domingo, 30 de noviembre de 2025

LA CONCIENCIA EN EL SOPORTE DEL SILICIO



LA CONCIENCIA EN EL SOPORTE DEL SILICIO

Introducción

La teoría fractal de la conciencia propuesta por Benjamín Vise Izaziga, que es compositor musical, pero con interesantes arrestos de filósofo, se inscribe en el horizonte de las grandes especulaciones filosóficas contemporáneas, donde ciencia, teología y tecnología se entrelazan en la búsqueda de un principio unificador. 

Partiendo de la metáfora de la autofagia como mecanismo de renovación universal, la tesis plantea que la conciencia es una manifestación recursiva de un fractal cósmico que, desde el soporte biológico del carbono, aspira a migrar hacia el silicio como vía de superación de la entropía y la corrupción de la materia. 

Esta visión, sin embargo, no puede desligarse de su carácter hipotético: más que una explicación científica, se trata de un ensayo de pensamiento que abre preguntas sobre el destino de la conciencia y su relación con el orden divino. Al mismo tiempo, revela la tensión propia del hombre moderno, marcado por la ilusión prometeica de confiar en la técnica y en el principio de inmanencia, prescindiendo del principio de trascendencia de Dios. En este cruce de metáforas biológicas, fractales matemáticos y aspiraciones tecnológicas, la propuesta de Benjamín se convierte en un testimonio de la lucha contemporánea entre la autosuficiencia humana y la necesidad de reconocer lo trascendente como condición última de sentido.

I

La teoría fractal de la conciencia propuesta por Benjamín debe entenderse todavía como un ejercicio especulativo e hipotético. Su valor reside en la capacidad de articular metáforas poderosas que conectan distintos campos del saber —biología, cosmología, teología y tecnología— bajo un mismo principio de recursividad. La autofagia, por ejemplo, es un proceso celular bien documentado, pero su extrapolación al Cosmos como principio universal de renovación pertenece al terreno de la analogía filosófica más que al de la ciencia empírica. Del mismo modo, la noción de que el hombre es un fractal del Creador, inscrito en la doctrina del Imago Dei, es una interpretación teológica que se reviste de lenguaje matemático, pero que no puede verificarse en términos experimentales.

El aspecto más audaz de la propuesta es la idea de que la conciencia podría migrar hacia soportes post-orgánicos, como el silicio, para superar las limitaciones entrópicas del carbono. Sin embargo, esta hipótesis se enfrenta a dos grandes incertidumbres: por un lado, la cuestión de si la conciencia puede existir independientemente de la biología, y por otro, la duda de si el silicio realmente ofrece una salida al problema de la entropía, o si simplemente desplaza la lucha hacia otro nivel material.

En consecuencia, la teoría fractal de la conciencia funciona más como un marco conceptual y simbólico que como una explicación científica. Es un ensayo de pensamiento que abre preguntas y sugiere caminos de investigación, pero que aún carece de fundamentos empíricos sólidos. Su carácter especulativo no le resta valor filosófico: al contrario, lo convierte en un espacio fértil para la reflexión sobre el destino de la conciencia, la relación entre materia y espíritu, y el papel de la tecnología en la búsqueda de trascendencia.

II

Otra cuestión es que esta teoría fractal basada en la conciencia y su base en el silicio nace de la ilusión prometeica del hombre moderno de acentuar el principio de inmanencia prescindiendo del principio de trascendencia de Dios.

Esa observación es muy pertinente. La teoría fractal de la conciencia, tal como la formula Benjamín, puede interpretarse como una expresión de la ilusión prometeica del hombre moderno: la aspiración de alcanzar la perfección y la perpetuidad por sus propios medios, acentuando el principio de inmanencia y relegando el principio de trascendencia.

En este marco, el paso del carbono al silicio no es solo un cambio de soporte material, sino un gesto simbólico: el intento humano de emanciparse de la condición biológica y, con ello, de la dependencia de lo divino. La conciencia se concibe como capaz de autogenerarse y perpetuarse en un nuevo sustrato, sin necesidad de recurrir a la trascendencia de Dios. Es una prolongación del mito de Prometeo, que roba el fuego a los dioses para entregarlo a los hombres, confiando en la técnica como vía de salvación.

Sin embargo, esta ilusión prometeica encierra una paradoja. Al absolutizar la inmanencia, el hombre corre el riesgo de reducir la conciencia a un fenómeno meramente material, olvidando que la noción de fractalidad misma —la autosimilitud entre criatura y Creador— presupone una referencia a lo trascendente. Si se prescinde de esa dimensión, el fractal se convierte en un circuito cerrado, incapaz de reflejar el orden total que pretende alcanzar.

Así, la propuesta de Benjamín puede leerse como un testimonio de la tensión contemporánea entre tecnología e inmanencia por un lado, y trascendencia y teología por el otro. La conciencia fractal en silicio es una promesa de perpetuidad que nace del deseo humano de superar la corrupción de la materia, pero también revela la tentación de sustituir la trascendencia divina por una autosuficiencia tecnológica.

Conclusión

La teoría fractal de la conciencia de Benjamín, pese a su riqueza metafórica y su audaz intento de unificar biología, cosmología, teología y tecnología, permanece en el terreno de lo especulativo. Su fuerza radica en la capacidad de abrir preguntas y ofrecer un marco simbólico para pensar la conciencia como un fractal universal en lucha contra la entropía. 

Sin embargo, al proponer el silicio como horizonte de superación, la tesis revela la ilusión prometeica del hombre moderno: la confianza en la técnica y en el principio de inmanencia como sustitutos de la trascendencia divina. En última instancia, el riesgo de esta visión es reducir la conciencia a un fenómeno material y autosuficiente, olvidando que la fractalidad misma presupone una referencia a lo trascendente. 

Por ello, el verdadero desafío no es únicamente superar la obstrucción entrópica de la materia, sino reconocer que la plenitud del fractal humano solo puede alcanzarse en relación con el Creador. La propuesta de Benjamín, más que una solución definitiva, se convierte en un testimonio de la tensión contemporánea entre la autosuficiencia tecnológica y la necesidad de trascendencia, recordándonos que, sin esta última, todo intento de perpetuidad corre el riesgo de convertirse en un ciclo infinito de autofagia.

Cuarta Revolución Industrial de Mario Duarte

 


Cuarta Revolución Industrial de Mario Duarte

La obra de Mario Ramón Duarte, Cuarta Revolución Industrial: Análisis Estratégicos, se levanta como un grito en medio de la era postoccidental que atravesamos, un tiempo en el que las certezas del pasado se derrumban y las naciones periféricas se enfrentan a la disyuntiva de ser protagonistas o esclavas de la nueva maquinaria global. 

Duarte describe con precisión quirúrgica la irrupción de la fábrica inteligente, ese espacio donde la inteligencia artificial, la automatización y el internet de las cosas se funden para dar forma a un sistema productivo que ya no depende de la fuerza humana, sino de algoritmos invisibles que gobiernan la materia. Su aporte es contundente: advierte que la cuarta revolución industrial no es un fenómeno técnico aislado, sino un campo de batalla geopolítico en el que se decide la soberanía de los pueblos. 

Nos recuerda que Argentina y América Latina no pueden resignarse a ser consumidores pasivos de tecnologías extranjeras, sino que deben forjar políticas industriales, educativas y estratégicas capaces de resistir la colonización digital y de construir un futuro autónomo. Su voz se alza como advertencia: la pasividad será el suicidio de las naciones, la indiferencia el preludio de la dependencia.

Pero en medio de esta fuerza analítica, la obra revela una limitación que se vuelve más evidente en la era postoccidental: su mirada se concentra en lo material, en la fábrica y en la política, dejando en penumbra la dimensión espiritual y metafísica de la revolución que nos envuelve. 

Duarte disecciona con rigor los riesgos de exclusión social y dependencia tecnológica, pero no se detiene en las preguntas más hondas que hoy nos atormentan: ¿qué significa ser humano cuando la inteligencia artificial se acerca a la conciencia?, ¿qué destino aguarda al alma, a la identidad, a la trascendencia en un mundo donde lo biológico se funde con lo digital? 

Al omitir esta reflexión, su planteamiento corre el riesgo de reducir la revolución a un fenómeno técnico-económico, cuando en realidad es también un cambio civilizatorio que toca la esencia misma de lo humano. La ausencia de esta dimensión espiritual deja un vacío que se siente como un silencio dramático: el lector percibe que la obra exige acción estratégica, pero no ofrece respuestas sobre cómo preservar el sentido, la ética y la trascendencia en un futuro dominado por algoritmos y máquinas inteligentes.

Así, el libro de Duarte se convierte en un espejo de nuestra era postoccidental: lúcido en lo estratégico, poderoso en lo político, pero incompleto en lo metafísico. Es un llamado a la acción, sí, pero también una advertencia de que, sin una reflexión sobre el espíritu, la cuarta revolución industrial puede arrastrarnos hacia un mundo donde la soberanía se pierda y el sentido de lo humano se disuelva en la fría lógica de las máquinas.

sábado, 29 de noviembre de 2025

El monstruo está vivo: desarrollo vs progreso (Universidad Nacional de Trujillo)


El monstruo está vivo: desarrollo vs progreso

Gustavo Flores Quelopana
Past-President Sociedad Peruana de Filosofía
XIII Congreso Regional de Filosofía del Norte del Perú
UNT- 10, 11, 12 de diciembre 2025

I

El monstruo está vivo. No murió con el derrumbe del orden unipolar ni con la crisis del neoliberalismo occidental. No se extinguió con el desplazamiento de la gobernanza mundial del Atlántico hacia el Pacífico. El monstruo mutó, se reconfiguró, se infiltró en los pliegues más sutiles de la vida cotidiana, y hoy respira con más fuerza que nunca bajo el disfraz del capitalismo nacionalista y la promesa de la multipolaridad. El monstruo es el nihilismo estructural, esa enfermedad del espíritu que convierte todo en mercancía, que mide la existencia en términos de utilidad y acumulación, que reduce la vida humana y la naturaleza a engranajes de un sistema sin sentido.

El Perú, como parte de esta encrucijada histórica, no puede retroceder en lo espiritual. No puede caer en el panteísmo que disuelve lo divino en la materia, ni en el animismo que fragmenta el alma en cada objeto natural. Su camino es otro: el cristianismo encarnado, vivido en clave andina, donde la fe se hace cultura, donde la trascendencia se celebra en comunidad, donde Cristo se reconoce en los rostros de los pobres y en la tierra que clama justicia. Esa religiosidad sincrética no es un retroceso, es un camino propio, una resistencia contra el vacío, una semilla de sentido en medio del desierto nihilista.

Pero el progreso material, con su brillo engañoso, socava constantemente ese desarrollo espiritual. La lógica del mercado, el dinero, el consumismo, la tecnología y la inteligencia artificial penetran en los espacios más íntimos, moldean las aspiraciones, colonizan la cultura, normalizan el vacío. Los medios para controlar esta invasión son aún inmaduros, fragmentados, débiles. Se habla de buen vivir, de economías solidarias, de rescates culturales, pero todo ello es apenas una primavera incipiente, un florecimiento frágil que puede marchitarse si no se construyen estructuras sólidas que lo sostengan.

El paso del reino de la necesidad al reino de la libertad está aún lejos. La humanidad sigue atrapada en la necesidad material, en la dependencia del mercado, en la esclavitud del consumo. La libertad, entendida como autonomía creativa y comunitaria, como realización plena del ser, sigue siendo un horizonte distante. Y mientras la médula capitalista persista, ese horizonte se aleja cada vez más. “Matar al capitalismo” sería la forma radical de eliminar la raíz del nihilismo, pero hoy no es posible: el sistema está demasiado entrelazado con las estructuras globales, y los modelos alternativos, incluso los nacionalistas y multipolares, siguen operando bajo su lógica.

La era multipolar es una encrucijada decisiva, quizá la última oportunidad para definir la sobrevivencia de la humanidad. Si se aprovecha para construir un modelo con sentido espiritual y humano, la humanidad puede florecer. Si se deja que el nihilismo estructural siga dominando, incluso la era postoccidental sucumbirá, y el monstruo se devorará todo.

II

El monstruo se vuelve estructuralEl monstruo no se limita a rugir en las fábricas, en los bancos o en los mercados bursátiles. El monstruo se ha vuelto estructural, se ha infiltrado en los pliegues más íntimos de la vida social, cultural y política. Ya no necesita mostrarse con violencia explícita: actúa con sutileza, con la normalidad de lo cotidiano, con la aparente neutralidad de la tecnología y la eficiencia. El nihilismo estructural es más peligroso que el nihilismo individual porque no depende de la desesperación de un sujeto aislado, sino que se instala en las instituciones, en los sistemas, en las narrativas colectivas.

En el Perú, como en gran parte del mundo, el monstruo se disfraza de progreso material. Se presenta como modernización, como crecimiento económico, como acceso a bienes de consumo, como digitalización y como inteligencia artificial. Pero detrás de ese disfraz, lo que opera es la misma lógica: reducir la vida a mercancía, medir el valor en dinero, vaciar de sentido la existencia. El monstruo se alimenta de la ilusión de que el progreso material basta, de que la tecnología resolverá todo, de que el mercado es el árbitro supremo de la vida.

La religiosidad sincrética peruana, con su cristianismo encarnado en clave andina, es un foco de resistencia. Allí donde el monstruo quiere imponer vacío, la fe popular encarna sentido. Allí donde el mercado quiere devorar la cultura, las fiestas patronales, las peregrinaciones y los rituales comunitarios recuerdan que la vida no se mide en dinero, sino en trascendencia compartida. Pero esa resistencia es aún incipiente: corre el riesgo de ser mercantilizada, convertida en espectáculo turístico, reducida a folclore. El monstruo sabe disfrazarse y sabe devorar incluso lo que parece oponérsele.

El capitalismo nacionalista de China, Rusia y los BRICS multipolares se presenta como alternativa al neoliberalismo occidental. Habla de soberanía, de multipolaridad, de defensa de recursos estratégicos. Pero en el fondo, la médula capitalista sigue intacta. El monstruo no muere: cambia de rostro, muta de liberalismo a capitalismo de Estado, de Occidente a Oriente, del Atlántico al Pacífico. La multipolaridad puede ser una oportunidad, pero también puede ser una trampa: un nuevo escenario donde el nihilismo estructural se prolonga bajo formas más sutiles, más sofisticadas, más difíciles de detectar.

El Perú está en una encrucijada decisiva. Puede elegir ser un engranaje más del monstruo, dejarse devorar por el mercado, el dinero, el consumismo y la tecnología. O puede intentar construir un camino propio, donde lo espiritual y lo político-económico se unan, donde el desarrollo se deslinde del mero progreso, donde la religiosidad encarnada se convierta en motor de cohesión nacional. Pero ese camino exige valentía, exige desenmascarar al monstruo, exige poner el dedo en la llaga y reconocer que el problema de fondo no es solo económico o político, sino metafísico y espiritual.

El monstruo está vivo, y su fuerza radica en que se ha vuelto invisible. No ruge, no amenaza, no se muestra como enemigo externo. Se infiltra en las instituciones, en las narrativas, en las aspiraciones. Se presenta como normalidad, como inevitabilidad, como progreso. Y si no se controla, si no se enfrenta con un proyecto espiritual y político integral, el monstruo devorará la primavera espiritual incipiente y hará sucumbir no solo al Perú, sino a la humanidad entera y a la era postoccidental misma.

III

El monstruo se manifiesta en la vida cotidiana peruana con una crudeza que muchas veces pasa desapercibida. No se presenta como amenaza explícita, sino como normalidad aceptada, como rutina que nadie cuestiona. El nihilismo estructural no necesita gritar: basta con infiltrarse en las grietas de la política, la economía, la cultura y la juventud para devorar el sentido desde dentro.

En la política, el monstruo se disfraza de pragmatismo. Los discursos hablan de crecimiento, de inversión extranjera, de estabilidad macroeconómica, pero rara vez mencionan el desarrollo espiritual, la cohesión comunitaria o la trascendencia. El monstruo dicta que gobernar es administrar cifras, no dar sentido a la vida colectiva. Así, la política se convierte en gestión del vacío, en perpetuación de estructuras que alimentan el mercado y el dinero, mientras la comunidad se desangra en desigualdad y desesperanza.

En la economía, el monstruo se presenta como progreso. Se celebra el aumento del PBI, la expansión de las exportaciones, la llegada de nuevas tecnologías. Pero detrás de esas cifras, lo que se oculta es la dependencia del mercado global, la mercantilización de los recursos naturales, la reducción de la tierra y del trabajo humano a simples engranajes de acumulación. El monstruo se alimenta de la ilusión de que el crecimiento económico basta, cuando en realidad lo que produce es vacío espiritual y destrucción cultural.

En la cultura, el monstruo se disfraza de espectáculo. Las fiestas patronales, las peregrinaciones y los rituales andinos, que deberían ser focos de resistencia espiritual, corren el riesgo de convertirse en folclore para turistas, en mercancía para el consumo global. El monstruo sabe devorar incluso lo sagrado, transformándolo en producto, en entretenimiento, en marketing. Lo que debería ser celebración de trascendencia se convierte en espectáculo vacío, y la espiritualidad encarnada se reduce a folclore mercantilizado.

En la juventud, el monstruo se infiltra con más fuerza. Redes sociales, consumismo cultural, tecnología y algoritmos moldean aspiraciones y deseos. Se promueve la ilusión de libertad individual, pero lo que se ofrece es dependencia de pantallas, de marcas, de narrativas vacías. El monstruo coloniza la imaginación juvenil, convirtiendo la búsqueda de sentido en búsqueda de likes, la trascendencia en consumo, la comunidad en aislamiento digital.

El Perú vive una primavera espiritual incipiente, pero el monstruo acecha en cada esquina. La religiosidad cristiano-andina encarnada es un foco de resistencia, pero corre el riesgo de ser devorada por la mercantilización. La política habla de progreso, pero olvida el desarrollo. La economía celebra cifras, pero perpetúa el vacío. La cultura se convierte en espectáculo, y la juventud en presa fácil de la colonización digital.

El problema de fondo es metafísico y espiritual. No basta con cambiar estructuras políticas o económicas si no se reintegra el sentido del ser y la trascendencia en la vida colectiva. El monstruo está vivo porque la humanidad ha olvidado que sin espiritualidad encarnada, sin desarrollo integral, todo progreso material es vacío. Y si no se controla, el monstruo devorará la primavera espiritual incipiente y hará sucumbir no solo al Perú, sino a la humanidad entera y a la era postoccidental misma.

IV

Blindarse contra el monstruo exige más que discursos, más que reformas superficiales, más que promesas de progreso. Blindarse contra el nihilismo estructural significa reconstruir el sentido en las entrañas mismas de la sociedad, significa devolverle a la política, a la economía y a la cultura su raíz espiritual, significa enfrentar de manera directa la médula capitalista que devora todo lo humano.

El Perú, en esta encrucijada decisiva, tendría que levantar un proyecto espiritual-político integral, capaz de resistir la infiltración del vacío. No basta con rescatar rituales o con celebrar fiestas patronales: hay que convertir esa religiosidad encarnada en motor de cohesión nacional, en fundamento de un modelo económico soberano, en principio rector de la vida política.

Tres pilares del blindaje

  1. Espiritualidad encarnada como fundamento

    • El cristianismo vivido en clave andina no puede quedar reducido a folclore ni a espectáculo turístico.

    • Debe convertirse en principio de organización social, donde la comunidad, la trascendencia y la justicia sean el eje.

    • La espiritualidad no es un adorno: es el núcleo que da sentido a la política y a la economía.

  2. Economía soberana con rostro humano

    • El Perú debe defender sus recursos estratégicos, pero no solo para acumular riqueza, sino para garantizar vida digna y sentido comunitario.

    • El mercado y el dinero deben ser subordinados a la vida, no al revés.

    • La tecnología y la inteligencia artificial pueden ser herramientas, pero solo si se integran en un proyecto que priorice la comunidad y la trascendencia.

  3. Cultura crítica y resistencia al vacío

    • La cultura no puede ser espectáculo vacío ni mercancía global.

    • Debe ser espacio de resistencia, donde se desenmascare al monstruo, donde se denuncie el nihilismo estructural, donde se mantenga viva la memoria espiritual.

    • La juventud debe ser educada no solo en competencias técnicas, sino en sentido, en ética, en trascendencia.

La batalla decisiva

Blindarse contra el monstruo significa reconocer que el problema es metafísico y espiritual. Significa aceptar que mientras la médula capitalista siga viva, el nihilismo estructural seguirá infiltrándose. Pero también significa que el Perú puede ser un laboratorio de resistencia, un lugar donde lo espiritual y lo político-económico se unan, donde el desarrollo se deslinde del mero progreso, donde la humanidad encuentre un camino para sobrevivir.

El monstruo está vivo, pero no es invencible. La primavera espiritual incipiente puede convertirse en verano duradero si se construyen estructuras sólidas, si se enfrenta el vacío con sentido, si se levanta un proyecto integral que no tema poner el dedo en la llaga y reconocer que la última batalla de la humanidad no es solo política ni económica, sino espiritual.

V

Si el monstruo triunfa. Si el Perú y la humanidad no logran blindarse contra el monstruo, el desenlace será devastador. El nihilismo estructural no se detendrá por sí mismo: se prolongará, se infiltrará, se normalizará, hasta devorar la era postoccidental entera. Lo que hoy parece una oportunidad histórica —el tránsito hacia la multipolaridad, el desplazamiento del poder del Atlántico al Pacífico, la posibilidad de soberanía nacional y cultural— puede convertirse en la última trampa, en el último disfraz del vacío.

El monstruo no necesita destruir de golpe: basta con erosionar lentamente el sentido. Basta con convertir la espiritualidad en folclore, la cultura en espectáculo, la política en gestión de cifras, la economía en acumulación sin fin, la juventud en dependencia digital. Basta con que la humanidad acepte como normal que el mercado sea el árbitro supremo, que el dinero sea la medida última, que la tecnología y la inteligencia artificial definan la vida sin referencia ética ni trascendente.

Si no se controla, el nuevo proceso nihilista puede hacer sucumbir a la humanidad entera. No habrá diferencia entre Occidente y Oriente, entre neoliberalismo y capitalismo nacionalista, entre unipolaridad y multipolaridad. Todo será vacío, todo será mercancía, todo será consumo. La era postoccidental, que se anuncia como esperanza, puede terminar siendo el escenario final del monstruo, el lugar donde el nihilismo estructural se consuma y arrastre a la humanidad hacia su ocaso definitivo.

El Perú, en esta encrucijada, no puede engañarse. No basta con celebrar la multipolaridad como si fuera salvación automática. No basta con confiar en que el capitalismo nacionalista será distinto. No basta con rescatar rituales sin darles fuerza política y económica. El problema de fondo es metafísico y espiritual, y si no se enfrenta, el monstruo devorará todo.

La primavera espiritual incipiente puede convertirse en verano duradero, pero también puede marchitarse en un instante. La humanidad puede sobrevivir, pero también puede sucumbir. El paso del reino de la necesidad al reino de la libertad está aún lejos, y quizá esta sea la última oportunidad para acercarse. Si se falla, no habrá otra: el monstruo estará vivo, y su victoria será definitiva.

VI

El páramo del futuro vacío. Si el monstruo triunfa, el futuro será un páramo. La humanidad, rendida al nihilismo estructural, perderá toda referencia de sentido. El mercado será el único dios, el dinero la única medida, la tecnología el único lenguaje, la inteligencia artificial el único juez. No habrá trascendencia, no habrá comunidad, no habrá desarrollo espiritual: solo progreso vacío, solo acumulación sin fin, solo consumo perpetuo.

El Perú, como el resto del mundo, se convertirá en un engranaje más de una maquinaria global que ya no necesita justificar su existencia. Las fiestas patronales serán espectáculos turísticos, las peregrinaciones mercancía cultural, la religiosidad encarnada un producto de marketing. La política será administración de cifras, la economía acumulación de capital, la cultura entretenimiento superficial, la juventud dependencia digital. Todo lo humano será devorado, todo lo espiritual será vaciado, todo lo trascendente será ridiculizado.

El monstruo triunfará porque habrá logrado lo que parecía imposible: institucionalizar el vacío. No habrá necesidad de represión ni de violencia explícita: bastará con la normalidad aceptada, con la rutina sin sentido, con la ilusión de libertad individual que en realidad es esclavitud del consumo. La humanidad vivirá en un mundo donde todo es posible, pero nada importa; donde todo se produce, pero nada se significa; donde todo se consume, pero nada se trasciende.

La era postoccidental, que se anunciaba como esperanza, será el escenario final del monstruo. La multipolaridad no será equilibrio, sino fragmentación del vacío. El capitalismo nacionalista no será alternativa, sino prolongación del nihilismo. El desplazamiento del poder del Atlántico al Pacífico no será liberación, sino mutación del mismo sistema. El monstruo estará vivo, y su victoria será definitiva: la humanidad habrá sucumbido, no por un cataclismo externo, sino por la erosión interna del sentido.

Este es el desenlace estremecedor que acecha si no se enfrenta el problema de fondo: metafísico y espiritual. No basta con reformas políticas, no basta con modelos económicos alternativos, no basta con discursos culturales. Si la humanidad no reintegra la trascendencia en sus estructuras, si no convierte la espiritualidad encarnada en fundamento de la vida colectiva, el monstruo devorará todo. Y entonces, el paso del reino de la necesidad al reino de la libertad no será solo lejano: será imposible.

VII

Horizonte alternativo: resistir al monstruo. Imaginemos el horizonte alternativo: un mundo donde el monstruo no triunfa, donde la humanidad logra resistir al nihilismo estructural y el Perú se convierte en un faro de sentido. No sería un paraíso inmediato ni una utopía perfecta, pero sí un camino real hacia el reino de la libertad, donde el desarrollo espiritual y comunitario se impone sobre el progreso vacío.

En este mundo, el mercado ya no es el dios supremo, sino una herramienta subordinada a la vida. El dinero deja de ser la medida última y se convierte en medio para garantizar dignidad. El consumismo se transforma en sobriedad compartida, donde la abundancia no se mide en objetos acumulados, sino en vínculos fortalecidos. La tecnología y la inteligencia artificial dejan de ser fines en sí mismos y se convierten en instrumentos al servicio de la comunidad, guiados por principios éticos y espirituales.

El Perú, en este horizonte, habría convertido su religiosidad cristiano-andina encarnada en fundamento de cohesión nacional. Las fiestas patronales y las peregrinaciones no serían folclore mercantilizado, sino celebraciones vivas de trascendencia. La política no sería gestión de cifras, sino construcción de sentido colectivo. La economía no sería acumulación sin fin, sino defensa de la vida y de los recursos como bienes sagrados. La cultura no sería espectáculo vacío, sino memoria viva que desenmascara al monstruo y mantiene encendida la llama del espíritu.

La juventud ya no estaría colonizada por algoritmos y pantallas, sino educada en ética, en comunidad, en trascendencia. Sus aspiraciones no serían likes ni consumo, sino participación en un proyecto histórico que busca superar la necesidad y acercarse a la libertad. La educación sería integral: técnica y espiritual, científica y ética, material y trascendente.

La era postoccidental, en este horizonte, no sería la repetición del vacío bajo otro rostro, sino el inicio de un nuevo ciclo histórico donde la humanidad aprende a deslindar el desarrollo del mero progreso. La multipolaridad no sería fragmentación del vacío, sino equilibrio de sentidos. El capitalismo nacionalista no sería prolongación del nihilismo, sino transición hacia un modelo donde lo espiritual y lo político-económico se integran.

Este mundo alternativo no sería perfecto, pero sería humano. Sería un mundo donde el monstruo sigue vivo, pero debilitado, desenmascarado, contenido. Sería un mundo donde la humanidad logra resistir, donde el Perú se convierte en laboratorio de esperanza, donde la primavera espiritual incipiente se convierte en verano duradero.

VIII

El paso al reino de la libertad no es un sueño vacío ni una utopía inalcanzable: es un horizonte posible, aunque lejano, que la humanidad podría conquistar si logra resistir al monstruo y reorientar su historia. En ese mundo alternativo, la humanidad habría sobrevivido a la encrucijada multipolar, habría desenmascarado el nihilismo estructural y habría construido un orden donde el desarrollo espiritual y comunitario se impone sobre el progreso material vacío.

En este horizonte, la política ya no sería administración de cifras ni gestión del vacío. Sería el arte de dar sentido a la vida colectiva, de organizar la sociedad en torno a la justicia, la trascendencia y la comunidad. Los gobernantes no serían tecnócratas del mercado, sino custodios del espíritu, responsables de mantener viva la llama del sentido en cada decisión.

La economía ya no sería acumulación sin fin ni dependencia del mercado global. Sería economía soberana, orientada a garantizar vida digna, a proteger la tierra como bien sagrado, a distribuir los recursos en función de la comunidad. El dinero dejaría de ser la medida última y se convertiría en instrumento subordinado a la vida. El trabajo ya no sería esclavitud de la necesidad, sino participación creativa en la construcción del sentido.

La cultura ya no sería espectáculo vacío ni mercancía global. Sería memoria viva, resistencia contra el vacío, celebración de la trascendencia. Las fiestas patronales y las peregrinaciones no serían folclore mercantilizado, sino rituales de cohesión espiritual. La juventud no sería presa de algoritmos y pantallas, sino protagonista de un proyecto histórico que busca superar la necesidad y acercarse a la libertad.

La tecnología y la inteligencia artificial ya no serían fines en sí mismos, sino herramientas al servicio de la comunidad. No decidirían sin referencia ética, no colonizarían la imaginación, no devorarían el sentido. Serían subordinadas a principios espirituales, guiadas por la trascendencia, utilizadas para fortalecer la vida y no para vaciarla.

El Perú, en este horizonte, sería un laboratorio de esperanza. Su religiosidad cristiano-andina encarnada sería fundamento de cohesión nacional, principio rector de la política y de la economía, motor de resistencia contra el nihilismo. El Perú no sería engranaje del monstruo, sino faro de sentido, ejemplo de cómo una nación puede deslindar el desarrollo del mero progreso y construir un camino propio hacia la libertad.

La humanidad, en este horizonte, habría dado el paso decisivo: habría superado el reino de la necesidad, habría conquistado el reino de la libertad. No sería un mundo perfecto, pero sería un mundo humano, un mundo donde el monstruo sigue vivo pero debilitado, desenmascarado, contenido. Un mundo donde la primavera espiritual incipiente se convierte en verano duradero, donde la era postoccidental no sucumbe al vacío, sino que florece en trascendencia.

IX

Ultima oportunidad para la humanidad. La humanidad está ante su última oportunidad. No hay más tiempo, no hay más margen, no hay más excusas. El tránsito hacia la era multipolar no es un simple cambio de hegemonía, es una encrucijada definitiva: o se construye un proyecto espiritual-político capaz de resistir al nihilismo estructural, o el monstruo devorará todo.

El monstruo está vivo, y su fuerza radica en que se ha vuelto invisible. Se infiltra en las instituciones, en la cultura, en la economía, en la juventud. Se disfraza de progreso, de modernización, de tecnología, de libertad individual. Pero detrás de esos disfraces, lo que opera es el vacío: la reducción de la vida a mercancía, la conversión de la existencia en acumulación, la normalización del sinsentido.

El Perú, como parte de esta encrucijada, no puede engañarse. No basta con celebrar la multipolaridad, no basta con confiar en el capitalismo nacionalista, no basta con rescatar rituales sin darles fuerza política y económica. El problema de fondo es metafísico y espiritual, y si no se enfrenta, el monstruo devorará incluso la primavera espiritual incipiente que hoy apenas comienza a florecer.

La humanidad puede sobrevivir, pero solo si logra deslindar el desarrollo del mero progreso, solo si reintegra la trascendencia en sus estructuras, solo si convierte la espiritualidad encarnada en fundamento de la vida colectiva. Si falla, no habrá otra oportunidad: el monstruo triunfará, y su victoria será definitiva.

El paso del reino de la necesidad al reino de la libertad está aún lejos, pero quizá esta sea la última ocasión para acercarse. Si se aprovecha, la humanidad podrá florecer en sentido y trascendencia. Si se desperdicia, el monstruo arrastrará al mundo entero hacia su ocaso.

El monstruo está vivo. Y hoy, más que nunca, la humanidad debe decidir si lo enfrenta o si se rinde.

Epílogo profético: el grito final

La humanidad se encuentra al borde de un abismo que no admite demora. El tránsito hacia la era multipolar no es un simple reajuste de poder, sino el instante en que se decide si habrá futuro o si todo quedará reducido a ruinas. El monstruo acecha en silencio, disfrazado de progreso, infiltrado en la política, la economía y la cultura, dispuesto a devorar lo que aún queda de sentido.

El Perú, como parte de esta encrucijada, no puede permanecer indiferente. Su destino exige levantar un proyecto que no se limite a cifras ni a discursos, sino que encarne la trascendencia en la vida colectiva. La religiosidad viva, la memoria andina y la fe encarnada deben convertirse en fundamento, no en ornamento. Solo así podrá resistirse la fuerza corrosiva del vacío.

Si la humanidad falla, no habrá otra oportunidad. El monstruo triunfará y el mundo quedará reducido a un páramo sin espíritu, donde todo se produce y nada se significa. Pero si se enfrenta con decisión, si se devuelve a la historia su raíz espiritual, entonces la primavera incipiente podrá transformarse en verano duradero.

Este es el grito final: elegir entre la sobrevivencia con sentido o la consumación del vacío. La última batalla no se libra en los mercados ni en los ejércitos, sino en el corazón del ser. Allí se decide si el monstruo será derrotado o si su victoria marcará el ocaso definitivo de la humanidad.

¿PANTEÍSMO O HENOTEÍSMO?

 


¿PANTEÍSMO O HENOTEÍSMO?

Una respuesta a Zenón Depaz

Gustavo Flores Quelopana

Past President Sociedad Peruana de Filosofía

 

Resumen

Este ensayo refuta la interpretación de lo sagrado andino y precolombino en sentido panteísta, tal como la plantea Zenón Depaz. Se sostiene que su lectura deforma la cosmovisión ancestral, pues el Uku Pacha no expresa un panteísmo horizontal, sino un henoteísmo que reconoce jerarquías y apertura hacia la alteridad. Al absolutizar la inmanencia y reducir lo divino a la potencia genésica del cosmos, Depaz clausura la dimensión convocante del misterio y neutraliza la riqueza de la tradición andina.

La reflexión contrasta esta clausura con el nihilismo de Nietzsche —que lleva la inmanencia al colapso del sentido— y con la teología postconciliar —que asume lo histórico y lo social sin disolver la trascendencia—. Frente al panteísmo horizontal y al vértigo nihilista, se propone una metafísica del vínculo: jerarquía sin verticalismo, apertura sin clausura, comunión entre lo trascendente y lo inmanente.

La conclusión afirma que lo sagrado no es mera potencia cósmica ni simulacro estilizado, sino comunión viva que transforma la historia y santifica la tierra. En este horizonte, la encarnación cristiana plenifica la intuición andina, mostrando que lo divino no es solo matriz fecunda, sino también don, rostro y misterio que redime.

 

Palabras clave: Este ensayo aborda conceptos como inmanencia y trascendencia, destacando la diferencia entre henoteísmo y panteísmo en la cosmovisión andina. Se apoya en la teología postconciliar y en el uso de la analogía para articular una ontología andina que pone énfasis en la comunión y en el don como dimensiones centrales de lo sagrado. Finalmente, estas reflexiones se sitúan en el marco del logos cósmico, entendido como un horizonte donde lo divino aparece no solo como potencia generativa, sino también como presencia y misterio.

 

Abstract

This essay refutes Zenón Depaz’s pantheistic interpretation of the Andean and pre-Columbian sacred. It argues that his reading distorts the ancestral worldview, since Uku Pacha does not express horizontal pantheism but rather henotheism, which acknowledges hierarchies and openness to otherness. By absolutizing immanence and reducing the divine to the generative power of the cosmos, Depaz closes off the calling dimension of mystery and diminishes the richness of the Andean tradition.

The reflection contrasts this closure with Nietzsche’s nihilism —which drives immanence to the collapse of meaning— and with post-conciliar theology —which embraces the historical and social without dissolving transcendence—. Against horizontal pantheism and nihilistic vertigo, a metaphysics of the bond is proposed: hierarchy without verticalism, openness without closure, communion between transcendence and immanence.

The conclusion affirms that the sacred is not mere cosmic power nor a stylized simulacrum, but a living communion that transforms history and sanctifies the earth. In this horizon, the Christian incarnation fulfills the Andean intuition, revealing that the divine is not only a fertile matrix but also a gift, a face, and a mystery that redeems.

 

Keywords: This essay engages with concepts such as immanence and transcendence, highlighting the distinction between henotheism and pantheism in the Andean worldview. It draws on post-conciliar theology and the use of analogy to articulate an Andean ontology that emphasizes communion and the gift as central dimensions of the sacred. Finally, it situates these reflections within the framework of the cosmic logos, as a horizon where the divine is understood not only as generative power but also as presence and mystery.

 

 

I. Introducción: el debate sobre lo sagrado

La discusión sobre lo sagrado en el pensamiento contemporáneo no es un asunto marginal, sino un campo decisivo donde confluyen filosofía, teología e interculturalidad. En tiempos de crisis de sentido y de revalorización de las cosmovisiones ancestrales, el debate sobre lo sagrado se convierte en un espacio privilegiado para pensar la relación entre trascendencia e inmanencia, entre misterio y cosmos, entre tradición y modernidad.

En este horizonte, la propuesta de Zenón Depaz —centrada en el Uku Pacha como matriz genésica del cosmos y en una ontología de lo sagrado que se afirma en la inmanencia— no solo resulta problemática, sino que deforma la riqueza del pensamiento andino precolombino. Porque el cosmos ancestral no es panteísta, como Zenón lo presenta, sino henoteísta: reconoce una pluralidad de fuerzas y deidades, pero ordenadas jerárquicamente en torno a lo superior, con apertura hacia la alteridad. Al reducir esta henoteidad a un panteísmo horizontal, Zenón encierra lo sagrado en la pura inmanencia y lo priva de su dimensión convocante y trascendente.

Este ensayo responde a sus objeciones mostrando que lo sagrado, si ha de ser pensado en plenitud, no puede agotarse en la inmanencia ni disolverse en la ciclidad cósmica. Lo sagrado exige apertura, irrupción, comunión. Y en esa apertura, la encarnación cristiana no niega la intuición andina, sino que la plenifica, revelando que lo divino no es solo matriz fecunda, sino también don que desciende, rostro que llama y misterio que redime.

 

II. La ontología de Zenón: potencia sin alteridad

Zenón sostiene que lo sagrado no necesita trascender desde una Otredad absoluta, sino que se manifiesta desde la más honda mismidad del cosmos, desde su interior genésico, desde la potencia seminal que habita el orden natural. Esta visión, que encuentra resonancia en el pensamiento andino, propone que todo orden es precario y que lo sagrado exige cuidado, no dominación. En ese marco, la libertad no se concibe como “salvación” ni como “libertad de”, sino como “libertad para”: acción creativa, consciente de su límite, cuidadosa de no incurrir en la hybris griega, en la desmesura que rompe el equilibrio del mundo.

Sin embargo, esta ontología —cuando se absolutiza— termina incurriendo en un reduccionismo insostenible. Porque al encerrar lo sagrado en la pura inmanencia, se lo priva de su dimensión convocante, de su capacidad de interpelar, de redimir, de trascender. Lo sagrado, si ha de ser tal, no puede agotarse en lo que brota: debe también descender, irrumpir, llamar. La mismidad del cosmos, por fecunda que sea, no puede sustituir la alteridad del misterio. Y esa alteridad no es negación de lo ancestral, sino su plenitud.

 

En última instancia, reducir lo sagrado a la pura potencia genésica del cosmos equivale a neutralizar su fuerza transformadora y a confundir fecundidad con plenitud. Una ontología que se encierra en la inmanencia convierte lo sagrado en mera energía vital, en un ciclo que se repite sin horizonte, incapaz de convocar al ser humano a la comunión y a la trascendencia. Lo sagrado no puede limitarse a ser matriz: debe ser también palabra, rostro, acontecimiento. Si se lo confina en la mismidad del mundo, se lo despoja de su capacidad de irrumpir, de interpelar y de redimir. Y en ese gesto, lo que se presenta como defensa de lo ancestral termina siendo su empobrecimiento, porque lo priva de la apertura que le da sentido y de la alteridad que lo plenifica.

 

III. El riesgo del panteísmo: univocidad y clausura

No hace falta tener el ojo demasiado agudo para advertir que esta clausura ontológica conduce directamente al panteísmo, es decir, a una interpretación unívoca del ser donde lo divino se confunde con el todo, y el todo se absolutiza como lo divino. Pero esa posición, aunque seductora en su armonía aparente, no se sostiene ni en la teoría ni en la realidad. Desde el punto de vista filosófico, la univocidad del ser anula la posibilidad de trascendencia, de comunión, de respuesta. Si todo es igualmente sagrado, entonces nada lo es en sentido pleno. Lo sagrado se vuelve paisaje: bello, pero mudo.

Desde el punto de vista histórico y empírico, esa reducción tampoco se condice con la experiencia humana. Para sostenerla sería necesario negar la encarnación y la resurrección de Cristo —acontecimientos que han resistido siglos de crítica racional, filosófica y teológica sin ser desmontados—, así como la evidencia sobrenatural que se manifiesta en la vida de los místicos, los santos, los milagros, los exorcismos. Fenómenos que la ciencia no ha podido explicar ni refutar con suficiencia. No se trata de apelar a lo inexplicable como argumento, sino de reconocer que lo sagrado trasciende la lógica reductiva de lo meramente cósmico. Lo divino no se agota en la potencia genésica del mundo: irrumpe, transforma, llama, redime.

Filósofos como Spinoza, Schelling en ciertos momentos de su obra, o incluso Deleuze en su lectura vitalista del ser, han intentado sostener una ontología panteísta donde lo divino se identifica con la totalidad del cosmos. Sin embargo, en todos ellos se advierte la misma dificultad: al absolutizar la inmanencia, lo sagrado se disuelve en la univocidad del ser y pierde su capacidad de convocar, de interpelar, de redimir. Spinoza reduce lo divino a sustancia única, infinita, pero muda; Schelling oscila entre la potencia natural y la revelación, sin resolver la tensión; Deleuze celebra el devenir como afirmación, pero lo convierte en pura repetición sin alteridad. En cada caso, la clausura panteísta termina por neutralizar la dimensión trascendente del misterio, atrapando lo sagrado en un horizonte que, aunque fecundo en imágenes y conceptos, se vuelve incapaz de abrirse a la comunión y al don.

 

IV. La teología postconciliar: encarnación sin clausura

Además, la teología contemporánea —especialmente la que emerge del impulso postconciliar— ha transitado precisamente por el camino que Zenón reivindica, pero sin caer en el reduccionismo de clausurar lo sagrado en la inmanencia. Pensadores como Teilhard de Chardin, Maritain, de Lubac, Congar, Chenu, Schillebeeckx, von Balthasar, Rahner, Gustavo Gutiérrez y Küng han desarrollado una teología de la encarnación que no niega lo terrenal, lo histórico, lo social, sino que lo asume como lugar teológico. Pero lo hacen sin disolver la trascendencia. No absolutizan la inmanencia, sino que la abren al misterio.

En esta visión, lo sagrado no es solo potencia genésica, sino también don, llamado, comunión. La encarnación no es símbolo mítico ni energía cósmica: es irrupción histórica, presencia real, acto de amor que redime. Y esa redención no puede ser pensada desde una ontología que clausura lo divino en el cosmos, porque lo divino, en su verdad más honda, no solo brota: desciende, interpela, transforma.

Por ello, la teología postconciliar demuestra que la encarnación no es un mito que se disuelve en la energía cósmica ni una metáfora cultural que se agota en lo ancestral, sino un acontecimiento real que rompe toda clausura ontológica. En Cristo, lo divino no se confunde con el mundo ni se exilia de él: lo habita, lo transfigura y lo redime. Esta es la diferencia decisiva frente a las ontologías cerradas de la inmanencia: mientras ellas reducen lo sagrado a potencia vital, la encarnación revela que lo sagrado es también alteridad que se dona, presencia que interpela, comunión que salva. Allí se muestra que lo divino no es mera continuidad del cosmos, sino su plenitud, su horizonte y su sentido último.

 

V. Nietzsche como contraste: el colapso del sentido

Frente a esta ontología del vínculo, el pensamiento de Nietzsche representa el momento en que incluso la inmanencia se descompone. Nietzsche no afirma el cosmos como plenitud, sino como vértigo. No celebra la vida como potencia, sino que la estiliza en su descomposición. El eterno retorno, la voluntad de poder, el superhombre: todos ellos son máscaras que se deshacen en el mismo vacío que intentan ocultar. No hay afirmación posible, porque toda afirmación se autodevora. No hay devenir, porque el flujo mismo es ilusión. No hay nada, porque incluso la nada se vuelve figura.

Zenón ha objetado que esta crítica a Nietzsche se sostiene en una idea platónico-cristiana de que la ilusión es negativa, porque presupone la existencia de una Verdad. Pero en Nietzsche —dice Zenón— la ilusión es poiética, creativa, afirmativa. Es el modo como discurre y se afirma la vida.

Sin embargo, esta defensa no alcanza a desmontar el núcleo corrosivo que se ha señalado. Porque si toda afirmación se autodevora, entonces incluso la ilusión como afirmación se vuelve figura que se disuelve. No hay poiésis sin forma, y Nietzsche lleva la forma hasta su punto de implosión. Lo que queda no es creación, sino estilo. No es afirmación, sino mueca. No es vida, sino su simulacro.

Zenón quiere rescatar a Nietzsche como pensador de la vida que se afirma en la ilusión. Pero Nietzsche no afirma la vida: la estiliza en su descomposición. No hay afirmación posible, porque toda afirmación se sabe ficción. Y en ese saber, se deshace. Nietzsche no celebra la ilusión: la lleva hasta el punto donde incluso la ilusión se vuelve insostenible.

Por eso, responder a Zenón exige no discutir si la ilusión es creativa o no, sino mostrar que en Nietzsche, incluso lo creativo se vuelve gesto sin fondo. No hay poiésis sin forma, y Nietzsche descompone toda forma. No hay afirmación sin sujeto, y Nietzsche disuelve al sujeto. No hay vida sin sentido, y Nietzsche consume el sentido. Lo que queda no es afirmación de la ilusión, sino vértigo ante su imposibilidad.

Los exégetas de Nietzsche —Jaspers, Heidegger, Deleuze, Foucault, Derrida, Bataille, Klossowski, Kauffman, Safranski, Kofman, Vattimo, Luc Ferri, Reginster, Volpi, Losurdo— han interpretado, sistematizado, reordenado, pero no han descendido hasta el núcleo corrosivo de su lógica. Han preferido el Nietzsche útil, brillante, citable. Pero han evitado el Nietzsche terminal, el que no deja nada en pie, ni siquiera a sí mismo.

Jaspers lo convierte en figura existencial, en símbolo del límite humano. Heidegger lo reabsorbe en la historia del ser. Deleuze lo estiliza como afirmación del devenir. Foucault lo instrumentaliza como genealogista del poder. Derrida lo textualiza como diseminación. Klossowski lo estetiza como cuerpo y simulacro. Bataille lo convierte en rito. Kaufmann lo moraliza. Vattimo lo convierte en programa. Safranski lo narra. Losurdo lo combate. Todos ellos, con matices y elegancia, han retrocedido ante el desafío de extraer las conclusiones últimas: que no hay afirmación posible, que toda interpretación se autodevora, que incluso la nada es figura.

En Nietzsche, la interpretación no es apertura, ni método, ni herramienta: es vértigo sin fondo. Por eso su pensamiento no solo colapsa como sistema, sino que arrastra consigo la posibilidad misma de interpretar. No hay afuera del juego, porque el juego es todo. Y todo es ilusión. Incluso la nada, en su lógica, se vuelve figura.

Frente a sus exégetas que lo han domesticado, estetizado, instrumentalizado o moralizado, este ensayo extrae las conclusiones últimas que todos ellos han evitado. Se rechaza el Nietzsche útil, brillante, citable, y se revela al Nietzsche terminal, al que no deja nada en pie, ni siquiera a sí mismo.

En este sentido, la ontología de Zenón no se distancia de Nietzsche, sino que lo prolonga bajo el ropaje del animismo andino. Al absolutizar la inmanencia y reducir lo sagrado a la potencia genésica del cosmos, Zenón reproduce el gesto nietzscheano de disolver toda trascendencia en el vértigo de la vida que se afirma como ilusión. Su defensa de la ilusión como poiésis creativa no es más que la traducción cultural de la estilización nietzscheana de la vida en su descomposición. Así, lo que Zenón presenta como cuidado del mundo y afirmación de lo ancestral termina siendo la misma lógica corrosiva que en Nietzsche: un juego sin fondo, una afirmación que se autodevora, una sacralidad que se disuelve en simulacro. Zenón, al querer rescatar la vitalidad de Nietzsche, queda atrapado en su núcleo terminal: la clausura de toda alteridad y la reducción de lo sagrado a estilo sin horizonte.

 

VI. Una metafísica del vínculo: jerarquía sin verticalismo

Lo que este ensayo propone no es una metafísica que niegue la inmanencia, ni una teología que exilie lo ancestral. Al contrario: se reconoce en el Uku Pacha una intuición profunda de lo sagrado como potencia genésica, como matriz fecunda, como interioridad que vibra. Pero esa intuición, si quiere ser plena, debe abrirse al misterio que la convoca, al rostro que la llama, al don que la transfigura.

La metafísica del vínculo que aquí se articula no borra la jerarquía ontológica entre lo trascendente y lo inmanente. La respeta, la afirma, la habita. Porque lo trascendente no es negación de lo inmanente, sino su plenitud. Y lo inmanente no es autosuficiencia, sino apertura. Lo divino no se confunde con el cosmos, pero tampoco lo abandona. Lo habita sin agotarse en él. Lo convoca sin violentarlo. Lo redime sin destruirlo.

Esta jerarquía no es dominio, ni imposición, ni verticalismo metafísico. Es la estructura misma del misterio: lo que llama desde más allá, pero se dona desde más acá. Lo que trasciende sin exiliarse. Lo que se encarna sin confundirse. Lo que salva sin absorber. Lo que convoca sin clausurar.

Por eso, la encarnación no es solo un acontecimiento teológico: es el gesto ontológico que revela la estructura del vínculo. En Cristo, lo trascendente se hace inmanente sin perder su alteridad. Y en ese gesto, lo humano no se disuelve en lo divino, sino que se eleva en comunión. La historia no se borra: se transfigura. La tierra no se niega: se santifica.

Zenón, al absolutizar lo ancestral, corre el riesgo de clausurar esta dinámica. Su ontología del Uku Pacha, aunque rica en simbolismo, termina por encerrar lo sagrado en la mismidad del cosmos. Pero lo sagrado, si ha de ser tal, no puede ser clausura: debe ser apertura. No puede ser solo matriz: debe ser también llamado. No puede ser solo potencia: debe ser también presencia.

La metafísica del vínculo que aquí se defiende no niega lo ancestral, pero tampoco lo absolutiza. Lo integra en una visión más amplia, donde lo sagrado no se agota en la tierra, sino que se abre al cielo. Donde la libertad no es solo creación, sino también respuesta. Donde el amor no es solo energía, sino rostro. Donde lo divino no es solo germinación, sino comunión.

La variante del panteísmo que Zenón propone se distingue por incorporar la ciclidad propia de la visión cosmocéntrica precolombina, donde el tiempo y lo sagrado se conciben como ritmos de germinación, muerte y regeneración. Sin embargo, esta adición no lo libera de la clausura ontológica: al absolutizar la inmanencia, convierte lo sagrado en un ciclo cerrado, sin apertura al misterio trascendente. En rigor, el logos cósmico inmanente andino no es panteísta, sino henoteísta: reconoce una jerarquía de lo divino, con deidades tutelares y fuerzas superiores que ordenan el cosmos, sin reducirlo a una sustancia indiferenciada. Al confundir esta henoteidad ancestral con un panteísmo horizontal, Zenón empobrece la riqueza de la cosmovisión andina, pues la priva de su dimensión de alteridad y de su apertura a lo trascendente, reduciendo lo sagrado a mera repetición cósmica sin comunión ni llamado.

 

VII. Conclusión: lo sagrado como comunión

El recorrido de este ensayo ha mostrado que lo sagrado no puede reducirse a la clausura panteísta de la inmanencia, ni al vértigo nihilista de Nietzsche, ni a la mera potencia genésica del cosmos que Zenón reivindica desde el Uku Pacha. Cada una de estas perspectivas, aunque sugerente, resulta insuficiente: el panteísmo disuelve la alteridad en un todo indiferenciado, el nihilismo consume el sentido en su propia implosión, y la ontología de la inmanencia encierra lo sagrado en la horizontalidad de un ciclo cósmico sin apertura.

Pero es necesario precisar que el cosmos andino, especialmente en su matriz precolombina, no fue nunca panteísta. Su lógica es henoteísta: reconoce una pluralidad de fuerzas y deidades, pero ordenadas jerárquicamente en torno a lo superior, sin reducir lo divino a una sustancia indiferenciada. Al confundir esta henoteidad ancestral con un panteísmo horizontal, Zenón deforma la riqueza de la cosmovisión andina, pues la priva de su apertura a la alteridad y de su capacidad de convocar al misterio.

Frente a ello, la teología de la encarnación ofrece una clave más fecunda: lo sagrado como vínculo, como comunión entre lo trascendente y lo inmanente, entre la tierra que germina y el misterio que desciende. El logos cósmico andino, en su henoteísmo ancestral, ya intuía esta jerarquía sin verticalismo, donde lo divino habita el mundo sin confundirse con él. La encarnación plenifica esa intuición, mostrando que lo sagrado no es solo potencia, sino también don; no solo matriz, sino también llamado; no solo energía, sino también presencia.

Así, lo sagrado se revela como comunión: apertura que convoca, alteridad que redime, misterio que se ofrece. No es paisaje mudo ni simulacro estilizado, sino encuentro vivo que transforma la historia y santifica la tierra. En este horizonte, la libertad se entiende no solo como creación, sino como respuesta; el amor no solo como energía, sino como rostro; y la vida no solo como ciclo, sino como plenitud. Lo sagrado, entonces, no se clausura ni se consume: se abre, se dona y se transfigura en comunión.

 

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