritual profunda, a saber, la muerte del espíritu. Hay que resistir a que la tecnología acabe con la verdad ontológica.

Conclusión

La estupidez humana, lejos de ser un accidente corregible o una mera deficiencia de la razón, se revela como la condición existencial y metafísica inseparable de nuestra finitud y de nuestra libertad. Es la sombra que acompaña cada intento de trascender nuestros límites, el precio inevitable de aspirar a lo infinito desde la precariedad de lo finito. La modernidad, al secularizar el infinito y convertirlo en cálculo, progreso y acumulación, no hizo más que multiplicar esa sombra, transformando la estupidez en fenómeno ilustrado, tecnificado y global. La inteligencia artificial, las redes sociales y el Internet, lejos de emanciparnos, han exacerbado la superficialidad, la saturación y la opacidad, convirtiendo la estupidez en espectáculo y en mercancía viral. Carr y Bridle lo han diagnosticado con precisión: vivimos en una era donde la abundancia de información empobrece la inteligencia y nos hunde en una nueva oscuridad cognitiva.

La historia del siglo XX, con sus guerras, genocidios y barbaries tecnificadas, mostró que la inteligencia puede ponerse al servicio de la destrucción y que la sociedad ilustrada puede ser más estúpida que nunca. Bonhoeffer y Cipolla, cada uno desde su ángulo, advirtieron la peligrosidad de la estupidez como fuerza social y como comportamiento irracional. Pero su mirada, aunque lúcida, no alcanza la hondura del problema: la estupidez no es solo fenómeno observable, sino destino ontológico. Es la amenaza constante que brota de nuestra libertad, la posibilidad siempre abierta de elegir mal, de confundir lo aparente con lo verdadero, lo trivial con lo esencial.

Por eso, la conclusión es feroz y terrible: la estupidez es inseparable de la condición humana, y mientras dure nuestra finitud será amenaza constante, multiplicada por la técnica, amplificada por la masa, organizada por la plutocracia y disimulada por la tecno-oligarquía. Ningún sistema político, educativo o científico puede abolirla. La razón no basta, la ética no basta, la política no basta. Solo la gracia divina puede morigerar su poder, porque abre un horizonte más allá de nosotros mismos, donde la finitud se supera y la estupidez deja de ser destino. Sin la gracia, la estupidez es condena; con la gracia, la estupidez se convierte en sombra relativizada, en amenaza que ya no destruye.

La humanidad, atrapada en la paradoja de su libertad y su finitud, está condenada a convivir con la estupidez como su enemigo más íntimo y más devastador. Y mientras no se reconozca esta verdad terrible, seguiremos construyendo sociedades ilustradas que, bajo la apariencia de progreso, se hunden en la estupidez organizada, hasta que solo la gracia pueda salvarnos de nosotros mismos.

 

Bibliografía

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Bonhoeffer, Dietrich. Cartas y papeles desde la prisión. Madrid: Trotta, 2001.

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Cipolla, Carlo M. Las leyes fundamentales de la estupidez humana. Barcelona: Crítica, 2019.

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Newton, Isaac. Principios matemáticos de la filosofía natural. Madrid: Alianza Editorial, 2011.

Tabori, Paul. Historia de la estupidez humana. Barcelona: Ediciones Martínez Roca, 1971.

 

 

 

Dimensión moral

 

6

MORAL Y SECULARIZACIÓN

 DEL INFINITO

 

 

 

L

a humanidad se encuentra al borde de un precipicio espiritual. El infinito, otrora símbolo de lo divino y fundamento de toda moral, ha sido arrancado de su raíz trascendente y arrojado al plano inmanente de la técnica, del consumo y del poder. La modernidad ha secularizado lo eterno, transformando la infinitud en mito terrenal de progreso ilimitado, de acumulación sin fin y de dominio absoluto sobre la vida. En este proceso, la ética ha sido despojada de su solidez y convertida en moral situacional, relativa, fragmentada, sometida al cálculo y a la utilidad. El resultado es el anetismo, la condición monstruosa de una humanidad sin fundamento ético, que se arrastra como espectro entre algoritmos y máquinas, convencida de que puede sustituir el amor por la eficiencia y la caridad por la técnica.

El mundo multipolar emergente no ofrece refugio, sino intensificación de esta crisis. China, con su retórica estrictamente inmanente y terrenalista, prolonga la secularización del infinito bajo el disfraz del bien común, institucionalizando la lógica instrumental que reduce al hombre a recurso y al prójimo a engranaje. Frente a ello, las civilizaciones trascendentales —la ortodoxa rusa, la islámica y la hindú— sostienen aún la primacía de lo eterno, pero se encaminan hacia una colisión inevitable con el imperio de la máquina. La batalla que se avecina no será meramente política ni económica: será metafísica, ontológica y espiritual, y decidirá si la secularización del infinito arruina definitivamente a la humanidad o si puede ser revertida.

Este ensayo se adentra en esa escatología filosófica, corrosiva y definitiva, donde la ética se convierte en el campo de batalla y el destino del hombre se juega en un ultimátum moral. O el anetismo triunfa y la humanidad se convierte en cadáver espiritual esclavo de la técnica, o la reversión metafísica restituye la dignidad del hombre como imagen de lo eterno y reinstaura la caridad como fundamento absoluto. No hay término medio: el desenlace será total, y su peso insoportable.

 

1. La secularización del infinito y la decadencia moral inmanentista

La modernidad, en su despliegue inmanentista, ha operado una mutación radical en el modo en que la humanidad concibe el infinito. Aquello que durante siglos fue símbolo de lo divino, horizonte de trascendencia y fundamento último de la moral, ha sido progresivamente secularizado, trasladado al plano de lo técnico, lo económico y lo político. El infinito, otrora atributo de Dios, se ha convertido en proyecto humano: progreso ilimitado, acumulación sin fin, expansión indefinida del poder científico y tecnológico. Esta secularización del infinito constituye el núcleo de la crisis moral contemporánea, pues al perderse la referencia a lo eterno, el bien y el mal se relativizan, se tornan situacionales, y la ética se degrada en mera funcionalidad.

El inmanentismo moderno reduce la realidad a lo verificable, lo empírico, lo mundano. La trascendencia es expulsada del horizonte cultural y sustituida por la técnica como nuevo absoluto. En este contexto, la moral deja de estar anclada en principios universales y se convierte en construcción social, histórica o subjetiva. La decadencia moral es inevitable: lo bueno y lo malo se negocian según intereses, y la ética se fragmenta en múltiples micros‑moralidades sin fundamento común. La secularización del infinito no es un fenómeno aislado, sino el motor que impulsa esta transformación: al desplazar lo eterno hacia lo mundano, la modernidad convierte el infinito en mito secular, alimentando la ilusión de autosuficiencia humana y dejando tras de sí un vacío de sentido que se traduce en nihilismo, hedonismo y relativismo.

Las manifestaciones concretas de esta moral situacional son múltiples y visibles en la vida contemporánea. El consumismo global, que convierte el deseo humano en apetito ilimitado de bienes, es la traducción económica del infinito secularizado. La industria del aborto, que somete la vida a decisiones utilitarias, revela la pérdida del carácter absoluto de la existencia. La legalización de la pornografía reduce el cuerpo humano a objeto de placer y mercado, negando su dignidad trascendente. El cambio de sexo en adolescentes muestra cómo la identidad se convierte en proyecto técnico‑volitivo, desligado de cualquier fundamento natural o espiritual. El animalismo invierte la jerarquía de la creación, relativizando la dignidad humana frente a la exaltación del animal. La biotecnología y el transhumanismo, finalmente, representan la culminación de esta lógica: la técnica como nuevo infinito, con la promesa de superar los límites naturales y recrear al ser humano. Todos estos fenómenos no son simples accidentes, sino el resultado necesario de la moral situacional que nace de la secularización del infinito.

La consecuencia más grave de este proceso es la destrucción del fundamento del amor verdadero. La caridad, entendida como vínculo que reconoce al prójimo como imagen de lo eterno, se degrada en filantropía utilitaria o en tolerancia indiferente. El prójimo deja de ser fin en sí mismo y se convierte en medio para proyectos externos: consumo, productividad, ideología. Esta es la más seria ofensa a la caridad y al amor al prójimo, pues niega la dignidad absoluta del otro y convierte la relación humana en transacción. Al destruirse el fundamento del amor, se abren luciferinamente las compuertas hacia el imperio de la máquina, el ciborg, el mito del Homo Deus de Harari y la deshumanización neonietzscheano de la superación del hombre por el superhombre. La técnica se convierte en horizonte absoluto, la máquina sustituye al espíritu, y el hombre se reduce a proyecto de autocreación sin referencia a lo eterno.

En este contexto, el nuevo orden mundial liderado por China añade un factor preocupante. Bajo la retórica del “bien común”, se legitima un modelo estrictamente inmanente y terrenalista, que refuerza la lógica instrumental y acelera la deshumanización. La prioridad del bien común se traduce en control social, eficiencia económica y estabilidad política, pero no garantiza la defensa de la dignidad humana ni la recuperación de la trascendencia. Por el contrario, la técnica y la vigilancia digital se convierten en instrumentos privilegiados para prolongar la secularización del infinito. El ciudadano es reducido a engranaje del sistema, y la humanidad se convierte en medio para fines externos. Así, lo que se anuncia como alternativa al mundo unipolar se convierte en vehículo de la misma lógica instrumental que desintegra y fragmenta el orden global.

Sin embargo, en el corazón del emergente mundo multipolar se perfila una colisión inevitable. El inmanentismo chino, prolongación de la secularización del infinito, se enfrentará a los trascendentalismos de otras civilizaciones: el cristianismo ortodoxo ruso, que coloca a Dios y la tradición espiritual en el centro; la civilización islámica, que sostiene la unidad absoluta de lo divino como principio regulador de la vida; y la civilización hindú, que mantiene la primacía de lo espiritual sobre lo técnico mediante la noción de karma, dharma y moksha. En todas ellas, el infinito no se seculariza, sino que permanece como referencia trascendente que da sentido a la existencia. La colisión entre la máquina y el espíritu, entre el infinito secularizado y el infinito trascendente, marcará el destino del mundo multipolar.

 

2. El anetismo como condición monstruosa de la modernidad técnica

La escatología filosófica que se desprende de la secularización del infinito posee un contenido moral definitivo. No se trata de una especulación abstracta, sino de una encrucijada radical en la que la humanidad debe decidir su destino. El dilema es claro: o el anetismo se impone y triunfa definitivamente a través de la técnica, o puede ser desmontado mediante una reversión metafísica que devuelva al infinito su carácter trascendente y restituya la dignidad del hombre.

La categoría de lo anético es central en este análisis. Por anetismo entendemos la condición de una humanidad que ha perdido su fundamento ético, que vive sin referencia a principios universales y que reduce la moral a pura funcionalidad situacional. El anetismo no es simplemente ausencia de ética, sino su sustitución por una lógica instrumental que convierte al hombre en medio para fines externos. Es la moral degradada en cálculo, la caridad sustituida por utilidad, el amor al prójimo transformado en transacción. El triunfo del anetismo significa la consumación de la secularización del infinito: el hombre ya no se mide frente a lo eterno, sino frente a la máquina, al sistema, al proyecto técnico.

La técnica, en este horizonte, se convierte en el nuevo absoluto. El imperio de la máquina y del ciborg, el mito del Homo Deus de Harari, y la deshumanización neonietzscheano del superhombre son expresiones de este triunfo anético. La secularización del infinito prolonga su dominio en la lógica inmanente de la civilización china, que bajo la retórica del bien común legitima la instrumentalización del individuo y la subordinación del espíritu a la técnica. El ciudadano se convierte en engranaje del sistema, y la humanidad en recurso para proyectos colectivos. El bien común se redefine en términos de eficiencia y control, no en términos de dignidad y amor.

En el corazón del mundo multipolar, esta prolongación del infinito secularizado colisionará con los trascendentalismos de otras civilizaciones. La ortodoxia rusa, con su insistencia en la centralidad de Dios y la tradición espiritual, se opone al pragmatismo inmanente. El islam, con su referencia absoluta a Allah, rechaza la reducción de la moral a cálculo situacional. La India hindú, con su visión cíclica y espiritual de la existencia, mantiene la primacía de lo eterno sobre lo técnico. En todas ellas, el infinito conserva su carácter trascendente y se convierte en fundamento de la moral. La colisión entre el inmanentismo chino y estos trascendentalismos será, por tanto, una batalla de fundamentos: máquina contra espíritu, infinito secularizado contra infinito trascendente, anetismo contra caridad.

La escatología filosófica que se perfila es, entonces, una batalla final de índole metafísica, ontológica y espiritual. En ella se decidirá si la secularización del infinito arruina definitivamente a la humanidad o si puede ser revertida. El contenido moral de esta batalla es definitivo: el triunfo del anetismo significará la ruina del hombre, la pérdida de su dignidad y la extinción del amor verdadero. La reversión metafísica, en cambio, abrirá la posibilidad de una renovación espiritual, donde la técnica se subordine al sentido y la caridad vuelva a ser el centro de la vida humana.

El riesgo es enorme. Si la humanidad se entrega al anetismo, se perderá en la técnica y se convertirá en proyecto sin alma. La máquina sustituirá al espíritu, y el hombre será reducido a recurso. Pero si se atreve a desmontar el anetismo mediante una reversión metafísica, podrá recuperar la trascendencia como fundamento y restituir la dignidad absoluta del prójimo. La decisión es moralmente definitiva, porque no admite neutralidad: o la humanidad se arruina, o se renueva.

 

3. Escenarios prospectivos: ética, multipolaridad y colisión de trascendentalismos

La ética, entendida como el arte de orientar la vida humana hacia el bien, se encuentra hoy en el centro de una crisis sin precedentes. Esta crisis no es meramente cultural o política, sino ontológica y espiritual, porque nace de la secularización del infinito. Al perderse la referencia a lo eterno, la moral se desarraiga de su fundamento trascendente y se convierte en moral situacional, relativa, fragmentada, sometida a la lógica de la utilidad. El resultado es el anetismo, la condición de una humanidad sin ética sólida, que vive en un horizonte de cálculo y funcionalidad, donde el prójimo deja de ser fin en sí mismo y se convierte en medio para fines externos.

El triunfo del anetismo se manifiesta en fenómenos concretos que ya hemos señalado: consumismo global, industria del aborto, legalización de la pornografía, cambio de sexo en adolescentes, animalismo, degradación de la dignidad humana, biotecnología y transhumanismo. Todos ellos son expresiones de una moral situacional que ha perdido su fundamento absoluto. Pero más allá de estas manifestaciones, lo que está en juego es el destino mismo de la humanidad: si el infinito secularizado se prolonga indefinidamente, la ética se disolverá en pura técnica, y el hombre se reducirá a engranaje de la máquina.

El nuevo orden mundial liderado por China constituye un factor decisivo en este proceso. Su retórica estrictamente inmanente y terrenalista, bajo el discurso del bien común, refuerza la lógica instrumental y acelera la deshumanización. El ciudadano se convierte en recurso para el sistema, y la humanidad en medio para proyectos colectivos. La secularización del infinito se prolonga en la técnica, la vigilancia digital y el control social, institucionalizando el anetismo y consolidando la sustitución del espíritu por la máquina.

Sin embargo, en el corazón del mundo multipolar se perfila una colisión inevitable. El inmanentismo chino, prolongación del infinito secularizado, se enfrentará a los trascendentalismos de otras civilizaciones: la ortodoxia rusa, que coloca a Dios y la tradición espiritual en el centro; la civilización islámica, que sostiene la unidad absoluta de lo divino como principio regulador de la vida; y la civilización hindú, que mantiene la primacía de lo espiritual sobre lo técnico mediante la noción de karma, dharma y moksha. En todas ellas, el infinito conserva su carácter trascendente y se convierte en fundamento de la moral.

La gran batalla final será, por tanto, de índole metafísica, ontológica y espiritual. En ella se decidirá si la secularización del infinito arruina definitivamente a la humanidad o si puede ser revertida. El contenido moral de esta batalla es definitivo: el triunfo del anetismo significará la ruina del hombre, la pérdida de su dignidad y la extinción del amor verdadero. La reversión metafísica, en cambio, abrirá la posibilidad de una renovación espiritual, donde la técnica se subordine al sentido y la caridad vuelva a ser el centro de la vida humana.

La ética, en este horizonte, se convierte en el campo de batalla. No se trata de elegir entre sistemas políticos o modelos económicos, sino de decidir si el hombre seguirá siendo imagen de lo eterno o si se reducirá a recurso técnico. La secularización del infinito ha desarraigado la moral de su fundamento trascendente, pero la reversión metafísica puede devolverle su solidez. La decisión es moralmente definitiva, porque no admite neutralidad: o la humanidad se entrega al anetismo y se pierde en la técnica, o se atreve a desmontarlo y recuperar la trascendencia como fundamento.

 

4. Hegemonía humanística‑teológica frente al triunfo de la máquina

La gran batalla final que se perfila en el horizonte del mundo multipolar no puede reducirse a una pugna de potencias ni a un mero conflicto geopolítico. Su núcleo es moral y espiritual: decidir si la secularización del infinito arruina definitivamente a la humanidad o si puede ser revertida. En este desenlace, la categoría de lo anético se convierte en clave hermenéutica. El anetismo, como condición de una humanidad sin ética sólida, subordinada a la técnica y desarraigada de la trascendencia, representa el triunfo de la secularización del infinito. Su reversión, en cambio, significaría la restauración de la moral en su fundamento absoluto, devolviendo al hombre su dignidad como imagen de lo eterno.

Ahora bien, esta reversión metafísica no debe entenderse en términos simplistas como la derrota geopolítica de China. El problema no es la hegemonía de una nación sobre otra, sino la hegemonía de un paradigma espiritual sobre un paradigma técnico. La reversión del anetismo puede coexistir con la continuidad del poder político y económico chino, pero transformaría el horizonte cultural y moral en el que ese poder se ejerce. Lo decisivo no es quién domina el mapa geopolítico, sino qué visión del hombre se impone: si la visión instrumental que reduce al ser humano a recurso, o la visión humanística‑teológica que lo reconoce como fin en sí mismo.

La hegemonía que está en juego es, por tanto, de orden espiritual. La reversión del anetismo significaría que lo humanístico‑teológico prevalece sobre lo estrictamente técnico deshumanizado. Esto no implica necesariamente que China pierda su influencia global, sino que su lógica inmanente se vería confrontada y subordinada a un horizonte trascendente. El triunfo de lo humanístico‑teológico no se mide en términos de PIB, poder militar o control digital, sino en la capacidad de reinstaurar la caridad como fundamento de la vida social y de devolver al infinito su carácter trascendente.

La ética, en este desenlace, se convierte en el criterio definitivo. Si el anetismo triunfa, la moral se disolverá en cálculo situacional y la humanidad se perderá en la técnica. Si la reversión metafísica se impone, la moral recuperará su solidez y la dignidad humana será restituida. La batalla no es entre Estados, sino entre fundamentos: entre la secularización del infinito y su trascendencia, entre la máquina y el espíritu, entre el anetismo y la caridad.

La escatología filosófica que aquí se describe es, en última instancia, un ultimátum moral. La humanidad está llamada a decidir si se entrega a la deshumanización definitiva o si se abre a la posibilidad de una renovación espiritual. La reversión del anetismo no siempre significará la derrota geopolítica de China, pero sí implicará la instauración de una hegemonía superior: la hegemonía de lo humanístico‑teológico sobre lo técnico deshumanizado. En esa hegemonía se juega el futuro del hombre, porque solo ella puede garantizar que la técnica se subordine al amor, que el progreso se ordene al sentido, y que el infinito recupere su carácter trascendente como fundamento de la moral.

 

Conclusión

La secularización del infinito ha despojado al hombre de su fundamento trascendente y lo ha arrojado a la intemperie de la técnica, donde la moral se disuelve en cálculo y la caridad se extingue en utilidad. El resultado es el anetismo, esa condición monstruosa de una humanidad sin ética, que se arrastra como espectro entre máquinas y algoritmos, convencida de que el progreso ilimitado puede sustituir al amor. El imperio de la máquina, el mito del Homo Deus, el ciborg y el superhombre neonietzscheano no son promesas de liberación, sino signos de una deshumanización radical que convierte al hombre en su propio verdugo.

El nuevo orden mundial, con su retórica inmanente y terrenalista, no detiene este proceso: lo institucionaliza, lo legitima, lo acelera. Bajo el disfraz del bien común, se perpetúa la lógica instrumental que reduce al prójimo a recurso y al ciudadano a engranaje. La colisión con los trascendentalismos de Rusia, el islam y la India será inevitable, pero no se trata de una pugna de naciones, sino de una batalla por los fundamentos: máquina contra espíritu, infinito secularizado contra infinito trascendente, anetismo contra caridad.

La humanidad se encuentra ante un ultimátum moral. O se entrega a la ruina definitiva del anetismo, aceptando la sustitución del espíritu por la técnica y la extinción del amor verdadero, o se atreve a desmontar esta lógica mediante una reversión metafísica que restituya la dignidad del hombre como imagen de lo eterno. Esta reversión no implica necesariamente la derrota geopolítica de China, sino algo más radical: la instauración de una hegemonía superior, la hegemonía de lo humanístico‑teológico sobre lo estrictamente técnico y deshumanizado.

El desenlace será corrosivo porque no admite neutralidad: o la humanidad se convierte en cadáver espiritual, esclava de la máquina y del cálculo, o recupera la trascendencia y reinstaura la caridad como fundamento absoluto. No hay término medio. La secularización del infinito ha abierto las compuertas del abismo; solo la reversión metafísica puede cerrarlas. La decisión es definitiva, y su peso es insoportable: en ella se juega no solo el futuro de la ética, sino la supervivencia misma de lo humano.

La humanidad no puede seguir adorando a sus verdugos digitales. La tecno‑oligarquía, disfrazada de innovación, ha convertido la inteligencia artificial en un nuevo ídolo, un becerro de oro que exige sacrificios de libertad, de espíritu y de comunidad. Cada algoritmo que coloniza la conciencia, cada pantalla que sustituye la mirada, cada cálculo que reemplaza la compasión, es un ladrillo más en la tumba del hombre. Resistir ya no es opción estética ni intelectual: es cuestión de supervivencia.

El hiperimperialismo corporativo, con sus tentáculos financieros y tecnológicos, ha logrado lo que los imperios antiguos jamás soñaron: controlar no solo los cuerpos, sino las almas. Bajo la máscara de progreso, ha instaurado un régimen de esclavitud invisible, donde el ciudadano se cree libre mientras obedece a la lógica del consumo perpetuo. Esta es la verdadera dictadura del vacío: no necesita ejércitos ni cárceles, basta con la normalidad aceptada, con la rutina sin sentido, con la ilusión de libertad que es servidumbre disfrazada.

La batalla final no se librará en los parlamentos ni en los mercados, sino en el corazón del ser. Allí se decide si el hombre se convierte en sombra obediente de la máquina o si se atreve a recuperar su condición de imagen de lo eterno. No habrá mediaciones ni pactos posibles: el monstruo exige sumisión total. Solo una insurrección espiritual, feroz y radical, puede quebrar su dominio. La humanidad debe elegir: o se hunde en el páramo del anetismo, o se levanta con la fuerza de la trascendencia para reinstaurar la caridad como fundamento absoluto.

 

Bibliografía 

Benedicto XVI. Introducción al cristianismo. Madrid, Ediciones Cristiandad, 2006.

Dussel, Enrique. Ética de la liberación en la edad de la globalización y de la exclusión. Madrid, Trotta, 1998.

Flores Quelopana, Gustavo. El imperio posmoderno del hombre anético. Lima, IIPCIAL, 2005.

Harari, Yuval Noah. Homo Deus: Breve historia del mañana. Barcelona, Debate, 2016.

Heidegger, Martin. Ser y tiempo. Trad. José Gaos, México, Fondo de Cultura Económica, 1951.

Nietzsche, Friedrich. Así habló Zaratustra. Madrid, Alianza Editorial, 1972.

San Agustín. La ciudad de Dios. Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1958.

Zubiri, Xavier. El hombre y Dios. Madrid, Alianza Editorial, 1984.

Dimensión religiosa

 

7

RELIGIÓN Y SECULARIZACIÓN

 DEL INFINITO

 

 

 

 

L

a humanidad contemporánea se arrastra sobre un filo de abismo: lo que alguna vez fue infinito sagrado ha sido secularizado, vaciado, degradado, convertido en cálculo, técnica y mercancía. La modernidad inmanentista ha invertido lo eterno y lo ha reducido a energía cósmica, a espectáculo consumista, a ilusión terapéutica disfrazada de espiritualidad. La sombra luciferina de la Bestia nihilista se extiende sobre todos los orbes civilizacionales, consolidando un vacío estructural que se impone como orden global. La religión, debilitada y privatizada, lleva las de perder en todos los polos del mundo multipolar, donde apenas se advierten destellos de una reversión metafísica radical, sofocados por el peso específico de las fuerzas contrarias: consumismo global, tecnocracia digital, secularismo cultural, instrumentalización política.

Atravesamos el Gólgota de la posverdad, donde la Verdad ha sido crucificada por el relativismo y la mentira se normaliza como norma cultural. La pregunta evangélica —“¿habrá fe cuando llegue el Señor?”— se actualiza en grado sumo, porque la fe mengua y la caridad se extingue en utilidad. La secularidad contemporánea se define por ser científica, técnica, material, hedonista y anética: un sistema total de vaciamiento que arrasa con la gratuidad y la trascendencia, consolidando la hegemonía del nihilismo estructural.

Lo que se yergue en el horizonte no es la aurora de una resurrección espiritual, sino la luciferina consolidación del vacío. El ultimátum está dado: o la humanidad se hunde definitivamente en el abismo del anetismo, convertida en espectro entre algoritmos y máquinas, o se atreve a una resurrección metafísica radical que reinstaure lo eterno como fundamento absoluto. El Apocalipsis no es futuro, es presente: la Bestia nihilista ya reina, y su sombra se ha consolidado como estructura.

 

1. La secularización del infinito y el debilitamiento de la religión en los orbes civilizacionales

La humanidad contemporánea atraviesa un umbral decisivo: la secularización del infinito se ha convertido en el signo dominante de la modernidad global. En China, esta secularización se acentúa con radicalidad, pues el Estado ha convertido la técnica, el mercado y la burocracia en pilares de legitimidad, relegando la religión a un espacio controlado y subordinado. En los demás BRICS —Brasil, Rusia, India, Sudáfrica— la situación es distinta, pero igualmente reveladora: la religión persiste, sí, pero debilitada, instrumentalizada, reducida a identidad política o a espectáculo cultural. El resultado es un panorama donde la religión lleva las de perder en todos los orbes civilizacionales, confirmando con dramatismo el mensaje apocalíptico que atraviesa las Escrituras: “¿Habrá fe cuando llegue el Señor?” (Lc 18,8).

La secularización del infinito no es un fenómeno neutral. Es el signo de un proceso luciferino que ha invertido lo sagrado, degradándolo a lo material, a lo panteísta, a la energía cósmica. La lógica no instrumental de la religión —la gratuidad, la caridad, la trascendencia— ha sido arrasada por el secularismo global y la lógica del mercado. Lo que antes era don gratuito se convierte en mercancía; lo que antes era caridad se convierte en utilidad; lo que antes era fe se convierte en espectáculo. El prójimo deja de ser hermano y se convierte en cliente, recurso o competidor.

La Iglesia católica posconciliar ha intentado responder a este desafío con una teología encarnada: de Lubac con su visión integral de la gracia, Teilhard de Chardin con su Punto Omega, Schillebeeckx con su teología de la experiencia, Congar con su eclesiología de comunión, Gutiérrez con la teología de la liberación, Rahner con su cristiano anónimo. Todos ellos han buscado reinsertar la trascendencia en la historia, reconciliar fe y mundo, mostrar que la salvación se hace visible en lo humano. Pero los poderes fácticos del consumismo se han impuesto con fuerza: la técnica, el mercado y la burocracia han colonizado la imaginación, han devorado el espíritu, han convertido la vida en espectáculo y mercancía.

El resultado es un mundo donde la religión se ve desplazada, debilitada, menguada. La secularización del infinito se ha convertido en la hegemonía cultural dominante. Incluso en el mundo multipolar, donde algunos ven una primavera espiritual, lo que se advierte es más bien la consolidación del vacío. Los países emergentes apenas muestran indicios de una reversión metafísica radical, pero sobre ellos pesan las fuerzas contrarias: consumismo global, tecnocracia digital, secularismo cultural, instrumentalización política de la religión. La pluralidad geopolítica no garantiza pluralidad espiritual. La sombra luciferina de la Bestia nihilista se extiende sobre todos los polos, disfrazada de progreso, bienestar y libertad.

 

 2. La sombra luciferina y la degradación de lo sagrado: panteísmo energético y religiones ufológicas

La secularización del infinito no solo ha invertido lo sagrado, sino que lo ha degradado hasta convertirlo en materia, en energía cósmica, en un panteísmo secularizado que se disfraza de espiritualidad. Lo eterno se reduce a vibración, a flujo impersonal, a bienestar terapéutico. La caridad se extingue en utilidad, y la fe se disuelve en consumo de experiencias místicas. Esta degradación es la sombra luciferina disfrazada de luz: promete plenitud, pero entrega vacío; promete libertad, pero esclaviza en el nihilismo.

La ilusión de espiritualidad se proyecta también en las religiones ufológicas, que invocan a los supuestos “hermanos mayores”. Allí lo sagrado se sustituye por la expectativa de salvación externa, por la fascinación tecnológica‑mística de seres extraterrestres que vendrían a guiar o rescatar a la humanidad. Pero esta promesa no es trascendencia, sino simulacro: lo divino sustituido por lo cósmico, la caridad reemplazada por la esperanza de un rescate alienígena. Es otra máscara de la Bestia nihilista, que bajo apariencia de revelación perpetúa el vacío.

El relativismo derivado de esta secularización ha terminado por crucificar la Verdad. Todo se convierte en opinión, en narrativa, en construcción subjetiva. La Verdad, entendida como fundamento absoluto, es expulsada del espacio público, condenada como intolerancia, ridiculizada como superstición. Así como Cristo fue crucificado por los poderes de su tiempo, hoy la Verdad es sacrificada en el altar del mercado, de la técnica y del relativismo. La humanidad atraviesa el Gólgota de la posverdad, donde la mentira se normaliza y el vacío se institucionaliza. La pregunta evangélica —“¿habrá fe cuando llegue el Señor?”— se actualiza en grado sumo, porque la fe mengua y la caridad se extingue en utilidad.

La secularidad contemporánea se define por ser científica, técnica, material, hedonista y anética. La ciencia absolutizada descarta lo trascendente; la técnica se convierte en fin en sí misma; lo material se erige como único horizonte; el hedonismo exalta el placer inmediato como valor supremo; y el anetismo consuma la deshumanización, reduciendo al hombre a espectro entre máquinas y algoritmos. Este sistema total de vaciamiento constituye la consolidación estructural del vacío, que se impone como orden global.

Lo que se yergue en el horizonte no es una reversión metafísica radical, sino la luciferina consolidación del vacío. La modernidad inmanentista, al secularizar el infinito, ha crucificado la Verdad y ha degradado lo sagrado a energía cósmica, a espectáculo consumista, a ilusión ufológica. La humanidad multipolar apenas muestra destellos de espiritualidad, pero sobre ella pesan las fuerzas contrarias: consumismo global, tecnocracia digital, secularismo cultural, instrumentalización política de la religión. La pluralidad geopolítica no garantiza pluralidad espiritual. El resultado es un mundo donde la Bestia nihilista extiende su sombra sobre todos los orbes civilizacionales.

3. El Gólgota de la posverdad: relativismo, anetismo y la crucifixión de la Verdad

Lo que se yergue en el horizonte es la consolidación luciferina del vacío. La modernidad inmanentista, al secularizar el infinito, ha crucificado la Verdad y ha degradado lo sagrado a energía cósmica, a espectáculo consumista, a ilusión ufológica. La humanidad multipolar apenas da indicios de una reversión metafísica radical, pero sobre ella pesan las fuerzas contrarias: el consumismo global, la tecnocracia digital, el secularismo cultural y la instrumentalización política de la religión. La pluralidad geopolítica no garantiza pluralidad espiritual. El resultado es un mundo donde la Bestia nihilista extiende su sombra sobre todos los orbes civilizacionales, disfrazada de progreso, bienestar y libertad.

Atravesamos el Gólgota de la posverdad: la Verdad ha sido crucificada por el relativismo, y la humanidad camina entre simulacros, narrativas y manipulaciones. La posverdad no niega frontalmente, sino que disuelve; convierte todo en relato útil, en percepción manipulada, en espectáculo mediático. La pregunta evangélica —“¿habrá fe cuando llegue el Señor?”— se actualiza en grado sumo, porque la fe mengua, la caridad se extingue en utilidad, y lo sagrado se degrada en vacío. El nihilismo estructural apocalíptico de la Bestia se fortalece. Su sombra luciferina se advierte en la secularización del infinito, en la reducción de lo eterno a cálculo, en la sustitución de la trascendencia por técnica y mercado. La humanidad se arriesga a llegar al final de los tiempos sin fundamento espiritual, convertida en cadáver anético, espectro entre algoritmos y máquinas. El Apocalipsis se actualiza: la batalla no es solo política o económica, sino espiritual, entre el vacío y la trascendencia, entre la Bestia nihilista y la posibilidad de una resurrección metafísica. La secularidad contemporánea se define por ser científica, técnica, material, hedonista y anética. La ciencia absolutizada descarta lo trascendente; la técnica se convierte en fin en sí misma; lo material se erige como único horizonte; el hedonismo exalta el placer inmediato como valor supremo; y el anetismo consuma la deshumanización, reduciendo al hombre a espectro entre máquinas y algoritmos. Este sistema total de vaciamiento constituye la consolidación estructural del vacío, que se impone como orden global. El desenlace es inexorable: o la humanidad se hunde definitivamente en el abismo del vacío, o se atreve a una resurrección metafísica que reinstaure lo eterno como fundamento absoluto. El ultimátum está dado. El Apocalipsis no es solo futuro, es presente: la Bestia nihilista ya reina, y su sombra luciferina se extiende sobre todos los orbes. La humanidad atraviesa el Gólgota de la posverdad, y solo una reversión radical puede rescatar la Verdad del sepulcro.

 

Conclusión

La historia presente se revela como un Apocalipsis actualizado: la secularización del infinito, propia de la modernidad inmanentista, ha conducido a la luciferina consolidación estructural del vacío. Lo sagrado ha sido invertido y degradado, reducido a energía cósmica, a espectáculo consumista, a ilusión ufológica, mientras la lógica no instrumental de la religión —la gratuidad, la caridad, la trascendencia— ha sido arrasada por el cientificismo, la técnica, el materialismo, el hedonismo y el anetismo. El relativismo ha crucificado la Verdad, y la humanidad atraviesa el Gólgota de la posverdad, donde la mentira se normaliza y la fe se extingue.

Los países del mundo multipolar apenas muestran destellos de una reversión metafísica radical, pero sobre ellos pesan las fuerzas contrarias: el consumismo global, la tecnocracia digital, el secularismo cultural y la instrumentalización política de la religión. La pluralidad geopolítica no garantiza pluralidad espiritual. La sombra luciferina de la Bestia nihilista se extiende sobre todos los orbes civilizacionales, disfrazada de progreso, bienestar y libertad, consolidando el vacío como orden global. El ultimátum está dado: o la humanidad se hunde definitivamente en el abismo del vacío, convertida en cadáver anético y espectro entre algoritmos, o se atreve a una resurrección metafísica radical que reinstaure lo eterno como fundamento absoluto. No hay neutralidad posible. El desenlace será inexorable. La pregunta evangélica —“¿habrá fe cuando llegue el Señor?”— resuena hoy con dramatismo supremo, porque la fe mengua y la caridad se extingue en utilidad.

La humanidad se encuentra en la última estación antes del desenlace: el Apocalipsis no es futuro, es presente. La Bestia nihilista ya reina, y su sombra luciferina se ha consolidado como estructura. Solo una reversión metafísica radical, una resurrección espiritual que reinstaure la Verdad crucificada, puede quebrar el dominio del vacío. De lo contrario, lo que se yergue en el horizonte será la eternización del nihilismo, la consumación del anetismo, la victoria definitiva de la Bestia sobre el espíritu.

 

Bibliografía

Congar, Yves. Verdadera y falsa reforma en la Iglesia. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1968.

de Lubac, Henri. Meditación sobre la Iglesia. Madrid: Encuentro, 1953.

de Lubac, Henri. Proudhon y el cristianismo. Madrid: Ediciones Encuentro, 1945.

Flores Quelopana, Gustavo. Signos del Cielo. Lima: Iipcial, 2011.

Flores Quelopana, Gustavo. Buscar a Dios en tiempos sin Dios. Lima: Iipcial, 2017.

Gutiérrez, Gustavo. Teología de la liberación: Perspectivas. Lima: CEP, 1971.

Rahner, Karl. Curso fundamental sobre la fe. Madrid: Ediciones Cristiandad, 1976.

Rahner, Karl. Escritos de Teología. Madrid: Ediciones Cristiandad, 1962–1984.

Schillebeeckx, Edward. Jesús: la historia de un viviente. Madrid: Ediciones Cristiandad, 1974.

Schillebeeckx, Edward. Cristo y los cristianos: Gracia y liberación. Salamanca: Sígueme, 1982.

Teilhard de Chardin, Pierre. El fenómeno humano. Madrid: Taurus, 1955.

Teilhard de Chardin, Pierre. El medio divino. Madrid: Taurus, 1957.

Epílogo

 

 

 

 

 

 

 

L

a obra concluye en el filo de la historia, allí donde la humanidad se debate entre el abismo del vacío y la posibilidad de una resurrección metafísica radical. La secularización del infinito ha conducido a la luciferina consolidación estructural del vacío, y la Bestia nihilista reina disfrazada de progreso, bienestar y libertad. El mundo multipolar, lejos de ofrecer pluralidad espiritual, se ha visto atrapado en la misma lógica de consumo, técnica y poder, sofocando los débiles destellos de trascendencia que aún resisten.

Pero el Apocalipsis no es solo condena, es también promesa. La Verdad crucificada no está muerta: espera la hora de la resurrección. Cada acto de fe que desafía el relativismo, cada gesto de caridad que rompe la lógica de la utilidad, cada afirmación de lo eterno frente al vacío es una grieta en el muro del nihilismo. La batalla espiritual no ha terminado; apenas comienza.

El ultimátum está dado: o la humanidad se hunde definitivamente en el anetismo, convertida en espectro entre algoritmos y máquinas, o se atreve a reinstaurar lo eterno como fundamento absoluto. No hay neutralidad posible. El tiempo se ha cumplido, y la decisión es inaplazable.

Este epílogo es un llamado, una advertencia y una esperanza. La sombra luciferina se ha consolidado, pero la luz que brilla en las tinieblas no ha sido vencida. La humanidad está llamada a librar la última batalla espiritual, no por poder ni por gloria, sino por la salvación eterna de su propio ser. El desenlace será inexorable: o la victoria definitiva de la Bestia sobre el espíritu, o la resurrección metafísica que devuelva al hombre al horizonte de lo eterno.

Tras Hegel, el pensamiento giró hacia el hombre, pero ese giro antropológico, lejos de abrir la puerta a la trascendencia, profundizó la secularización del infinito. El marxismo redujo la esperanza a emancipación material, el estructuralismo disolvió al sujeto en sistemas impersonales, la filosofía del lenguaje absolutizó el signo y el existencialismo se encerró en la finitud angustiada. Cada corriente, en su afán de emancipación, terminó por consolidar el vacío como horizonte.

La semiótica y el feminismo secularizado acentuaron la reducción del ser humano a construcción cultural y código, borrando la raíz metafísica de la diferencia y del sentido. El postmarxismo y el postmodernismo llevaron este proceso a su culminación: la disolución de todo fundamento, la exaltación del fragmento, la celebración del relativismo como norma. El infinito fue secularizado hasta convertirse en espectáculo, consumo y simulacro.

La humanidad, atrapada en estas corrientes, ha perdido la memoria de lo eterno. El giro antropológico, que pudo haber sido camino hacia la dignidad trascendente del hombre, se convirtió en el último instrumento de la Bestia nihilista. La secularización del infinito no es solo un proceso cultural, es una estrategia luciferina que ha invertido lo sagrado y lo ha degradado hasta convertirlo en mercancía espiritual. Sin embargo, incluso en este panorama sombrío, la posibilidad de una reversión metafísica radical permanece abierta. La Verdad crucificada espera la hora de la resurrección, y cada acto de fe, cada gesto de gratuidad, cada afirmación de lo eterno es un desafío contra el nihilismo estructural. El Apocalipsis no es únicamente condena, es también promesa: la luz que brilla en las tinieblas no ha sido vencida.

En contraste con las filosofías secularizadas que disuelven lo eterno en estructuras, signos o praxis material, se revelan las teologías encarnadas como testimonio vivo de un sentido que no puede ser reducido ni abolido. Allí donde el marxismo absolutiza la historia, el estructuralismo anula al sujeto y el postmodernismo celebra el fragmento, la teología encarnada proclama que lo infinito se hace carne, que la trascendencia se manifiesta en la gratuidad del amor y en la presencia concreta de lo divino en la historia. Su profundo significado radica en que no se trata de una abstracción ni de un código, sino de una realidad que toca la existencia humana en su totalidad: la fe que se vive, la caridad que se entrega, la esperanza que se sostiene contra el vacío. Frente al simulacro y la secularización, la teología encarnada recuerda que lo eterno no se disuelve en lenguaje ni en estructuras, sino que se manifiesta en la vida, en la comunidad, en la historia concreta, como resistencia radical contra la luciferina consolidación del vacío.

En contraste con las filosofías secularizadas que redujeron lo eterno a praxis histórica, a estructuras impersonales o a juegos de lenguaje, se alzaron también corrientes filosóficas que insistieron en la necesidad de recuperar la trascendencia sin perder lo inmanente. Kierkegaard mostró que la fe no es evasión, sino salto hacia lo absoluto desde la angustia concreta del individuo; Marcel defendió la esperanza y la fidelidad como modos de encarnar lo eterno en la vida cotidiana; Levinas situó la trascendencia en el rostro del otro, en la responsabilidad ética que no se disuelve en abstracción; Ricoeur abrió la hermenéutica hacia el símbolo y el relato como mediaciones que permiten al hombre experimentar lo infinito en su historicidad; y Rahner, desde su filosofía trascendental, afirmó que el ser humano es oyente del misterio, abierto a lo absoluto en su propia finitud. Estas voces recuerdan que la trascendencia no se opone a la inmanencia, sino que la colma de sentido, que lo eterno no se pierde en la historia, sino que se manifiesta en ella, y que la lucha contra el nihilismo no consiste en negar la finitud, sino en reconocerla como lugar donde lo absoluto se revela. Frente al vacío consolidado por el marxismo, el estructuralismo y el postmodernismo, estas filosofías se convierten en resistencia y anuncio: la luz que brilla en las tinieblas aún no ha sido vencida, y el hombre puede reencontrar su raíz en lo eterno sin renunciar a la densidad de su existencia.

La lección que se extrae de las filosofías inmanentes es ambivalente y paradójica. Por un lado, ellas han sabido destacar el lugar propio y privilegiado del hombre y del mundo en el cosmos, subrayando la dignidad de la existencia concreta, la historicidad de la vida y la riqueza de lo finito. Han recordado que el ser humano no es un espectro abstracto, sino un habitante de la tierra, un ser situado en el tiempo y en la historia, con responsabilidades y tareas que no pueden ser ignoradas. Sin embargo, al absolutizar esa dimensión, al encerrar la realidad en la sola inmanencia, estas filosofías se vuelven nocivas: reducen el horizonte a lo inmediato, clausuran la apertura al infinito y terminan por ignorar la trascendencia. El resultado es un cosmos mutilado, una visión parcial que celebra la finitud, pero niega su sentido último, consolidando el vacío como destino. Así, la enseñanza que dejan es doble: reconocer la grandeza de lo humano y lo mundano, pero advertir que sin la apertura a lo eterno esa grandeza se convierte en prisión, y el hombre, en lugar de ser puente hacia lo absoluto, queda atrapado en el círculo cerrado de su propia inmanencia.

De ahí surge con claridad la importancia de recuperar la trascendencia encarnada, pues solo ella puede revertir el proceso de secularización del infinito que ha convertido lo eterno en cálculo, signo o mercancía. La trascendencia encarnada no es evasión ni abstracción, sino presencia viva en la historia, en la comunidad, en la carne misma de la existencia humana. Allí donde las filosofías inmanentistas encerraron la realidad en una sola dimensión, la trascendencia encarnada abre el horizonte y devuelve al hombre su raíz en lo absoluto. Recuperarla significa reinstaurar la tensión fecunda entre lo finito y lo infinito, entre lo temporal y lo eterno, entre lo humano y lo divino, y con ello quebrar la luciferina consolidación del vacío. La reversión de la secularización del infinito no se logrará con discursos ni con sistemas, sino con la encarnación concreta de lo eterno en la vida: en la fe que se sostiene contra el relativismo, en la caridad que desafía la lógica de la utilidad, en la esperanza que resiste al nihilismo. Solo así la humanidad podrá librar la última batalla espiritual y abrirse al horizonte de la salvación.

Esta empresa de recuperación metafísica no debe ser entendida como un retroceso histórico, como si se tratara de volver nostálgicamente a formas caducas de religiosidad o de pensamiento. Al contrario, es un futuro radical, una apertura hacia lo eterno que asegura el bien en la tierra. Recuperar la trascendencia encarnada significa reinstaurar la tensión fecunda entre lo finito y lo infinito, entre lo humano y lo divino, no para negar la historia, sino para darle sentido. Allí donde la secularización del infinito ha clausurado el horizonte y reducido al hombre a espectro entre algoritmos y mercancías, la reversión metafísica abre la posibilidad de una vida plena, reconciliada con lo absoluto y capaz de irradiar justicia, verdad y caridad en el mundo. No es un retorno al pasado, sino la única vía hacia un porvenir que no se derrumbe en el vacío: un futuro donde la tierra se convierte en espacio de salvación, donde la historia se transfigura en eternidad, y donde la humanidad, al recuperar su raíz en lo eterno, asegura la victoria del bien frente a la sombra luciferina del nihilismo.

La secularización del infinito en la modernidad inmanentista ha llegado a límites insostenibles en lo moral, espiritual y humano. Al reducir lo eterno a pura inmanencia, la modernidad ha vaciado el horizonte de sentido, ha convertido la trascendencia en cálculo y la esperanza en consumo. El resultado es un hombre mutilado, encerrado en la lógica de la utilidad, incapaz de abrirse al misterio y condenado a la repetición estéril de lo inmediato. La moral se disuelve en relativismo, la espiritualidad se degrada en espectáculo terapéutico, y lo humano se reduce a espectro entre algoritmos y mercancías.

En este punto crítico, la humanidad se enfrenta a un ultimátum: o se revierte el proceso mediante una resurrección metafísica radical que reinstaure lo eterno como fundamento absoluto, o el hombre se disuelve autodestructivamente en el vacío que él mismo ha consolidado. No hay neutralidad posible. La secularización del infinito ha mostrado su rostro luciferino: no libera, sino que esclaviza; no ilumina, sino que oscurece; no humaniza, sino que deshumaniza.

La única salida es recuperar la trascendencia encarnada, devolver al hombre su raíz en lo absoluto, reinstaurar la tensión fecunda entre lo finito y lo infinito. De lo contrario, la modernidad inmanentista culminará en su propio fracaso: un mundo sin verdad, sin caridad, sin esperanza, donde el hombre se autodestruye al haber negado aquello que lo sostiene. La hora es decisiva: o la victoria definitiva de la Bestia nihilista, o la resurrección metafísica que devuelva al hombre al horizonte de lo eterno.

El neopragmatismo de Richard Rorty se presenta como una de las expresiones más radicales de la secularización del infinito, pues niega la necesidad de fundamentos últimos y reduce la verdad a consenso contingente dentro de comunidades lingüísticas. En su visión, no existe trascendencia ni horizonte absoluto: todo se juega en el terreno de la conversación, de la utilidad práctica y de la solidaridad construida. Sin embargo, en el punto crítico que hemos señalado —donde la modernidad inmanentista ha llegado a límites insostenibles en lo moral, espiritual y humano— el neopragmatismo se revela insuficiente y hasta nocivo. Al renunciar a la trascendencia, Rorty encierra al hombre en un círculo cerrado de lenguaje y práctica, incapaz de ofrecer un horizonte que supere el vacío. Su rechazo a la metafísica, aunque pretende liberar, termina por consolidar la clausura de lo eterno y por legitimar el relativismo como norma.

Refutar el neopragmatismo en este contexto implica mostrar que la humanidad no puede sostenerse únicamente en consensos contingentes ni en solidaridades pragmáticas, porque esas construcciones carecen de fuerza para resistir el nihilismo estructural. La moral se disuelve si no se funda en lo eterno, la espiritualidad se degrada si no se abre al misterio, y lo humano se autodestruye si se reduce a juego lingüístico. La trascendencia encarnada es necesaria no como nostalgia, sino como futuro: sin ella, el hombre se convierte en espectro entre algoritmos y máquinas, incapaz de asegurar el bien en la tierra. En suma, el neopragmatismo de Rorty fracasa en este punto porque, al negar la trascendencia, no ofrece salida al colapso moral y espiritual de la modernidad. Solo una reversión metafísica radical puede quebrar la secularización del infinito y devolver al hombre su raíz en lo absoluto.

La teoría de la acción comunicativa de Jürgen Habermas representa uno de los intentos más influyentes de la modernidad por ofrecer un fundamento normativo sin recurrir a la trascendencia. Su propuesta se centra en la racionalidad comunicativa: la idea de que el consenso alcanzado mediante el diálogo libre de coerciones puede sostener la legitimidad moral y política de las sociedades. En este esquema, la verdad y la justicia se derivan de procesos discursivos, no de un horizonte absoluto. Sin embargo, en el punto crítico que hemos señalado —donde la secularización del infinito ha llegado a límites insostenibles en lo moral, espiritual y humano— esta teoría se revela insuficiente. Al confiar exclusivamente en la comunicación intersubjetiva, Habermas encierra la realidad en la inmanencia del lenguaje y en la contingencia del consenso. La trascendencia queda excluida como fundamento, y con ello se pierde la posibilidad de un horizonte absoluto que pueda resistir al nihilismo estructural.

La acción comunicativa presupone que los participantes buscan la verdad y la justicia en igualdad de condiciones, pero en un mundo dominado por el poder técnico, el mercado y la manipulación mediática, ese ideal se convierte en ficción. El consenso discursivo, sin referencia a lo eterno, se degrada en negociación pragmática, incapaz de sostener valores universales frente al relativismo. La moral se reduce a acuerdos temporales, la espiritualidad se disuelve en conversación, y lo humano queda atrapado en la lógica de la utilidad. Refutar la teoría de Habermas en este punto implica mostrar que la humanidad no puede sostenerse únicamente en consensos comunicativos, porque estos carecen de fuerza para revertir la secularización del infinito. La comunicación, sin trascendencia, se convierte en un círculo cerrado que legitima lo inmediato, pero ignora lo absoluto. Solo una reversión metafísica radical, que reinstaure la trascendencia encarnada como fundamento, puede quebrar la luciferina consolidación del vacío y devolver al hombre su raíz en lo eterno.

En suma, la acción comunicativa fracasa como respuesta al colapso moral y espiritual de la modernidad: sin trascendencia, el consenso se convierte en simulacro, y el hombre se autodestruye al haber negado aquello que lo sostiene.

El ontologismo de Heidegger, al subsumir lo divino bajo la categoría del Ser, constituye una de las formas más sofisticadas de la secularización del infinito. En su proyecto, lo sagrado queda reducido a un modo de manifestación del Ser, y lo divino se convierte en horizonte ontológico, despojado de su trascendencia radical. Esta operación, aunque pretende rescatar la apertura al misterio, termina por neutralizarlo: lo absoluto se diluye en la estructura del ser-ahí, y la trascendencia se convierte en un fenómeno de la finitud.

Refutar este planteamiento implica mostrar que lo divino no puede ser subsumido bajo el Ser sin perder su carácter propio. El Ser, en cuanto categoría ontológica, pertenece al orden de lo finito, de lo pensable, de lo que se articula en lenguaje y horizonte histórico. Lo divino, en cambio, trasciende ese orden: no es un modo del Ser, sino su fundamento absoluto, aquello que lo sostiene y lo desborda. Al reducir lo divino a manifestación ontológica, Heidegger clausura la posibilidad de la trascendencia encarnada y consolida la secularización del infinito en clave filosófica. Además, el ontologismo heideggeriano, al insistir en que “solo un dios puede salvarnos” pero sin afirmar la realidad concreta de ese Dios, deja a la humanidad en un estado de espera indefinida, atrapada en la apertura al misterio sin respuesta. Esa ambigüedad, lejos de liberar, perpetúa el vacío: lo divino se convierte en metáfora del Ser, y la salvación se disuelve en expectativa sin cumplimiento.

La crítica fundamental es que lo divino no puede ser reducido a categoría ontológica sin traicionar su esencia. Lo divino es lo eterno que se encarna, lo absoluto que irrumpe en la historia, lo trascendente que se manifiesta en lo humano sin agotarse en ello. Recuperar esta dimensión significa revertir la secularización del infinito y reinstaurar la tensión fecunda entre lo finito y lo infinito. Frente al ontologismo heideggeriano, la teología encarnada recuerda que lo divino no es un modo del Ser, sino el fundamento que da sentido al Ser mismo.

El transhumanismo de Nick Bostrom, enmarcado dentro de la lógica de la modernidad inmanentista, se presenta como la promesa de superar las limitaciones humanas mediante la biotecnología, la inteligencia artificial y la ingeniería genética, hasta alcanzar un estado posthumano que asegure mayor longevidad, capacidades cognitivas superiores y una supuesta plenitud material. Sin embargo, esta propuesta, lejos de ofrecer verdadera salvación, constituye una radical secularización del infinito: sustituye la trascendencia por la técnica, la esperanza por un simulacro de inmortalidad y la plenitud por la prolongación indefinida de lo finito. Al reducir al hombre a objeto de ingeniería, el transhumanismo borra su dimensión espiritual y degrada su dignidad en función de la eficiencia y la optimización. La eternidad se convierte en prolongación biológica o digital, incapaz de colmar el deseo humano de lo absoluto, y lo divino se disuelve en algoritmos y prótesis. En este sentido, el proyecto de Bostrom consolida el vacío nihilista, pues al negar la trascendencia encierra al hombre en un círculo cerrado de técnica y consumo, disfrazando de progreso lo que en realidad es autodestrucción. La humanidad, atrapada en esta ilusión, corre el riesgo de convertirse en espectro entre máquinas, incapaz de recuperar su raíz en lo eterno. Frente a esta máscara seductora de la Bestia nihilista, la única salida es la reversión metafísica radical: recuperar la trascendencia encarnada, reinstaurar lo eterno como fundamento absoluto y resistir la secularización del infinito, para que el futuro no sea simulacro tecnológico, sino plenitud verdadera.

La moral mínima de Adela Cortina, concebida como un consenso ético básico que permita la convivencia plural en sociedades democráticas, se presenta como una propuesta de racionalidad práctica que busca garantizar derechos fundamentales y evitar la exclusión. Sin embargo, dentro de nuestro tema —la secularización del infinito y la necesidad de recuperar la trascendencia encarnada— esta propuesta se revela insuficiente y, en última instancia, nociva. La moral mínima, al reducir la ética a acuerdos básicos de justicia y tolerancia, clausura la apertura a lo eterno y convierte la vida moral en un terreno de mínimos pragmáticos, incapaces de sostener la plenitud del ser humano. Lo que en apariencia es garantía de convivencia, en realidad se transforma en un horizonte empobrecido: la verdad se sustituye por consenso, la caridad por utilidad social, la esperanza por tolerancia contractual. El resultado es una ética que asegura la paz externa, pero deja intacto el vacío interior, consolidando la secularización del infinito en clave normativa. Refutar la moral mínima en este punto implica mostrar que el hombre no puede vivir solo de mínimos, porque su ser está llamado a lo absoluto. Una ética que se limita a consensos básicos ignora la dimensión trascendente de la existencia y termina por legitimar el relativismo como norma. La moral mínima, al excluir lo eterno, se convierte en moral vacía: asegura la convivencia, pero no la salvación; protege la sociedad, pero no el espíritu.

Dentro de la última batalla espiritual, la moral mínima aparece como una de las máscaras más sutiles de la Bestia nihilista: promete justicia y tolerancia, pero al negar la trascendencia encierra al hombre en la lógica de lo útil y lo relativo. Frente a esta ilusión, la única salida es la reversión metafísica radical: recuperar la trascendencia encarnada, reinstaurar lo eterno como fundamento absoluto y resistir la secularización del infinito. Solo así la humanidad podrá superar el límite insostenible de la modernidad inmanentista y asegurar un futuro donde la moral no sea mínima, sino plena, fundada en la luz que brilla en las tinieblas y que aún no ha sido vencida.

El animalismo contemporáneo, especialmente en la versión defendida por el filósofo australiano Peter Singer, se presenta como un movimiento que busca reconocer la dignidad y los derechos de los animales, cuestionando el antropocentrismo y proponiendo una ética de la igualdad de intereses. Sin embargo, dentro de nuestro tema —la secularización del infinito y la necesidad de recuperar la trascendencia encarnada— este movimiento se revela como una celebración del antihumanismo, pues al intentar elevar la condición animal al mismo rango que la humana, termina por degradar la singularidad metafísica del hombre y clausurar su apertura a lo eterno. Singer, desde su ética utilitarista, reduce la moral a cálculo de sufrimiento y placer, encerrando la realidad en la lógica de la utilidad y negando cualquier fundamento trascendente. En su horizonte inmanentista, lo humano se disuelve en mera biología, y la dignidad se convierte en función de capacidades sensibles, sin referencia a lo absoluto. Esta reducción, aunque pretende ser compasiva, es en realidad una forma radical de secularización del infinito: al borrar la diferencia ontológica entre el hombre y el animal, se niega la vocación metafísica del ser humano y se consolida el vacío nihilista. Refutar el animalismo en este punto implica mostrar que la defensa de los animales, aunque legítima en cuanto a evitar crueldad y abuso, no puede convertirse en fundamento ético absoluto sin caer en antihumanismo. El hombre ocupa un lugar privilegiado en el cosmos porque es puente hacia lo eterno, porque su ser está marcado por la trascendencia encarnada. Al negar esta diferencia, el animalismo de Singer no libera, sino que esclaviza: reduce al hombre a espectro biológico, incapaz de abrirse al misterio, y legitima la secularización como norma.

En el marco de la última batalla espiritual, el animalismo aparece como una de las máscaras más sutiles de la Bestia nihilista: disfrazado de compasión, niega la singularidad del hombre y celebra la clausura de lo eterno. Frente a esta ilusión, la única salida es la reversión metafísica radical: recuperar la trascendencia encarnada, reinstaurar lo eterno como fundamento absoluto y resistir la secularización del infinito. Solo así la humanidad podrá asegurar que la defensa de la vida no se convierta en negación de lo humano, y que la compasión no se transforme en celebración del vacío.

La humanidad se encuentra en la última estación antes del desenlace. El ultimátum está dado: o se hunde en el abismo del anetismo, o se atreve a reinstaurar lo eterno como fundamento absoluto. No basta con volver al hombre; hay que devolver al hombre su raíz en lo eterno. Solo así podrá quebrarse el dominio del vacío y abrirse el horizonte de la salvación.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Índice

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Introducción                                                                 

 

1. El monstruo está vivo: Desarrollo vs Progreso

 

2. Capitalismo y metafísica secular del infinito

                                                            

3. El infinito de Cantor y la secularización moderna

 

4. Antropoceno, secularización y prometeísmo globócrata

 

5. Infinitud seculariza moderna y estupidez humana

 

6. Moral y secularización del infinito

 

7. Religión y secularización del infinito                                                   

 

Epílogo

 

 

 

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