MI RECUERDO DE LEOPOLDO CHIAPPO
Me he despertado a las cuatro de la mañana con la idea del título de una nueva obra que preparo. Me preguntaba si debía dejarlo en "La Filosofía como historicismo ontológico" o cambiarlo por "Filosofía, Verdad e Historia". Y de pronto, como un rayo caído de lo alto, vino a mi mente el recuerdo de Leopoldo Chiappo. Un distinguido maestro que tanto meditó sobre la vida del espíritu me estaría diciendo que oiga a mi espíritu para definir el título.
Mi recuerdo del filósofo Leopoldo Chiappo Galli (1924-2010) es muy grato a pesar de ser breve. Efectivamente, apenas nos vimos dos veces, pero fueron suficientes para consolidar una amistad espiritual. La primera en un evento filosófico de la Universidad Ricardo Palma, donde me extendió la invitación para visitarlo en su domicilio, y la otra en su propio departamento ubicado en Miraflores, donde intercambiamos libros. Allí me recibió con su bella pareja Hilda Espejo, que nos ofreció un delicioso chocolate caliente y unas galletitas de azúcar para acompañar nuestra conversación y combatir el frío limeño de un gélido mes de abril de 1998.
Vivía en un cómodo y pequeño departamento miraflorino, muy ordenado, limpio y rodeado de muchos libros. Era una calle cuyo nombre no recuerdo, pero que estaba ubicado apenas a una cuadra de la Avenida Benavides. Me recibió amablemente con una amplia sonrisa, su cabeza ya estaba cubierta por la nieve de los años. Su persona irradiaba la característica simpatía de sus ancestros italianos. Lo acompañaba una bella dama, de ojos hermosos, finos labios, talante encantador, de largo cabello negro azabache, y que muchos años después me enteré de que sería su segunda esposa.
Conversamos sobre la vida del espíritu, su devaluación en la vida presente, y la necesidad de recuperar su brillo iluminador. Acto seguido me dedicó su edificante pequeño librito intitulado "La ardiente vida del espíritu o de la plenitud". Era un pequeño y enjundioso libro elaborado sobre una pregunta y veinte palabras de Romano Guardini. Y junto a ello también me dio con dedicatoria la copia de su artículo "Éxtasis místico y éxtasis químico" publicado en la Revista de neuropsiquiatría (60: 279-282, 1997). Allí denunciaba la vida acelerada moderna que impedía el repliegue interno, la meditación, la auténtica espiritualidad, y que en compensación empujaba a la falsa espiritualidad mediante las drogas.
Yo era apenas un joven de unos 39 años, que había escrito unos cuantos libros, y él un consagrado maestro dantólogo. Conocía su sugerente libro sobre Nietzsche y sus sesudos volúmenes sobre Dante. Y sobre los cuales los peruanos todavía esperamos la publicación de sus Obras Completas, quizá por la Universidad Cayetano Heredia, a la cual tantos años, talento y esfuerzo dedicó. Pero, sin duda, conocerlo personalmente era el verdadero suceso excepcional. Yo tuve esa suerte. Su voz tenía un timbre muy especial. Era la voz de un maestro que expresaba las palabras de un espíritu vivo y vibrante. Su mirada también tenía la luz inquisitiva del genio. Sus manos huesudas y finas parecían las de un pianista. Hombre sencillo, de profundidad y pureza del alma.
Desde nuestro primer encuentro en la Universidad hicimos buenas migas. En el evento nos sentaron juntos en el podium, y tras mi disertación se me acercó al oído y me susurró: "Usted es un defensor de la vida del espíritu, luego conversamos que tengo un librito a propósito". Así era Chiappo. Sincero, espontáneo, abierto, sensible, comunicativo y veraz. Acto seguido su breve conferencia me impresionó por la profundidad de sus ideas y fineza conceptual. Sentí una descarga eléctrica que establecía un fuerte vínculo entre nosotros, porque nuestros espíritus protestaban por la devaluación de lo espiritual y el eclipse de lo eterno.
Esas fueron las dos únicas ocasiones que tuvimos para escucharlo e intercambiar opiniones personalmente. Años más tarde me enteré de que fallecía a los 85 años en 2010. El fino psicólogo y agudo filósofo chosicano está hoy en el Empíreo, partió hacia la vida ardiente del espíritu, dejándonos una estela imborrable de su paso por este mundo. Le estaré siempre agradecido por su profundo mensaje de vigencia permanente. ¡Vive para siempre, querido don Leopoldo, amigo y maestro de siempre!
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