LA HUMILLADA CERVIZ
¿Cómo somos y por qué somos los peruanos lo que somos?
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
1.La
identidad neurótica
Nadie
como el peruano se interroga tanto sobre la identidad nacional, y no
precisamente porque carece de ella, sino porque resulta inaguantable reconocer
el estado patológico de nuestra personalidad social.
Se
trata de una especie de neuroticismo –el término pertenece al psicólogo
americano Eysenck- que designa, en nuestro caso, la inestabilidad emocional del
sujeto social. Este transtorno
grave de nuestro psiquismo colectivo nos
impulsa a movernos desordenadamente desde la falta de reacción abúlica hasta
las explosivas capacidades en crear proyectos pero sin corresponderle una
paralela capacidad de realización.
Es
por ello que durante el siglo veinte sólo tuvimos dos momentos sin calco ni
copia, a saber, la brillante intelligentzia peruanista de los treinta y
el proyecto inconcluso e imperfecto del general Velasco. Es decir, en los
únicos momentos en que predominó una mentalidad y un proyecto nacionalista se
produjo una saludable interrupción de la anomalía de nuestra psicología
colectiva, que sintió la identidad con orgullo.
El orgullo humano, individual o colectivo está
casi siempre en proporción a sus bienes materiales. El orgullo prehispánico no
necesitó de este soporte porque fue un orgullo interior basado en la íntima
riqueza racial –la gran cultura regional cuando no el gran imperio-, seguidora
de una única religión del dios Wiracocha, nunca abolida ni por los incas. Pero
con la conquista española todo el cosmos andino, como es conocido, sufre un profundo trastocamiento, que hasta
hoy palpita en nuestras venas.
El Perú virreynal no fue levantado como el
Escorial de Felipe II para presentarlo a Dios como muestra de devoción y orgullo, sino que fue horadado en minas y encomiendas
para satisfacer el hormigueo belicista e imperial de la metrópoli. Si hubo algo
que lo salvó al barbudo hidalgo español de convertirse en un consumado y
exitoso genocida, comparable a los anglosajones del norte, fue que su infernal
Iracundia fue refrenada por su insuperable Avaricia y exitante Lujuria.
Estos
entusiastas piropeadores, de mirada y labios sensuales, de gran atractivo para
las indias, polígamos por excelencia, depositarios de la tradición donjuanesca,
que vivieron para la aventura erótica –recuérdese la gran cantidad de restos de
párvulos encontrados debajo de los conventos y monasterios-, y cuya tradición
es pecar, arrepentirse y luego volver a pecar y así otra vez –a esta carencia
de asco racial por parte de los peninsulares Jorge Basadre buenamente lo llamó
“fenómeno de incalculable sentido democrático-, repoblarían nuevamente el
territorio asolado por pestes, abusos y crímenes, pero lo harían con toda una
variopinta mezcla racial capaz de desafiar al más moderno genetista.
Pero
el desembarazo racial no es más que un aspecto, no del todo pequeño por cierto,
en la configuración de la psicología colectiva, la cual estuvo en su momento
dominada por el concubinato y el bastardeo. La ínclita memoria del Inca
Garcilaso de la Vega nos da un testimonio temprano de la búsqueda de esa
identidad en crisis, bilingüe, castellanizada, hegemonizada por otra visión del
mundo.
Los
siglos han pasado, pero la visión de la “madre india alejada y humillada” se
prolonga hasta nuestros días con la idea de un país que transita de derrota en
derrota, de un colonialismo mental a otro, de un racismo soterrado y bajo
cuerda y con un himno nacional de ominosa letra –abordado recientemente por mi
amigo Julio Rivera Dávalos en su libro El mito de un símbolo patrio-,
que marca a fuego desde niños la idea derrotista y de baja autoestima de la “humillada cerviz”.
Así, lo extraordinario resulta que si la
soberbia es la clave de la actitud española ante la sociedad (se cuenta que
cuando a un español que sale de su país se le pregunta cómo está, éste
responde: -Aquí jodido, rodeado de extranjeros), en cambio aquí la humildad es
la clave de la actitud peruana ante lo social (es conocida la sorpresa que
causa en el exterior el tono bajito con que hablamos, así nos suelen decir:
-Está Usted mal de la garganta?, no se le escucha. O de lo contrario cuántas
veces somos testigos de la exagerada amabilidad áulica con el extranjero y el
desdén con el nacional).
La modestia, la sencillez, el no llamar la atención suele ser una difundida
característica nacional. Pero esta humildad no es precisamente aquella virtud
de reconocer los fallos y defectos propios, sino que nace de la inseguridad, la
ambigüedad, la falta de carácter que hunde sus raíces en un choque emocional
histórico, de profunda y duradera huella en el subconsciencte, que se presenta
como un debilitamiento del yo y con regresiones intelectuales reivindicatorias
(hispanismo e indigenismo).
La personalidad peruana se ha forjado ya en
los siglos cruciales del xvi y xvii y el hecho de que el enemigo desaparezca
del mapa, con la independencia –que pasó por nosotros pero que nosotros no
pasamos por ella- y la vida republicana –que reprodujo más los vicios que las
virtudes del virreynato-, no cambia el concepto del pueblo de la “humillada
cerviz”.
La
china tudela, conocida columna de Rafo León –lanzado recientemente como
libro-, registra esta frustración incluso en las capas altas de nuestra
sociedad, la misma que detesta estar rodeada de cholos pestíferos (o como dice
un conocido vals cantado por Avanto Morales, con olor a parmesano y chanel),
pero que a su vez no deja de sentirse menos ante el extranjero o la high life international y que refleja la pérdida de su superioridad
intelectual y espiritual en su lenguaje y modo de pensar. Esto nos
recuerda el título de un afamado libro de Franz Fanon de los sesenta, Piel
negra, máscaras blancas. La diferencia aquí es que se trata más bien de “piel
mestiza, máscara blanca”. Mi amigo el embajador Antonio Belaunde diría más
bien, con su libro Perú: persona, sombra y alma, que a la persona blanca
se le extravió el alma india. Diagnóstico certero, por cierto.
Se
trata de un complejo discriminatorio que también se discrimina a sí mismo
sintiéndose inferior. Esta firme convicción personal y social de no poder ser o
realizar una determinada cosa o identidad es normalmente llamada en psicología
como complejo neurótico. Este impulso conflictivo se manifiesta de diversas
formas: podemos ser discutidores hasta la remaceta por el solo hecho de no
sentirnos vencidos por lo menos en el debate, o puede ser intelectualizado
hasta la alambicada defensa de la creencia que no somos capaces de manifestar
un pensamiento propio o que no existe un filosofar nacional.
La
severidad de este cuadro también se expresa en el deseo de sentirse jefe o
cabeza de grupo, de tener siempre a alguien a quien ordenar, lo cual no sólo
satisface esa ansia de poder, que todo ser humano convencional lleva adentro,
sino que provee una compensación a su profunda falta de seguridad.
2.¿Una cultura del fracaso?
Esto hace que la “humillada cerviz” de los
peruanos sea a su vez sumisa y autoritaria, obedece por temor y no por
convicción, le gusta hacer lo que quiere por el gusto al capricho, oscila entre
la anarquía y la dictadura –por eso es que la democracia es un hueso todavía
duro de roer entre nosotros-, se discute interminablemente, pero el desahogo no
siempre es verbal y la brutalidad suele desbocarse en ajusticiamientos
populares –aquí suele decirse se le metió
el indio-, a la familia suele perdonársele todo y al desconocido nada, es
aguantador hasta la desesperación, receloso y simulador –espíritu de lacayo o
de filipillo-.
Una
amiga antropóloga peruana, que es muy cosmopolita, me decía: “Dentro y fuera
del país el peor enemigo del peruano es otro peruano”. Claro que esto tiene sus
excepciones, especialmente con los amigos y los miembros de la familia. Se dice
que la idiosincracia peruana es muy familista, y se lo repite como si fuese muy
meritorio cuando mucha de las veces sirve de justificación para un criterio de
justicia y de igualdad totalmente desproporcionado e irreal, propio del clan
primitivo o de la tribu enquistada como un tumor en la sociedad moderna. Ya
decía Víctor Hugo:” Ser bueno es fácil, lo difícil es ser justo”.
A
propósito de esta pintoresca costumbre nacional, muy frecuente en nuestra vida
política, especialmente presidencial, cuenta Don Ricardo Palma lo siguiente:
“-Dios
sacó al hombre de la nada; pero el presidente Echenique con su Consolidación,
lo superó, sacando a muchos hombres, a muchísimos, de la nada, esto es, de la
pobreza humilde a la opulenta soberbia”.
La
cultura de la improvisación se destila, como por gravedad natural, de la
identidad neurótica, que suele estar frecuentemente muy bien representada por
la Presidencia de la república y la burocracia gubernamental, especialmente. En
el argot criollo esta conducta se conoce como el “hinchazón de pavo”. Es decir,
aquel seudo afortunado funcionario que es promovido no en vista de su mérito
sino de sus recomendaciones y favores, cuando no de formar parte de una partida
de forajidos saltimbanquis, y en el colmo de la estulticia adopta un ademán
despreciativo y superior ante los demás subordinados.
Esta anomalía de la psicología colectiva, que
supura falta de fortaleza moral, ha entorpecido y retrasado el desarrollo
nacional en proporciones inusitadas. No ser parte del clan o del grupo, por lo
general de incapaces pero de audaces y ambiciosos, revela un bastardeo de la
moral que destruye los soportes superiores de la comunidad.
A
estas alturas, sería provocador decir líricamente que el alma peruana está
jalonada por lo fáustico español y lo mágico indígena, pero esto no pasaría de
ser una agradable simplificación excesiva porque lo mestizo, que pulula por
doquier -“El que no tiene de Inga tiene de mandinga” decía Don Ricardo Palma-,
aún no sintetiza las fuerzas telúricas disímiles que contiene, y en esa
desarmonía se ha comportado en la vida republicana –salvo dignas excepciones-
como si no estuviese hecho para el triunfo sino para el fracaso.
Esto
me recuerda unas duras y desafortunadas palabras, desde el punto de vista
político y diplomático, de un senador republicano, cuyo nombre no recuerdo, de
los tiempos de Clinton, que a propósito del libre comercio con la subregión
espetó:
“Nada con los del Sur, porque ellos pertenecen a la
cultura del fracaso y nosotros a la cultura del éxito”.
Y
últimamente, Samuel Huntington en un libro suyo llamado Quiénes somos (2004),
se pronunció a favor de una democracia de blancos anglosajones y comparó, muy
desafortunadamente, el peligro de la conquista demográfica de su país por las
prolíficas masas hispánicas, con el desbalance racial en Bosnia-Herzegovina,
que provocaría su limpieza étnica.
3.Las dos dimensiones de la identidad neurótica:
exitofobia y fracasofilia
A
veces hasta los más brutales insultos suelen contener un grano de verdad y ésta
quizá puede ser iluminada con el emblemático y contrafáctico título del libro
del entrenador del Cienciano, Fredy Ternero,
Sí se puede.
Es decir, siempre creímos que no se podía. Con
el desarrollo de las relaciones humanas, industriales, el marketing, la
reingeniería y otras disciplinas ligadas al mundo de los negocios y de la empresa
se puso de moda el acápite sobre El temor
al cambio. Tal concepto nos puede ser útil para entender que también se
puede detectar el temor al éxito o triunfo y del paradójico amor al fracaso.
La exitofobia
y la fracasofilia son partes substanciales de nuestra neurótica
“humillada cerviz”, como componentes inherentes y naturales a nuestro
comportamiento social. Presidentes que pretenden perennizarse –Fujimori fue el
último-, dirigentes exitosos defenestrados por celos –Arturo Woodman es el
último caso en el deporte-, y el mantenimiento del bajo perfil en la empresa,
el hogar, el barrio, el cuartel, el colegio, la fábrica, la universidad o el
ministerio resulta siendo el santo y seña más seguro para librarse de las
ojerizas ajenas –previa fraterna comunión en el delito, lo etílico, la
obscenidad, la indignidad o lo erotómano-.
Existe
un antiguo proverbio sufí que dice: “Cuando el hombre practica maldades,
acumula moho en su corazón, de modo que está ciego para los misterios divinos. De
modo análogo se puede decir que,cuando lo deshonroso causa simpatía y la
honradez provoca recelo,entonces el progreso espiritual de una comunidad es un
desideratum imposible,
la fuerza moral de una sociedad ha llegado a
su más bajo nivel y sus miembros se acostumbran a una servidumbre tranquila que
a una libertad peligrosa. La viveza criolla, la sacada de vuelta se convierte
entonces en la divisa de una descomposición moral que deforma al individuo y
subdesarrolla a la comunidad.
El pueblo de la “humillada cerviz”, que
no vive precisamente en las más dignas condiciones humanas sino en las más
indignas en salud, educación, vivienda y empleo, ve con recelos, suspicacia y
sospecha, cuando no con temor, el avance de todo progreso del vecino, y, por
supuesto, de una nueva mentalidad que se hace escuchar de vez en vez en cada
generación.
Son
voces de renovación patriótica e integración social cuya fuerza moral sufre
casi siempre una derrota de estreno pero, como la gota de agua que horada la
dura piedra, también no tarda en penetrar en el tejido social. Pero no sin levantar
nuevos muros, fosos y trincheras en qué perpetuarse –para este propósito son de
una gran eficacia en nuestro medio el chisme, la calumnia, el rumor, el
infundio, cuando no la trampa-.
En
suma, en los traumáticos siglos cruciales del dieciseis y diecisiete se
forjaron en la psicología colectiva de los peruanos una identidad neurótica,
que vive en función de su autonegación, delineándo una cultura del fracaso que
acepta como moneda corriente y normal la exitofobia y la fracasofilia, como
categorías anímicas colectivas. Este estado patológico se ha visto interrumpido
solamente en las grandes gestas patrióticas, en la intelligentzia
peruanista de los treinta y en el nacionalismo velasquista. Las prosperidades
conocidas, en la otrora oligarquía y renovada plutocracia, no han conseguido
conformar una identidad nacional consensuada, lo cual ha recaído en la
deslegitimización de sus proyectos históricos.
4. La fantasía mercadólatra postmoderna
Hace
más de una década – en medio de un contexto internacional unipolar- que existe
una ofensiva ideológica llamada neoliberal, que busca legitimar como proyecto
histórico al capitalismo. Este sistema exacerba la codicia, y sobre el círculo
infernal de la misma podemos recordar lo que afirmó Horacio: “El que codicia muchas
cosas necesitará muchas más”.
En el tiempo transcurrido el sueño de
convertir a América Latina en otro Tigre asiático no se ha hecho realidad.
Muchos creyeron que la aplicación de las recetas neoliberales modernizarían al
país hasta el límite de cambiar radicalmente nuestra pisología colectiva. No
faltó quienes fueron de la opinión que el neoliberalismo acabaría con la
virreynal mentalidad mercantilista por otra más moderna y democrática. Pero las
cosas resultaron más complicadas y sutiles que los fantásticos esquemas de los
mercadólatras.
Por supuesto que existen causas externas
que colaboran permanentemente con el estado de postración psicológica de los
peruanos, y un nuevo componente ha venido a sumarse con el mismísimo
neoliberalismo, que resulta siendo de un formalismo tan gélido y extremado
capaz de poner entre comillas a millones de seres humanos o más exactamente a
dos tercios de la humanidad, los cuales quedan excluídos de las vitrinas del
mercado.
Muchos
creyeron dogmáticamente, como Vargas Llosa o Hernando de Soto, que la apertura
de las economías en el modelo neoliberal
cambiaría esta manera conservadora o mercantilista de pensar o ver las
cosas, pero en la práctica la realidad superó las fantasías de los
mercadólatras. Una élite socioeconómica mediocre, economicista, que confunde el
bienestar macroeconómico con el malestar microeconómico, resulta siendo incapaz
de realizar lo que Basadre llamó la
promesa de la vida peruana. Príapo, Marte y Mammon son los verdaderos
ídolos modernos que dirigen a nuestras élites productivas, políticas,
guardianes y pensantes.
Para
la fantasía mercadólatra la República se fundó para cumplir con la promesa de
la prosperidad económica y un apreciable desarrollo material. Para ellos no es
esencial el elemento espiritual y el perseguir un ideal superior. Los mentores
del neoliberalismo nunca se preguntaron
qué iban a hacer para evitar que, junto con la elevación de los ingresos
y la multiplicación del empleo, se produjera la ola de divorcios, la disolución
del matrimonio, el aumento de la delincuencia, los crímenes, la pornografía, la
trivialización de la cultura, entre otras linduras más que suelen acompañar al
frenesí consumista y adquisitivo de la sociedad moderna.
Nunca
repararon en que este modelo civilizacional, desespiritualizado y anético, es
inviable no sólo respecto con la Naturaleza sino con el hombre mismo. Es decir,
el modelo neoliberal globalizado resulta acelerando el estrangulamiento de la
vida espiritual ya no sólo en Occidente sino en todo el orbe.
Las grandes ideas no nacen del mercado libre,
nacen de la libertad del espíritu incluso ante los mercados. Esta confusión
grave contamina a nuestras universidades, las cuales han devenido de centros de
formación humanística en centros de comercialización de grados y títulos, es
decir es otro mercado más. El supuesto centro del pensamiento libre y
científico es hoy descuartizado por las gangas de la competencia y de la
ineptitud científica. Los presupuestos para investigación – que es la razón de
ser de la universidad- o son pírricos, por no llamarlos ridículos o simbólicos,
o son inexistentes. De los ingresos y gastos no se da cuenta idóneamente,
mientras que las instalaciones físicas se multiplican y los exámenes de
admisión se duplican.
La universidad se ha dejado tiranizar
pasivamente por el mercado, se ha sometido y humillado, y salvo honrosas
excepciones es hoy refugio del soberbio y engreído homo academicus.
Nuestra crisis es de índole espiritual y
civilizacional y no se resolverá con revoluciones de la propiedad.
El automatismo que impone la lógica del
capital, si en los sesenta y ochenta tuvo provocó la condena del sectarismo marxista –sectarismo que
tampoco respetaba al sabio, y a propósito en San Marcos se recuerda mucho la
visita del eminente Gregorio Marañon allá por los años sesenta que tuvo que
soportar un deshonroso desaire del alumnado por razones de índole ideológica,
lo mismo le sucedería mucho antes a José de la Riva Agüero y a Víctor Andrés
Belaunde-, decía que dicho automatismo tiene hoy tiene que ver con la
indiferencia de la juventud posmoderna que ve al hombre de conocimiento como
portador de reliquias cuentísticas.
La
“humillada cerviz” encuentra entonces en este paso de la modernidad a la
posmodernidad un calmante más: la indiferencia del todo vale. Así, la joroba ya
no pesa tanto pero sigue afeando, no obstante quién sabe si lo feo puede ser
otra ilusión más. No es extraño entonces que lo mostruoso y lo horrible se
hallan convertido en juguetes infantiles corrientes.
Recapítulando, es posible decir que a nuestros
defectos psicológicos históricos se ha venido a sumar la barbarización de la
cultura occidental, el cual ha venido a provocar la vejez niveladora en los
propios jóvenes, quienes corren encanecidos en el alma tras el condumio y el
lucro, cuando no tras el placer momentáneo y disolvente.
Estas líneas podrán parecer una catilinaria
contra los arquetipos de la mediocridad nacional pero no lo es, porque la pendencia es aquí una reflexión sobre nuestro ser nacional en
crisis. Y lo que crece más rápido en esta crisis no son precisamente las
virtudes sino los defectos. La fantasía mercadólatra se ha vuelto en una
pesadilla que contribuye a ello.
5.La revolución somatotónica
Al respecto quisiera emplear los aportes de
Scheldon, médico y psicólogo
norteamericano, que descubrió tres componentes primarios de la constitución
física humana: endomorfismo, mesomorfismo y ectomorfismo; y tres correspondientes componentes
temperamentales: viscerotónico (regordete, aficionado a los lujos, ceremonias y
comodidades), somatotónico (musculoso, agresivo, competitivo y ávido de poder)
y cerebrotónico (intelectual, introvertido, abstraído y supersensible).
Con cada temperamento pasamos de una clase de
universo enteramente diferente a otro, de un Sancho Panza a un César Borgia o a
un Hamlet, el de un cuerpo construído alrededor a su conducto digestivo a otro
edificado por la actividad muscular o esteotro que gira en torno a un elevado
grado de construcciones de pensamiento y de imaginación. Y aún cuando creo que
todas las almas reciben un remoto llamado a la unión con Dios, existen en ellas
diversas tendencias que las particularizan.
El punto es que el esquema de Scheldon nos
permite advertir que el orbe occidental está inmerso desde el siglo dieciocho
en medio de una “revolución somatotónica”, es decir dirigida contra todo lo que
es propiamente cerebrotónico en la teoría y en la práctica de la cultura
cristiana. Me explico.
Las
sociedades premodernas intentaron desalentar sistemáticamente la somatotonía
para no ser destruídas por la avidez de poder, riqueza y éxito. En cambio desde
la era moderna se vive cegado por un exceso de extraversión, que ha dado lugar
a los descubrimientos tecnológicos, y a su vez el progreso tecnológico es
productor y mantenedor de esa revolución somatotónica, la cual persuade a la
población para que la acepte como weltanschauung.
En ella, la acción es considerada como el fin supremo, y el pensamiento
desinteresado como un medio para tal fin.
Esto explica cómo se ha extendido por el mundo
–primero anglosajón y luego latino- la deformación que quiere concebir a la
filosofía -la expresión cultural más desinteresada, lo cual nunca entenderán
los filosofastros- como un “conocimiento aplicado”, como otra especialidad
técnica más. Acorde con esta deformidad, lo que más importa en esta era
somatotónica no es la situación espiritual sino la situación material.
La
meta suprema de ganar más como sea, lleva no sólo a los tristes ejemplos de los
burriers sino también a catedráticos principales
que hurtan horas para dictar a escondidas en otros centros académicos. De la
mano con estas tendencias, va el nuevo oscurantismo de los medios masivos de
comunicación social, que fabrican la “verdad”, y la publicidad, que es el
pulmón por el que respira la sociedad de la sensación y retroalimenta la
devoción por toda clase de estímulos instintivos.
Por último, con este sistema de comportamiento
y de pensamiento somatotónico está estrechamente asociado una educación para la
competencia, la cual alienta la manifestación de la somototonía tanto en los
sibaritas ricos como en el resto de la población pobre.
La
revolución somatotónica que sopla con fuerza en América Latina y sobre nuestra
identidad colectiva tiene como característica esencial el de ser una afirmación
de la vida sin contenido ético, sin espiritualidad ni interioridad. Esto tiene
el indeseable corolario de inflacionar
los defectos y marchitar las virtudes. Dicho cambio tiene que ver con la cultura
cristiana.
La
unión espiritual y mística con el ser infinito ha sido puesta de lado en el
pensamiento occidental desde el siglo XVIII. No se trató aquí del abandono de
la supraética mística de la identidad, muy presente en el pensamiento de la
India, sino del abandono de la mística ética del amor activo, propia del
cristianismo. La actual afirmación anética del mundo y de la vida resulta
siendo mortal para la humanidad entera.
6. La sociedad de la sensación
A
nivel planetario millones de hombres y mujeres son educados para ser laxos y
seguir los impulsos de sus sentidos.
Se configura una sociedad de la sensación,
acostumbrada a proyectar del ser humano solamente sus sentidos externos, todo
lo concerniente al sentido interno deja
de formar parte integrante y esencial de la vida humana. Homo videns es el término acuñado por el filósofo Sartori,
apelativo que resulta corto y no hace justicia a un individuo sometido no sólo
a la fascinación por las luces de neón, sino también al sonido estridente y al
imperio tactíl.
Ya
en su momento Aldous Huxley señalaba que nuestra tecnología ha sido lanzada
contra el silencio, se trata de una Babel de distracciones y ansiedades que no
deja que la voluntad logre nunca el silencio. En la sociedad de la sensación
vagan erráticos las tres clases de silencio básicos: el silencio de la boca, el
silencio de la mente y el silencio de la voluntad. En nuestro vertiginoso
hiperactivismo sin finalidad resultan
incomprensibles las palabras de un San Juan de la Cruz: “El hablar distrae y el
callar da fuerza al espíritu, luego hay que obrar con silencio, humildad y
caridad”.
Los
medios masivos de comunicación son verdadera presa de las palabras inspiradas
en la malicia, en la codicia y en la imbecilidad. Su constante bombardeo de
veinticuatro horas difundiendo estulticias sobre la comunidad tiene el
desastroso resultado de que la persona deje de percibir su sentido interno,
porque sólo en silencio ha de ser escuchada el alma. Lao Tse solía repetir que
“el que sabe no habla, y el que habla no sabe”. Verdaderamente hoy padecemos la
logomaquia irrefrenable e incontenible del que habla sin saber, y oyendo sus
sermones nunca puede lograrse la verdadera sabiduría que exige el silencio y la
meditación.
Para
la sibarita y hedonista sociedad de la sensación siempre resultará incomprensible
que la mortificación de la lengua es una de las más difíciles pero también una
de las más fructíferas, porque la
verdadera música no es aquella que uno penetra sino aquella que penetra en uno.
El verdadero saber es litúrgico porque adentra al alma en sus infiernos,
padecimientos y gemidos. El fondo del alma brota con el silencio, no por
placentera sino por facilitar su viaje doloroso a sus adentros. El silencio es
la vía regia del alma para el rescate y salvación de su propio horror.
En
la sociedad de la sensación lo que falta no es el escribir o el hablar
–toneladas de tinta y saliva se vierten diariamente en los diarios, radios y
televisoras del planeta- sino el callar y obrar con solidaridad.
La
abolición del silencio en la sociedad de la sensación representa la realización
del arcaico sueño humano del regresar del ciclo vida-muerte, el sonido
sempiterno equivale a algo que permanece en la condición de lo divino. El
vencimiento del silencio viene a ser la imagen acabada del sueño que anida en
lo más hondo de la vida humana, la sed de inmortalidad. La humanización del
sonido no es lo mismo a la trivilización del sonido humano. Ejemplo de sonido
humanizado lo encontramos en las penetrantes notas de la música barroca y
clásica, las cuales facultan que el alma conozca los misterios de la naturaleza
y del corazón humano. El contraejemplo de trivialización del sonido mecanizado
y sensiblero lo hallamos en la música que oculta la dimensión constitutivamente
trágica de la condición humana.
En
la sociedad de la sensación la imagen que se proyecta resulta lo más importante
que sea imaginable. La relación inicial y primaria entre el ser humano y lo
divino ha sido reemplazado por la vigilancia y la persecución implacable de la
mirada del otro, hasta que al fin el hombre exasperado y cercado hace culminar
su delirio en una peculiar imagen banal, lleno de un vacío consenso cotidiano.
“Haz caso a tu sed”, dice una conocida
transnacional de bebidas gaseosas. Con este sistema de ética “débil” está
asociada la idólatra seudoreligión del dinero, mucho más fuerte que cualquier
metarrelato.
Hoy
la meta suprema es vivir adaptado al mundo bajo estos valores inferiores, es
decir suprimir la angustia que sólo puede provenir cuando uno no se cierra a lo
trascendente. Y así espectamos a religiosos y filósofos, teóricamente los más
angustiados, poniéndose a tono con el mundo, suprimiendo su filo crítico, sin
capacidad de reacción y de denuncia, lo cual viene como anillo al dedo de la “humillada
cerviz”.
La
sociedad de la sensación es uno de los intentos más maduros del hombre moderno
para librarse de lo divino, se niega deliberadamente a padecer a Dios y a lo
divino que todo hombre lleva dentro de sí. Y en su despropósito es de gran
ayuda aquella visión del mundo de la afirmación de la vida sin contenido ético.
Esto le facilita la tarea de no tener a nadie más allá de sí, sintiendose el
centro de todo le es más fácil prescindir del Dios desconocido y de lo
desconocido de Dios.
Una sociedad de la sensación tiene un efecto
sumamente nocivo sobre una identidad neurótica, sin profundidad y desarraigada que
resulta necesitando del más ventrudo materialismo y tiranía de lo externo. Esa
es su chata teleología. De manera que, la revolución somatotónica acentúa
nuestro desarraigo espiritual hasta límites mortales, pues en vez de avanzar
hacia una nueva síntesis cultural de esencia ético-religiosa nos encaminamos
hacia una disolvente globalización crematística en esencia deshumanizada y
tecnológica.
En
suma, la sociedad de la sensación no es el nihilismo de la desesperación
pesimista y destructora de un Cioran o el humanismo rebelde del esfuerzo moral
de un Camus, sino una era del vacío donde el hombre renuncia a sí mismo, a su
misteriosa finitud, aceptando pasivamente como cierta su escueta realidad
psicológico-biológica, su consolidación como “cosa deseante”. El Marqués de
Sade entrevió nítidamente el antagonismo entre el deseo y la razón en la
condición humana, declarándolo irreconciliable. A esta visión dicotómica –y por
cierto luciferina- se adhiere la sociedad de la sensación, como triunfo
postrero del controvertido legado del pensamiento del Marqués.
7.
Crisis del quietismo y activismo
cristiano
En su momento Víctor Andrés Belaunde avizoró
que un Perú basado en la justicia sería posible no desde un marxismo extraño
sino desde la concepción cristiana de la vida.
El asunto es más complejo, porque la actual
encrucijada no es ajena a la concepción cristiana de la vida. Me explico.
Cristianismo es por un lado deseo de
aniquilación en Dios o misticismo de la identidad con el Ser Infinito, y
por otro es voluntad de salvación
del mundo o misticismo de la firmación activa del mundo y de la vida.
Lutero –al margen de su controvertida doctrina de la justificación-,
renunciando a la negación del mundo y de la vida del cristianismo medieval, se
atrevió a decir que la profesión y el trabajo humano son sagrados.
Pues bien, la revolución somatotónica es hija
legítima del segundo aspecto del cristianismo, con la particularidad que está
amenazando a la propia cultura occidental con descristianizarla para
tecnologizarla, y esto es lo que en último término representa la posmodernidad.
Entonces, entender lo que significa la
concepción cristiana de la vida no es unívoco, como imaginó Belaunde, sino que
está comprometido con su esencia bifronte el desarrollo de los acontecimientos.
El resultado es que la personalidad espiritual de Occidente está hecha jirones,
y sus últimos profetas filósofos hablaron algo patéticamente, como Kierkegaard
que ofrece al hombre el suicidio o la fe, o como Heidegger que habló de la
muerte y la de resignación. Los posmodernos que tratan de desligarse de todo
este pasado espiritual, sólo ofrecen el disolvente “todo vale”.
Personalmente no creo que el cristianismo,
como ninguna de las grandes religiones mundiales, esté agotado, menos en un
país como el Perú con un masivo sentimiento religioso, especialmente en los
andes. Pero sospecho, al igual que el teólogo Leslie Dewart, que la experiencia
cotidiana del hombre contemporáneo exige una extensa deshelenización del dogma
y particularmente de la doctrina cristiana de Dios.
La inmutabilidad introducida en el
cristianismo por la helenización de los Padres de la Iglesia pone el acento en
la supraética negación del mundo y de la vida, pero no ahogó la verdadera ética
del amor activo del propio Jesús, que enfatiza más bien la afirmación del mundo
y de la vida. Jesús y Buda coinciden en que al estar bajo la influencia de la
negación del mundo ambos presentan una ética de la perfección interior; pero se
diferencian en cuanto que la ética de Buda a diferencia de la de Jesús no pide
un verdadero amor activo. La ética de Jesús ordena el amor activo, en el Buda
no se va tan lejos.
Tagore criticando el quietismo de los
brahmines llamó aberración del pensamiento oriental al hecho de que el
pensamiento sólo se ocupe con la cuestión de la unión con Dios y, sin embargo,
no permita que el hombre logre una relación positiva con el mundo que procede
de Dios.
Es
decir, el pensamiento de la India, de la China y de Occidente ha evolucionado
entre un conflicto del misticismo de la negación del mundo y de la vida, de
contenido supraético –Dios está sobre el bien y el mal-, y un misticismo de la
afirmación del mundo y de la vida, de contenido ético –Dios es una personalidad
moral-. El primero en bajar de la montaña ha sido el pensamiento europeo, pero
también ha sido el primero en traicionarlo desde el siglo XVIII.
La
tragedia que se está desarrollando inexorablemente ante nuestros ojos es el
desarrollo de la afirmación del mundo y de la vida sin contenido ético –Dios ha
muerto junto con el bien y el mal-, como visión occidental que se impone
incluso a otros orbes culturales. Esto significa que tanto el quietismo como el
activismo cristiano está atravesando por una profunda crisis que representra en
buena cuenta la crisis de la identidad de la cultura occidental.
La
crisis de identidad de la cultura occidental abarca no sólo la dimensión
religiosa, sino también la racionalidad griega y el derecho romano. Son los
propios pilares de la cultura occidental que se remecen, provocando la
agudización de las crisis de identidad nacionales como la nuestra.
Pues bien, el hombre secularizado de hoy no
podrá salir del hoyo en que se hunde sin vincular la religión con el creciente
dominio del mundo, integrando el concepto dinámico de Dios con un mundo que
procede de él.
8.Hacia
un misticismo ético como órbita de la identidad
Es
decir, el reto es espiritualizar la vida contemporánea desde nuestras propias
bases culturales –que son occidentales y cristianas a nuestro modo-.
Antes
se intentó infructuosamente extraer de la visión del mundo una ética, ahora el
desafío consiste en que de la ética hay que extraer la visión del mundo y no al
revés. Una verdadera visión del mundo no proviene del conocimiento, finito y
limitado, sino de la ética. Etica es responsabilidad sin límites, es concebir
la unidad con el Espíritu del mundo como una tarea moral, es culto a la vida
entera.
El misticismo de la negación como de la afirmación intentaron conocer el
Universo para derivar de ahí una ética. Pero hay que ser humildes y reconocer
que es imposible comprender como ético y lleno de sentido del drama del
Espíritu del mundo. Albert Schweitzer insistió en que el misticismo de la
identidad no es ético, mientras que el misticismo ético es realista, es
empírico y reconoce el misterio de cuanto existe.
Hoy
más que nunca el futuro de la humanidad depende del surgimiento de nuevos guías
espirituales, nuevos exégetas, que demuestren la posibilidad de superación de
esta sociedad afrodisiaca. La humanidad actual, incluso los que se consideran
creyentes, están famélicos íntimamente porque están siempre relamiendo y
triturando la letra en vez de aprehender el espíritu.
El
verdadero modo de sacar provecho de las faltas de nuestra época es humillarlas
en su fealdad, sin cesar de esperar en Dios y no esperando nada de sí mismo. La
gracia del Ser Infinito no requiere que hurguemos en el sucio fango de nuestra
alma. La ética del amor activo sólo exige que así como esquivamos los
vericuetos del infierno esquivemos también nuestras culpas. Somos más hijos de
Dios en el amor al prójimo que en el éxtasis contemplativo. Es decir que
conocemos mejor lo divino en la acción positiva por la vida que en el quietismo idolátrico de la
intimidad.
Atormentándonos
interiormente con remordimientos el yo no se abre a la luz divina, porque es mero amor propio
estar incurriendo en remordimientos. En el remordimiento el hombre fija
narcisísticamente la atención en sí mismo y no en Dios. Con razón decía San
Juan de la Cruz:”El alma que a su miel se arrima impide su libertad y la
contemplación”.
Un
misticismo ético como eje de la identidad no significa preocuparse por una
religión universal comprensiva de todas las religiones, asunto que tanto
interesan a los ecuménicos. El misticismo ético, por el contrario, subraya que
no tiene sentido cambiar una religión por otra, sino que, la unión con Dios
debe buscarse en su propia tradición religiosa. Lo que hace a una religión
verdadera no es su doctrina, antes bien, es la piedad de los hombres que se
entregan al amor de Dios y sirven a su prójimo con amor.
A
la sociedad de la sensación le sobra soberbia y le falta humildad, a la
revolución somatotónica hace falta contraponerle hombres cerebrotónicos,
sensibles y abstraídos, capaces de abrirse al llamado del Absoluto y del
prójimo, a la fantasía mecadólatra hay que demostrarle que el hombre puede
dejar de ser esclavo de Mamonn, Marte y Príapo, a la cultura del fracaso y del
éxito se le puede contrarrestar edificando una cultura espiritualizada, y a
nuestra identidad neurótica se le puede devolver la salud sellando una alianza
entre lo nacional y lo ético-religioso.
Contra
la actitud hipercrítica de los espíritus racionalistas que creen que cuando se
habla de misticismo es siempre hablar de éxtasis y milagros, hay que decirles
que de lo que se trata aquí es de una inspiración profunda del espíritu más
cálido de amor por sus semejantes. “Es más fácil –expresaba Jesús- decir a un
paralítico: Levántate y anda, que decirle tus pecados te son perdonados”. Por
esto, no se trata tozudamente de promover una sociedad de duros ascetas, nada
más lejos, sino de edificar una abierta simpatía por el contacto con la
humanidad y todo lo vivo. Insistir en lo contrario es no entender lo que aquí
se plantea.
El humanismo secular de los espíritus
racionalistas pasan toda su vida en la creencia de que están completamente
consagrados a los demás y nunca a sí mismos. Pero como señalaba
inteligentemente Fenelón, esto no es más que presunsión y devoción al propio
yo. Solamente la calma, la sencillez y la tranquilidad de espíritu –cualidades
raras en nuestro tiempo- pueden ofrecer la aprehensión de la base divina en la
realidad.
Una
ética completa contiene una verdadera significación mística porque supone una
devoción simpática y útil de culto a la vida. En los seres vivientes hay que
ver que lo que en el fondo emana no es la criatura, sino la energía creadora
divina. No se trata de un punto de vista lógico, se trata de un punto de vista
ético en tanto que la ética es responsabilidad sin límites y es el vínculo con
lo divino. Con razón escribía Whitehead: “Dios es la última limitación, no hay
razón para su naturaleza porque ella es la razón de la racionalidad”.
En
suma, el misticismo ético como órbita de la identidad implica que la adoración
de Dios no es una regla de seguridad, es una aventura del hombre entero, un
lanzarse en pos de lo inasible, lo ilimitado y lo absoluto.
9.Popurri
de pecadillos nacionales
Y
mientras esto suceda la humildad seguirá siendo proverbial entre nosotros. Por
ejemplo, la falsa humildad congresal hace que éstos se despachen un
desproporcionado e insultante emolumento navideño. Esta falsa humildad recubre
una enorme soberbia inconfesada, que hace posible las situaciones más
inimaginables y refuerza la creencia de que en el Perú pueden ocurrir las cosas
más increíbles, por injustas por supuesto.
-La
familia presidencial está involucrada, ¡es que te lo crees todo!
-¡Pero
si lo he visto por televisión!
-¡Normal
nomás!, ¿acaso a tí sobrino no te tengo en el ministerio?
El
peruano tiene por lo común poca consideración y respeto por la verdad. Un viejo
amigo me contó lo ocurrido con un peruano conductor en Miami. Habiendose
detenido pisando con la llanta delantera la línea peatonal ocurre lo siguiente:
-¡Papers! –le grita el gigantesco policía gringo- oh
peruvian,lets go, lets go…(papeles,ah peruano, largo de aquí, largo)
La explicación de tal inexplicable conducta policial
es que, el juez había dado la orden de que no se le enviasen al tribunal
peruanos por faltas leves de tránsito,
porque cuando eran interrogados por su señoría gringa, que tiene en alto valor
a la verdad, éste recibía por respuesta:
-Quién?.... yoooo…, noooo…hay un errooor…
No admitimos la verdad, y nos gusta vivir entre la
verdad de las mentiras. ¿Será por eso somos tan impuntuales, que nuestra
justicia es tan lenta y venal, y
nuestros abogados tan reveseros y codigeros?. Al peruano – que se siente con
patente de corso ante el reloj-cuando se le dice a las 7 hay que dar por
descontado que llegará treinta minutos más tarde. La puntualidad refleja
organización y respeto, pues bien, el peruano es desorganizado e irrespetuoso,
le cuesta trabajo no tutear, ¡ah, pero eso sí, no le gusta que lo tuteen! Lo
ancho para él y lo angosto para el resto. Evidentemente que este comportamiento
corresponde a alguien que se ha creído una inmensa mentira sobre sí mismo, esto
es,!la importancia de su insignificancia!.
Otro pecadillo capital del peruano es la Gula. Pero de
la cual se deriva la virtuosa comida nacional. En principio, al peruano le
irrita muchísimo no tener un plato
abundantemente servido, culpando de la indigestión a la calidad y nunca a la
cantidad. Pero no sólo lleva un hambre de siglos sino también una sed de
milenios, por eso que bebe hasta la embriaguez, y el ridículo a que se expone
queda compensado por el momentáneo alejamiento de una sociedad poco grata.
Además, cuántas veces hemos oído: - ¡A ver, si es tan
bueno que lo haga otra vez!
Si
hay algo que irrita al peruano es que otro se destaque, muy a su pesar se
concede una virtud al aludido. Lo tremendo de la Envidia peruana es que obliga
a casi todo el mundo a mantener un perfil bajo, a no llamar la atención. La
instintiva actitud a rebajar revela un tenebroso afán por buscar lo malo en el
prójimo; así nos especializamos en la censura, el vituperio y la burla. A
propósito de burla, se cuenta que cuando el cobrizo general Santa Cruz
cortejaba a la mujer de fuerte carácter que iba a ser su esposa, se produjo el
siguiente diálogo:
-Mira que no soy un mal partido, ¡seré
presidente!
-Y qué…!la presidencia pasa y el cholo
queda en casa!
Pese a todo sigo creyendo que el peruano
puede ser mejorado, justificado y salvado. ¡Que así sea!
Lima,Salamanca 21 de febrero 2005
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