EL ATEÍSMO MORAL DE FRANCISCO MIRÓ QUESADA
Es hora de alzar el
escalpelo para extirpar los tumores del inmanentismo, y no con ánimo personal,
sino con urgencia doctrinal. En este sentido, el ateísmo moral de Francisco
Miró Quesada representa una de las formas más sofisticadas del inmanentismo
filosófico latinoamericano: pulcro, racional, filantrópico… y sin embargo,
profundamente amputado de toda verticalidad ontológica. El “humanismo racional”
que postula —famosamente desarrollado en textos como El hombre y su
filosofía o en sus intervenciones públicas— promueve una ética sin
religión, un sentido del deber sin fundamento trascendente, una dignidad humana
sin filiación metafísica. En su propuesta, el hombre no es criatura, sino autor
y juez de sí mismo, y la moral se sostiene en el consenso, en el diálogo, en la
cultura, pero nunca en el misterio que lo excede. El resultado: una ética
racionalizada, autocontenida, elegante, y solemnemente vacía de altura.
Miró Quesada quiere la
virtud sin la gracia, el bien sin el Bien, el respeto por la persona sin
aceptar que esa persona procede del Ser. No niega con violencia, sino que desconecta
con pulcritud. Su ateísmo moral es una operación quirúrgica de amputación:
extirpa la teología y proclama que la herida ha sanado. Pero el cuerpo moral
queda desangrándose en dignidad declarativa sin aliento eterno. Su razón moral
—tan bien argumentada— no resuelve el problema del mal, ni ofrece sentido al
sufrimiento, ni engendra vocación. Es una razón que ilumina el piso, pero deja
el cielo en sombras. Una moral que funciona, pero no redime. ¿Qué valor tiene
el respeto por la vida si no sabemos de dónde viene ni a dónde va? ¿Cómo
sostener la responsabilidad si el hombre no ha sido llamado por nadie más que
por su propia conciencia evolutiva?
Lo dramático es que Miró
Quesada, buscando salvar al hombre de la superstición, termina entregándolo a
la intemperie de una ética sin rostro sagrado. Y en esa intemperie, florecen
los derechos sin deberes, las declaraciones sin oración, la autonomía sin
asombro. El ser humano deviene medida de sí mismo: soberano de un mundo sin
altar. Contra ese ateísmo moral, urge recordar que la moral no se sostiene por
consenso ni por cultura, sino por verdad. Y la verdad, si no brota del ser, si
no remite a lo eterno, se desvanece en convención. Sólo hay dignidad humana
porque hay una fuente que la confiere; sólo hay libertad porque hay un Logos
que la justifica; sólo hay bien si hay un Bien con mayúscula. Miró Quesada ha
sido respetado —y con razón— por su lucidez filosófica, por su compromiso
cívico, por su influencia crítica. Pero el precio de su coherencia inmanentista
ha sido alto: una ética sin alma, una moral sin temor ni temblor, una razón que
no se arrodilla ante lo sagrado. Y eso, en tiempos de colapso espiritual, ya no
basta. No nos salva. Al contrario, nos hunde más en el naufragio espiritual. Su
ateísmo moral exuda decadencia espiritual racionalista del hombre Prometeico
moderno por todos los poros.
Contra todo esto, el
verdadero humanismo se alza como contracorriente. No es teocrático ni fanático,
pero afirma con humildad que el hombre no es la medida de todas las cosas: es
medida porque ha sido medido por Otro. El hombre vale porque ha sido amado
desde antes de sí, incluso antes de su propia creación. Su libertad no es
invención, sino respuesta. Su dignidad no se autoafirma: le ha sido concedida.
El rostro del hombre brilla no cuando grita su autonomía, sino cuando se
inclina en gratitud. Educar en este humanismo es educar en el asombro, en
límite, en apertura. Es enseñar que el saber no se justifica por su utilidad,
sino por su belleza. Que el amor no es elección, sino vocación. Que la razón no
basta: debe inclinarse ante lo que la excede. Porque sin esa verticalidad —sin
ese temblor metafísico—, el hombre se vuelve su propia caricatura: un animal
con laptop y derechos sin alma.
Y sí: este humanismo es
contracorriente. Porque en una cultura que premia la blasfemia como valentía,
la adoración parece debilidad. Pero donde el hombre se reconoce criatura, allí
comienza su verdadera grandeza. No en el grito de independencia, sino en el
susurro de filiación.
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