Gustavo Flores Quelopana
Infinito y Modernidad
Siete ensayos sobre el sinsentido estructural
FONDO
EDITORIAL
IIPCIAL
Instituto
de Investigación para la Paz Cultura e Integración de América Latina
LIMA-PERU
2026
BIODATA
Gustavo Flores Quelopana (Lima, 1959). Filósofo, poeta y escritor,
peruano de frondosa obra y ágil pluma. Expresidente de la Sociedad Peruana de
Filosofía, presidente tres veces en la Sociedad Internacional Tomás de Aquino
(SITA-Perú). Disertante en universidades de Brasil, Colombia, Panamá, México y
Perú. Sus aportes filosóficos se traducen en varias categorías: lo
“Numinocrático”, aplicado a la filosofía prehistórica; “Mitomorfico” para
entender el filosofar arcaico; “Mitocrático”, para comprender la filosofía
ancestral; lo “Anético”, para categorizar la crisis moral y antropológica de la
posmodernidad; la Justicia como “Copertenencia”; el “Hiperimperialismo”, como
lo característico y esencial de la globalización neoliberal actual; la
“Cibercracia”, régimen político hacia el cual marcha el capitalismo digital; el
“Ciber Deus”, como realidad posible de la Inteligencia Artificial Fuerte, la
“paradoja antrópica”, como categoría clave para entender la destrucción
ecológica por la modernidad objetivante y antimetafísica, el “Neobrutalismo”
como fenómeno espiritual de carácter terminal en toda civilización,
“Ontorrealismo” como propuesta metafísica para recuperar la trascendencia, la
“Cristoradialidad” como teología parea un mundo descreído; y “Universo
Pluritemporal” para explicar en tiempo ontológico en el cosmos.
Título: INFINITO Y MODERNIDAD. Siete ensayos sobre el sinsentido estructural.
Primera edición en castellano: Lima, enero, 2026
Autor: Gustavo Flores Quelopana
Editor: Gustavo Flores Quelopana
Los Girasoles 148- Salamanca-Ate
Se terminó de imprimir en enero de 2026 en: © Fondo Editorial del
Instituto de Investigación para la Paz, Cultura e Integración de América Latina
(IIPCIAL) / Editado por IIPCIAL-Dirección: Los Girasoles 148 Salamanca, Ate.
Tiraje: 30 ejemplares
HECHO EL DEPÓSITO LEGAL EN LA BIBLIOTECA NACIONAL DEL PERÚ
N° 2026-
Infinito y Modernidad
Siete ensayos sobre el sinsentido estructural
Introducción
L
a humanidad contemporánea
se precipita hacia un abismo que ella misma ha cavado: la secularización del
infinito ha invertido lo sagrado, lo ha degradado a energía cósmica, a
espectáculo consumista, a ilusión terapéutica disfrazada de espiritualidad. La
modernidad inmanentista ha crucificado la Verdad y ha erigido en su lugar un
sistema total de vaciamiento, científico, técnico, material, hedonista y
anético.
Lo que se yergue en el
horizonte no es la aurora de una resurrección espiritual, sino la luciferina
consolidación estructural del vacío, donde la Bestia nihilista extiende su
sombra sobre todos los orbes civilizacionales, disfrazada de progreso, bienestar
y libertad. El infinito, secularizado, se convierte en cálculo, en energía
impersonal, en mercancía espiritual. La gratuidad se extingue, la caridad se
disuelve en utilidad, y la fe se reduce a espectáculo.
Atravesamos el Gólgota de
la posverdad: la mentira se normaliza, el relativismo crucifica la Verdad, y la
pregunta evangélica —“¿habrá fe cuando llegue el Señor?”— resuena con
dramatismo supremo, porque la fe mengua y la caridad se extingue en utilidad. La
posverdad no niega frontalmente, sino que disuelve: todo se convierte en relato
útil, en percepción manipulada, en simulacro mediático.
Las pseudo-religiones
ufológicas, los panteísmos energéticos y ancestrales junto a las
espiritualidades privatizadas son máscaras del vacío, simulacros de
trascendencia que perpetúan el nihilismo estructural. Se invocan “hermanos
mayores” extraterrestres, se absolutizan vibraciones cósmicas, se consumen
experiencias místicas como mercancías. Pero todo ello no es resurrección, sino
degradación: lo eterno sustituido por lo cósmico, lo divino reemplazado por lo
terapéutico.
Los países del mundo
multipolar apenas muestran destellos de una reversión metafísica radical, pero
sobre ellos pesan las fuerzas contrarias: consumismo global, tecnocracia
digital, secularismo cultural, instrumentalización política de la religión. La
pluralidad geopolítica no garantiza pluralidad espiritual. El resultado es un
mundo donde la Bestia nihilista extiende su sombra sobre todos los polos,
consolidando el vacío como orden global.
La secularización del
infinito no es un fenómeno neutral, sino un proceso luciferino que ha invertido
lo sagrado y lo ha degradado hasta convertirlo en materia, en energía cósmica,
en un panteísmo secularizado que se disfraza de espiritualidad. Lo eterno se
reduce a vibración, a flujo impersonal, a bienestar terapéutico. La caridad se
extingue en utilidad, y la fe se disuelve en consumo de experiencias místicas.
El relativismo derivado de
esta secularización ha terminado por crucificar la Verdad. Todo se convierte en
opinión, en narrativa, en construcción subjetiva. La Verdad, entendida como
fundamento absoluto, es expulsada del espacio público, condenada como intolerancia,
ridiculizada como superstición. Así como Cristo fue crucificado por los poderes
de su tiempo, hoy la Verdad es sacrificada en el altar del mercado, de la
técnica y del relativismo.
La secularidad
contemporánea se define por ser científica, técnica, material, hedonista y
anética. La ciencia absolutizada descarta lo trascendente; la técnica se
convierte en fin en sí misma; lo material se erige como único horizonte; el
hedonismo exalta el placer inmediato como valor supremo; y el anetismo consuma
la deshumanización, reduciendo al hombre a espectro entre máquinas y
algoritmos. Este sistema total de vaciamiento constituye la consolidación
estructural del vacío, que se impone como orden global. El desenlace es
inexorable: o la humanidad se hunde definitivamente en el abismo del vacío,
convertida en cadáver anético y espectro entre algoritmos y máquinas, o se
atreve a una resurrección metafísica radical que reinstaure lo eterno como
fundamento absoluto. No hay neutralidad posible. El Apocalipsis no es solo
futuro, es presente: la Bestia nihilista ya reina, y su sombra luciferina se ha
consolidado como estructura.
La humanidad se encuentra
en la última estación antes del desenlace. El ultimátum está dado. El Gólgota
de la posverdad es la señal de los tiempos: la Verdad crucificada, la fe
menguada, la caridad extinguida. Solo una reversión metafísica radical, una resurrección
espiritual que reinstaure lo eterno, puede quebrar el dominio del vacío. De lo
contrario, lo que se yergue en el horizonte será la eternización del nihilismo,
la consumación del anetismo, la victoria definitiva de la Bestia sobre el
espíritu.
La lucha por el bien y la
trascendencia en medio del panorama sombrío exige, ante todo, reconocer la
magnitud del enemigo: la luciferina consolidación del vacío. No se puede
combatir lo que no se nombra. El nihilismo estructural, disfrazado de progreso
y bienestar, ha crucificado la Verdad y ha degradado lo sagrado a espectáculo
consumista. Mantener la esperanza comienza por desenmascarar las falsas
luminarias, por denunciar el simulacro espiritual que perpetúa el vacío.
El optimismo no puede ser
ingenuo ni superficial; debe ser un optimismo trágico, consciente de que la
batalla es apocalíptica. La Escritura recuerda: “La luz brilla en las
tinieblas, y las tinieblas no la vencieron” (Jn 1,5). Esa luz no es la del
mercado ni la de la técnica, sino la de la trascendencia que resiste en lo
oculto, en lo pequeño, en lo gratuito. La lucha optimista consiste en afirmar
que, aunque la Bestia nihilista reine, su dominio no es absoluto ni eterno.
La resistencia espiritual
se mantiene en la caridad no instrumental, en la gratuidad que desafía la
lógica del mercado. Cada gesto de amor que no busca utilidad es una grieta en
el muro del vacío. Cada acto de fe que se sostiene contra el relativismo es un
testimonio de que la Verdad crucificada no está muerta, sino que espera la
resurrección. El optimismo se alimenta de estas pequeñas victorias invisibles,
que son semillas de eternidad.
La lucha por la
trascendencia también requiere recuperar la memoria de lo sagrado. La
secularización del infinito ha intentado borrar la huella de lo eterno, pero la
tradición, la liturgia, la oración y la contemplación siguen siendo espacios
donde lo absoluto se manifiesta. Volver a ellos no como refugio nostálgico,
sino como resistencia activa, es mantener viva la llama contra el viento del
nihilismo.
El optimismo se sostiene en
la certeza de que el vacío no puede ser fundamento último. El anetismo
deshumaniza, la técnica absolutizada esclaviza, el hedonismo degrada, pero
ninguno de ellos puede dar sentido definitivo. La trascendencia, aunque
crucificada, sigue siendo la única respuesta capaz de colmar el corazón humano.
La lucha consiste en proclamar que el vacío no es destino, sino prueba; que la
sombra luciferina no es eternidad, sino preludio de juicio.
Finalmente, mantener la
lucha optimista significa vivir como si la resurrección metafísica radical ya
hubiera comenzado. No esperar pasivamente, sino encarnar la trascendencia en la
vida cotidiana: en la justicia, en la verdad, en la caridad. El Apocalipsis no
es solo amenaza, es también promesa: la Bestia nihilista será derrotada, y lo
eterno será reinstaurado como fundamento absoluto. La esperanza no es evasión,
es combate; no es ilusión, es resistencia.
La humanidad se encuentra
en la hora suprema, en el umbral de su destino. La historia se levanta como un
juicio inexorable, y la paradoja del bien parece absurda frente al poder del
vacío, pero precisamente por ello se revela más necesaria que nunca. El mercado
y la técnica han convertido al hombre en mercancía y espectro, esclavo de la
Bestia nihilista, mientras el ser ha sido olvidado, sustituido por el cálculo y
la maquinaria. En este cruce de sombras, se revela la urgencia de la última
batalla espiritual: resistir la luciferina consolidación del vacío y
reinstaurar lo eterno como fundamento absoluto. No se trata de un combate
político ni económico, sino de un combate por la salvación eterna de la
humanidad, donde cada acto de fe, cada gesto de caridad, cada afirmación de la
Verdad crucificada es un desafío contra el nihilismo estructural. El
Apocalipsis no es futuro, es presente, y la humanidad debe decidir si se hunde
en el abismo del anetismo o se atreve a la resurrección metafísica radical que
la devuelva al horizonte de lo eterno.
Dimensión metafísica
1
El
monstruo está vivo: desarrollo vs progreso
I
E
l monstruo está
vivo. No murió con el derrumbe del orden unipolar ni con la crisis del
neoliberalismo occidental. No se extinguió con el desplazamiento de la
gobernanza mundial del Atlántico hacia el Pacífico. El monstruo mutó, se
reconfiguró, se infiltró en los pliegues más sutiles de la vida cotidiana, y
hoy respira con más fuerza que nunca bajo el disfraz del capitalismo
nacionalista y la promesa de la multipolaridad. El monstruo es el nihilismo
estructural, esa enfermedad del espíritu que convierte todo en mercancía, que mide
la existencia en términos de utilidad y acumulación, que reduce la vida humana
y la naturaleza a engranajes de un sistema sin sentido.
El Perú, como
parte de esta encrucijada histórica, no puede retroceder en lo espiritual. No
puede caer en el panteísmo que disuelve lo divino en la materia, ni en el
animismo que fragmenta el alma en cada objeto natural. Su camino es otro: el
cristianismo encarnado, vivido en clave andina, donde la fe se hace cultura,
donde la trascendencia se celebra en comunidad, donde Cristo se reconoce en los
rostros de los pobres y en la tierra que clama justicia. Esa religiosidad
sincrética no es un retroceso, es un camino propio, una resistencia contra el
vacío, una semilla de sentido en medio del desierto nihilista.
Pero el
progreso material, con su brillo engañoso, socava constantemente ese desarrollo
espiritual. La lógica del mercado, el dinero, el consumismo, la tecnología y la
inteligencia artificial penetran en los espacios más íntimos, moldean las
aspiraciones, colonizan la cultura, normalizan el vacío. Los medios para
controlar esta invasión son aún inmaduros, fragmentados, débiles. Se habla de
buen vivir, de economías solidarias, de rescates culturales, pero todo ello es
apenas una primavera incipiente, un florecimiento frágil que puede marchitarse
si no se construyen estructuras sólidas que lo sostengan.
El paso del
reino de la necesidad al reino de la libertad está aún lejos. La humanidad
sigue atrapada en la necesidad material, en la dependencia del mercado, en la
esclavitud del consumo. La libertad, entendida como autonomía creativa y
comunitaria, como realización plena del ser, sigue siendo un horizonte
distante. Y mientras la médula capitalista persista, ese horizonte se aleja
cada vez más. “Matar al capitalismo” sería la forma radical de eliminar la raíz
del nihilismo, pero hoy no es posible: el sistema está demasiado entrelazado
con las estructuras globales, y los modelos alternativos, incluso los
nacionalistas y multipolares, siguen operando bajo su lógica.
La era
multipolar es una encrucijada decisiva, quizá la última oportunidad para
definir la sobrevivencia de la humanidad. Si se aprovecha para construir un
modelo con sentido espiritual y humano, la humanidad puede florecer. Si se deja
que el nihilismo estructural siga dominando, incluso la era postoccidental
sucumbirá, y el monstruo se devorará todo.
II
El monstruo se
vuelve estructural. El monstruo no se limita a rugir en las fábricas, en
los bancos o en los mercados bursátiles. El monstruo se ha vuelto estructural,
se ha infiltrado en los pliegues más íntimos de la vida social, cultural y
política. Ya no necesita mostrarse con violencia explícita: actúa con sutileza,
con la normalidad de lo cotidiano, con la aparente neutralidad de la tecnología
y la eficiencia. El nihilismo estructural es más peligroso que el nihilismo
individual porque no depende de la desesperación de un sujeto aislado, sino que
se instala en las instituciones, en los sistemas, en las narrativas colectivas.
En el Perú,
como en gran parte del mundo, el monstruo se disfraza de progreso material.
Se presenta como modernización, como crecimiento económico, como acceso a
bienes de consumo, como digitalización y como inteligencia artificial. Pero
detrás de ese disfraz, lo que opera es la misma lógica: reducir la vida a
mercancía, medir el valor en dinero, vaciar de sentido la existencia. El
monstruo se alimenta de la ilusión de que el progreso material basta, de que la
tecnología resolverá todo, de que el mercado es el árbitro supremo de la vida.
La religiosidad
sincrética peruana, con su cristianismo encarnado en clave andina, es un foco
de resistencia. Allí donde el monstruo quiere imponer vacío, la fe popular
encarna sentido. Allí donde el mercado quiere devorar la cultura, las fiestas
patronales, las peregrinaciones y los rituales comunitarios recuerdan que la
vida no se mide en dinero, sino en trascendencia compartida. Pero esa
resistencia es aún incipiente: corre el riesgo de ser mercantilizada,
convertida en espectáculo turístico, reducida a folclore. El monstruo sabe
disfrazarse y sabe devorar incluso lo que parece oponérsele. El nihilismo
estructural se camufla, camaleonescamente se disfraza y pasa desapercibido.
El capitalismo
nacionalista de China, Rusia y los BRICS multipolares se presenta como
alternativa al neoliberalismo occidental. Habla de soberanía, de
multipolaridad, de defensa de recursos estratégicos. Pero en el fondo, la médula
capitalista sigue intacta. El monstruo no muere: cambia de rostro, muta de
liberalismo a capitalismo de Estado, de Occidente a Oriente, del Atlántico al
Pacífico. La multipolaridad puede ser una oportunidad, pero también puede ser
una trampa: un nuevo escenario donde el nihilismo estructural se prolonga bajo
formas más sutiles, más sofisticadas, más difíciles de detectar.
El Perú está en
una encrucijada decisiva. Puede elegir ser un engranaje más del monstruo,
dejarse devorar por el mercado, el dinero, el consumismo y la tecnología. O
puede intentar construir un camino propio, donde lo espiritual y lo
político-económico se unan, donde el desarrollo se deslinde del mero progreso,
donde la religiosidad encarnada se convierta en motor de cohesión nacional.
Pero ese camino exige valentía, exige desenmascarar al monstruo, exige poner el
dedo en la llaga y reconocer que el problema de fondo no es solo económico o político,
sino metafísico y espiritual.
El monstruo
está vivo, y su fuerza radica en que se ha vuelto invisible. No ruge, no
amenaza, no se muestra como enemigo externo. Se infiltra en las instituciones,
en las narrativas, en las aspiraciones. Se presenta como normalidad, como
inevitabilidad, como progreso. Y si no se controla, si no se enfrenta con un
proyecto espiritual y político integral, el monstruo devorará la primavera
espiritual incipiente y hará sucumbir no solo al Perú, sino a la humanidad
entera y a la era postoccidental misma.
III
El monstruo se
manifiesta en la vida cotidiana peruana con una crudeza que muchas veces
pasa desapercibida. No se presenta como amenaza explícita, sino como normalidad
aceptada, como rutina que nadie cuestiona. El nihilismo estructural no necesita
gritar: basta con infiltrarse en las grietas de la política, la economía, la
cultura y la juventud para devorar el sentido desde dentro.
En la política,
el monstruo se disfraza de pragmatismo. Los discursos hablan de crecimiento, de
inversión extranjera, de estabilidad macroeconómica, pero rara vez mencionan el
desarrollo espiritual, la cohesión comunitaria o la trascendencia. El monstruo
dicta que gobernar es administrar cifras, no dar sentido a la vida colectiva.
Así, la política se convierte en gestión del vacío, en perpetuación de
estructuras que alimentan el mercado y el dinero, mientras la comunidad se
desangra en desigualdad y desesperanza.
En la economía,
el monstruo se presenta como progreso. Se celebra el aumento del PBI, la
expansión de las exportaciones, la llegada de nuevas tecnologías. Pero detrás
de esas cifras, lo que se oculta es la dependencia del mercado global, la
mercantilización de los recursos naturales, la reducción de la tierra y del
trabajo humano a simples engranajes de acumulación. El monstruo se alimenta de
la ilusión de que el crecimiento económico basta, cuando en realidad lo que
produce es vacío espiritual y destrucción cultural.
En la cultura,
el monstruo se disfraza de espectáculo. Las fiestas patronales, las
peregrinaciones y los rituales andinos, que deberían ser focos de resistencia
espiritual, corren el riesgo de convertirse en folclore para turistas, en
mercancía para el consumo global. El monstruo sabe devorar incluso lo sagrado,
transformándolo en producto, en entretenimiento, en marketing. Lo que debería
ser celebración de trascendencia se convierte en espectáculo vacío, y la
espiritualidad encarnada se reduce a folclore mercantilizado.
En la juventud,
el monstruo se infiltra con más fuerza. Redes sociales, consumismo cultural,
tecnología y algoritmos moldean aspiraciones y deseos. Se promueve la ilusión
de libertad individual, pero lo que se ofrece es dependencia de pantallas, de
marcas, de narrativas vacías. El monstruo coloniza la imaginación juvenil,
convirtiendo la búsqueda de sentido en búsqueda de likes, la trascendencia en
consumo, la comunidad en aislamiento digital.
El Perú vive
una primavera espiritual incipiente, pero el monstruo acecha en cada esquina.
La religiosidad cristiano-andina encarnada es un foco de resistencia, pero
corre el riesgo de ser devorada por la mercantilización. La política habla de
progreso, pero olvida el desarrollo. La economía celebra cifras, pero perpetúa
el vacío. La cultura se convierte en espectáculo, y la juventud en presa fácil
de la colonización digital.
El problema de
fondo es metafísico y espiritual. No basta con cambiar estructuras
políticas o económicas si no se reintegra el sentido del ser y la trascendencia
en la vida colectiva. El monstruo está vivo porque la humanidad ha olvidado que,
sin espiritualidad encarnada, sin desarrollo integral, todo progreso material
es vacío. Y si no se controla, el monstruo devorará la primavera espiritual
incipiente y hará sucumbir no solo al Perú, sino a la humanidad entera y a la
era postoccidental misma. Está en peligro la gobernanza del mundo multipolar
porque su corazón no es económico ni político, sino metafísico y espiritual.
IV
Blindarse
contra el monstruo exige más que discursos, más que reformas
superficiales, más que promesas de progreso. Blindarse contra el nihilismo
estructural significa reconstruir el sentido en las entrañas mismas
de la sociedad, significa devolverle a la política, a la economía y a la
cultura su raíz espiritual, significa enfrentar de manera directa la médula
capitalista que devora todo lo humano.
El Perú, en
esta encrucijada decisiva, tendría que levantar un proyecto
espiritual-político integral, capaz de resistir la infiltración del vacío. No
basta con rescatar rituales o con celebrar fiestas patronales: hay que
convertir esa religiosidad encarnada en motor de cohesión nacional, en
fundamento de un modelo económico soberano, en principio rector de la vida
política.
Tres pilares del blindaje:
1. Espiritualidad
encarnada como fundamento
o
El cristianismo vivido en clave andina no puede quedar reducido a
folclore ni a espectáculo turístico.
o
Debe convertirse en principio de organización social, donde la
comunidad, la trascendencia y la justicia sean el eje.
o
La espiritualidad no es un adorno: es el núcleo que da sentido a la
política y a la economía.
2. Economía
soberana con rostro humano
o
El Perú debe defender sus recursos estratégicos, pero no solo para
acumular riqueza, sino para garantizar vida digna y sentido comunitario.
o
El mercado y el dinero deben ser subordinados a la vida, no al revés.
o
La tecnología y la inteligencia artificial pueden ser herramientas, pero
solo si se integran en un proyecto que priorice la comunidad y la
trascendencia.
3. Cultura crítica
y resistencia al vacío
o
La cultura no puede ser espectáculo vacío ni mercancía global.
o
Debe ser espacio de resistencia, donde se desenmascare al monstruo,
donde se denuncie el nihilismo estructural, donde se mantenga viva la memoria
espiritual.
o
La juventud debe ser educada no solo en competencias técnicas, sino en
sentido, en ética, en trascendencia.
La batalla decisiva: Blindarse contra el monstruo significa reconocer que el problema
es metafísico y espiritual. Significa aceptar que mientras la médula
capitalista siga viva, el nihilismo estructural seguirá infiltrándose. Pero
también significa que el Perú puede ser un laboratorio de resistencia, un
lugar donde lo espiritual y lo político-económico se unan, donde el desarrollo
se deslinde del mero progreso, donde la humanidad encuentre un camino para
sobrevivir.
El monstruo
está vivo, pero no es invencible. La primavera espiritual incipiente puede
convertirse en verano duradero si se construyen estructuras sólidas, si se
enfrenta el vacío con sentido, si se levanta un proyecto integral que no tema
poner el dedo en la llaga y reconocer que la última batalla de la humanidad no
es solo política ni económica, sino espiritual.
V
Si el monstruo
triunfa. Si el Perú y la humanidad no logran blindarse contra el monstruo, el
desenlace será devastador. El nihilismo estructural no se detendrá por sí
mismo: se prolongará, se infiltrará, se normalizará, hasta devorar la era
postoccidental entera. Lo que hoy parece una oportunidad histórica —el tránsito
hacia la multipolaridad, el desplazamiento del poder del Atlántico al Pacífico,
la posibilidad de soberanía nacional y cultural— puede convertirse en la última
trampa, en el último disfraz del vacío.
El monstruo no
necesita destruir de golpe: basta con erosionar lentamente el sentido.
Basta con convertir la espiritualidad en folclore, la cultura en espectáculo,
la política en gestión de cifras, la economía en acumulación sin fin, la
juventud en dependencia digital. Basta con que la humanidad acepte como normal
que el mercado sea el árbitro supremo, que el dinero sea la medida última, que
la tecnología y la inteligencia artificial definan la vida sin referencia ética
ni trascendente.
Si no se
controla, el nuevo proceso nihilista puede hacer sucumbir a la humanidad
entera. No habrá diferencia entre Occidente y Oriente, entre neoliberalismo y
capitalismo nacionalista, entre unipolaridad y multipolaridad. Todo será vacío,
todo será mercancía, todo será consumo. La era postoccidental, que se anuncia
como esperanza, puede terminar siendo el escenario final del monstruo, el lugar
donde el nihilismo estructural se consuma y arrastre a la humanidad hacia su
ocaso definitivo.
El Perú, en
esta encrucijada, no puede engañarse. No basta con celebrar la multipolaridad
como si fuera salvación automática. No basta con confiar en que el capitalismo
nacionalista será distinto. No basta con rescatar rituales sin darles fuerza
política y económica. El problema de fondo es metafísico y espiritual, y
si no se enfrenta, el monstruo devorará todo.
La primavera
espiritual incipiente puede convertirse en verano duradero, pero también puede
marchitarse en un instante. La humanidad puede sobrevivir, pero también puede
sucumbir. El paso del reino de la necesidad al reino de la libertad está aún
lejos, y quizá esta sea la última oportunidad para acercarse. Si se falla, no
habrá otra: el monstruo estará vivo, y su victoria será definitiva.
VI
El páramo del
futuro vacío. Si el monstruo triunfa, el futuro será un páramo. La
humanidad, rendida al nihilismo estructural, perderá toda referencia de
sentido. El mercado será el único dios, el dinero la única medida, la
tecnología el único lenguaje, la inteligencia artificial el único juez. No
habrá trascendencia, no habrá comunidad, no habrá desarrollo espiritual: solo
progreso vacío, solo acumulación sin fin, solo consumo perpetuo.
El Perú, como
el resto del mundo, se convertirá en un engranaje más de una maquinaria global
que ya no necesita justificar su existencia. Las fiestas patronales serán
espectáculos turísticos, las peregrinaciones mercancía cultural, la
religiosidad encarnada un producto de marketing. La política será
administración de cifras, la economía acumulación de capital, la cultura
entretenimiento superficial, la juventud dependencia digital. Todo lo humano
será devorado, todo lo espiritual será vaciado, todo lo trascendente será
ridiculizado.
El monstruo
triunfará porque habrá logrado lo que parecía imposible: institucionalizar
el vacío. No habrá necesidad de represión ni de violencia explícita: bastará
con la normalidad aceptada, con la rutina sin sentido, con la ilusión de
libertad individual que en realidad es esclavitud del consumo. La humanidad
vivirá en un mundo donde todo es posible, pero nada importa; donde todo se
produce, pero nada se significa; donde todo se consume, pero nada se
trasciende.
La era
postoccidental, que se anunciaba como esperanza, será el escenario final del
monstruo. La multipolaridad no será equilibrio, sino fragmentación del vacío.
El capitalismo nacionalista no será alternativa, sino prolongación del
nihilismo. El desplazamiento del poder del Atlántico al Pacífico no será
liberación, sino mutación del mismo sistema. El monstruo estará vivo, y su
victoria será definitiva: la humanidad habrá sucumbido, no por un cataclismo
externo, sino por la erosión interna del sentido.
Este es el
desenlace estremecedor que acecha si no se enfrenta el problema de fondo: metafísico
y espiritual. No basta con reformas políticas, no basta con modelos económicos
alternativos, no basta con discursos culturales. Si la humanidad no reintegra
la trascendencia en sus estructuras, si no convierte la espiritualidad
encarnada en fundamento de la vida colectiva, el monstruo devorará todo. Y
entonces, el paso del reino de la necesidad al reino de la libertad no será
solo lejano: será imposible.
VII
Horizonte
alternativo: resistir al monstruo. Imaginemos el horizonte alternativo: un
mundo donde el monstruo no triunfa, donde la humanidad logra resistir al
nihilismo estructural y el Perú se convierte en un faro de sentido. No sería un
paraíso inmediato ni una utopía perfecta, pero sí un camino real hacia el reino
de la libertad, donde el desarrollo espiritual y comunitario se impone sobre el
progreso vacío.
En este mundo,
el mercado ya no es el dios supremo, sino una herramienta subordinada
a la vida. El dinero deja de ser la medida última y se convierte en
medio para garantizar dignidad. El consumismo se transforma en
sobriedad compartida, donde la abundancia no se mide en objetos acumulados,
sino en vínculos fortalecidos. La tecnología y la inteligencia
artificial dejan de ser fines en sí mismos y se convierten en instrumentos
al servicio de la comunidad, guiados por principios éticos y espirituales. El Perú, en
este horizonte, habría convertido su religiosidad cristiano-andina
encarnada en fundamento de cohesión nacional. Las fiestas patronales y las
peregrinaciones no serían folclore mercantilizado, sino celebraciones vivas de
trascendencia. La política no sería gestión de cifras, sino construcción de
sentido colectivo. La economía no sería acumulación sin fin, sino defensa de la
vida y de los recursos como bienes sagrados. La cultura no sería espectáculo
vacío, sino memoria viva que desenmascara al monstruo y mantiene encendida la
llama del espíritu. La juventud ya no estaría colonizada por algoritmos y
pantallas, sino educada en ética, en comunidad, en trascendencia. Sus
aspiraciones no serían likes ni consumo, sino participación en un proyecto
histórico que busca superar la necesidad y acercarse a la libertad. La
educación sería integral: técnica y espiritual, científica y ética, material y
trascendente.
La era
postoccidental, en este horizonte, no sería la repetición del vacío bajo otro
rostro, sino el inicio de un nuevo ciclo histórico donde la humanidad aprende
a deslindar el desarrollo del mero progreso. La multipolaridad no sería
fragmentación del vacío, sino equilibrio de sentidos. El capitalismo
nacionalista no sería prolongación del nihilismo, sino transición hacia un
modelo donde lo espiritual y lo político-económico se integran. Este mundo
alternativo no sería perfecto, pero sería humano. Sería un mundo donde el
monstruo sigue vivo, pero debilitado, desenmascarado, contenido. Sería un mundo
donde la humanidad logra resistir, donde el Perú se convierte en laboratorio de
esperanza, donde la primavera espiritual incipiente se convierte en verano
duradero. Todavía ello es posible y es atalaya de esperanza para una humanidad
que no se resigna pugnar por un mundo mejor es una humanidad que justifica su
existencia.
VIII
El paso al
reino de la libertad no es un sueño vacío ni una utopía inalcanzable: es
un horizonte posible, aunque lejano, que la humanidad podría conquistar si
logra resistir al monstruo y reorientar su historia. En ese mundo alternativo,
la humanidad habría sobrevivido a la encrucijada multipolar, habría
desenmascarado el nihilismo estructural y habría construido un orden donde el
desarrollo espiritual y comunitario se impone sobre el progreso material vacío.
En este
horizonte, la política ya no sería administración de cifras ni
gestión del vacío. Sería el arte de dar sentido a la vida colectiva, de
organizar la sociedad en torno a la justicia, la trascendencia y la comunidad.
Los gobernantes no serían tecnócratas del mercado, sino custodios del espíritu,
responsables de mantener viva la llama del sentido en cada decisión.
La economía ya
no sería acumulación sin fin ni dependencia del mercado global. Sería economía
soberana, orientada a garantizar vida digna, a proteger la tierra como bien
sagrado, a distribuir los recursos en función de la comunidad. El dinero
dejaría de ser la medida última y se convertiría en instrumento subordinado a
la vida. El trabajo ya no sería esclavitud de la necesidad, sino participación
creativa en la construcción del sentido.
La cultura ya
no sería espectáculo vacío ni mercancía global. Sería memoria viva, resistencia
contra el vacío, celebración de la trascendencia. Las fiestas patronales y las
peregrinaciones no serían folclore mercantilizado, sino rituales de cohesión
espiritual. La juventud no sería presa de algoritmos y pantallas, sino
protagonista de un proyecto histórico que busca superar la necesidad y
acercarse a la libertad.
La tecnología y
la inteligencia artificial ya no serían fines en sí mismos, sino
herramientas al servicio de la comunidad. No decidirían sin referencia ética,
no colonizarían la imaginación, no devorarían el sentido. Serían subordinadas a
principios espirituales, guiadas por la trascendencia, utilizadas para
fortalecer la vida y no para vaciarla.
El Perú, en
este horizonte, sería un laboratorio de esperanza. Su religiosidad
cristiano-andina encarnada sería fundamento de cohesión nacional, principio
rector de la política y de la economía, motor de resistencia contra el
nihilismo. El Perú no sería engranaje del monstruo, sino faro de sentido,
ejemplo de cómo una nación puede deslindar el desarrollo del mero progreso y
construir un camino propio hacia la libertad.
La humanidad,
en este horizonte, habría dado el paso decisivo: habría superado el reino de la
necesidad, habría conquistado el reino de la libertad. No sería un mundo
perfecto, pero sería un mundo humano, un mundo donde el monstruo sigue vivo
pero debilitado, desenmascarado, contenido. Un mundo donde la primavera
espiritual incipiente se convierte en verano duradero, donde la era
postoccidental no sucumbe al vacío, sino que florece en trascendencia.
IX
Ultima
oportunidad para la humanidad. La humanidad está ante su última oportunidad. No
hay más tiempo, no hay más margen, no hay más excusas. El tránsito hacia la era
multipolar no es un simple cambio de hegemonía, es una encrucijada
definitiva: o se construye un proyecto espiritual-político capaz de resistir al
nihilismo estructural, o el monstruo devorará todo.
El monstruo
está vivo, y su fuerza radica en que se ha vuelto invisible. Se infiltra en las
instituciones, en la cultura, en la economía, en la juventud. Se disfraza de
progreso, de modernización, de tecnología, de libertad individual. Pero detrás
de esos disfraces, lo que opera es el vacío: la reducción de la vida a
mercancía, la conversión de la existencia en acumulación, la normalización del
sinsentido.
El Perú, como
parte de esta encrucijada, no puede engañarse. No basta con celebrar la
multipolaridad, no basta con confiar en el capitalismo nacionalista, no basta
con rescatar rituales sin darles fuerza política y económica. El problema de
fondo es metafísico y espiritual, y si no se enfrenta, el monstruo
devorará incluso la primavera espiritual incipiente que hoy apenas comienza a
florecer.
La humanidad
puede sobrevivir, pero solo si logra deslindar el desarrollo del mero progreso,
solo si reintegra la trascendencia en sus estructuras, solo si convierte la
espiritualidad encarnada en fundamento de la vida colectiva. Si falla, no habrá
otra oportunidad: el monstruo triunfará, y su victoria será definitiva.
El paso del
reino de la necesidad al reino de la libertad está aún lejos, pero quizá esta
sea la última ocasión para acercarse. Si se aprovecha, la humanidad podrá
florecer en sentido y trascendencia. Si se desperdicia, el monstruo arrastrará
al mundo entero hacia su ocaso.
El monstruo
está vivo. Y hoy, más que nunca, la humanidad debe decidir si lo enfrenta o si
se rinde.
Epílogo
profético: el grito final
La humanidad se
encuentra al borde de un abismo que no admite demora. El tránsito hacia la era
multipolar no es un simple reajuste de poder, sino el instante en que se decide
si habrá futuro o si todo quedará reducido a ruinas. El monstruo acecha en silencio,
disfrazado de progreso, infiltrado en la política, la economía y la cultura,
dispuesto a devorar lo que aún queda de sentido.
El Perú, como
parte de esta encrucijada, no puede permanecer indiferente. Su destino exige
levantar un proyecto que no se limite a cifras ni a discursos, sino que encarne
la trascendencia en la vida colectiva. La religiosidad viva, la memoria andina
y la fe encarnada deben convertirse en fundamento, no en ornamento. Solo así
podrá resistirse la fuerza corrosiva del vacío.
Si la humanidad
falla, no habrá otra oportunidad. El monstruo triunfará y el mundo quedará
reducido a un páramo sin espíritu, donde todo se produce y nada se significa.
Pero si se enfrenta con decisión, si se devuelve a la historia su raíz
espiritual, entonces la primavera incipiente podrá transformarse en verano
duradero.
Este es el
grito final: elegir entre la sobrevivencia con sentido o la consumación del
vacío. La última batalla no se libra en los mercados ni en los ejércitos, sino
en el corazón del ser. Allí se decide si el monstruo será derrotado o si su
victoria marcará el ocaso definitivo de la humanidad.
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Dimensión económica
2
CAPITALISMO Y METAFÍSICA SECULAR DEL INFINITO
E
l mundo moderno
se ha erigido sobre una paradoja devastadora: la secularización del infinito.
Lo que en la tradición medieval era atributo exclusivo de Dios, lo absoluto
trascendente que desbordaba toda medida humana, ha sido arrancado de su
dimensión sagrada y encarnado en la lógica del capitalismo. La ciencia de los
siglos XVI y XVII transformó el infinito de lo actual a lo potencial, de lo
ontológico trascendente a lo ontológico inmanente, y con ello abrió el camino
para que la producción, el consumo y la acumulación perpetua se convirtieran en
la nueva religión secular de la humanidad. El capitalismo, en su médula
metafísica, es la inmanencia del infinito, y en esa mutación reside tanto su
fuerza como su tragedia.
Lo más grave es
que, al encarnar el infinito en lo material, el capitalismo ha expulsado lo
trascendente de la imagen del mundo. La humanidad vive atrapada en un horizonte
cerrado, donde el infinito ya no es apertura hacia lo absoluto, sino repetición
de un ciclo interminable de expansión. Las civilizaciones que emergen en la
gobernanza global —China, India, Rusia ortodoxa, el mundo islámico, los BRICS—
tampoco logran contener el ímpetu de esta inmanencia. Aunque poseen tradiciones
espirituales milenarias, se ven absorbidas por la necesidad de competir en el
mercado global, incapaces de articular un contrapeso. La multipolaridad no es
alternativa, sino redistribución del mismo paradigma capitalista.
La tragedia se
profundiza porque incluso las formas políticas que se presentaron como
alternativas —nacionalismo, comunismo, socialismo— han terminado reproduciendo
la misma lógica productivista, la misma exigencia de crecimiento perpetuo. La
modernidad ha normalizado la inmanencia del infinito como si fuera inevitable,
y la humanidad se conforma con vivir una historia sin Dios, confiada únicamente
en las utopías tecnológicas. La técnica ocupa el lugar de lo divino, la
inteligencia artificial promete salvación, el transhumanismo sueña con
inmortalidad, la colonización espacial convierte el cosmos en mercado. Pero
todas estas promesas son idolatrías modernas, horizontes mutilados, infinitos
inmanentes que nunca liberan.
El desmontaje
de esta hegemonía exige una doble fuerza: espiritual y material. Sin
espiritualidad, no hay horizonte; sin materialidad, no hay poder real. La
conciencia debe despertar ante esta tragedia: reconocer que el infinito no
puede ser reducido a lo inmanente, que la técnica no puede ocupar el lugar de
lo divino, que el capitalismo no puede ser la única ontología posible. Solo así
podrá abrirse un horizonte distinto, donde lo trascendente vuelva a iluminar la
imagen del mundo y la humanidad recupere el sentido perdido. Esta es la
advertencia dramática que se impone: o la humanidad reintroduce lo trascendente
en la historia, o quedará condenada a vivir en una prisión de infinito
inmanente, idolatría de la técnica y vacío espiritual.
1. Capitalismo
y secularización del Infinito
El capitalismo
no es simplemente un sistema económico, ni una mera forma de organización
social; es, en su médula metafísica, la secularización del infinito. Lo que en
la tradición medieval y teológica era atributo exclusivo de Dios —la infinitud
trascendente, lo absoluto que desbordaba toda medida humana— se ha
transformado, bajo la modernidad, en un principio inmanente que organiza la
producción y el consumo perpetuo de bienes materiales. El capitalismo perpetuo
se funda en esa consagración: la promesa de un crecimiento sin límites, la
expansión indefinida, la acumulación que nunca se sacia. En este tránsito, lo
que era misterio ontológico se convierte en cálculo, en técnica, en programa
económico.
La ciencia
moderna del siglo XVI y XVII opera la mutación decisiva: el infinito deja de
ser actual, pleno en sí mismo, y se convierte en potencial, en proceso abierto.
Galileo, Descartes, Leibniz y Newton inauguran un modo de pensar donde el
infinito ya no es lo absoluto trascendente, sino la serie que puede prolongarse
indefinidamente, el límite que nunca se alcanza pero que organiza el
movimiento. El cálculo infinitesimal es la herramienta que traduce esta
transformación: el infinito deja de ser misterio y se convierte en instrumento.
Y esa mutación cultural prepara el terreno para que el capitalismo encarne el
infinito en su lógica expansiva.
El infinito
pasa, entonces, de lo ontológico trascendente a lo ontológico inmanente. Se
seculariza y se encarna en el capitalismo. La producción sin fin, el consumo
perpetuo, la acumulación infinita: todo ello es la manifestación de un infinito
que ya no abre hacia lo divino, sino que se despliega en la materia. Lo que
antes era atributo de Dios se convierte en motor del mercado. El capitalismo es
la inmanencia del infinito, y en ello reside su fuerza y su tragedia.
Lo más grave es
que, al encarnar el infinito en lo inmanente, el capitalismo ha descartado lo
trascendente de la imagen del mundo. La humanidad queda atrapada en un
horizonte cerrado, donde el infinito ya no es apertura hacia lo absoluto, sino
repetición de un ciclo material. La imagen del mundo capitalista es plana,
autorreferencial, sin misterio. La secularización del infinito mutila su
dimensión ontológica, reduciéndolo a cálculo y expansión. Y esa mutilación
produce el vacío espiritual de la modernidad: un mundo sin Dios, confiado
únicamente en la promesa de crecimiento perpetuo.
Las
civilizaciones que hoy toman la dirección de la gobernanza global —China,
India, Rusia ortodoxa, el mundo islámico, los BRICS— tampoco logran contener el
ímpetu de esta inmanencia. Aunque poseen tradiciones espirituales milenarias,
aunque reivindican identidades religiosas y culturales profundas, en la
práctica se ven absorbidas por la necesidad de competir en el mercado global,
sostener tasas de crecimiento, acumular poder geopolítico. La multipolaridad no
significa un cambio de paradigma, sino una redistribución del mismo paradigma
capitalista. El infinito trascendente queda marginado incluso en culturas que
lo tenían muy presente.
El capitalismo
ha convertido la inmanencia del infinito en un principio ontológico tan
poderoso que ninguna civilización logra articular un contrapeso. China habla de
“armonía” y “civilización ecológica”, pero se ve obligada a sostener la
expansión industrial. India, heredera de una espiritualidad ancestral, se
precipita en la industrialización y el consumismo. Rusia reivindica la
ortodoxia, pero su economía energética sigue la lógica de acumulación. El mundo
islámico, aun con su fuerte teología trascendente, participa en el mercado
global bajo la misma lógica extractiva. El resultado es un mundo donde lo
trascendente queda marginado, y lo infinito se reduce a expansión material.
La tragedia se
profundiza: la modernidad ha normalizado la inmanencia del infinito como si
fuera natural e inevitable. Incluso las formas políticas que se presentan como
alternativas —nacionalismo, comunismo, socialismo— terminan atrapadas en la
misma ontología. El comunismo soviético y chino adoptaron la lógica
productivista, la industrialización acelerada, la acumulación material. El
nacionalismo, aunque reivindica identidades particulares, necesita sostener
economías competitivas. Ninguna forma política logra sustraerse de la exigencia
de crecimiento perpetuo. El capitalismo se convierte en la metafísica universal
de la modernidad, capaz de absorber todas las diferencias culturales y
políticas en su lógica expansiva.
No basta,
entonces, con la fuerza espiritual para contrarrestar esta hegemonía. Hace
falta también la fuerza material que secunde el desmontaje de la inmanencia del
infinito. Sin estructuras económicas, políticas y sociales que respalden un
horizonte trascendente, lo espiritual queda reducido a discurso. El desmontaje
exige poder real: instituciones, tecnologías, recursos, prácticas colectivas
que encarnen otra imagen del mundo. Pero lo más preocupante es que no hay
salida civilizatoria, técnica ni política a la vista. La humanidad se conforma
con vivir una historia sin Dios, confiada únicamente en las utopías
tecnológicas.
La técnica
ocupa el lugar de lo divino. La inteligencia artificial promete resolver
problemas complejos, pero reproduce la lógica del infinito inmanente: más
datos, más algoritmos, más optimización. El transhumanismo sueña con superar
los límites humanos, secularizando la inmortalidad como proyecto técnico. La
colonización espacial convierte el cosmos en mercado, prolongando la expansión
capitalista más allá de la Tierra. La tecnociencia se convierte en religión
secular, ofreciendo salvación sin trascendencia, sin misterio, sin apertura al
absoluto.
La humanidad
vive, entonces, una historia sin Dios, confiada en que la técnica será
suficiente. El infinito se reduce a lo inmanente, mutilado en su dimensión
trascendente. La técnica se convierte en ídolo, en absoluto secular, pero
incapaz de ofrecer sentido último. La tragedia de la modernidad es doble: ha
normalizado la inmanencia del infinito como natural e inevitable, y ha
expulsado lo trascendente de la imagen del mundo. La humanidad se resigna a
vivir en una metafísica secular del infinito, confiando en utopías tecnológicas
que nunca podrán sustituir lo absoluto.
2. Del infinito
trascedente al infinito inmanente
La humanidad se
encuentra en un callejón ontológico: atrapada en la normalización de la
inmanencia del infinito bajo la modernidad, sin salida civilizatoria, técnica
ni política a la vista. Lo más preocupante es que, en esta situación, se ha
resignado a vivir una historia sin Dios, confiando únicamente en las utopías
tecnológicas como sustituto de lo trascendente.
La técnica ha
ocupado el lugar de lo divino. La inteligencia artificial se presenta como la
nueva promesa de salvación, capaz de resolver problemas complejos, pero en
realidad reproduce la misma lógica del infinito inmanente: más datos, más
algoritmos, más optimización, sin horizonte trascendente. El transhumanismo
sueña con superar los límites humanos, secularizando la inmortalidad como
proyecto técnico, pero sigue siendo un infinito mutilado, atrapado en la
materia. La colonización espacial convierte el cosmos en mercado, prolongando
la expansión capitalista más allá de la Tierra, como si el universo entero
pudiera ser reducido a recurso.
La tecnociencia
se convierte en religión secular, ofreciendo una salvación sin misterio, sin
apertura al absoluto. Es una idolatría moderna: la técnica como nuevo absoluto,
incapaz de ofrecer sentido último. La humanidad deposita su fe en algoritmos,
máquinas y proyectos de progreso perpetuo, como si fueran sustitutos de Dios.
Pero lo que se obtiene es un infinito inmanente que encierra, que repite, que
nunca libera.
La tragedia es
doble: primero, la modernidad ha naturalizado la inmanencia del infinito como
si fuera inevitable, como si no hubiera otra forma de concebir el mundo.
Segundo, las alternativas políticas y civilizatorias han fracasado en ofrecer
un horizonte distinto. Nacionalismos, comunismos, socialismos: todos han
terminado reproduciendo la misma lógica productivista, la misma exigencia de
crecimiento perpetuo. Incluso las civilizaciones con tradiciones espirituales
profundas —China, India, Rusia ortodoxa, el mundo islámico— se ven absorbidas
por la necesidad de competir en el mercado global. La multipolaridad no es
alternativa, sino variación interna de la misma ontología.
La humanidad
vive, entonces, una historia sin Dios. El infinito trascendente ha sido
expulsado de la imagen del mundo. Lo que queda es un infinito inmanente,
secularizado, convertido en motor del capitalismo y en promesa de la técnica.
La fe ya no está en lo divino, sino en las utopías tecnológicas: inteligencia
artificial, transhumanismo, colonización espacial. Pero esas utopías nunca
podrán sustituir lo absoluto. Son promesas mutiladas, horizontes cerrados,
idolatrías modernas.
El desmontaje
de esta hegemonía exige una doble fuerza: espiritual y material. La fuerza
espiritual debe reintroducir lo trascendente en la imagen del mundo, recuperar
el misterio, la apertura hacia lo absoluto. Pero sin fuerza material
—instituciones, recursos, prácticas colectivas— lo espiritual queda reducido a
discurso. La humanidad necesita poder real para sostener un modo de vida
distinto, capaz de romper con la lógica del infinito inmanente. Sin esa alianza
entre lo espiritual y lo material, el capitalismo seguirá siendo la metafísica
universal de la modernidad.
La conciencia
debe despertar ante esta tragedia. No basta con aceptar la historia sin Dios,
confiada en utopías tecnológicas. Es necesario reconocer que el infinito no
puede ser reducido a lo inmanente, que la técnica no puede ocupar el lugar de
lo divino, que el capitalismo no puede ser la única ontología posible. Solo así
podrá abrirse un horizonte distinto, donde lo trascendente vuelva a iluminar la
imagen del mundo y la humanidad recupere el sentido perdido.
3. La historia
sin Dios y las utopías tecnológicas
La humanidad,
atrapada en la hegemonía de la inmanencia del infinito, parece resignada a
vivir una historia sin Dios, confiada únicamente en las utopías tecnológicas
que se presentan como sustituto de lo trascendente. La técnica ha ocupado el
lugar de lo divino y se ha convertido en el nuevo absoluto, en el ídolo moderno
que promete salvación secular. La inteligencia artificial se anuncia como la
gran esperanza, capaz de resolver problemas complejos y de organizar la vida
con una precisión inédita, pero en realidad no hace más que reproducir la misma
lógica del infinito inmanente: más datos, más algoritmos, más optimización, más
expansión, sin horizonte trascendente. El transhumanismo sueña con superar los
límites humanos, secularizando la inmortalidad como proyecto técnico, pero lo
que ofrece es un infinito mutilado, atrapado en la materia, incapaz de abrir
hacia lo absoluto. La colonización espacial prolonga la expansión capitalista
más allá de la Tierra, convirtiendo el cosmos en mercado, reduciendo el universo
entero a recurso disponible. La tecnociencia se convierte así en religión
secular, ofreciendo una salvación sin misterio, sin apertura, sin Dios.
La tragedia es
que la humanidad deposita su fe en algoritmos, máquinas y proyectos de progreso
perpetuo como si fueran sustitutos de lo divino, pero lo que obtiene es un
infinito inmanente que encierra, que repite, que nunca libera. La modernidad ha
naturalizado esta inmanencia como si fuera inevitable, como si no hubiera otra
forma de concebir el mundo, y las alternativas políticas y civilizatorias han
fracasado en ofrecer un horizonte distinto.
La humanidad
vive, entonces, una historia sin Dios. El infinito trascendente ha sido
expulsado de la imagen del mundo y lo que queda es un infinito inmanente,
secularizado, convertido en motor del capitalismo y en promesa de la técnica.
La fe ya no está en lo absoluto, sino en las utopías tecnológicas: inteligencia
artificial, transhumanismo, colonización espacial. Pero esas utopías nunca
podrán sustituir lo divino, porque son promesas mutiladas, horizontes cerrados,
idolatrías modernas.
El desmontaje
de esta hegemonía exige una doble fuerza: espiritual y material. La fuerza
espiritual debe reintroducir lo trascendente en la imagen del mundo, recuperar
el misterio, la apertura hacia lo absoluto, pero sin fuerza material
—instituciones, recursos, prácticas colectivas— lo espiritual queda reducido a
discurso. La humanidad necesita poder real para sostener un modo de vida
distinto, capaz de romper con la lógica del infinito inmanente. Sin esa alianza
entre lo espiritual y lo material, el capitalismo seguirá siendo la metafísica
universal de la modernidad.
La conciencia
debe despertar ante esta tragedia. No basta con aceptar la historia sin Dios,
confiada en utopías tecnológicas que nunca podrán sustituir lo absoluto. Es
necesario reconocer que el infinito no puede ser reducido a lo inmanente, que
la técnica no puede ocupar el lugar de lo divino, que el capitalismo no puede
ser la única ontología posible. Solo así podrá abrirse un horizonte distinto,
donde lo trascendente vuelva a iluminar la imagen del mundo y la humanidad
recupere el sentido perdido.
4. El destino
de la humanidad ante la idolatría de la técnica
La humanidad se
precipita hacia un destino incierto, atrapada en la normalización de la
inmanencia del infinito bajo la modernidad, incapaz de sustraerse del
capitalismo y confiada únicamente en las utopías tecnológicas que prometen un
futuro sin Dios. El drama es que, al haber expulsado lo trascendente de la
imagen del mundo, la historia se ha convertido en un relato cerrado,
autorreferencial, donde el infinito ya no es apertura hacia lo absoluto, sino
repetición de un ciclo material que nunca se detiene. La técnica, convertida en
ídolo, ocupa el lugar de lo divino y se presenta como salvación secular, pero
lo que ofrece es un horizonte mutilado, incapaz de otorgar sentido último. La
inteligencia artificial, el transhumanismo, la colonización espacial, todas
estas promesas modernas son variaciones de la misma idolatría: un infinito
inmanente que encierra, que repite, que nunca libera.
La tragedia es
que no hay salida civilizatoria, técnica ni política a la vista. Las formas
políticas que se presentaron como alternativas —nacionalismo, comunismo,
socialismo— han terminado reproduciendo la misma lógica productivista, la misma
exigencia de crecimiento perpetuo. Las civilizaciones que emergen en la
gobernanza global, con sus tradiciones espirituales milenarias, tampoco logran
contener el ímpetu de la inmanencia del infinito. La multipolaridad no es
alternativa, sino redistribución del mismo paradigma capitalista. El mundo
entero se ha convertido en escenario de una metafísica secular, donde lo
trascendente ha sido marginado y lo absoluto reducido a cálculo y expansión.
El desmontaje
de esta hegemonía exige una doble fuerza: espiritual y material. La fuerza
espiritual debe reintroducir lo trascendente en la imagen del mundo, recuperar
el misterio, la apertura hacia lo absoluto, pero sin fuerza material
—instituciones, recursos, prácticas colectivas— lo espiritual queda reducido a
discurso. La humanidad necesita poder real para sostener un modo de vida
distinto, capaz de romper con la lógica del infinito inmanente. Sin esa alianza
entre lo espiritual y lo material, el capitalismo seguirá siendo la metafísica
universal de la modernidad.
La conciencia
debe despertar ante esta tragedia. No basta con aceptar la historia sin Dios,
confiada en utopías tecnológicas que nunca podrán sustituir lo absoluto. Es
necesario reconocer que el infinito no puede ser reducido a lo inmanente, que
la técnica no puede ocupar el lugar de lo divino, que el capitalismo no puede
ser la única ontología posible. Solo así podrá abrirse un horizonte distinto,
donde lo trascendente vuelva a iluminar la imagen del mundo y la humanidad
recupere el sentido perdido. Si no se logra este despertar, el destino será
vivir en una historia mutilada, una historia sin Dios, una historia donde el
infinito se ha convertido en prisión. La advertencia es clara y dramática: o la
humanidad reintroduce lo trascendente en la imagen del mundo, o quedará
condenada a la idolatría de la técnica y al vacío espiritual de una modernidad
que ha hecho del infinito inmanente su única religión. O lo que es peor: su
sustitución completa por el ciborg y la máquina.
5. Teóricos del
capitalismo y su metafísica
A lo largo de
la historia moderna, diversos pensadores han intentado descifrar la naturaleza
del capitalismo y proyectar su futuro. Werner Sombart, en sus estudios sobre el
espíritu del capitalismo, exploró cómo las formas culturales y religiosas
dieron origen a la expansión económica moderna. Max Weber, en La ética
protestante y el espíritu del capitalismo, mostró cómo la racionalidad
ascética protestante se transformó en disciplina económica, fundando el ethos
del capitalismo. Georg Simmel, en Filosofía del dinero, analizó
cómo el dinero, al convertirse en forma abstracta de intercambio, reorganiza la
vida social y reduce las relaciones humanas a equivalencias cuantificables,
anticipando la reducción del absoluto a cálculo.
En el ámbito
contemporáneo, John Mackey y Raj Sisodia, con El capitalismo consciente,
defienden la posibilidad de un capitalismo ético, orientado al bienestar
colectivo y la sostenibilidad. Francesco Baldassari y otros autores recientes
han explorado la dimensión filosófica y cultural del sistema, mientras Carlos
Martínez Gorriarán, en En defensa del capitalismo, lo reivindica
como motor de libertad y progreso. Amador Martos, en Una filosofía
alternativa al capitalismo, propone abrir un horizonte crítico que supere
la lógica dominante. El volumen colectivo ¿Tiene futuro el capitalismo?,
publicado por Siglo XXI, reúne voces que discuten sus límites y posibles
transformaciones. Slavoj Žižek, en El capitalismo como religión de
nuestro tiempo, desentraña cómo el sistema económico se ha convertido en
una religión secular, con culto en el consumo y dogma en el crecimiento
infinito, retomando la intuición de Walter Benjamin sobre el capitalismo como
fe moderna.
Debe
mencionarse también el estudio La metafísica del infinito en Giordano
Bruno, escrito por María Jesús Soto Bruna, que analiza cómo Bruno rompe con
la visión medieval y desplaza la infinitud hacia una cosmología abierta,
anticipando la secularización de la idea de infinito que más tarde se
encarnaría en la modernidad y el capitalismo.
Todos estos
aportes, desde la sociología clásica hasta las propuestas contemporáneas de
capitalismo consciente, han intentado pensar el sistema en sus fundamentos y en
sus proyecciones. Sin embargo, ninguno de ellos advierte con claridad
la hegemonía del principio de inmanencia instaurado por la modernidad ni la
secularización de la idea de infinito. Al centrarse en dimensiones
éticas, culturales, políticas o económicas, dejan intacto el núcleo metafísico:
la mutación por la cual el infinito trascendente devino infinito inmanente,
expulsando a Dios de la imagen del mundo y convirtiendo la expansión material
en absoluto. Sin este reconocimiento, tanto la defensa como la crítica del
capitalismo permanecen incompletas, pues no alcanzan la raíz ontológica que
sostiene su hegemonía.
La
secularización del infinito no significa únicamente el olvido de Dios y la
expulsión de la trascendencia de la imagen del mundo; implica también una
desvinculación radical con el ser, el saber y la verdad. Al reducir el infinito
a mera inmanencia, la modernidad mutila la ontología misma: el ser deja de ser
misterio y se convierte en recurso; el saber deja de ser búsqueda de sentido y
se transforma en técnica instrumental; la verdad deja de ser apertura hacia lo
absoluto y se degrada en cálculo, en eficacia, en utilidad. Así, la
secularización del infinito no sólo clausura la dimensión divina, sino que
desarraiga a la humanidad de su vínculo esencial con aquello que la constituye.
El resultado es un mundo donde el ser se oculta, el saber se trivializa y la
verdad se disuelve, dejando a la humanidad atrapada en una prisión de
inmanencia, hedonismo, relativismo y nihilismo, condenada a vivir en un
horizonte cerrado, sin trascendencia, sin misterio, sin apertura.
Conclusión
La humanidad ha
llegado al umbral de su mayor tragedia: haber sustituido el infinito
trascendente por el infinito inmanente del capitalismo, haber expulsado a Dios
de la imagen del mundo y haber normalizado una ontología mutilada que reduce el
misterio a cálculo y la apertura a expansión material. La modernidad, con su
ciencia y su técnica, ha secularizado el infinito y lo ha encarnado en la
producción, el consumo y la acumulación perpetua, convirtiendo al capitalismo
en la metafísica universal de nuestro tiempo. Ninguna civilización, ni las
emergentes ni las tradicionales, ha logrado contener este ímpetu; todas han
sido absorbidas por la necesidad de competir en el mercado global, incapaces de
articular un contrapeso. Las formas políticas que se presentaron como
alternativas —nacionalismo, comunismo, socialismo— han terminado reproduciendo
la misma lógica productivista, confirmando que no hay salida civilizatoria,
técnica ni política a la vista.
La humanidad se
conforma con vivir una historia sin Dios, confiada en las utopías tecnológicas
que prometen salvación secular: inteligencia artificial, transhumanismo,
colonización espacial. Pero todas ellas son idolatrías modernas, horizontes
cerrados, infinitos mutilados que nunca liberan. La técnica se ha convertido en
el nuevo absoluto, en el ídolo que ocupa el lugar de lo divino, pero incapaz de
otorgar sentido último. El destino que se perfila es el de una humanidad
condenada a la prisión del infinito inmanente, atrapada en un ciclo
interminable de expansión material, vacía de trascendencia, mutilada en su
espíritu.
La advertencia
es clara y dramática: o la humanidad despierta y reintroduce lo trascendente en
la imagen del mundo, articulando una doble fuerza espiritual y material capaz
de desmontar la hegemonía del capitalismo, o quedará condenada a vivir en una
historia mutilada, una historia sin Dios, una historia donde el infinito se ha
convertido en prisión y la técnica en idolatría. Y ello conducirá hacia la
extinción directa de la humanidad. El tiempo de la decisión es ahora, porque si
no se rompe este destino, la humanidad habrá sellado su condena: vivir
eternamente bajo la metafísica secular del infinito, sin misterio, sin
apertura, sin salvación, sin lo que lo hace humano.
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Žižek, Slavoj. El capitalismo como religión de nuestro tiempo.
Herder, 2017.
Varios autores. ¿Tiene futuro el capitalismo? Siglo XXI
Editores, 2014.
Dimensión matemática
3
El infinito de
Cantor
y la secularización
moderna
H
ablar del
infinito es adentrarse en el territorio más peligroso y fascinante del
pensamiento humano. Desde Aristóteles hasta la modernidad, el infinito ha sido
el límite último de la razón, el punto donde la filosofía se encuentra con la
teología y donde la ciencia se atreve a desafiar lo imposible. La modernidad,
con su mentalidad secularizadora, cometió un acto de violencia intelectual:
arrebató al infinito su carácter trascendente y lo arrojó al terreno de lo
finito, lo temporal y lo contingente. En ese gesto se produjo un caos
metafísico que desembocó en el nihilismo estructural, en la disolución de todo
fundamento absoluto y en la relativización de lo que antes era plenitud.
Sin embargo, en medio de este escenario de secularización y vacío, surge
la figura de Georg Cantor, quien con su teoría de los transfinitos no solo
matematizó lo inmanente, sino que también preservó la referencia al infinito
absoluto. Cantor es el gran provocador de la modernidad: demuestra que el
infinito puede ser objeto de la ciencia sin perder su vínculo con lo divino,
que la razón puede manipular jerarquías infinitas sin sofocar la huella de lo
trascendente. Su obra es un desafío frontal al nihilismo moderno, porque
recuerda que lo inmanente no agota lo real y que el infinito, incluso en su
versión matemática, sigue apuntando hacia lo absoluto. Cantor insurge después de
todo como una voz disidente en el corazón mismo de la modernidad madura y, por
ello, su discrepancia es significativa.
I. El legado
aristotélico y la distinción originaria
El pensamiento
sobre el infinito comienza con Aristóteles, quien sostuvo que el infinito
actual no podía existir en el mundo temporal, contingente y finito. Solo lo
admitió en el Primer Motor Inmóvil, causa eterna y absoluta del movimiento. En
el ámbito sensible, el infinito se concebía únicamente como potencial: una
serie que nunca se agota, una división que nunca se concluye. Esta distinción
entre lo potencial y lo actual marcó la filosofía antigua y medieval, donde el
infinito absoluto fue siempre atributo exclusivo de Dios.
Aristóteles
concebía el infinito como una noción que debía ser cuidadosamente delimitada
para evitar contradicciones. En su Física, distingue entre lo que
puede prolongarse indefinidamente —como el tiempo, el movimiento o la sucesión
de números— y lo que puede existir como totalidad completa. El primero
corresponde al infinito potencial, siempre abierto y nunca concluido; el segundo,
el infinito actual, lo rechazaba en el mundo sensible porque implicaría una
totalidad imposible de abarcar en la experiencia. De este modo, el infinito no
era una realidad empírica, sino una posibilidad que se desplegaba en el
devenir.
Esta concepción
tuvo una enorme influencia en la filosofía medieval, pues permitió mantener la
coherencia entre la finitud del mundo creado y la infinitud divina. El
universo, según Aristóteles, era eterno pero finito en extensión, mientras que
solo Dios —o el Primer Motor Inmóvil— podía ser infinito en acto, absoluto y
perfecto. Así, la distinción entre infinito potencial e infinito actual no solo
ordenaba la reflexión matemática y física, sino que también servía de
fundamento metafísico y teológico, asegurando que lo infinito absoluto
permaneciera como atributo exclusivo de lo divino.
II. La mutación
intelectual de la modernidad
Con la
modernidad, esta concepción se transforma radicalmente. Giordano Bruno rompe
con la distinción aristotélica entre potencia y acto: en lo absoluto no hay
diferencia, pues Dios es simultáneamente potencia infinita y acto infinito.
Dios es la mónada de mónadas, causa inmanente del mundo, y el
universo mismo es infinito en extensión y pluralidad. La misión del hombre,
según Bruno, es contemplar esta infinitud.
La revolución
científica de los siglos XVI y XVII, como señaló Alexandre Koyré, no fue un
simple desarrollo acumulativo, sino una mutación intelectual que disolvió la
metafísica trascendente antigua y medieval. El paso del “cosmos cerrado” al
“universo infinito” significó que el infinito se trasladara al plano de lo
temporal, finito y contingente. Newton concibió el espacio y el tiempo como
infinitos, homogéneos y absolutos, desligados de la teología. La ciencia
moderna secularizó el infinito, convirtiéndolo en categoría empírica y
matemática.
Este cambio no
solo afectó la cosmología, sino también la manera en que el hombre se concebía
a sí mismo en relación con el universo. En la visión medieval, el cosmos era un
orden jerárquico y cerrado, donde cada ser ocupaba un lugar definido en la
escala del ser, y el infinito pertenecía únicamente a Dios. Con la modernidad,
esa jerarquía se disuelve: el hombre ya no se encuentra en un cosmos finito y
ordenado, sino en un universo abierto e ilimitado, donde las categorías
tradicionales pierden su sentido. La secularización del infinito implica que la
infinitud ya no es garantía de trascendencia, sino un horizonte inmanente que
el hombre debe explorar mediante la razón y la ciencia.
Además, la
matematización de la naturaleza consolidó esta mutación. Galileo y Descartes
introdujeron un nuevo paradigma en el que la realidad se describe en términos
de extensión, movimiento y leyes cuantificables. El infinito, antes atributo
exclusivo de lo divino, se convierte en un concepto operativo dentro de la
física y la geometría. Newton, al concebir un espacio y un tiempo infinitos,
establece un marco absoluto en el que las leyes universales se aplican sin
referencia a causas finales ni a un orden trascendente. De este modo, la
revolución científica no solo seculariza el infinito, sino que lo convierte en
fundamento de la racionalidad moderna, desplazando definitivamente la
metafísica aristotélica y escolástica.
III. El caos
metafísico y el nihilismo estructural
Este traslado
del infinito desde lo trascendente hacia lo inmanente produjo un caos
metafísico. Al perder su anclaje en lo divino, el infinito se dispersó en
múltiples usos: físicos, matemáticos, técnicos. Nietzsche interpretó esta
secularización como la pérdida de valores supremos y del sentido trascendente,
desembocando en el nihilismo estructural de la modernidad. El infinito, antes
símbolo de plenitud, se convierte en signo de vacío y relativismo.
La
secularización del infinito no solo implicó un cambio conceptual, sino también
una crisis en el orden del pensamiento. Al trasladarse lo infinito al plano de
lo inmanente, se perdió la referencia a un fundamento último que otorgaba
sentido y coherencia al cosmos. La multiplicidad de infinitos —ya fueran
físicos, matemáticos o técnicos— generó una dispersión que desestructuró la
unidad metafísica heredada de la tradición clásica y medieval. Lo que antes
estaba sostenido por la trascendencia divina se convirtió en un campo abierto
de interpretaciones, donde el infinito ya no garantizaba plenitud, sino
indeterminación. No hay hechos sino interpretaciones, diría Nietzsche.
Este proceso
desembocó en lo que Nietzsche denominó nihilismo: la constatación de que los
valores supremos han perdido su fuerza vinculante y que el horizonte
trascendente se ha disuelto. El infinito, al secularizarse, se convierte en un
signo de relativismo y vacío, pues ya no remite a lo absoluto, sino a lo
contingente. La infinitud del universo físico o la proliferación de infinitos
matemáticos no ofrecen un sentido último, sino que multiplican las
posibilidades sin asegurar un fundamento. De ahí que el infinito moderno, lejos
de ser plenitud, se experimente como exceso sin dirección, como apertura sin
finalidad.
En este
contexto, el hombre moderno se enfrenta a un universo ilimitado pero carente de
centro, a una racionalidad que multiplica infinitos sin poder reconciliarlos
con un absoluto. El caos metafísico consiste precisamente en esta pérdida de
orientación: lo infinito ya no es símbolo de perfección, sino de desarraigo. La
modernidad, al secularizar el infinito, lo relativiza y lo fragmenta, generando
un horizonte donde la infinitud se confunde con la ausencia de sentido. El
nihilismo estructural es, entonces, la consecuencia inevitable de un mundo que
ha desplazado lo infinito de lo trascendente a lo inmanente, sin poder
restituir el orden que antes garantizaba la metafísica.
IV. Cantor
entre formalismo y platonismo
En este
contexto aparece Georg Cantor, situado entre el formalismo y el platonismo.
·
Desde el formalismo, reivindica la libertad de creación matemática,
inventando los números transfinitos y jerarquías de infinitos.
·
Desde el platonismo, sostiene que los objetos matemáticos existen en un
plano ideal y que el matemático los descubre más que los inventa.
Cantor combina
deducción rigurosa con intuición creativa, mostrando que la matemática es tanto
lógica como imaginación.
La tensión
entre formalismo y platonismo en Cantor no es una contradicción, sino el núcleo
de su genialidad. Por un lado, su invención de los números transfinitos muestra
la audacia de un creador que se atreve a expandir los límites de la matemática
más allá de lo concebido hasta entonces. Por otro, su convicción de que estos
objetos poseen una existencia independiente en un plano ideal revela su
fidelidad a una visión metafísica que trasciende el mero cálculo. Cantor no
reduce la matemática a un juego de símbolos, sino que la concibe como un acceso
privilegiado a una realidad inteligible, donde el infinito se despliega en
formas jerárquicas y ordenadas.
Este doble
movimiento le permitió articular una teoría que, al mismo tiempo, se inscribe
en la modernidad secularizadora y la trasciende. En el plano formal, Cantor
ofrece a la ciencia moderna un instrumento riguroso para pensar lo infinito en
lo inmanente: los transfinitos como estructuras matemáticas manipulables. En el
plano platónico, preserva la referencia al infinito absoluto, recordando que
toda construcción matemática apunta hacia una realidad superior que no se agota
en lo finito ni en lo contingente. Así, su obra se convierte en un puente entre
la racionalidad moderna y la tradición metafísica, mostrando que el infinito
puede ser objeto de la ciencia sin perder su dimensión trascendente.
V. Antecedentes: Riemann y Dedekind
Cantor no surge
en el vacío. Antes de él, Riemann había introducido la noción de variedad,
y Dedekind había desarrollado conceptos como grupo, cuerpo e ideal.
Estas ideas adelantaron la noción de conjunto, que Cantor convirtió en
protagonista absoluto de la matemática. Mientras Riemann y Dedekind usaban
colecciones como herramientas, Cantor las transformó en objeto central de
estudio, fundando la teoría de conjuntos.
La aportación
de Riemann fue decisiva porque introdujo la noción de variedad como
un espacio matemático capaz de generalizar las superficies y extenderlas a
dimensiones superiores. En este marco, las colecciones de puntos no eran
todavía objeto de estudio en sí mismas, sino instrumentos para describir
estructuras geométricas más complejas. Sin embargo, la idea de que una
colección podía ser tratada como totalidad abrió el camino para que Cantor
concibiera los conjuntos como entidades autónomas. La transición de Riemann a
Cantor muestra cómo la geometría se convierte en un terreno fértil para la
abstracción, preparando el terreno para que el infinito se pensara en términos
rigurosos y sistemáticos.
Por su parte,
Dedekind aportó una visión algebraica y aritmética que resultó igualmente
fundamental. Sus definiciones de grupo, cuerpo e ideal revelan
una tendencia a organizar las estructuras matemáticas mediante colecciones de
elementos con propiedades específicas. Además, su célebre definición de los
números reales a través de las “cortes de Dedekind” anticipa la idea de que un
conjunto puede ser el fundamento de una construcción matemática completa.
Cantor recogió esta intuición y la llevó más allá: lo que en Dedekind era un
recurso técnico se convirtió en Cantor en el núcleo de una nueva disciplina.
Así, la teoría de conjuntos no solo se nutre de la geometría riemanniana y del
álgebra dedekindiana, sino que las transforma en un lenguaje universal para
pensar lo infinito.
VI. La paradoja
de Cantor y los sistemas axiomáticos
El intento de
pensar el “conjunto de todos los conjuntos” llevó a la paradoja de Cantor: el
conjunto potencia de un conjunto universal tendría cardinalidad mayor que el
propio conjunto, lo que genera contradicción.
·
ZF (Zermelo–Fraenkel) resolvió la paradoja negando la existencia del
conjunto universal.
·
NBG (von Neumann–Bernays–Gödel) y NK (Kelley–Morse) introdujeron la
noción de clases, permitiendo hablar de una clase universal sin
caer en contradicciones.
Los lógicos
intentaron “logificar” la matemática con restricciones técnicas (Russell y la
teoría de tipos), mientras que los matemáticos la “conjuntivizaron”, haciendo
del conjunto el fundamento universal.
El logicismo,
en su afán de reducir toda la matemática a la lógica pura, terminó por
empobrecer la riqueza creativa y ontológica que caracteriza al pensamiento
matemático. Al imponer restricciones técnicas como la teoría de tipos de
Russell, buscó evitar las paradojas mediante prohibiciones formales, pero a
costa de mutilar la potencia conceptual que Cantor había abierto con su teoría
de conjuntos. En lugar de reconocer la fecundidad del infinito y su despliegue
en jerarquías transfinitas, el logicismo intentó encerrar la matemática en un
corsé lógico que sofocaba su capacidad de descubrimiento. Así, frente al
impulso creador de Cantor, el logicismo aparece como una reacción defensiva,
más preocupada por blindar la coherencia interna que por explorar las posibilidades
del infinito, revelando su carácter restrictivo y su incapacidad para captar la
dimensión metafísica y creativa de la matemática.
VII. La triple
distinción cantoriana
Cantor
distinguió con claridad tres planos del infinito:
1.
Transfinito: los infinitos matemáticos, jerarquías de cardinales, objeto
de estudio formal.
2.
Infinito físico: lo ilimitado del universo, cuestión empírica de la
cosmología y la física.
3.
Infinito absoluto: atributo exclusivo de Dios, plenitud infinita que
trasciende cualquier construcción matemática.
Gracias a esta
distinción, la teoría cantoriana del infinito no colisiona ni con lo ilimitado
del universo físico ni con la infinitud divina.
La fuerza
decisiva de esta triple distinción radica en que Cantor logra desactivar el
caos metafísico generado por la modernidad al secularizar el infinito. Al
separar con rigor el plano transfinito —propio de la matemática— del infinito
físico —propio de la cosmología— y del infinito absoluto —propio de la
teología—, evita que se confundan niveles de realidad heterogéneos. Con ello,
preserva la legitimidad del estudio científico del infinito sin invadir el
terreno de lo divino, y al mismo tiempo mantiene abierta la referencia a una
trascendencia que la modernidad nihilista había intentado clausurar. Su aporte
es contundente porque muestra que el infinito puede ser pensado en lo inmanente
sin perder su vínculo con lo absoluto, ofreciendo un marco conceptual que
reconcilia la racionalidad matemática con la dimensión metafísica y que, en
última instancia, devuelve al hombre moderno la posibilidad de contemplar la
infinitud sin caer en el vacío del nihilismo.
VIII. El aporte
cantoriano frente a la secularización moderna
La modernidad
secularizó el infinito, trasladándolo a lo temporal y contingente,
relativizándolo y convirtiéndolo en categoría científica. El hombre epistémico
moderno, al compás de esta secularización, remitió lo infinito a lo finito,
haciendo de lo inmanente lo principal.
En este marco,
Cantor aporta un desarrollo decisivo:
·
Matematiza lo inmanente: convierte el infinito en objeto formal,
riguroso y manipulable.
·
Preserva lo absoluto: mantiene la distinción entre lo transfinito
matemático y el infinito absoluto de Dios.
·
Equilibrio: su obra muestra que el infinito puede ser estudiado en lo
inmanente sin borrar la trascendencia.
La grandeza del
aporte cantoriano radica en que logra reconciliar la tensión entre la
secularización moderna y la tradición metafísica. Mientras la modernidad
nihilista había relativizado el infinito, reduciéndolo a lo finito y a lo
inmanente, Cantor demuestra que el pensamiento matemático puede desplegar
infinitos rigurosos sin clausurar la referencia al absoluto. Su teoría
de los transfinitos no es solo un avance técnico, sino una afirmación
filosófica: el infinito puede ser objeto de la razón humana sin perder su
vínculo con lo divino. En este sentido, Cantor se convierte en un
punto de inflexión decisivo, pues ofrece al hombre moderno una vía para
contemplar la infinitud desde la ciencia y la matemática, pero sin caer en el
vacío del nihilismo. Su obra recuerda que lo inmanente no agota lo real y que,
incluso en la era secularizada, el infinito absoluto permanece como horizonte
trascendente que da sentido a toda construcción racional.
IX. Conclusión:
Cantor frente al nihilismo moderno
La modernidad
nihilista y atea relativizó el infinito, secularizándolo y disolviendo su
vínculo con lo trascendente. Cantor, sin embargo, logró que el infinito
matemático conviviera con el infinito absoluto, evitando que la secularización
epocal clausurara por completo la dimensión divina.
Su aporte es
trascendental: Cantor ofrece un puente entre la racionalidad moderna y la
tradición metafísica, mostrando que el infinito puede ser objeto de la ciencia
y la matemática sin perder su referencia a lo absoluto. En un mundo marcado por
el nihilismo, su teoría recuerda que la infinitud no se agota en lo inmanente,
sino que apunta siempre hacia lo trascendente.
Cantor se
erige, en este sentido, como una figura que desborda los límites de la
modernidad secularizada: su teoría no solo introduce un orden matemático en el
caos de los infinitos, sino que también restituye la posibilidad de pensar lo
absoluto en un tiempo dominado por el relativismo y el vacío. Allí donde la
modernidad nihilista pretendía clausurar toda referencia a la trascendencia,
Cantor abre un horizonte inesperado: el infinito matemático, lejos de ser mero
artificio técnico, se convierte en signo de una realidad que trasciende lo
finito y lo contingente. Su obra es arrolladora porque demuestra que la razón,
incluso en su ejercicio más riguroso, no puede sofocar la huella de lo divino,
y que el hombre moderno, aun inmerso en la secularización, sigue llamado a
contemplar la infinitud como apertura hacia lo absoluto.
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Dimensión ecológica
4
ANTROPOCENO, SECULARIZACIÓN DEL INFINITO Y PROMETEÍSMO
GLOBÓCRATA
E
l mundo que habitamos ya no es el mismo
que heredamos. La modernidad, al secularizar la idea de infinito, despojó a lo
trascendente de su misterio y lo redujo a lo inmanente: progreso ilimitado,
expansión sin freno, dominio técnico y económico. De esa mutilación nació el
Antropoceno, la era en que la humanidad se convirtió en fuerza geológica, capaz
de alterar la biosfera y reconfigurar la relación ontológica con la Tierra.
Pero este poder no está distribuido: se concentra en manos de una
tecno-oligarquía que, en su delirio prometeico, sueña con ser dioses menores,
demiurgos corporativos que administran la vida y la muerte.
El relato único que imponen busca
sofocar la pluralidad, manipular la opinión pública y moldear la cultura.
Gates, Musk, Bezos, Bin Salman, Page, Brin, Soros, Murdoch y Zuckerberg son los
nombres visibles de una élite globócrata que encarna la secularización del
infinito y el prometeísmo moderno. Pobres infelices que confunden control con
sentido, poder con plenitud, técnica con trascendencia. Su proyecto es
transhumanista: vencer la muerte, revertir el envejecimiento, manipular el
genoma, crear superhumanos, instaurar ministerios de la verdad, virtualizar el
mundo y administrar el capital planetario.
Estamos ante el hiperimperialismo,
fase superior del imperialismo clásico, donde las corporaciones privadas
ejercen soberanía propia y gobiernan como poderes autónomos. Este
hiperimperialismo es la expresión política-cultural de la globocracia, el
rostro final de la secularización moderna del infinito. No necesita ejércitos
ni banderas: su fuerza es el algoritmo, la biotecnología, la virtualización y
la manipulación cultural. Es el imperialismo del relato único, el imperialismo
de la técnica, el imperialismo de la miseria espiritual disfrazada de poder
absoluto.
Este ensayo es un llamado a la
insurrección filosófica: a desenmascarar el prometeísmo globócrata, a denunciar
la secularización mutilada del infinito, a resistir el hiperimperialismo
corporativo que pretende administrar la humanidad como si fuera un recurso más.
Porque la verdadera grandeza no está en dominar la Tierra ni en manipular la
vida, sino en desafiar la miseria espiritual de una élite que se cree dioses,
pero no son más que sombras de poder.
1. Antropoceno y secularización del
Infinito
La modernidad secularizó la idea de
infinito, reduciéndola a lo inmanente. Lo que antes era atributo de lo divino,
lo absoluto y lo trascendente, se convirtió en motor del progreso, de la razón
y de la expansión ilimitada de la técnica y la economía. Este desplazamiento
ontológico abrió paso a una visión del mundo en la que el hombre se concibe
como capaz de dominar y transformar la totalidad de lo real. El infinito dejó
de ser misterio y se transformó en proyecto, en horizonte de crecimiento sin
fin.
De esa secularización nació el Antropoceno,
la era en la que la humanidad se convierte en fuerza geológica. La Revolución
Industrial, la aceleración tecnológica y la expansión económica global
multiplicaron la capacidad de intervención humana sobre la Tierra, alterando
ciclos biogeoquímicos, climas y ecosistemas. La acción humana dejó de ser un
fenómeno meramente social o histórico para convertirse en potencia capaz de
modificar la biosfera entera. El hombre, en su afán prometeico, ya no actúa
sólo sobre lo cultural, sino sobre lo geológico, borrando la frontera entre
historia natural e historia humana.
El Antropoceno es, en este sentido, la
traducción material de la secularización del infinito. El deseo de expansión
ilimitada, antes orientado hacia lo trascendente, se volcó hacia lo inmanente.
El resultado es un mundo donde la técnica y la economía buscan crecer sin
límite, pero ese crecimiento impacta directamente en la finitud de la Tierra.
El infinito secularizado se topa con la paradoja de los límites planetarios.
En la cabeza de este prometeísmo
moderno se encuentra la tecno-oligarquía actual.
Figuras como Gates, Musk, Bezos, Bin Salman, Page, Brin, Soros, Murdoch y
Zuckerberg encarnan el núcleo de un prometeísmo corporativo. No son simples
empresarios: concentran poder económico, político y cultural, y controlan
plataformas que median la vida cotidiana de millones de personas. Ellos son los
nuevos portadores del fuego, administradores del infinito secularizado,
demiurgos que sueñan con rediseñar la humanidad y el planeta. Comandan la orgía
del nihilismo estructural.
El poder globócrata busca anular el
pensamiento crítico para sacar adelante el transhumanismo y sus sueños de
dominar el mundo con la tecnología. Su horizonte es vencer la muerte, lograr la
inmortalidad con la biotecnología, disminuir la población mundial, generar
pandemias, instaurar un ministerio de la verdad, recrear el mundo real por un
mundo virtual, manipular el genoma humano, acabar con las enfermedades, crear
superhumanos en las élites, administrar los capitales del mundo a través de
corporaciones como BlackRock, revertir el envejecimiento, incentivar la
eugenesia, promover el aborto y desplegar agendas culturales LGTB que buscan
moldear identidades y subjetividades.
Este poder globócrata es la culminación
del prometeísmo moderno: un proyecto que pretende dominar la vida, la muerte y
la cultura, imponiendo un relato único y anulando la diversidad de pensamiento.
La tecno-oligarquía encarna la secularización del infinito, transformando lo
que antes era trascendente en un instrumento de control global. El hombre se
concibe como “diosecillo terrestre”, pero su grandeza aparente se revela como
pobreza existencial: son, en realidad, pobres infelices,
atrapados en su propio mito de poder, confundiendo el dominio técnico con
plenitud ontológica.
El Antropoceno muestra la paradoja de
este prometeísmo globócrata: el infinito secularizado, administrado por élites,
se convierte en instrumento de dominación y control, pero nunca alcanza lo
trascendente. La humanidad queda encadenada a un proyecto oligárquico que sueña
con ser dios, pero que arrastra al planeta hacia una ontología de dependencia y
sometimiento. El mito prometeico, corporativizado y globócrata, revela así su
rostro trágico: el intento de vencer la muerte y dominar la vida se convierte
en la evidencia de una miseria espiritual disfrazada de poder absoluto.
2. Prometeísmo globócrata y
tecno-oligarquía
El poder globócrata no se conforma con
dominar la economía ni con administrar los flujos financieros del planeta. Su
ambición es más radical: busca controlar el relato único y la cultura,
manipular la opinión pública y moldear las subjetividades para que la humanidad
entera se pliegue a su proyecto prometeico. La tecno-oligarquía se presenta
como demiurgo, pero en realidad es una maquinaria de control que anula el
pensamiento crítico y sustituye la pluralidad por una narrativa uniforme,
diseñada para legitimar su poder.
La secularización del infinito, que en
la modernidad se tradujo en progreso ilimitado, se corporativiza en manos de
esta élite. El infinito ya no es misterio ni trascendencia, sino cálculo,
algoritmo y biotecnología. El hombre, reducido a “diosecillo terrestre”, se
cree capaz de vencer la muerte, revertir el envejecimiento, manipular el genoma
humano, erradicar enfermedades y crear superhumanos en las élites. Pero este
sueño prometeico no es emancipador: es oligárquico, excluyente y profundamente
desigual. El Antropoceno revela la paradoja: la humanidad se convierte en
fuerza geológica, pero esa fuerza está dirigida por unos pocos. Gates, Musk,
Bezos, Bin Salman, Page, Brin, Soros, Murdoch y Zuckerberg son los nombres
visibles de un poder que se arroga la capacidad de decidir el destino del
planeta. Ellos sueñan con transhumanismo, con mundos virtuales que sustituyan
lo real, con ministerios de la verdad que administren la información, con
pandemias que reconfiguren la demografía, con agendas culturales que disciplinen
identidades y cuerpos. Su poder globócrata es la encarnación de la
secularización del infinito y del prometeísmo moderno. Son, sin
embargo, pobres infelices. Porque su grandeza aparente se revela como miseria
espiritual. Creen dominar la vida y la muerte, pero en realidad están atrapados
en un mito vacío, en una ilusión de poder que nunca alcanza lo trascendente. El
infinito que administran es un infinito mutilado, reducido a técnica y cálculo,
incapaz de abrirse a la plenitud. Su prometeísmo es trágico: sueñan con ser
dioses, pero sólo logran ser caricaturas de divinidad, demiurgos corporativos
que confunden control con sentido. El Antropoceno, la secularización
del infinito y el prometeísmo globócrata forman así una tríada que define
nuestra época. La humanidad, convertida en fuerza geológica, se ve sometida
a un poder oligárquico que administra la técnica como instrumento de
dominación. El infinito secularizado se convierte en relato único, en cultura
manipulada, en biotecnología dirigida por élites. El prometeísmo moderno se
revela como globócrata, como proyecto de control total, como intento de vencer
la muerte y dominar la vida.
Pero la verdad es que este poder, por
más que se presente como absoluto, es frágil. Porque ningún relato único puede
sofocar indefinidamente la pluralidad humana. Ninguna tecno-oligarquía puede
abolir la finitud de la Tierra. Ningún prometeísmo corporativo puede alcanzar
lo trascendente. El infinito secularizado, atrapado en manos de pobres
infelices, se convierte en evidencia de la miseria espiritual de una élite que
confunde dominación con plenitud.
3. Manifiesto contra el poder
globócrata
El poder globócrata, en su afán
prometeico, pretende erigirse como dueño de la vida y de la muerte, como
administrador del infinito secularizado. Sueña con vencer la mortalidad, con
manipular la genética, con rediseñar la humanidad, con instaurar un relato
único que anule toda disidencia. Pero este sueño no es emancipador: es un
proyecto de dominación que reduce la pluralidad humana a obediencia y
sometimiento.
La tecno-oligarquía, encarnada en
nombres visibles se presenta como demiurgo, pero en realidad es caricatura de
divinidad. Confunden control con sentido, poder con plenitud, técnica con
trascendencia. Su prometeísmo moderno es trágico porque sólo logra producir un
infinito mutilado, reducido a cálculo, algoritmo y capital. El Antropoceno
revela la paradoja: la humanidad se convierte en fuerza geológica, pero esa
fuerza está dirigida por unos pocos que administran la técnica como instrumento
de control global. La secularización del infinito, que en la modernidad abrió
horizontes de progreso, se ha convertido en herramienta oligárquica para
imponer un relato único, manipular la cultura, moldear la opinión pública y
disciplinar cuerpos e identidades. Pero ningún relato único puede sofocar
indefinidamente la pluralidad humana. Ninguna tecno-oligarquía puede abolir la
finitud de la Tierra. Ningún prometeísmo corporativo puede alcanzar lo
trascendente. El poder globócrata es frágil, porque está atrapado en su propia
miseria espiritual. Su grandeza aparente se revela como vacío, como incapacidad
de abrirse a lo que excede la técnica y el cálculo.
El Antropoceno, la secularización del
infinito y el prometeísmo globócrata forman la tríada de nuestra época. Pero la
pluralidad, la finitud y la trascendencia se rebelan contra el relato único. El
mito prometeico corporativizado muestra su rostro trágico: el intento de
dominar la vida y la muerte se convierte en la prueba de una miseria espiritual
disfrazada de poder absoluto. Este ensayo es un llamado a la resistencia
filosófica: a desenmascarar el prometeísmo globócrata, a denunciar la
secularización mutilada del infinito, a recuperar la pluralidad frente al
relato único. Porque la verdadera grandeza humana no está en dominar la Tierra
ni en manipular la vida, sino en reconocer la finitud, en abrirse a lo
trascendente, en desafiar la miseria espiritual de una élite que se cree dioses,
pero no son más que sombras de poder.
Conclusión
El Antropoceno, la secularización del
infinito y el prometeísmo globócrata desembocan en una forma inédita de
dominación: el hiperimperialismo.
No se trata ya del viejo imperialismo de los Estados-nación que expandían sus
fronteras mediante ejércitos y colonias, sino de un imperialismo corporativo,
privado, que ejerce soberanía propia más allá de las instituciones políticas
tradicionales. Las grandes corporaciones tecnológicas y financieras se erigen
como poderes autónomos, capaces de dictar normas, controlar poblaciones,
administrar capitales y moldear culturas.
Este hiperimperialismo es la fase
superior del imperialismo moderno porque no necesita banderas ni ejércitos: su
fuerza es la técnica, el algoritmo, la biotecnología, la virtualización del
mundo y la manipulación de la opinión pública. Es la expresión política-cultural
de la globocracia, el gobierno planetario
de élites que encarnan la secularización del infinito. Lo que antes era
trascendente se ha convertido en poder corporativo que sueña con vencer la
muerte, crear superhumanos, revertir el envejecimiento y administrar la vida
misma.
El prometeísmo globócrata,
corporativizado en este hiperimperialismo, pretende dominar no sólo la Tierra
como biosfera, sino también la humanidad como especie. Busca imponer un relato
único, anular el pensamiento crítico y sustituir la pluralidad por obediencia.
Pero en su ambición ilimitada revela su miseria espiritual: son pobres
infelices que confunden control con sentido, poder con plenitud, técnica con
trascendencia.
El hiperimperialismo es, en última
instancia, la consumación de la secularización mutilada del infinito: un
proyecto que reduce lo absoluto a cálculo, lo trascendente a capital, lo humano
a objeto de manipulación. Es el rostro político-cultural de la globocracia, la
evidencia de que la modernidad, al secularizar el infinito, abrió la puerta a
un poder oligárquico que sueña con ser dios, pero sólo logra ser caricatura de
divinidad.
Frente a este poder, la resistencia
filosófica se vuelve urgente. El Antropoceno no puede ser administrado por
corporaciones con soberanía propia. La pluralidad humana no puede ser sofocada
por un relato único. La finitud de la Tierra no puede ser abolida por
algoritmos. El hiperimperialismo globócrata, por más que se presente como
absoluto, es frágil, porque ningún cálculo puede sustituir la trascendencia,
ningún capital puede abolir la pluralidad, ningún relato único puede sofocar
indefinidamente la libertad.
La conclusión es clara y desafiante: el
hiperimperialismo corporativo es la fase superior del prometeísmo globócrata,
pero también el signo de su crisis. Porque en su intento de dominarlo todo,
revela su vacío. Y es precisamente en ese vacío donde puede nacer la
resistencia, la crítica y la recuperación de lo humano frente a la miseria
espiritual de una élite que se cree dioses, pero no son más que sombras de
poder.
El
prometeísmo globócrata encuentra su prolongación en la tecno‑oligarquía, esa
élite que controla algoritmos, plataformas digitales y redes globales de
información. Bajo la apariencia de innovación y progreso, concentra poder en
pocas manos, convierte la tecnología en instrumento de dominación y refuerza el
vacío espiritual que ya corroe a la humanidad. La tecno‑oligarquía no libera,
sino que esclaviza: coloniza la imaginación, normaliza la dependencia digital y
perpetúa el nihilismo estructural bajo el disfraz de modernidad.
En este punto, resulta imprescindible
confrontar nuestra crítica al prometeísmo globócrata con la tesis de Heidegger
sobre la técnica. Para Heidegger, la técnica moderna no es un simple
instrumento, sino un modo de desvelamiento del mundo que reduce todo lo
existente a “fondo disponible” (Bestand), es decir, a recurso
manipulable. El hiperimperialismo corporativo encarna exactamente esa
reducción: la humanidad, la biosfera y hasta la subjetividad son tratadas como
reservas administrables por algoritmos y capital. Sin embargo, mientras
Heidegger advertía que este destino técnico podía ocultar la apertura al Ser,
nuestra crítica subraya que la globocracia ha radicalizado esa clausura,
convirtiendo la secularización del infinito en un proyecto de dominación total.
La diferencia es que, en el marco actual, la técnica no sólo revela el mundo
como recurso, sino que se ha corporativizado en soberanías privadas que
pretenden gobernar la vida misma. Así, el prometeísmo globócrata no es sólo la
consumación de la esencia de la técnica heideggeriana, sino su degeneración
política: un poder que, al absolutizar el cálculo, mutila la trascendencia y
convierte la miseria espiritual en sistema de gobierno planetario.
Mi discrepancia con Heidegger no es
sólo política-cultural, sino también metafísica.
Mientras él sostiene que la técnica moderna es un modo de desvelamiento —aunque
peligroso, porque reduce lo existente a fondo disponible— considero que en el
hiperimperialismo globócrata la técnica ha dejado de ser siquiera
desvelamiento. Se ha convertido en un ocultamiento del
ser, en una clausura radical de toda apertura a la
trascendencia. La globocracia no revela, sino que encubre; no abre horizontes,
sino que los sofoca; no muestra la verdad del ser, sino que la sustituye por
cálculo, algoritmo y capital. En este sentido, mi crítica apunta a que la
técnica contemporánea no sólo confirma la esencia heideggeriana, sino que la
desborda y la pervierte: ya no es un destino del ser, sino un dispositivo de
ocultamiento absoluto que mutila la posibilidad misma de la metafísica.
Queda abierta una pregunta decisiva:
¿la esencia de la técnica está necesariamente asociada a la esencia del
capitalismo, entendido como reducción de todos los fines a medios y de todos
los medios a cálculo y acumulación? Si la técnica moderna es inseparable de la
lógica capitalista, entonces el prometeísmo globócrata sería su destino
inevitable: la técnica como instrumento de dominación y ocultamiento del ser.
Pero si existe la posibilidad de liberar la técnica de esa captura, de pensarla
más allá del capitalismo, entonces se abre un horizonte distinto: una técnica
que no reduzca, sino que amplíe; que no clausure, sino que abra; que no oculte,
sino que revele. La cuestión es si podemos rescatar la técnica de su
subordinación al capital y devolverle un sentido que no sea el de la miseria
espiritual de la globocracia, sino el de una apertura hacia lo humano y lo
trascendente.
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Dimensión existencial
5
Infinitud secularizada moderna y estupidez humana
L
a modernidad, al secularizar el
infinito, creyó emancipar al hombre de sus ataduras metafísicas y religiosas.
Lo que durante siglos había sido atributo exclusivo de la divinidad —la
infinitud como misterio inabarcable, como perfección absoluta— fue trasladado
al terreno de la razón, de la matemática y de la técnica. Leibniz y Newton, con
el cálculo infinitesimal, iniciaron la domesticación de lo infinitamente
pequeño; Cantor, con su teoría de los números transfinitos, secularizó el
infinito en el ámbito matemático, aunque reservó el infinito absoluto a Dios.
Este tránsito, aparentemente emancipador, abrió la puerta a una ilusión
peligrosa: la idea de que todo puede crecer sin límite, que la expansión es
siempre posible, que la acumulación es signo de éxito. La infinitud
secularizada moderna no liberó al hombre, sino que lo encadenó a una ilusión de
poder sin límites, y en esa ilusión se incubó la sombra más devastadora de su
condición: la estupidez humana.
La estupidez, como mostró Paul Tabori
en su Historia de la estupidez humana, no es un accidente aislado
ni un defecto ocasional, sino un fenómeno persistente que atraviesa épocas y
culturas. Ha costado más vidas y bienes que todas las plagas y guerras juntas,
y se manifiesta tanto en la política como en la cultura, tanto en la ciencia
como en la vida cotidiana. Hannah Arendt, al analizar la banalidad del mal,
reveló que la estupidez ilustrada puede ser más peligrosa que la ignorancia,
porque se disfraza de racionalidad y se organiza en sistemas burocráticos y
técnicos. Bonhoeffer, en sus Cartas y Papeles desde la Prisión,
advirtió que la estupidez es más peligrosa que la maldad, porque es impermeable
a la razón. Cipolla, en Las leyes fundamentales de la estupidez humana,
mostró que el estúpido es más dañino que el malvado, porque actúa sin lógica y
sin beneficio propio. Todos ellos, desde distintos ángulos, describieron la
devastación que produce la estupidez, aunque sin alcanzar la dimensión
metafísica que aquí se sostiene: la estupidez como condición existencial
inseparable de la finitud y la libertad humanas.
Hoy, en la era digital, la estupidez
ilustrada ha alcanzado su apoteosis. La inteligencia artificial, las redes
sociales y el Internet, lejos de emancipar la mente, la han empobrecido,
convirtiendo la reflexión en consumo rápido, la deliberación en espectáculo y
la verdad en mercancía viral. Nicholas Carr, en Superficiales,
ha mostrado cómo la superficialidad cognitiva se instala en nuestras mentes, y
James Bridle, en La nueva edad oscura, ha advertido que el exceso de
información nos hunde en una opacidad creciente. Sus diagnósticos son certeros,
aunque no alcancen la hondura metafísica del problema: la estupidez no es solo
un síntoma cultural, sino la condición existencial inseparable de nuestra
finitud y de nuestra libertad. La infinitud secularizada moderna multiplica la
estupidez humana, la organiza en masas, la amplifica con la técnica y la
disimula bajo la ilusión del progreso. Y mientras dure nuestra finitud, la
estupidez será amenaza constante, hasta que solo la gracia divina pueda
morigerar su poder y abrir un horizonte donde la finitud se supere y la
estupidez deje de ser destino.
1. La secularización
del infinito y la metamorfosis de la estupidez
La modernidad, en su afán de
emanciparse de lo sagrado, emprendió la secularización del infinito. Aquello
que durante siglos había sido atributo exclusivo de la divinidad —la infinitud
como misterio inabarcable, como perfección absoluta— fue trasladado al terreno
de la razón, de la matemática y de la técnica. El infinito dejó de ser símbolo
de trascendencia para convertirse en herramienta de cálculo, en horizonte de
progreso, en motor de acumulación.
En el siglo XVII, Leibniz y Newton
crearon el cálculo infinitesimal, que permitió domesticar lo infinitamente
pequeño y tratar con rigor los límites y las variaciones. Más tarde, en el
siglo XIX, Georg Cantor dio un paso decisivo al desarrollar la teoría de
conjuntos y los números transfinitos, secularizando el infinito en el ámbito
matemático. Sin embargo, Cantor mantuvo una distinción crucial: reservó el
infinito absoluto a Dios, mientras que los infinitos matemáticos podían ser
objeto de la razón humana. Esta tensión entre lo absoluto y lo secularizado
marca el inicio de la modernidad como época que pretende dominar lo ilimitado.
Pero este tránsito no fue inocuo. Al
domesticar el infinito, la modernidad abrió la puerta a una ilusión peligrosa:
la idea de que todo puede crecer sin límite, que la expansión es siempre
posible, que la acumulación es signo de éxito. En ese contexto, la estupidez
humana se transformó. Ya no es la ignorancia del campesino medieval ni la
simple torpeza del analfabeto; es la estupidez
ilustrada, la del letrado que, saturado de información,
confunde cantidad con calidad, consignas con pensamiento, ruido con verdad. La
secularización del infinito, al multiplicar horizontes de exceso, multiplicó
también la estupidez, que se volvió asintótica:
nunca se alcanza su límite, siempre se expande, siempre se reproduce.
Las redes sociales y la educación
universal son los catalizadores de esta metamorfosis. La educación, al
democratizar el acceso al saber, democratizó también la posibilidad de
malinterpretarlo, de banalizarlo, de usarlo como ornamento vacío. Las redes sociales,
al premiar lo inmediato y lo superficial, convirtieron la estupidez en
espectáculo, en mercancía viral. Así, la inteligencia y la estupidez coexisten
en proporciones cada vez más desmesuradas: el mismo individuo puede ser
brillante en un campo y profundamente estúpido en otro, y la sociedad de masas
amplifica esa coexistencia hasta volverla predominante.
La consecuencia política es
devastadora: la democracia, fundada en la deliberación racional, se degrada
en oclocracia, el gobierno de la
multitud manipulada por consignas. Y esa oclocracia, lejos de ser poder
popular, es instrumento de la plutocracia, que
se disfraza de tecno-oligarquía.
Los algoritmos, el big data, las plataformas digitales son los nuevos
instrumentos de dominación: la masa cree decidir, pero en realidad sus
emociones son moldeadas por intereses invisibles. La sociedad de masas no es la
sociedad de la sensatez, sino de la estupidez organizada, y en ese vacío la
plutocracia se encumbra como tecno-oligarquía que administra la ilusión
democrática mientras gobierna con capital y tecnología.
El siglo XX fue la prueba más brutal de
esta lógica. El siglo más ilustrado fue también el más inhumano: guerras
mundiales, totalitarismos, genocidios, bombas atómicas, campos de exterminio.
La inteligencia se puso al servicio de la barbarie, y la estupidez ilustrada se
convirtió en fuerza histórica. Como señaló Hannah Arendt, la banalidad
del mal no fue obra de ignorantes, sino de burócratas y
técnicos que ejecutaban órdenes con fría racionalidad. El exceso de
información, de consignas, de ideologías simplificadas convirtió a la sociedad
ilustrada en una sociedad estúpida, cínica, corrupta.
2. Bonhoeffer,
Cipolla y la insuficiencia de sus definiciones
Dietrich Bonhoeffer, en sus
célebres Cartas y Papeles desde la Prisión (Widerstand und
Ergebung, 1943‑1945), escritas durante su encarcelamiento por
participar en la resistencia contra el nazismo, reflexionó con lucidez sobre la
naturaleza de la estupidez. Allí sostuvo que la estupidez es un enemigo más
peligroso que la maldad. El mal puede ser enfrentado porque es consciente de sí
mismo, mientras que la estupidez es impermeable a la razón, inmune a la
refutación y resistente a cualquier intento de diálogo. El estúpido no actúa
como individuo autónomo, sino como portavoz de consignas que lo dominan. En sus
palabras, al conversar con un estúpido uno no se enfrenta a una persona, sino a
un conjunto de frases hechas que se han apoderado de él. Para Bonhoeffer, la
estupidez es un fenómeno social y político: surge cuando las masas se dejan
arrastrar por ideologías, propaganda y presión colectiva, sustituyendo la
conciencia individual por la repetición mecánica de consignas.
Carlo M. Cipolla, en su ensayo Las leyes
fundamentales de la estupidez humana (The Basic Laws
of Human Stupidity, 1976), abordó el fenómeno desde una perspectiva
histórica y económica. Allí formuló cinco leyes que definen la estupidez como
un comportamiento irracional y destructivo. La primera sostiene que siempre
subestimamos el número de estúpidos en circulación. La segunda afirma que la
probabilidad de que alguien sea estúpido es independiente de cualquier otra
característica, como educación, estatus o inteligencia. La tercera define al
estúpido como aquel que causa daño a otros sin obtener beneficio propio. La cuarta
advierte que los no estúpidos subestiman el poder de los estúpidos, y la quinta
concluye que el estúpido es el tipo de persona más peligrosa, porque actúa sin malicia,
pero con consecuencias devastadoras. Para Cipolla, la estupidez es
omnipresente, imprevisible y más temible que cualquier organización criminal.
Ambas definiciones son lúcidas y
penetrantes, pero insuficientes. Bonhoeffer reduce la estupidez a fuerza social
y política, Cipolla la reduce a comportamiento irracional y dañino. Ambas
perspectivas, aunque valiosas, permanecen en el plano empírico: describen la
estupidez como fenómeno observable en la convivencia humana, como error
colectivo o conducta individual. Sin embargo, lo que aquí se sostiene es más
radical: la estupidez no es un accidente social ni un comportamiento
irracional, sino una condición existencial y metafísica inseparable de la
finitud humana.
La estupidez no es un defecto de la
razón, porque la razón puede funcionar perfectamente y aun así el ser humano
caer en la estupidez. No es una limitación gnoseológica, porque no se trata de
un problema de acceso al conocimiento o de capacidad de comprender. No es una
fuerza social, aunque pueda manifestarse colectivamente. No es una limitación
de la convivencia, aunque se exprese en ella. La estupidez es la sombra
inevitable de la finitud: el hombre, al ser finito, está condenado a la
parcialidad, al error, a la incompletud. Cada intento de alcanzar lo infinito
tropieza con la incapacidad de hacerlo plenamente, y de ese desfase surge la
estupidez.
La libertad agrava esta condición. La
libertad nos eleva como seres racionales, pero también nos expone a elegir mal,
a confundir lo aparente con lo verdadero, lo trivial con lo esencial. La
estupidez es la amenaza inherente de la libertad: inseparable de la posibilidad
de decidir, inseparable de la condición humana. La misma libertad que nos
dignifica es la que nos hunde en la estupidez cuando elegimos mal, cuando nos
dejamos arrastrar por consignas, cuando confundimos la apariencia con la
verdad.
Por eso, la estupidez no puede ser
reducida a fenómeno social ni a conducta irracional. Es una condición
existencial y metafísica: inseparable de nuestra finitud y de nuestra libertad.
Mientras Bonhoeffer y Cipolla describen la estupidez en términos prácticos,
aquí se la entiende como estructura ontológica de la existencia humana. La
estupidez no es accidente ni error, sino destino: el precio inevitable de ser
finitos y libres.
3. La estupidez como
condición metafísica y la gracia como única morigeración
La estupidez, tal como se ha venido
delineando, no puede ser reducida a un defecto de la razón, ni a una limitación
gnoseológica, ni a una fuerza social, ni a una restricción de la convivencia.
Todas esas aproximaciones —aunque útiles en el plano descriptivo— se quedan
cortas frente a la hondura del fenómeno. La estupidez es, en su raíz, una condición
existencial y metafísica inseparable de la finitud humana. Es
la sombra inevitable que acompaña al hombre en su tránsito por el mundo, el
precio de ser finito y libre.
El ser humano, marcado por la finitud,
está condenado a la parcialidad, al error, a la incompletud. Cada intento de
alcanzar lo infinito tropieza con la incapacidad de hacerlo plenamente, y de
ese desfase surge la estupidez. No se trata de ignorancia, porque incluso el
más ilustrado puede ser estúpido; no se trata de falta de razón, porque la
razón puede operar con rigor y aun así desembocar en estupidez; no se trata de
mera conducta irracional, porque la estupidez puede ser sistemática,
organizada, incluso tecnificada. Es, más bien, el reflejo ontológico de nuestra
condición finita: al aspirar a lo ilimitado, al pretender trascender nuestros
límites, generamos formas cada vez más sofisticadas de estupidez.
La libertad intensifica
esta condición. La libertad nos dignifica como seres racionales, pero también
nos expone a elegir mal, a confundir lo aparente con lo verdadero, lo trivial
con lo esencial. La estupidez es la amenaza inherente de la libertad:
inseparable de la posibilidad de decidir, inseparable de la condición humana.
La misma libertad que nos eleva es la que nos hunde en la estupidez cuando
elegimos mal, cuando nos dejamos arrastrar por consignas, cuando confundimos la
apariencia con la verdad. La estupidez no es, pues, un accidente que pueda
evitarse, sino un destino que acompaña a la libertad misma.
El siglo XX mostró con crudeza esta
lógica. Fue el siglo más ilustrado y, al mismo tiempo, el más inhumano. Las
guerras mundiales, los totalitarismos, los genocidios, las bombas atómicas, los
campos de exterminio: todos ellos fueron manifestaciones de una inteligencia
puesta al servicio de la barbarie. La estupidez ilustrada se convirtió en
fuerza histórica, y la banalidad del mal —como señaló Hannah Arendt en Eichmann en
Jerusalén— no fue obra de ignorantes, sino de burócratas y técnicos
que ejecutaban órdenes con fría racionalidad. La educación universal y la
acumulación de información no abolieron la estupidez, sino que la
multiplicaron. La sociedad ilustrada se volvió más estúpida, más cínica, más
corrupta, porque confundió consignas con pensamiento y ruido con verdad.
En este contexto, la pregunta decisiva
es: ¿puede el hombre liberarse de la estupidez? La respuesta, desde la
perspectiva aquí defendida, es negativa. Ningún sistema educativo, político o
científico puede abolir la estupidez, porque está inscrita en la finitud y en
la libertad. La razón no basta, la ética no basta, la política no basta. La
estupidez es inseparable de la condición humana mientras dure nuestra
existencia finita.
Solo la gracia
divina puede morigerar la estupidez. La gracia no elimina
la finitud, pero la redime; no borra la estupidez, pero la relativiza al
abrirnos a un horizonte más allá de nosotros mismos. La fe ofrece una salida,
no en el sentido de abolir la estupidez en esta vida, sino de abrir la
esperanza de una vida después de esta vida, donde la finitud se supera y la
estupidez deja de ser amenaza. La gracia es la única fuerza capaz de eximirnos
en parte de la estupidez, porque no depende de nuestro esfuerzo ni de nuestra
razón, sino de un don que trasciende la condición humana.
La estupidez, por tanto, no es un error
corregible, sino una condición estructural de la existencia. Es la sombra
inevitable de la finitud y la libertad. Mientras vivamos en este mundo, la
estupidez será amenaza constante, inseparable de nuestra condición. La gracia
divina es la única luz que puede atravesar esa sombra, la única fuerza que
puede morigerar su poder. Sin la gracia, la estupidez es destino; con la
gracia, la estupidez se convierte en condición relativizada, en sombra que ya
no domina, en amenaza que ya no destruye.
4. La inteligencia artificial, las redes sociales y
el Internet como catalizadores de la estupidez ilustrada
La irrupción de la inteligencia
artificial en la vida cotidiana, lejos de ser únicamente
un instrumento de emancipación cognitiva, se ha convertido en un factor de
empobrecimiento intelectual. Al delegar tareas de razonamiento, memoria y
análisis en sistemas automatizados, el ser humano corre el riesgo de atrofiar
sus propias capacidades críticas. La IA, al ofrecer respuestas inmediatas y
simplificadas, fomenta la dependencia y la pasividad, debilitando el ejercicio
de la reflexión autónoma. En lugar de expandir la inteligencia, la sustituye
por comodidad; en lugar de estimular el pensamiento, lo anestesia. Así, la
estupidez ilustrada se multiplica: individuos con acceso a herramientas
poderosas que, sin embargo, pierden la capacidad de discernir por sí mismos.
Las redes
sociales intensifican este proceso al convertir la
comunicación en espectáculo y la opinión en mercancía. La lógica algorítmica
premia lo superficial, lo emocional y lo inmediato, relegando la argumentación
y la profundidad. El pensamiento se reduce a consignas, a frases breves
diseñadas para captar atención, y la deliberación se sustituye por la
viralidad. La masa ilustrada, en lugar de dialogar, se polariza; en lugar de
pensar, reacciona. La estupidez se organiza en comunidades digitales que refuerzan
prejuicios y cancelan la crítica. La inteligencia se empobrece porque se mide
por la capacidad de repetir consignas y acumular seguidores, no por la búsqueda
de verdad.
El Internet,
como espacio global de información ilimitada, ha exacerbado la paradoja de la
modernidad: cuanto más acceso tenemos al conocimiento, más se multiplica la
estupidez. La abundancia de datos no garantiza comprensión, sino que genera
saturación y confusión. La verdad se diluye en un océano de opiniones, rumores
y falsedades, y la capacidad crítica se ve desbordada por el exceso. El hombre
ilustrado, en lugar de ser más sabio, se vuelve más vulnerable a la
manipulación, porque confunde cantidad con calidad y velocidad con profundidad.
El Internet, al secularizar el infinito del saber, ha convertido la estupidez
en fenómeno global: una estupidez ilustrada, tecnificada y amplificada, que
empobrece la inteligencia y amenaza la libertad.
Nicholas Carr, en su obra Superficiales:
¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (2010),
advierte que la sobreexposición a la red transforma la manera en que pensamos y
leemos. La lectura profunda, la concentración sostenida y la reflexión crítica
se ven reemplazadas por una atención fragmentada, dispersa y superficial. Carr
describe cómo el hábito de navegar entre hipervínculos, notificaciones y
estímulos constantes nos convierte en lectores impacientes, incapaces de
sostener un hilo argumental prolongado. El resultado es un empobrecimiento de
la inteligencia: la mente se adapta a la velocidad y la fragmentación, pero
pierde la capacidad de contemplación y análisis. En este sentido, Internet no
solo multiplica la información, sino que multiplica también la estupidez
ilustrada, porque sustituye la profundidad por la inmediatez y la reflexión por
el consumo rápido de datos.
James Bridle, en La nueva edad
oscura (New Dark Age, 2018), lleva esta crítica
a un plano más amplio y radical. Para él, la acumulación masiva de información
y el dominio de los sistemas algorítmicos no nos conducen a mayor claridad,
sino a una opacidad creciente. La promesa de transparencia digital se convierte
en un espejismo: cuantos más datos tenemos, más difícil resulta comprenderlos,
y cuanto más dependemos de algoritmos, más nos alejamos de la inteligibilidad.
Bridle sostiene que vivimos en una nueva edad oscura, no por falta de
información, sino por exceso de ella, organizada de manera incomprensible para
la mente humana. La estupidez ilustrada se convierte así en un fenómeno
estructural: individuos saturados de saberes fragmentados, incapaces de
discernir lo verdadero de lo falso, lo esencial de lo trivial. La modernidad
digital, en lugar de emanciparnos, nos hunde en una oscuridad cognitiva donde
la estupidez se multiplica bajo la apariencia de conocimiento.
Las observaciones de Nicholas Carr
en Superficiales y
de James Bridle en La nueva edad oscura poseen un
valor incuestionable en el diagnóstico contemporáneo de la crisis intelectual.
Ambos autores, desde ángulos distintos, advierten cómo la sobreexposición
digital y la saturación informativa empobrecen la inteligencia y multiplican la
estupidez ilustrada. Aunque ninguno de ellos repara en la dimensión
metafísica del problema —la estupidez como condición
inseparable de la finitud y la libertad humanas— sus análisis son valiosos
porque describen con precisión los síntomas visibles de esa condición en la era
tecnológica. Carr muestra cómo la superficialidad cognitiva se instala en la
mente moderna, y Bridle revela cómo el exceso de datos conduce a una nueva
oscuridad. Sus aportes, aun sin trascender al plano ontológico, iluminan el
modo en que la estupidez se manifiesta y se amplifica en la sociedad digital,
ofreciendo un testimonio indispensable para comprender la magnitud del
fenómeno. Algoritmos canallas que simulan y opacan lo real sólo pueden tener
una resonancia metafísica y espiritual profunda, a saber, la muerte del
espíritu. Hay que resistir a que la tecnología acabe con la verdad ontológica.
Conclusión
La estupidez humana, lejos de ser un
accidente corregible o una mera deficiencia de la razón, se revela como la
condición existencial y metafísica inseparable de nuestra finitud y de nuestra
libertad. Es la sombra que acompaña cada intento de trascender nuestros
límites, el precio inevitable de aspirar a lo infinito desde la precariedad de
lo finito. La modernidad, al secularizar el infinito y convertirlo en cálculo,
progreso y acumulación, no hizo más que multiplicar esa sombra, transformando
la estupidez en fenómeno ilustrado, tecnificado y global. La inteligencia
artificial, las redes sociales y el Internet, lejos de emanciparnos, han
exacerbado la superficialidad, la saturación y la opacidad, convirtiendo la
estupidez en espectáculo y en mercancía viral. Carr y Bridle lo han
diagnosticado con precisión: vivimos en una era donde la abundancia de
información empobrece la inteligencia y nos hunde en una nueva oscuridad
cognitiva.
La historia del siglo XX, con sus
guerras, genocidios y barbaries tecnificadas, mostró que la inteligencia puede
ponerse al servicio de la destrucción y que la sociedad ilustrada puede ser más
estúpida que nunca. Bonhoeffer y Cipolla, cada uno desde su ángulo, advirtieron
la peligrosidad de la estupidez como fuerza social y como comportamiento
irracional. Pero su mirada, aunque lúcida, no alcanza la hondura del problema:
la estupidez no es solo fenómeno observable, sino destino ontológico. Es la
amenaza constante que brota de nuestra libertad, la posibilidad siempre abierta
de elegir mal, de confundir lo aparente con lo verdadero, lo trivial con lo
esencial.
Por eso, la conclusión es feroz y
terrible: la estupidez es inseparable de la condición humana, y
mientras dure nuestra finitud será amenaza constante, multiplicada por la
técnica, amplificada por la masa, organizada por la plutocracia y disimulada
por la tecno-oligarquía. Ningún sistema político, educativo o
científico puede abolirla. La razón no basta, la ética no basta, la política no
basta. Solo la gracia divina puede morigerar su poder, porque abre un horizonte
más allá de nosotros mismos, donde la finitud se supera y la estupidez deja de
ser destino. Sin la gracia, la estupidez es condena; con la gracia, la
estupidez se convierte en sombra relativizada, en amenaza que ya no destruye.
La humanidad, atrapada en la paradoja
de su libertad y su finitud, está condenada a convivir con la estupidez como su
enemigo más íntimo y más devastador. Y mientras no se reconozca esta verdad
terrible, seguiremos construyendo sociedades ilustradas que, bajo la apariencia
de progreso, se hunden en la estupidez organizada, hasta que solo la gracia
pueda salvarnos de nosotros mismos.
Bibliografía
Arendt, Hannah. Eichmann en
Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal. Barcelona: Lumen,
1999.
Bonhoeffer, Dietrich. Cartas y papeles desde la prisión.
Madrid: Trotta, 2001.
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Madrid: Alianza Editorial, 2011.
Tabori, Paul. Historia de la estupidez humana.
Barcelona: Ediciones Martínez Roca, 1971.
Dimensión
moral
6
MORAL Y
SECULARIZACIÓN
DEL INFINITO
L
a humanidad se encuentra al borde de un
precipicio espiritual. El infinito, otrora símbolo de lo divino y fundamento de
toda moral, ha sido arrancado de su raíz trascendente y arrojado al plano
inmanente de la técnica, del consumo y del poder. La modernidad ha secularizado
lo eterno, transformando la infinitud en mito terrenal de progreso ilimitado,
de acumulación sin fin y de dominio absoluto sobre la vida. En este proceso, la
ética ha sido despojada de su solidez y convertida en moral situacional, relativa,
fragmentada, sometida al cálculo y a la utilidad. El resultado es el anetismo,
la condición monstruosa de una humanidad sin fundamento ético, que se arrastra
como espectro entre algoritmos y máquinas, convencida de que puede sustituir el
amor por la eficiencia y la caridad por la técnica.
El mundo multipolar emergente no ofrece
refugio, sino intensificación de esta crisis. China, con su retórica
estrictamente inmanente y terrenalista, prolonga la secularización del infinito
bajo el disfraz del bien común, institucionalizando la lógica instrumental que
reduce al hombre a recurso y al prójimo a engranaje. Frente a ello, las
civilizaciones trascendentales —la ortodoxa rusa, la islámica y la hindú—
sostienen aún la primacía de lo eterno, pero se encaminan hacia una colisión
inevitable con el imperio de la máquina. La batalla que se avecina no será
meramente política ni económica: será metafísica,
ontológica y espiritual, y decidirá si la secularización del
infinito arruina definitivamente a la humanidad o si puede ser revertida.
Este ensayo se adentra en esa
escatología filosófica, corrosiva y definitiva, donde la ética se convierte en
el campo de batalla y el destino del hombre se juega en un ultimátum moral. O
el anetismo triunfa y la humanidad se convierte en cadáver espiritual esclavo
de la técnica, o la reversión metafísica restituye la dignidad del hombre como
imagen de lo eterno y reinstaura la caridad como fundamento absoluto. No hay
término medio: el desenlace será total, y su peso insoportable.
1. La secularización del infinito y la
decadencia moral inmanentista
La modernidad, en su despliegue
inmanentista, ha operado una mutación radical en el modo en que la humanidad
concibe el infinito. Aquello que durante siglos fue símbolo de lo divino,
horizonte de trascendencia y fundamento último de la moral, ha sido progresivamente
secularizado, trasladado al plano de lo técnico, lo económico y lo político. El
infinito, otrora atributo de Dios, se ha convertido en proyecto humano:
progreso ilimitado, acumulación sin fin, expansión indefinida del poder
científico y tecnológico. Esta secularización del infinito constituye el núcleo
de la crisis moral contemporánea, pues al perderse la referencia a lo eterno,
el bien y el mal se relativizan, se tornan situacionales, y la ética se degrada
en mera funcionalidad.
El inmanentismo moderno reduce la
realidad a lo verificable, lo empírico, lo mundano. La trascendencia es
expulsada del horizonte cultural y sustituida por la técnica como nuevo
absoluto. En este contexto, la moral deja de estar anclada en principios universales
y se convierte en construcción social, histórica o subjetiva. La decadencia
moral es inevitable: lo bueno y lo malo se negocian según intereses, y la ética
se fragmenta en múltiples micros‑moralidades sin fundamento común. La
secularización del infinito no es un fenómeno aislado, sino el motor que
impulsa esta transformación: al desplazar lo eterno hacia lo mundano, la
modernidad convierte el infinito en mito secular, alimentando la ilusión de
autosuficiencia humana y dejando tras de sí un vacío de sentido que se traduce
en nihilismo, hedonismo y relativismo.
Las manifestaciones concretas de esta
moral situacional son múltiples y visibles en la vida contemporánea. El
consumismo global, que convierte el deseo humano en apetito ilimitado de
bienes, es la traducción económica del infinito secularizado. La industria del
aborto, que somete la vida a decisiones utilitarias, revela la pérdida del
carácter absoluto de la existencia. La legalización de la pornografía reduce el
cuerpo humano a objeto de placer y mercado, negando su dignidad trascendente.
El cambio de sexo en adolescentes muestra cómo la identidad se convierte en
proyecto técnico‑volitivo, desligado de cualquier fundamento natural o
espiritual. El animalismo invierte la jerarquía de la creación, relativizando
la dignidad humana frente a la exaltación del animal. La biotecnología y el
transhumanismo, finalmente, representan la culminación de esta lógica: la
técnica como nuevo infinito, con la promesa de superar los límites naturales y
recrear al ser humano. Todos estos fenómenos no son simples accidentes, sino el
resultado necesario de la moral situacional que nace de la secularización del
infinito.
La consecuencia más grave de este
proceso es la destrucción del fundamento del amor verdadero. La caridad,
entendida como vínculo que reconoce al prójimo como imagen de lo eterno, se
degrada en filantropía utilitaria o en tolerancia indiferente. El prójimo deja
de ser fin en sí mismo y se convierte en medio para proyectos externos:
consumo, productividad, ideología. Esta es la más seria ofensa a la caridad y
al amor al prójimo, pues niega la dignidad absoluta del otro y convierte la
relación humana en transacción. Al destruirse el fundamento del amor, se abren
luciferinamente las compuertas hacia el imperio de la máquina, el ciborg, el
mito del Homo Deus de Harari y la deshumanización neonietzscheano
de la superación del hombre por el superhombre. La técnica se convierte en
horizonte absoluto, la máquina sustituye al espíritu, y el hombre se reduce a
proyecto de autocreación sin referencia a lo eterno.
En este contexto, el nuevo orden
mundial liderado por China añade un factor preocupante. Bajo la retórica del
“bien común”, se legitima un modelo estrictamente inmanente y terrenalista, que
refuerza la lógica instrumental y acelera la deshumanización. La prioridad del
bien común se traduce en control social, eficiencia económica y estabilidad
política, pero no garantiza la defensa de la dignidad humana ni la recuperación
de la trascendencia. Por el contrario, la técnica y la vigilancia digital se
convierten en instrumentos privilegiados para prolongar la secularización del
infinito. El ciudadano es reducido a engranaje del sistema, y la humanidad se
convierte en medio para fines externos. Así, lo que se anuncia como alternativa
al mundo unipolar se convierte en vehículo de la misma lógica instrumental que
desintegra y fragmenta el orden global.
Sin embargo, en el corazón del
emergente mundo multipolar se perfila una colisión inevitable. El inmanentismo
chino, prolongación de la secularización del infinito, se enfrentará a los
trascendentalismos de otras civilizaciones: el cristianismo ortodoxo ruso, que
coloca a Dios y la tradición espiritual en el centro; la civilización islámica,
que sostiene la unidad absoluta de lo divino como principio regulador de la
vida; y la civilización hindú, que mantiene la primacía de lo espiritual sobre
lo técnico mediante la noción de karma, dharma y moksha. En todas ellas, el
infinito no se seculariza, sino que permanece como referencia trascendente que
da sentido a la existencia. La colisión entre la máquina y el espíritu, entre
el infinito secularizado y el infinito trascendente, marcará el destino del
mundo multipolar.
2. El anetismo como condición monstruosa
de la modernidad técnica
La escatología filosófica que se
desprende de la secularización del infinito posee un contenido moral
definitivo. No se trata de una especulación abstracta, sino de una encrucijada
radical en la que la humanidad debe decidir su destino. El dilema es claro: o
el anetismo se impone y triunfa
definitivamente a través de la técnica, o puede ser desmontado mediante
una reversión metafísica que
devuelva al infinito su carácter trascendente y restituya la dignidad del
hombre.
La categoría de lo anético es
central en este análisis. Por anetismo entendemos la condición de una humanidad
que ha perdido su fundamento ético, que vive sin referencia a principios
universales y que reduce la moral a pura funcionalidad situacional. El anetismo
no es simplemente ausencia de ética, sino su sustitución por una lógica
instrumental que convierte al hombre en medio para fines externos. Es la moral
degradada en cálculo, la caridad sustituida por utilidad, el amor al prójimo
transformado en transacción. El triunfo del anetismo significa la consumación
de la secularización del infinito: el hombre ya no se mide frente a lo eterno,
sino frente a la máquina, al sistema, al proyecto técnico.
La técnica, en este horizonte, se
convierte en el nuevo absoluto. El imperio de la máquina y del ciborg, el mito
del Homo Deus de Harari, y la deshumanización neonietzscheano
del superhombre son expresiones de este triunfo anético. La secularización del
infinito prolonga su dominio en la lógica inmanente de la civilización china,
que bajo la retórica del bien común legitima la instrumentalización del
individuo y la subordinación del espíritu a la técnica. El ciudadano se
convierte en engranaje del sistema, y la humanidad en recurso para proyectos
colectivos. El bien común se redefine en términos de eficiencia y control, no
en términos de dignidad y amor.
En el corazón del mundo multipolar,
esta prolongación del infinito secularizado colisionará con los
trascendentalismos de otras civilizaciones. La ortodoxia rusa, con su
insistencia en la centralidad de Dios y la tradición espiritual, se opone al
pragmatismo inmanente. El islam, con su referencia absoluta a Allah, rechaza la
reducción de la moral a cálculo situacional. La India hindú, con su visión
cíclica y espiritual de la existencia, mantiene la primacía de lo eterno sobre
lo técnico. En todas ellas, el infinito conserva su carácter trascendente y se
convierte en fundamento de la moral. La colisión entre el inmanentismo chino y
estos trascendentalismos será, por tanto, una batalla de fundamentos: máquina
contra espíritu, infinito secularizado contra infinito trascendente, anetismo
contra caridad.
La escatología filosófica que se
perfila es, entonces, una batalla final de índole metafísica, ontológica y
espiritual. En ella se decidirá si la secularización del infinito arruina
definitivamente a la humanidad o si puede ser revertida. El contenido moral de
esta batalla es definitivo: el triunfo del anetismo significará la ruina del
hombre, la pérdida de su dignidad y la extinción del amor verdadero. La
reversión metafísica, en cambio, abrirá la posibilidad de una renovación
espiritual, donde la técnica se subordine al sentido y la caridad vuelva a ser
el centro de la vida humana.
El riesgo es enorme. Si la humanidad se
entrega al anetismo, se perderá en la técnica y se convertirá en proyecto sin
alma. La máquina sustituirá al espíritu, y el hombre será reducido a recurso.
Pero si se atreve a desmontar el anetismo mediante una reversión metafísica,
podrá recuperar la trascendencia como fundamento y restituir la dignidad
absoluta del prójimo. La decisión es moralmente definitiva, porque no admite
neutralidad: o la humanidad se arruina, o se renueva.
3. Escenarios
prospectivos: ética, multipolaridad y colisión de trascendentalismos
La ética, entendida como el arte de
orientar la vida humana hacia el bien, se encuentra hoy en el centro de una
crisis sin precedentes. Esta crisis no es meramente cultural o política, sino
ontológica y espiritual, porque nace de la secularización del infinito. Al
perderse la referencia a lo eterno, la moral se desarraiga de su fundamento
trascendente y se convierte en moral situacional, relativa, fragmentada,
sometida a la lógica de la utilidad. El resultado es el anetismo,
la condición de una humanidad sin ética sólida, que vive en un horizonte de
cálculo y funcionalidad, donde el prójimo deja de ser fin en sí mismo y se
convierte en medio para fines externos.
El triunfo del anetismo se manifiesta
en fenómenos concretos que ya hemos señalado: consumismo global, industria del
aborto, legalización de la pornografía, cambio de sexo en adolescentes,
animalismo, degradación de la dignidad humana, biotecnología y transhumanismo.
Todos ellos son expresiones de una moral situacional que ha perdido su
fundamento absoluto. Pero más allá de estas manifestaciones, lo que está en
juego es el destino mismo de la humanidad: si el infinito secularizado se
prolonga indefinidamente, la ética se disolverá en pura técnica, y el hombre se
reducirá a engranaje de la máquina.
El nuevo orden mundial liderado por
China constituye un factor decisivo en este proceso. Su retórica estrictamente
inmanente y terrenalista, bajo el discurso del bien común, refuerza la lógica
instrumental y acelera la deshumanización. El ciudadano se convierte en recurso
para el sistema, y la humanidad en medio para proyectos colectivos. La
secularización del infinito se prolonga en la técnica, la vigilancia digital y
el control social, institucionalizando el anetismo y consolidando la
sustitución del espíritu por la máquina.
Sin embargo, en el corazón del mundo
multipolar se perfila una colisión inevitable. El inmanentismo chino,
prolongación del infinito secularizado, se enfrentará a los trascendentalismos
de otras civilizaciones: la ortodoxia rusa, que coloca a Dios y la tradición
espiritual en el centro; la civilización islámica, que sostiene la unidad
absoluta de lo divino como principio regulador de la vida; y la civilización
hindú, que mantiene la primacía de lo espiritual sobre lo técnico mediante la
noción de karma, dharma y moksha. En todas ellas, el infinito conserva su
carácter trascendente y se convierte en fundamento de la moral.
La gran batalla final será, por tanto,
de índole metafísica, ontológica y espiritual. En ella se decidirá si la
secularización del infinito arruina definitivamente a la humanidad o si puede
ser revertida. El contenido moral de esta batalla es definitivo: el triunfo del
anetismo significará la ruina del hombre, la pérdida de su dignidad y la
extinción del amor verdadero. La reversión metafísica, en cambio, abrirá la
posibilidad de una renovación espiritual, donde la técnica se subordine al
sentido y la caridad vuelva a ser el centro de la vida humana.
La ética, en este horizonte, se
convierte en el campo de batalla. No se trata de elegir entre sistemas
políticos o modelos económicos, sino de decidir si el hombre seguirá siendo
imagen de lo eterno o si se reducirá a recurso técnico. La secularización del
infinito ha desarraigado la moral de su fundamento trascendente, pero la
reversión metafísica puede devolverle su solidez. La decisión es moralmente
definitiva, porque no admite neutralidad: o la humanidad se entrega al anetismo
y se pierde en la técnica, o se atreve a desmontarlo y recuperar la
trascendencia como fundamento.
4. Hegemonía
humanística‑teológica
frente al triunfo de la máquina
La gran batalla final que se perfila en
el horizonte del mundo multipolar no puede reducirse a una pugna de potencias
ni a un mero conflicto geopolítico. Su núcleo es moral y espiritual: decidir si
la secularización del infinito arruina definitivamente a la humanidad o si
puede ser revertida. En este desenlace, la categoría de lo anético se
convierte en clave hermenéutica. El anetismo, como condición de una humanidad
sin ética sólida, subordinada a la técnica y desarraigada de la trascendencia,
representa el triunfo de la secularización del infinito. Su reversión, en
cambio, significaría la restauración de la moral en su fundamento absoluto,
devolviendo al hombre su dignidad como imagen de lo eterno.
Ahora bien, esta reversión metafísica
no debe entenderse en términos simplistas como la derrota geopolítica de China.
El problema no es la hegemonía de una nación sobre otra, sino la hegemonía de
un paradigma espiritual sobre un
paradigma técnico. La reversión del anetismo puede coexistir con la continuidad
del poder político y económico chino, pero transformaría el horizonte cultural
y moral en el que ese poder se ejerce. Lo decisivo no es quién domina el mapa
geopolítico, sino qué visión del hombre se impone: si la visión instrumental
que reduce al ser humano a recurso, o la visión humanística‑teológica que lo
reconoce como fin en sí mismo.
La hegemonía que está en juego es, por
tanto, de orden espiritual. La reversión del anetismo significaría que lo
humanístico‑teológico prevalece sobre lo estrictamente técnico deshumanizado.
Esto no implica necesariamente que China pierda su influencia global, sino que
su lógica inmanente se vería confrontada y subordinada a un horizonte
trascendente. El triunfo de lo humanístico‑teológico no se mide en términos de
PIB, poder militar o control digital, sino en la capacidad de reinstaurar la
caridad como fundamento de la vida social y de devolver al infinito su carácter
trascendente.
La ética, en este desenlace, se
convierte en el criterio definitivo. Si el anetismo triunfa, la moral se
disolverá en cálculo situacional y la humanidad se perderá en la técnica. Si la
reversión metafísica se impone, la moral recuperará su solidez y la dignidad
humana será restituida. La batalla no es entre Estados, sino entre fundamentos:
entre la secularización del infinito y su trascendencia, entre la máquina y el
espíritu, entre el anetismo y la caridad.
La escatología filosófica que aquí se
describe es, en última instancia, un ultimátum moral. La humanidad está llamada
a decidir si se entrega a la deshumanización definitiva o si se abre a la
posibilidad de una renovación espiritual. La reversión del anetismo no siempre
significará la derrota geopolítica de China, pero sí implicará la instauración
de una hegemonía superior: la hegemonía de lo humanístico‑teológico sobre lo
técnico deshumanizado. En esa hegemonía se juega el futuro del hombre, porque
solo ella puede garantizar que la técnica se subordine al amor, que el progreso
se ordene al sentido, y que el infinito recupere su carácter trascendente como
fundamento de la moral.
Conclusión
La secularización del infinito ha
despojado al hombre de su fundamento trascendente y lo ha arrojado a la
intemperie de la técnica, donde la moral se disuelve en cálculo y la caridad se
extingue en utilidad. El resultado es el anetismo,
esa condición monstruosa de una humanidad sin ética, que se arrastra como
espectro entre máquinas y algoritmos, convencida de que el progreso ilimitado
puede sustituir al amor. El imperio de la máquina, el mito del Homo Deus,
el ciborg y el superhombre neonietzscheano no son promesas de liberación, sino
signos de una deshumanización radical que convierte al hombre en su propio
verdugo.
El nuevo orden mundial, con su retórica
inmanente y terrenalista, no detiene este proceso: lo institucionaliza, lo
legitima, lo acelera. Bajo el disfraz del bien común, se perpetúa la lógica
instrumental que reduce al prójimo a recurso y al ciudadano a engranaje. La
colisión con los trascendentalismos de Rusia, el islam y la India será
inevitable, pero no se trata de una pugna de naciones, sino de una batalla por
los fundamentos: máquina contra espíritu, infinito secularizado contra infinito
trascendente, anetismo contra caridad.
La humanidad se encuentra ante un
ultimátum moral. O se entrega a la ruina definitiva del anetismo, aceptando la
sustitución del espíritu por la técnica y la extinción del amor verdadero, o se
atreve a desmontar esta lógica mediante una reversión metafísica que restituya
la dignidad del hombre como imagen de lo eterno. Esta reversión no implica
necesariamente la derrota geopolítica de China, sino algo más radical: la
instauración de una hegemonía superior, la hegemonía de lo humanístico‑teológico sobre
lo estrictamente técnico y deshumanizado.
El desenlace será corrosivo porque no
admite neutralidad: o la humanidad se convierte en cadáver espiritual, esclava
de la máquina y del cálculo, o recupera la trascendencia y reinstaura la
caridad como fundamento absoluto. No hay término medio. La secularización del
infinito ha abierto las compuertas del abismo; solo la reversión metafísica
puede cerrarlas. La decisión es definitiva, y su peso es insoportable: en ella
se juega no solo el futuro de la ética, sino la supervivencia misma de lo
humano.
La humanidad no puede
seguir adorando a sus verdugos digitales. La tecno‑oligarquía, disfrazada de
innovación, ha convertido la inteligencia artificial en un nuevo ídolo, un
becerro de oro que exige sacrificios de libertad, de espíritu y de comunidad.
Cada algoritmo que coloniza la conciencia, cada pantalla que sustituye la mirada,
cada cálculo que reemplaza la compasión, es un ladrillo más en la tumba del
hombre. Resistir ya no es opción estética ni intelectual: es cuestión de
supervivencia.
El hiperimperialismo
corporativo, con sus tentáculos financieros y tecnológicos, ha logrado lo que
los imperios antiguos jamás soñaron: controlar no solo los cuerpos, sino las
almas. Bajo la máscara de progreso, ha instaurado un régimen de esclavitud invisible,
donde el ciudadano se cree libre mientras obedece a la lógica del consumo
perpetuo. Esta es la verdadera dictadura del vacío: no necesita ejércitos ni
cárceles, basta con la normalidad aceptada, con la rutina sin sentido, con la
ilusión de libertad que es servidumbre disfrazada.
La batalla final no se
librará en los parlamentos ni en los mercados, sino en el corazón del ser. Allí
se decide si el hombre se convierte en sombra obediente de la máquina o si se
atreve a recuperar su condición de imagen de lo eterno. No habrá mediaciones ni
pactos posibles: el monstruo exige sumisión total. Solo una insurrección
espiritual, feroz y radical, puede quebrar su dominio. La humanidad debe
elegir: o se hunde en el páramo del anetismo, o se levanta con la fuerza de la
trascendencia para reinstaurar la caridad como fundamento absoluto.
Bibliografía
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cristianismo. Madrid, Ediciones Cristiandad, 2006.
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Zubiri, Xavier. El hombre y Dios.
Madrid, Alianza Editorial, 1984.
Dimensión religiosa
7
RELIGIÓN
Y SECULARIZACIÓN
DEL INFINITO
L
a humanidad contemporánea
se arrastra sobre un filo de abismo: lo que alguna vez fue infinito sagrado ha
sido secularizado, vaciado, degradado, convertido en cálculo, técnica y
mercancía. La modernidad inmanentista ha invertido lo eterno y lo ha reducido a
energía cósmica, a espectáculo consumista, a ilusión terapéutica disfrazada de
espiritualidad. La sombra luciferina de la Bestia nihilista se extiende sobre
todos los orbes civilizacionales, consolidando un vacío estructural que se
impone como orden global. La religión, debilitada y privatizada, lleva las de
perder en todos los polos del mundo multipolar, donde apenas se advierten
destellos de una reversión metafísica radical, sofocados por el peso específico
de las fuerzas contrarias: consumismo global, tecnocracia digital, secularismo
cultural, instrumentalización política.
Atravesamos el Gólgota de
la posverdad, donde la Verdad ha sido crucificada por el relativismo y la
mentira se normaliza como norma cultural. La pregunta evangélica —“¿habrá fe
cuando llegue el Señor?”— se actualiza en grado sumo, porque la fe mengua y
la caridad se extingue en utilidad. La secularidad contemporánea se define por
ser científica, técnica, material, hedonista y anética: un sistema total de
vaciamiento que arrasa con la gratuidad y la trascendencia, consolidando la
hegemonía del nihilismo estructural.
Lo que se yergue en el
horizonte no es la aurora de una resurrección espiritual, sino la luciferina
consolidación del vacío. El ultimátum está dado: o la humanidad se hunde
definitivamente en el abismo del anetismo, convertida en espectro entre
algoritmos y máquinas, o se atreve a una resurrección metafísica radical que
reinstaure lo eterno como fundamento absoluto. El Apocalipsis no es futuro, es
presente: la Bestia nihilista ya reina, y su sombra se ha consolidado como
estructura.
1. La secularización del infinito y el
debilitamiento de la religión en los orbes civilizacionales
La humanidad contemporánea
atraviesa un umbral decisivo: la secularización del infinito se ha convertido
en el signo dominante de la modernidad global. En China, esta secularización se
acentúa con radicalidad, pues el Estado ha convertido la técnica, el mercado y
la burocracia en pilares de legitimidad, relegando la religión a un espacio controlado
y subordinado. En los demás BRICS —Brasil, Rusia, India, Sudáfrica— la
situación es distinta, pero igualmente reveladora: la religión persiste, sí,
pero debilitada, instrumentalizada, reducida a identidad política o a
espectáculo cultural. El resultado es un panorama donde la religión lleva las
de perder en todos los orbes civilizacionales, confirmando con dramatismo el
mensaje apocalíptico que atraviesa las Escrituras: “¿Habrá fe cuando llegue
el Señor?” (Lc 18,8).
La secularización del
infinito no es un fenómeno neutral. Es el signo de un proceso luciferino que ha
invertido lo sagrado, degradándolo a lo material, a lo panteísta, a la energía
cósmica. La lógica no instrumental de la religión —la gratuidad, la caridad, la
trascendencia— ha sido arrasada por el secularismo global y la lógica del
mercado. Lo que antes era don gratuito se convierte en mercancía; lo que antes
era caridad se convierte en utilidad; lo que antes era fe se convierte en
espectáculo. El prójimo deja de ser hermano y se convierte en cliente, recurso
o competidor.
La Iglesia católica
posconciliar ha intentado responder a este desafío con una teología encarnada:
de Lubac con su visión integral de la gracia, Teilhard de Chardin con su Punto
Omega, Schillebeeckx con su teología de la experiencia, Congar con su
eclesiología de comunión, Gutiérrez con la teología de la liberación, Rahner
con su cristiano anónimo. Todos ellos han buscado reinsertar la trascendencia
en la historia, reconciliar fe y mundo, mostrar que la salvación se hace
visible en lo humano. Pero los poderes fácticos del consumismo se han impuesto
con fuerza: la técnica, el mercado y la burocracia han colonizado la
imaginación, han devorado el espíritu, han convertido la vida en espectáculo y
mercancía.
El resultado es un mundo
donde la religión se ve desplazada, debilitada, menguada. La secularización del
infinito se ha convertido en la hegemonía cultural dominante. Incluso en el
mundo multipolar, donde algunos ven una primavera espiritual, lo que se
advierte es más bien la consolidación del vacío. Los países emergentes apenas
muestran indicios de una reversión metafísica radical, pero sobre ellos pesan
las fuerzas contrarias: consumismo global, tecnocracia digital, secularismo
cultural, instrumentalización política de la religión. La pluralidad
geopolítica no garantiza pluralidad espiritual. La sombra luciferina de la
Bestia nihilista se extiende sobre todos los polos, disfrazada de progreso,
bienestar y libertad.
2. La sombra luciferina y la
degradación de lo sagrado: panteísmo energético y religiones ufológicas
La secularización del
infinito no solo ha invertido lo sagrado, sino que lo ha degradado hasta
convertirlo en materia, en energía cósmica, en un panteísmo secularizado que se
disfraza de espiritualidad. Lo eterno se reduce a vibración, a flujo
impersonal, a bienestar terapéutico. La caridad se extingue en utilidad, y la
fe se disuelve en consumo de experiencias místicas. Esta degradación es la sombra
luciferina disfrazada de luz: promete plenitud, pero entrega vacío; promete
libertad, pero esclaviza en el nihilismo.
La ilusión de
espiritualidad se proyecta también en las religiones ufológicas, que invocan a
los supuestos “hermanos mayores”. Allí lo sagrado se sustituye por la
expectativa de salvación externa, por la fascinación tecnológica‑mística de
seres extraterrestres que vendrían a guiar o rescatar a la humanidad. Pero esta
promesa no es trascendencia, sino simulacro: lo divino sustituido por lo
cósmico, la caridad reemplazada por la esperanza de un rescate alienígena. Es
otra máscara de la Bestia nihilista, que bajo apariencia de revelación perpetúa
el vacío.
El relativismo derivado de
esta secularización ha terminado por crucificar la Verdad. Todo se convierte en
opinión, en narrativa, en construcción subjetiva. La Verdad, entendida como
fundamento absoluto, es expulsada del espacio público, condenada como
intolerancia, ridiculizada como superstición. Así como Cristo fue crucificado
por los poderes de su tiempo, hoy la Verdad es sacrificada en el altar del
mercado, de la técnica y del relativismo. La humanidad atraviesa el Gólgota de
la posverdad, donde la mentira se normaliza y el vacío se institucionaliza. La
pregunta evangélica —“¿habrá fe cuando llegue el Señor?”— se actualiza
en grado sumo, porque la fe mengua y la caridad se extingue en utilidad.
La secularidad
contemporánea se define por ser científica, técnica, material, hedonista y
anética. La ciencia absolutizada descarta lo trascendente; la técnica se
convierte en fin en sí misma; lo material se erige como único horizonte; el
hedonismo exalta el placer inmediato como valor supremo; y el anetismo consuma
la deshumanización, reduciendo al hombre a espectro entre máquinas y
algoritmos. Este sistema total de vaciamiento constituye la consolidación
estructural del vacío, que se impone como orden global.
Lo que se yergue en el
horizonte no es una reversión metafísica radical, sino la luciferina
consolidación del vacío. La modernidad inmanentista, al secularizar el
infinito, ha crucificado la Verdad y ha degradado lo sagrado a energía cósmica,
a espectáculo consumista, a ilusión ufológica. La humanidad multipolar apenas
muestra destellos de espiritualidad, pero sobre ella pesan las fuerzas
contrarias: consumismo global, tecnocracia digital, secularismo cultural,
instrumentalización política de la religión. La pluralidad geopolítica no
garantiza pluralidad espiritual. El resultado es un mundo donde la Bestia
nihilista extiende su sombra sobre todos los orbes civilizacionales.
3. El Gólgota de la posverdad:
relativismo, anetismo y la crucifixión de la Verdad
Lo que se yergue en el
horizonte es la consolidación luciferina del vacío. La modernidad inmanentista,
al secularizar el infinito, ha crucificado la Verdad y ha degradado lo sagrado
a energía cósmica, a espectáculo consumista, a ilusión ufológica. La humanidad
multipolar apenas da indicios de una reversión metafísica radical, pero sobre
ella pesan las fuerzas contrarias: el consumismo global, la tecnocracia
digital, el secularismo cultural y la instrumentalización política de la
religión. La pluralidad geopolítica no garantiza pluralidad espiritual. El
resultado es un mundo donde la Bestia nihilista extiende su sombra sobre todos
los orbes civilizacionales, disfrazada de progreso, bienestar y libertad.
Atravesamos el Gólgota de
la posverdad: la Verdad ha sido crucificada por el relativismo, y la humanidad
camina entre simulacros, narrativas y manipulaciones. La posverdad no niega
frontalmente, sino que disuelve; convierte todo en relato útil, en percepción
manipulada, en espectáculo mediático. La pregunta evangélica —“¿habrá fe
cuando llegue el Señor?”— se actualiza en grado sumo, porque la fe mengua,
la caridad se extingue en utilidad, y lo sagrado se degrada en vacío. El nihilismo
estructural apocalíptico de la Bestia se fortalece. Su sombra luciferina se
advierte en la secularización del infinito, en la reducción de lo eterno a
cálculo, en la sustitución de la trascendencia por técnica y mercado. La
humanidad se arriesga a llegar al final de los tiempos sin fundamento
espiritual, convertida en cadáver anético, espectro entre algoritmos y
máquinas. El Apocalipsis se actualiza: la batalla no es solo política o
económica, sino espiritual, entre el vacío y la trascendencia, entre la Bestia
nihilista y la posibilidad de una resurrección metafísica. La secularidad
contemporánea se define por ser científica, técnica, material, hedonista y
anética. La ciencia absolutizada descarta lo trascendente; la técnica se
convierte en fin en sí misma; lo material se erige como único horizonte; el
hedonismo exalta el placer inmediato como valor supremo; y el anetismo consuma
la deshumanización, reduciendo al hombre a espectro entre máquinas y
algoritmos. Este sistema total de vaciamiento constituye la consolidación
estructural del vacío, que se impone como orden global. El desenlace es
inexorable: o la humanidad se hunde definitivamente en el abismo del vacío, o
se atreve a una resurrección metafísica que reinstaure lo eterno como
fundamento absoluto. El ultimátum está dado. El Apocalipsis no es solo futuro,
es presente: la Bestia nihilista ya reina, y su sombra luciferina se extiende
sobre todos los orbes. La humanidad atraviesa el Gólgota de la posverdad, y
solo una reversión radical puede rescatar la Verdad del sepulcro.
Conclusión
La historia presente se
revela como un Apocalipsis actualizado: la secularización del infinito, propia
de la modernidad inmanentista, ha conducido a la luciferina consolidación
estructural del vacío. Lo sagrado ha sido invertido y degradado, reducido a
energía cósmica, a espectáculo consumista, a ilusión ufológica, mientras la
lógica no instrumental de la religión —la gratuidad, la caridad, la
trascendencia— ha sido arrasada por el cientificismo, la técnica, el
materialismo, el hedonismo y el anetismo. El relativismo ha crucificado la
Verdad, y la humanidad atraviesa el Gólgota de la posverdad, donde la mentira
se normaliza y la fe se extingue.
Los países del mundo
multipolar apenas muestran destellos de una reversión metafísica radical, pero
sobre ellos pesan las fuerzas contrarias: el consumismo global, la tecnocracia
digital, el secularismo cultural y la instrumentalización política de la religión.
La pluralidad geopolítica no garantiza pluralidad espiritual. La sombra
luciferina de la Bestia nihilista se extiende sobre todos los orbes
civilizacionales, disfrazada de progreso, bienestar y libertad, consolidando el
vacío como orden global. El ultimátum está dado: o la humanidad se hunde
definitivamente en el abismo del vacío, convertida en cadáver anético y
espectro entre algoritmos, o se atreve a una resurrección metafísica radical
que reinstaure lo eterno como fundamento absoluto. No hay neutralidad posible.
El desenlace será inexorable. La pregunta evangélica —“¿habrá fe cuando
llegue el Señor?”— resuena hoy con dramatismo supremo, porque la fe mengua
y la caridad se extingue en utilidad.
La humanidad se encuentra
en la última estación antes del desenlace: el Apocalipsis no es futuro, es
presente. La Bestia nihilista ya reina, y su sombra luciferina se ha
consolidado como estructura. Solo una reversión metafísica radical, una
resurrección espiritual que reinstaure la Verdad crucificada, puede quebrar el
dominio del vacío. De lo contrario, lo que se yergue en el horizonte será la
eternización del nihilismo, la consumación del anetismo, la victoria definitiva
de la Bestia sobre el espíritu.
Bibliografía
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Teilhard de Chardin, Pierre. El medio divino. Madrid: Taurus,
1957.
Epílogo
L
a obra concluye en el filo
de la historia, allí donde la humanidad se debate entre el abismo del vacío y
la posibilidad de una resurrección metafísica radical. La secularización del
infinito ha conducido a la luciferina consolidación estructural del vacío, y la
Bestia nihilista reina disfrazada de progreso, bienestar y libertad. El mundo
multipolar, lejos de ofrecer pluralidad espiritual, se ha visto atrapado en la
misma lógica de consumo, técnica y poder, sofocando los débiles destellos de
trascendencia que aún resisten.
Pero el Apocalipsis no es
solo condena, es también promesa. La Verdad crucificada no está muerta: espera
la hora de la resurrección. Cada acto de fe que desafía el relativismo, cada
gesto de caridad que rompe la lógica de la utilidad, cada afirmación de lo
eterno frente al vacío es una grieta en el muro del nihilismo. La batalla
espiritual no ha terminado; apenas comienza.
El ultimátum está dado: o
la humanidad se hunde definitivamente en el anetismo, convertida en espectro
entre algoritmos y máquinas, o se atreve a reinstaurar lo eterno como
fundamento absoluto. No hay neutralidad posible. El tiempo se ha cumplido, y la
decisión es inaplazable.
Este epílogo es un llamado,
una advertencia y una esperanza. La sombra luciferina se ha consolidado, pero
la luz que brilla en las tinieblas no ha sido vencida. La humanidad está
llamada a librar la última batalla espiritual, no por poder ni por gloria, sino
por la salvación eterna de su propio ser. El desenlace será inexorable: o la
victoria definitiva de la Bestia sobre el espíritu, o la resurrección
metafísica que devuelva al hombre al horizonte de lo eterno.
Tras Hegel, el pensamiento
giró hacia el hombre, pero ese giro antropológico, lejos de abrir la puerta a
la trascendencia, profundizó la secularización del infinito. El marxismo redujo
la esperanza a emancipación material, el estructuralismo disolvió al sujeto en
sistemas impersonales, la filosofía del lenguaje absolutizó el signo y el
existencialismo se encerró en la finitud angustiada. Cada corriente, en su afán
de emancipación, terminó por consolidar el vacío como horizonte.
La semiótica y el feminismo
secularizado acentuaron la reducción del ser humano a construcción cultural y
código, borrando la raíz metafísica de la diferencia y del sentido. El
postmarxismo y el postmodernismo llevaron este proceso a su culminación: la disolución
de todo fundamento, la exaltación del fragmento, la celebración del relativismo
como norma. El infinito fue secularizado hasta convertirse en espectáculo,
consumo y simulacro.
La humanidad, atrapada en
estas corrientes, ha perdido la memoria de lo eterno. El giro antropológico,
que pudo haber sido camino hacia la dignidad trascendente del hombre, se
convirtió en el último instrumento de la Bestia nihilista. La secularización del
infinito no es solo un proceso cultural, es una estrategia luciferina que ha
invertido lo sagrado y lo ha degradado hasta convertirlo en mercancía
espiritual. Sin embargo, incluso en este panorama sombrío, la posibilidad de
una reversión metafísica radical permanece abierta. La Verdad crucificada
espera la hora de la resurrección, y cada acto de fe, cada gesto de gratuidad,
cada afirmación de lo eterno es un desafío contra el nihilismo estructural. El
Apocalipsis no es únicamente condena, es también promesa: la luz que brilla en
las tinieblas no ha sido vencida.
En contraste con las
filosofías secularizadas que disuelven lo eterno en estructuras, signos o
praxis material, se revelan las teologías encarnadas como testimonio vivo de un
sentido que no puede ser reducido ni abolido. Allí donde el marxismo absolutiza
la historia, el estructuralismo anula al sujeto y el postmodernismo celebra el
fragmento, la teología encarnada proclama que lo infinito se hace carne, que la
trascendencia se manifiesta en la gratuidad del amor y en la presencia concreta
de lo divino en la historia. Su profundo significado radica en que no se trata
de una abstracción ni de un código, sino de una realidad que toca la existencia
humana en su totalidad: la fe que se vive, la caridad que se entrega, la
esperanza que se sostiene contra el vacío. Frente al simulacro y la
secularización, la teología encarnada recuerda que lo eterno no se disuelve en
lenguaje ni en estructuras, sino que se manifiesta en la vida, en la comunidad,
en la historia concreta, como resistencia radical contra la luciferina
consolidación del vacío.
En
contraste con las filosofías secularizadas que redujeron lo eterno a praxis
histórica, a estructuras impersonales o a juegos de lenguaje, se alzaron
también corrientes filosóficas que insistieron en la necesidad de recuperar la
trascendencia sin perder lo inmanente. Kierkegaard mostró que la fe no es
evasión, sino salto hacia lo absoluto desde la angustia concreta del individuo;
Marcel defendió la esperanza y la fidelidad como modos de encarnar lo eterno en
la vida cotidiana; Levinas situó la trascendencia en el rostro del otro, en la
responsabilidad ética que no se disuelve en abstracción; Ricoeur abrió la
hermenéutica hacia el símbolo y el relato como mediaciones que permiten al
hombre experimentar lo infinito en su historicidad; y Rahner, desde su filosofía
trascendental, afirmó que el ser humano es oyente del misterio, abierto a lo
absoluto en su propia finitud. Estas voces recuerdan que la trascendencia no se
opone a la inmanencia, sino que la colma de sentido, que lo eterno no se pierde
en la historia, sino que se manifiesta en ella, y que la lucha contra el
nihilismo no consiste en negar la finitud, sino en reconocerla como lugar donde
lo absoluto se revela. Frente al vacío consolidado por el marxismo, el
estructuralismo y el postmodernismo, estas filosofías se convierten en
resistencia y anuncio: la luz que brilla en las tinieblas aún no ha sido
vencida, y el hombre puede reencontrar su raíz en lo eterno sin renunciar a la
densidad de su existencia.
La
lección que se extrae de las filosofías inmanentes es ambivalente y paradójica.
Por un lado, ellas han sabido destacar el lugar propio y privilegiado del
hombre y del mundo en el cosmos, subrayando la dignidad de la existencia
concreta, la historicidad de la vida y la riqueza de lo finito. Han recordado
que el ser humano no es un espectro abstracto, sino un habitante de la tierra,
un ser situado en el tiempo y en la historia, con responsabilidades y tareas
que no pueden ser ignoradas. Sin embargo, al absolutizar esa dimensión, al
encerrar la realidad en la sola inmanencia, estas filosofías se vuelven
nocivas: reducen el horizonte a lo inmediato, clausuran la apertura al infinito
y terminan por ignorar la trascendencia. El resultado es un cosmos mutilado,
una visión parcial que celebra la finitud, pero niega su sentido último,
consolidando el vacío como destino. Así, la enseñanza que dejan es doble:
reconocer la grandeza de lo humano y lo mundano, pero advertir que sin la
apertura a lo eterno esa grandeza se convierte en prisión, y el hombre, en lugar
de ser puente hacia lo absoluto, queda atrapado en el círculo cerrado de su
propia inmanencia.
De
ahí surge con claridad la importancia de recuperar la trascendencia
encarnada, pues solo ella puede revertir el proceso de
secularización del infinito que ha convertido lo eterno en cálculo, signo o
mercancía. La trascendencia encarnada no es evasión ni abstracción, sino
presencia viva en la historia, en la comunidad, en la carne misma de la
existencia humana. Allí donde las filosofías inmanentistas encerraron la
realidad en una sola dimensión, la trascendencia encarnada abre el horizonte y
devuelve al hombre su raíz en lo absoluto. Recuperarla significa reinstaurar la
tensión fecunda entre lo finito y lo infinito, entre lo temporal y lo eterno,
entre lo humano y lo divino, y con ello quebrar la luciferina consolidación del
vacío. La reversión de la secularización del infinito no se logrará con
discursos ni con sistemas, sino con la encarnación concreta de lo eterno en la
vida: en la fe que se sostiene contra el relativismo, en la caridad que desafía
la lógica de la utilidad, en la esperanza que resiste al nihilismo. Solo así la
humanidad podrá librar la última batalla espiritual y abrirse al horizonte de
la salvación.
Esta
empresa de recuperación metafísica no debe ser entendida como un retroceso
histórico, como si se tratara de volver nostálgicamente a formas caducas de
religiosidad o de pensamiento. Al contrario, es un futuro
radical, una apertura hacia lo eterno que asegura el bien en la
tierra. Recuperar la trascendencia encarnada significa reinstaurar la tensión
fecunda entre lo finito y lo infinito, entre lo humano y lo divino, no para
negar la historia, sino para darle sentido. Allí donde la secularización del
infinito ha clausurado el horizonte y reducido al hombre a espectro entre
algoritmos y mercancías, la reversión metafísica abre la posibilidad de una
vida plena, reconciliada con lo absoluto y capaz de irradiar justicia, verdad y
caridad en el mundo. No es un retorno al pasado, sino la única vía hacia un
porvenir que no se derrumbe en el vacío: un futuro donde la tierra se convierte
en espacio de salvación, donde la historia se transfigura en eternidad, y donde
la humanidad, al recuperar su raíz en lo eterno, asegura la victoria del bien
frente a la sombra luciferina del nihilismo.
La secularización del
infinito en la modernidad inmanentista ha llegado a límites insostenibles en lo
moral, espiritual y humano. Al reducir lo eterno a pura inmanencia, la
modernidad ha vaciado el horizonte de sentido, ha convertido la trascendencia
en cálculo y la esperanza en consumo. El resultado es un hombre mutilado,
encerrado en la lógica de la utilidad, incapaz de abrirse al misterio y
condenado a la repetición estéril de lo inmediato. La moral se disuelve en
relativismo, la espiritualidad se degrada en espectáculo terapéutico, y lo
humano se reduce a espectro entre algoritmos y mercancías.
En este punto crítico, la
humanidad se enfrenta a un ultimátum: o se revierte el proceso mediante una resurrección
metafísica radical que reinstaure lo eterno como fundamento absoluto, o el
hombre se disuelve autodestructivamente en el vacío que él mismo ha
consolidado. No hay neutralidad posible. La secularización del infinito ha
mostrado su rostro luciferino: no libera, sino que esclaviza; no ilumina, sino
que oscurece; no humaniza, sino que deshumaniza.
La única salida es
recuperar la trascendencia encarnada, devolver al hombre su raíz en lo
absoluto, reinstaurar la tensión fecunda entre lo finito y lo infinito. De lo
contrario, la modernidad inmanentista culminará en su propio fracaso: un mundo
sin verdad, sin caridad, sin esperanza, donde el hombre se autodestruye al
haber negado aquello que lo sostiene. La hora es decisiva: o la victoria
definitiva de la Bestia nihilista, o la resurrección metafísica que devuelva al
hombre al horizonte de lo eterno.
El neopragmatismo de
Richard Rorty se presenta como una de las expresiones más radicales de la
secularización del infinito, pues niega la necesidad de fundamentos últimos y
reduce la verdad a consenso contingente dentro de comunidades lingüísticas. En
su visión, no existe trascendencia ni horizonte absoluto: todo se juega en el
terreno de la conversación, de la utilidad práctica y de la solidaridad
construida. Sin embargo, en el punto crítico que hemos señalado —donde la
modernidad inmanentista ha llegado a límites insostenibles en lo moral,
espiritual y humano— el neopragmatismo se revela insuficiente y hasta nocivo.
Al renunciar a la trascendencia, Rorty encierra al hombre en un círculo cerrado
de lenguaje y práctica, incapaz de ofrecer un horizonte que supere el vacío. Su
rechazo a la metafísica, aunque pretende liberar, termina por consolidar la
clausura de lo eterno y por legitimar el relativismo como norma.
Refutar el neopragmatismo
en este contexto implica mostrar que la humanidad no puede sostenerse
únicamente en consensos contingentes ni en solidaridades pragmáticas, porque
esas construcciones carecen de fuerza para resistir el nihilismo estructural.
La moral se disuelve si no se funda en lo eterno, la espiritualidad se degrada
si no se abre al misterio, y lo humano se autodestruye si se reduce a juego
lingüístico. La trascendencia encarnada es necesaria no como nostalgia, sino
como futuro: sin ella, el hombre se convierte en espectro entre algoritmos y
máquinas, incapaz de asegurar el bien en la tierra. En suma, el neopragmatismo
de Rorty fracasa en este punto porque, al negar la trascendencia, no ofrece
salida al colapso moral y espiritual de la modernidad. Solo una reversión
metafísica radical puede quebrar la secularización del infinito y devolver al
hombre su raíz en lo absoluto.
La teoría de la acción
comunicativa de Jürgen Habermas representa uno de los intentos más influyentes
de la modernidad por ofrecer un fundamento normativo sin recurrir a la
trascendencia. Su propuesta se centra en la racionalidad comunicativa: la idea
de que el consenso alcanzado mediante el diálogo libre de coerciones puede
sostener la legitimidad moral y política de las sociedades. En este esquema, la
verdad y la justicia se derivan de procesos discursivos, no de un horizonte
absoluto. Sin embargo, en el punto crítico que hemos señalado —donde la
secularización del infinito ha llegado a límites insostenibles en lo moral,
espiritual y humano— esta teoría se revela insuficiente. Al confiar
exclusivamente en la comunicación intersubjetiva, Habermas encierra la realidad
en la inmanencia del lenguaje y en la contingencia del consenso. La
trascendencia queda excluida como fundamento, y con ello se pierde la
posibilidad de un horizonte absoluto que pueda resistir al nihilismo
estructural.
La acción comunicativa
presupone que los participantes buscan la verdad y la justicia en igualdad de
condiciones, pero en un mundo dominado por el poder técnico, el mercado y la
manipulación mediática, ese ideal se convierte en ficción. El consenso discursivo,
sin referencia a lo eterno, se degrada en negociación pragmática, incapaz de
sostener valores universales frente al relativismo. La moral se reduce a
acuerdos temporales, la espiritualidad se disuelve en conversación, y lo humano
queda atrapado en la lógica de la utilidad. Refutar la teoría de Habermas en
este punto implica mostrar que la humanidad no puede sostenerse únicamente en
consensos comunicativos, porque estos carecen de fuerza para revertir la
secularización del infinito. La comunicación, sin trascendencia, se convierte
en un círculo cerrado que legitima lo inmediato, pero ignora lo absoluto. Solo
una reversión metafísica radical, que reinstaure la trascendencia encarnada
como fundamento, puede quebrar la luciferina consolidación del vacío y devolver
al hombre su raíz en lo eterno.
En suma, la acción
comunicativa fracasa como respuesta al colapso moral y espiritual de la
modernidad: sin trascendencia, el consenso se convierte en simulacro, y el
hombre se autodestruye al haber negado aquello que lo sostiene.
El ontologismo de Heidegger,
al subsumir lo divino bajo la categoría del Ser, constituye una de las formas
más sofisticadas de la secularización del infinito. En su proyecto, lo sagrado
queda reducido a un modo de manifestación del Ser, y lo divino se convierte en
horizonte ontológico, despojado de su trascendencia radical. Esta operación,
aunque pretende rescatar la apertura al misterio, termina por neutralizarlo: lo
absoluto se diluye en la estructura del ser-ahí, y la trascendencia se
convierte en un fenómeno de la finitud.
Refutar este planteamiento
implica mostrar que lo divino no puede ser subsumido bajo el Ser sin perder su
carácter propio. El Ser, en cuanto categoría ontológica, pertenece al orden de
lo finito, de lo pensable, de lo que se articula en lenguaje y horizonte
histórico. Lo divino, en cambio, trasciende ese orden: no es un modo del Ser,
sino su fundamento absoluto, aquello que lo sostiene y lo desborda. Al reducir
lo divino a manifestación ontológica, Heidegger clausura la posibilidad de la
trascendencia encarnada y consolida la secularización del infinito en clave
filosófica. Además, el ontologismo heideggeriano, al insistir en que “solo un
dios puede salvarnos” pero sin afirmar la realidad concreta de ese Dios, deja a
la humanidad en un estado de espera indefinida, atrapada en la apertura al
misterio sin respuesta. Esa ambigüedad, lejos de liberar, perpetúa el vacío: lo
divino se convierte en metáfora del Ser, y la salvación se disuelve en
expectativa sin cumplimiento.
La crítica fundamental es
que lo divino no puede ser reducido a categoría ontológica sin traicionar su
esencia. Lo divino es lo eterno que se encarna, lo absoluto que irrumpe en la
historia, lo trascendente que se manifiesta en lo humano sin agotarse en ello.
Recuperar esta dimensión significa revertir la secularización del infinito y
reinstaurar la tensión fecunda entre lo finito y lo infinito. Frente al
ontologismo heideggeriano, la teología encarnada recuerda que lo divino no es
un modo del Ser, sino el fundamento que da sentido al Ser mismo.
El
transhumanismo de Nick Bostrom, enmarcado dentro de la lógica de la modernidad
inmanentista, se presenta como la promesa de superar las limitaciones humanas
mediante la biotecnología, la inteligencia artificial y la ingeniería genética,
hasta alcanzar un estado posthumano que asegure mayor longevidad, capacidades
cognitivas superiores y una supuesta plenitud material. Sin embargo, esta
propuesta, lejos de ofrecer verdadera salvación, constituye una radical
secularización del infinito: sustituye la trascendencia por la técnica, la
esperanza por un simulacro de inmortalidad y la plenitud por la prolongación
indefinida de lo finito. Al reducir al hombre a objeto de ingeniería, el
transhumanismo borra su dimensión espiritual y degrada su dignidad en función
de la eficiencia y la optimización. La eternidad se convierte en prolongación
biológica o digital, incapaz de colmar el deseo humano de lo absoluto, y lo
divino se disuelve en algoritmos y prótesis. En este sentido, el proyecto de
Bostrom consolida el vacío nihilista, pues al negar la trascendencia encierra
al hombre en un círculo cerrado de técnica y consumo, disfrazando de progreso
lo que en realidad es autodestrucción. La humanidad, atrapada en esta ilusión,
corre el riesgo de convertirse en espectro entre máquinas, incapaz de recuperar
su raíz en lo eterno. Frente a esta máscara seductora de la Bestia nihilista,
la única salida es la reversión metafísica radical: recuperar la trascendencia
encarnada, reinstaurar lo eterno como fundamento absoluto y resistir la
secularización del infinito, para que el futuro no sea simulacro tecnológico,
sino plenitud verdadera.
La moral mínima de Adela
Cortina, concebida como un consenso ético básico que permita la convivencia
plural en sociedades democráticas, se presenta como una propuesta de
racionalidad práctica que busca garantizar derechos fundamentales y evitar la
exclusión. Sin embargo, dentro de nuestro tema —la secularización del infinito
y la necesidad de recuperar la trascendencia encarnada— esta propuesta se
revela insuficiente y, en última instancia, nociva. La moral mínima, al reducir
la ética a acuerdos básicos de justicia y tolerancia, clausura la apertura a lo
eterno y convierte la vida moral en un terreno de mínimos pragmáticos,
incapaces de sostener la plenitud del ser humano. Lo que en apariencia es garantía
de convivencia, en realidad se transforma en un horizonte empobrecido: la
verdad se sustituye por consenso, la caridad por utilidad social, la esperanza
por tolerancia contractual. El resultado es una ética que asegura la paz
externa, pero deja intacto el vacío interior, consolidando la secularización
del infinito en clave normativa. Refutar la moral mínima en este punto implica
mostrar que el hombre no puede vivir solo de mínimos, porque su ser está
llamado a lo absoluto. Una ética que se limita a consensos básicos ignora la
dimensión trascendente de la existencia y termina por legitimar el relativismo
como norma. La moral mínima, al excluir lo eterno, se convierte en moral vacía:
asegura la convivencia, pero no la salvación; protege la sociedad, pero no el
espíritu.
Dentro de la última batalla
espiritual, la moral mínima aparece como una de las máscaras más sutiles de la
Bestia nihilista: promete justicia y tolerancia, pero al negar la trascendencia
encierra al hombre en la lógica de lo útil y lo relativo. Frente a esta
ilusión, la única salida es la reversión metafísica radical: recuperar la
trascendencia encarnada, reinstaurar lo eterno como fundamento absoluto y
resistir la secularización del infinito. Solo así la humanidad podrá superar el
límite insostenible de la modernidad inmanentista y asegurar un futuro donde la
moral no sea mínima, sino plena, fundada en la luz que brilla en las tinieblas
y que aún no ha sido vencida.
El animalismo contemporáneo,
especialmente en la versión defendida por el filósofo australiano Peter Singer,
se presenta como un movimiento que busca reconocer la dignidad y los derechos
de los animales, cuestionando el antropocentrismo y proponiendo una ética de la
igualdad de intereses. Sin embargo, dentro de nuestro tema —la secularización
del infinito y la necesidad de recuperar la trascendencia encarnada— este
movimiento se revela como una celebración del antihumanismo, pues al intentar
elevar la condición animal al mismo rango que la humana, termina por degradar
la singularidad metafísica del hombre y clausurar su apertura a lo eterno. Singer,
desde su ética utilitarista, reduce la moral a cálculo de sufrimiento y placer,
encerrando la realidad en la lógica de la utilidad y negando cualquier
fundamento trascendente. En su horizonte inmanentista, lo humano se disuelve en
mera biología, y la dignidad se convierte en función de capacidades sensibles,
sin referencia a lo absoluto. Esta reducción, aunque pretende ser compasiva, es
en realidad una forma radical de secularización del infinito: al borrar la
diferencia ontológica entre el hombre y el animal, se niega la vocación
metafísica del ser humano y se consolida el vacío nihilista. Refutar el
animalismo en este punto implica mostrar que la defensa de los animales, aunque
legítima en cuanto a evitar crueldad y abuso, no puede convertirse en
fundamento ético absoluto sin caer en antihumanismo. El hombre ocupa un lugar
privilegiado en el cosmos porque es puente hacia lo eterno, porque su ser está
marcado por la trascendencia encarnada. Al negar esta diferencia, el animalismo
de Singer no libera, sino que esclaviza: reduce al hombre a espectro biológico,
incapaz de abrirse al misterio, y legitima la secularización como norma.
En el marco de la última
batalla espiritual, el animalismo aparece como una de las máscaras más sutiles
de la Bestia nihilista: disfrazado de compasión, niega la singularidad del
hombre y celebra la clausura de lo eterno. Frente a esta ilusión, la única salida
es la reversión metafísica radical: recuperar la trascendencia encarnada,
reinstaurar lo eterno como fundamento absoluto y resistir la secularización del
infinito. Solo así la humanidad podrá asegurar que la defensa de la vida no se
convierta en negación de lo humano, y que la compasión no se transforme en
celebración del vacío.
La humanidad se encuentra
en la última estación antes del desenlace. El ultimátum está dado: o se hunde
en el abismo del anetismo, o se atreve a reinstaurar lo eterno como fundamento
absoluto. No basta con volver al hombre; hay que devolver al hombre su raíz en
lo eterno. Solo así podrá quebrarse el dominio del vacío y abrirse el horizonte
de la salvación.
Esta obra se terminó de imprimir
en el
mes de enero del año 2026
en
Lima-Perú
Índice
Introducción
1. El monstruo está vivo:
Desarrollo vs Progreso
2. Capitalismo y metafísica
secular del infinito
3. El infinito de Cantor y
la secularización moderna
4. Antropoceno,
secularización y prometeísmo globócrata
5. Infinitud
seculariza moderna y estupidez humana
6. Moral
y secularización del infinito
7.
Religión y secularización del infinito
Epílogo
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