jueves, 10 de mayo de 2012

HERMENÉUTICA MITIZANTE-EL MAL- SENTIDO DE LA VIDA


El sinsentido de la vida y el mal
Desde una Hermenéutica mitizante
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía

¿No es, acaso, la presencia del “mal” en el mundo una de las más poderosas razones para la difusión del sin sentido de la vida? El sinsentido de la vida se asocia, por lo general, con un mal que se padece. Sólo cuando se declara que el vivir no tiene sentido y que el hombre mismo crea sentido, entonces el sinsentido deja de estar necesariamente ligado al mal. De todos modos, el problema del mal ha sido la más poderosa incitación ha pensar y tiene que ver directamente con el problema del sentido y sinsentido de la vida. Ahora bien, si el ser aparente aspira a la posesión de la mayor dignidad metafísica del ser verdadero cabe preguntarse entonces: ¿por qué existe y de dónde procede el mal, el no ser, la falsedad, el desvalor y el sinsentido? Este es uno de los temas más espinosos de la misma historia de la filosofía, de los mitos y de la religión.

Y en este punto es necesario afirmar que el círculo hermenéutico exige creer para comprender y comprender para creer. La hermenéutica al desmitologizar revela la dimensión del símbolo como signo originario de lo sagrado. La filosofía establece un campo de objetividad para los símbolos, porque una ontología de lo finito requiere reconocer el símbolo como lazo que une al hombre con lo sagrado. La función ontológica del símbolo es que sitúa al hombre en el corazón del ser. Todo hombre es un hermeneuta espontáneo pero otra cosa es la hermenéutica filosófica. Esta ha llegado a un punto en que es preciso abandonar el plano de la verdad sin fe, trampa del racionalismo ilustrado, para comprender la dinámica del símbolo, lo que exige creer para comprender y comprender para creer. Por lo demás, la filosofía tiene presupuestos míticos y deber esclarecer sus presupuestos. Y esto no es caer en una apologética desde el saber hasta la fe, sino elevar los símbolos como conceptos existenciales. Pues hay el mito filosofante, que estimula la especulación, y la filosofía mitizante, que especula con los mitos de origen. Prestar atención a una hermenéutica que remitize para comprender la condición humana, a través de los símbolos de culpabilidad y de los mitos, es eficaz para dar luces al problema del sinsentido y sentido de la vida humana.

La filosofía objeta contra el mito que ésta es incompatible con la racionalidad descubierta por los presocráticos, por tanto el mito representa el simulacro de racionalidad. Pero el mito no es un simulacro de racionalidad, al contrario, tiene su propia racionalidad de índole simbólica. Es impreciso decir que el mito es ya logos, hay que decir más bien cuál es el logos del mito. De lo que se trata es de distinguir el logos del mito y el logos de la ratio. El logos del mito tiene una cuádruple función: 1. universaliza la experiencia, 2. establece una tensión entre principio y fin, 3. relaciona lo original con lo histórico y 4. especula sobre el hiato entre lo ontológico y lo histórico. Por ello, el mito no sólo da que pensar sino que es propiamente pensamiento, pero no es pensamiento explicación sino pensamiento símbolo. En suma, junto a la hermenéutica desmitificadora de la sospecha habría una hermenéutica remitificadora, que busca el sentido a través del símbolo por la vía doble de la sospecha y la escucha. Por supuesto que todo esto implica que si bien no se puede revivir la ancestral percepción inmediata de la conciencia, por lo menos se puede comulgar y superar el olvido de lo sagrado a través de la hermenéutica mitizante. Si el “atrévete a pensar” (Aude sapere) fue el lema de la Ilustración, hoy, ante el maremágnum de empirismo y escepticismo galopante,  el desafío consiste en “atrévete a creer” (Aude credo), pero se trata de una fe unida al saber, muy lejos ya lejos del montanismo tertulianista.

En esta dirección, en lo que concierne al origen del mal se presentan tres principales propuestas. 1. Si el mal procede de Dios o de la Causa primera o, como dicen los mitos teogónicos del caos y los mitos trágicos del dios malo, el mal es anterior al hombre, entonces el sinsentido de la vida no procede del hombre y será una amenaza constante en su vida. 2. Si el mal procede de la materia o, como dice el mito del alma desterrada del orfismo y del gnosticismo, el mal procede del cuerpo material, entonces el sinsentido de la vida no proviene del hombre sino de su desconocimiento del origen divino del alma. 3. Pero si el mal tiene su origen en el hombre o, como sostiene el mito antropológico adámico, en ciertas de sus actividades, entonces el sinsentido será una prueba enviada por Dios al hombre para acreditar su paciencia y ponerlo a prueba en la vía de la santidad.

Hay quienes retienen la errónea idea de que la santidad es retraimiento, quietud, renuncia y huída del mundo, cuando, en realidad, es lucha por el bien temporal y espiritual de la humanidad en unión ontológica con Dios. Pero sin humildad y sed de Dios no se puede recuperar la fe y la gracia divina. Y esta es justamente la situación del hombre moderno, que vive arrogante y satisfecho de sí mismo en su placentera rutina, sin preocuparse por enriquecer su orden espiritual. Sin capacidad de lucha interior no hay posibilidad de vida espiritual. Hay que ser capaz de vivir una serie de muertes y resurrecciones, porque no nos “convertimos” una sola vez en nuestra vida, sino que hay que vivir muchas conversiones y revoluciones íntimas. Ahora se comprende la máxima del cardenal Newman: “Santidad antes que paz”.

En la tercera alternativa se presenta el acto de la Caída, que señala que el hombre es una criatura destinada al bien pero inclinada al mal. Aquí el drama de la tentación no es el deseo mismo, sino, el desbocamiento de los deseos. Esto es, la libertad hace posible el mal pero el mal viene no sólo de nuestra inclinación sino también del Maligno. Entonces la justificación cobra pleno sentido en los símbolos escatológicos del fin. Esto es, que el mito adámico hace pensar que el mal no es una categoría del ser pero conduce hacia un origen no humano. En realidad la fe judía disolvió el mito teogónico oriental del caos original y el mito trágico griego del dios malo. Por ejemplo, en Platón Dios no es la causa de todo, ni de la mayoría de las cosas existentes; en cambio en el judeocristianismo Dios es causa universal de todo lo Bueno y el hombre de todo lo vano. Rousseau comprendió que el hombre era naturalmente bueno y la civilización lo corrompe, y Kant vio con rigor admirable que el hombre está destinado al bien pero inclinado al mal.  A esta inclinación al mal lo denomina Paul Ricoeur[1] labilidad, concepto que supone que la posibilidad del mal está en la esencia de la realidad humana, esta labilidad es siervo arbitrio o voluntad esclava y a su comprensión ayuda el examen filosófico de los mitos y los símbolos.

Aquí la finitud se vuelve culpable por el pecado, porque su estructura ontológica fundamental es ser imagen de Dios, aspirar a lo infinito bueno. En cambio, en el mito de la Caída se destaca el ansia de infinitud pero no del ser ni del conocer sino del deseo. En otras palabras, la Serpiente despierta el infinito malo del deseo. De aquí se extrae la observación fenomenológica de que el sinsentido de la modernidad tardía es fruto de los deseos desorbitados que han incrementado la injusticia en el mundo, pero esto no es sino la punta del iceberg. Observar que el término plutócrata –rico que gobierna- proviene de ploutos –riqueza- y que Plutón era el príncipe de las tinieblas, es indicar que el mal se ceba en la riqueza. Pero de lo que se trata aquí es de revelar su presupuesto metafísico, verdadera raíz que le da su razón de ser. A la pregunta ¿por qué existe sinsentido de la vida si el ser aparente aspira a la posesión de la mayor dignidad metafísica del ser verdadero? Sólo cabe una reflexión ontológico-metafísica que recoja el valor de lo simbólico. Aquí cabe indagar la respuesta a través de cinco prototipos históricos del sentido del hombre, a saber, el hombre teogónico, el hombre trágico, el hombre gnóstico, el hombre adámico y el hombre técnico.

Para el ancestral hombre teogónico del drama de la creación hay sinsentido en la vida porque el mal es original, esto es, anterior a la creación, a los dioses y al hombre, cuyo sino es la purificación, la magia y el rito. Para el hombre trágico hay sinsentido en la vida porque el dios malo homérico y hesiódico se opone a cualquier liberación del héroe humano, cuyo sino es el sufrimiento, el dolor y la injusticia divina. Para el hombre gnóstico el sinsentido de la vida es debido al desconocimiento del origen divino del alma humana, cuyo sino es el destierro y la lucha para recuperar su esencia divina a través del conocimiento. Y para el hombre adámico el sinsentido de la vida se origina porque el hombre está destinado al bien pero inclinado al mal, cuyo sino es la tentación, el desbocamiento del deseo y la necesidad de la gracia divina para recuperar el Paraíso perdido. Pero como el hombre no sólo es una criatura racional sino profundamente mítico-religiosa, en la modernidad se vive el mito de la técnica, en la cual se imagina ser un pequeño Prometeo que puede edificar el Paraíso en la tierra con ayuda de la razón, la ciencia y la tecnología, sin recurrir a Dios, sin sentir pecado, tentación, y viviendo en la ilusión de ser él un pequeño diocesillo que dictamina el ser, no-ser, bien y mal de las cosas. Este es el prototipo histórico del hombre técnico de la modernidad tardía.

En otras palabras, se da un estrecho lazo entre el sinsentido de la vida dentro de los prototipos históricos de humanidad y el mal radical, porque no sólo se experimenta una desorientación subjetiva, sino una merma objetiva en el ser personal que rompe con Dios e infecta por contacto con el pecado. El pecado es moralmente una transgresión pero ontológicamente representa una pérdida en el grado de ser y valer. Así se comprende que el pecado del pecado es anhelo de muerte. Pues por muy radical que sea el mal nunca será tan original como el bien. Y esto es muy importante porque en el hombre se da una extraña combinación entre la esclavitud al mal y la libre disposición al bien. El hombre es la criatura que dispone ontológicamente de una libre disposición al bien y esto es tan decisivo para su ser que incluso su condenación no lo vuelve en otro ser, en un demonio, sino en un condenado, esto es, en una criatura que sufrirá castigo y tormento por negarse a reconocer y realizar su propia esencia. Si el hombre es un ser destinado al bien pero inclinado al mal, el demonio es un ser entregado al mal por su propio arbitrio y sin inclinación alguna al bien. Sin libre disposición al bien no es posible hablar de humanidad, incluso en el humano más perverso hay presencia de una gota de ella. Otra cosa, que no viene aquí a cuento, es abordar el misterioso asunto del irreconciliable odio del inframundo hacia la humanidad. Cuestión en gran parte esclarecido por la misión de Jesús e ilustrado en el pasaje de la tentación en el desierto.
Volviendo al tema del mal se vive así una disyuntiva entre el siervo arbitrio (el mal que se pone viene de fuera e infecta) y el libre arbitrio (la capacidad de elegir entre el bien y el mal). Pero este siervo arbitrio o libertad encadenada no puede hacer que el hombre deje de ser hombre, no desintegra su ser; por eso puede condenarse, arrepentirse y ser salvo. El pecado abarca: origen, tentación, intención, acto, consecuencias y castigo; en cambio el perdón comprende: culpa, arrepentimiento, expiación y retorno a Dios. Pero de cualquier forma, el sufrimiento del inocente, renueva en el misterio de la iniquidad el antiguo misterio del caos. Lo cual señala el límite de cualquier filosofía de la voluntad, hace que el Dios ético pueda mantener su carácter de Dios absconditus y que el hombre aparezca digno tanto de ira como de compasión. La ira de Dios ante los hombres no es la ira ante los ángeles rebeldes, porque la transgresión ontológica del hombre acontece por ignorancia o por vicio mientras en el Maligno por cultivo del mal mismo. Por eso que la compasión divina está abierto al arrepentimiento sincero del hombre más pecador. Dicho de otro modo, el siervo arbitrio puede infectar el libre arbitrio pero no lo puede eliminar, es ineliminable en esta vida aunque sea intrascendente en la condenación. Cómo es posible que esto sea así. Sólo cabe pensar que mientras en la humanidad caída el libre arbitrio es decisivo, en la humanidad condenada deja de serlo por una significativa merma del ser personal.

El sinsentido de la vida en la modernidad tardía es como el pecado un paso hacia la Nada pero no precisamente un paso hacia la culpa, porque el nihilismo que la cobija excluye su interpelación hacia un absoluto trascendente. Mientras que con el pecado Dios se vuelve en el Otro inabordable y el hombre en conciencia desdichada, con el sinsentido nihilista de la vida lo divino desaparece y el hombre se torna en conciencia auto exterminadora. El hombre vuelto contra sí mismo es el resultado nefasto de su falso endiosamiento. El deus in terris sucumbe a su propia fragilidad ontológica y desorientación ética. Rota la dialéctica entre el mandamiento finito y la exigencia infinita se pasa fácilmente a la disolución de la propia existencia finita. La opción de creer sólo en el hombre bajo el criterio de la univocidad del ser termina en el inminente triunfo del sinsentido de la vida, como consumación del nihilismo occidental. Y así como el hombre entró al mundo ético no por amor sino por temor a la mancha infecciosa del pecado, de modo similar sale del mundo ético no por perfecto sino por sentirse libre de Dios. Su indesarraigable deseo de bien se ha degradado, experimentando el mal como algo relativo e insubstancial. El nihilismo posmoderno concluye potenciando la humana labilidad y el sinsentido de la vida.

Es más, se puede apreciar el estrecho lazo que se presenta entre la idea del hombre, el sentido de la vida y la idea del mal en la civilización occidental. Así, la idea judeo-cristiana del hombre lo concibe como una criatura creada por un Dios personal, a su imagen y semejanza, seducido por el ángel caído, y redimido por el Dios-hombre que restablece la unión y el sentido filial con Dios. La idea griega del hombre como mens, ratio, logos, razón, como el agente divino específico del hombre, que da forma y sentido al mundo, con poder y fuerza, siempre y cuando no se deje dominar por los instintos y la sensibilidad, como entradas del mal. La idea positivista del homo faber, concebido como un ser vital que se construye, entre otras cosas, la razón, pero el cual es básicamente un ser instintivo, y de cuya canalización depende su felicidad y el sentido de su existencia, en el que predomina lo económico (Marx), lo sexual (Freud) o el instinto de supervivencia (Darwin). La idea del hombre como ser decadente (Lessing, Schopenhauer, Klages), de una incurable incapacidad de evolución biológica, es un animal enfermo, un monstruo, una vía muerte, plaga del mundo, enfermedad de la vida, todo lo creado por él es mero sucedáneo, el mal es el espíritu, que es un parásito metafísico que se introduce en la vida y en el alma para destruirlo, la historia es un proceso de extinción, el sentido de la vida es la muerte de la realidad humana. La idea del hombre como superhombre (Nietzsche, N. Hartmann), que exige un ateísmo postulativo, el mal es la idea de Dios que nos libra de nuestra misión, no existe Dios alguno que sirva de escudo a la libertad, la responsabilidad, al sentido moral de la existencia humana, los predicados de Dios (predeterminación y providencia) deben ser referidos al hombre.

La idea del hombre como estructura (M. Bajtin, M. Merleau Ponty, J. Cavaillés, L. Althusser, N. Chomsky, R. Jakobson, M. Serres, F. Braudel) no tiene esencia, su ser es producto de su práctica material o lingüística y el sentido de su vida es elaborar su propia historia. La idea del hombre postestructuralista (Bataille, Deleuze, Derrida, Foucault, Levinas), en la historia occidental ha sido un ser dominado por la lógica de la identidad, pero lo esencial del conocimiento es la ceguera, lo visto es escorzo, lo que ha imperado es la perspectiva del presente, hace falta iluminar la diferencia, la alteridad, el pensamiento no figurativo que le devuelve al hombre el sentido de la vida. La idea semiótica del hombre (Barthes, Eco, Greimas, Hjelmslev, Kristeva, Peirce, Saussure, Todorov), la vida humana es una lucha de signos y significados porque el hombre es una criatura semiótica, pues es el lenguaje el que forma a los individuos, el lenguaje es una totalidad abierta y autónoma, la vida humana encuentra su sentido en la compleja red de códigos y subcódigos, la falta de diálogo es la raíz del mal y la incomprensión de la alteridad humana. La idea feminista del hombre (Lucy Irigaray, Michele Le Doeuff, Carole Pateman), según la cual la humanización de la humanidad depende de la incorporación de la mujer a la vida civil, intelectual, espiritual y acabar con el simbolismo fálico de la alteridad. La idea del hombre del postmarxismo (Adorno, Arendt, Habermas, Laclau, Touraine), lo concibe como un ser que requiere de una estructura social no cerrada, sino contingente, que rechace el totalitarismo, que opte por la defensa de la democracia radical, advierta no sólo el lado autodestructivo de la modernidad y sí, más bien, la capacidad de autocrítica, sólo así puede triunfar la acción comunicativa, como sentido de la vida que conduce a la emancipación humana. La idea moderna del hombre (Benjamín, Blanchot, Simmel, Sollers), que concibe a la modernidad no sólo como industrialización sino también como valoración de la conciencia, se sabe autónoma, el arte es irreductible, indeterminado, desafía la imaginación, supera la realidad y la percepción, y el sentido de la vida consiste en reparar en que ésta no es identidad sino diferencia. Por último, la idea postmoderna del hombre (Baudrillard, Duras, Lyotard, Lipovetsky, Vattimo), que conciben al hombre como un ser narrativo, la realidad misma no tiene como origen en la naturaleza sino en el código, las narrativas ya no son creíbles, el diferendo supera la realidad, el sentido de la vida es aceptar una ontología débil, propia de la sociedad transparente y la era del vacío, hay que agotar la sociedad nihilista y sin Dios.

El estrecho lazo que se presenta entre la idea del hombre, el sentido de la vida y la idea del mal en la civilización occidental revela que el hombre, su esencia y su estructura esencial se han hecho problemáticas en medida creciente. Es más, refleja que no sólo es un problema nóetico-antropológico-vital, sino que, incluso, el derrotero metafísico que la civilización occidental dibuja, desde su cúspide la cultura griega clásica, pasando por el alcázar del Medioevo cristiano, hasta llegar a la ciudadela inmanente de la descreída modernidad tardía, una idea del hombre que primero lo encumbra por encima de todos los demás seres con un sentimiento metacósmico, para concluir estrechándolo y rebajándolo como un ser inesencial, efímero y contingente, dentro de un sentimiento intracósmico.

¿Significa este proceso el itinerario en que el hombre concibe cada vez con mayor profundidad y verdad su posición objetiva y su lugar en el conjunto de lo real?, o ¿significa el extravío y la desilusión creciente de una civilización que muestra síntomas de una creciente enfermedad? Aun más, ¿no es el humanismo lo que muere en Occidente?, ¿no es Occidente por su ciencia y técnica una civilización global?, ¿incluso culturas tan elevadas como la China y la India, basadas en un indudable sentimiento cósmico de armonía y unidad entre el hombre y todo lo viviente, no sucumben ante la racionalidad objetivista y técnica de Occidente, justo ante aquella racionalidad que aniquila el humanismo?, ni qué decir de las llamadas sociedades americanas sincréticas, como la quechua, aimara, negros de Bahía, mayas, diversas etnias amazónicas, que son asimilados aceleradamente por la civilización occidental en su fase terminal, es decir, posthumanística, descristianizada e hipertecnificada[2]. No hay duda que Occidente también influye sobre otras culturas con valores positivos, como los derechos humanos, la democracia, etc., pero la interculturalidad no debe convertirse en imposición transcultural, por la cual se torna en nuevo fundamentalismo que agrede el multiculturalismo. El multiculturalismo  no es necesariamente interculturalidad, ni la interculturalidad es forzosamente transculturalidad. Diferencias que Occidente muchas veces ha escarnecido sin derecho.


[1] Cf. Paul Ricoeur, Finitud y culpabilidad, Taurus, Madrid, 1960.
[2] No obstante, hay autores recientes que sostienen que la cultura andina no sólo está viva sino que constituye la esperanza civilizatoria ante el declive y desquiciamiento de Occidente. Véase: Luis Enrique Alvizuri, La resurgencia de las naciones andinas, IIPCIAL, Lima, 2004; Pachacuti. El modelo de desarrollo andino, Bellido Ediciones, Lima 2007. Desde un punto más sociológico, económico y político tenemos: Gerardo Ramos, Una visión alternativa del Perú, URP. Lima 2001; José Mendívil, La otra libertad, URP, Lima 2005. Un antecedente cuyo punto de vista es del mestizaje constituye la obra de Antenor Orrego, Hacia un humanismo americano, Mejía Baca, Lima, 1966. Sobre el sincretismo americano véase los libros del Padre Manuel Marzal, El sincretismo iberoamericano de Manuel Marzal, PUCP, 1985 y Tierra encantada, Ed. Trotta, 2002.

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