Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
Cuando
Nietzsche en la segunda mitad del siglo diecinueve proclamaba la muerte de
Dios, la transvalorización de todos los valores y el ocaso de los ídolos, jamás
imaginó que el hombre mismo se entronizara en deidad terrestre. Y el
autoproclamado superhombre cabalgaría en el siglo veinte sobre la monserga
bestia del nihilismo. Desde ella la modernidad tardía emprendería la negación
de los valores, las virtudes y la moral. En el siglo veintiuno el sofisma de
turno de la posmodernidad pregona el “todo vale” y como tal “nada vale”. Qué
lejos ha quedado la hora agnóstica de Kant y sobre los hombros del escepticismo
se instaura el reino del relativismo protagórico. La modernidad está
culminando, y completando su triste círculo amenaza al hombre mismo con el
credo del transhumanismo. La misma realidad humana está en peligro.
El ocaso
de los ídolos se convirtió en realidad en ocaso de los valores. Desde aquí el espíritu humano agoniza. El terreno
del alma se ha tornado árido para el cultivo de las virtudes. El hombre en ese
contexto ha perdido dignidad. La aspiración kantiana de poner el Estado de
derecho sobre el Estado de bienestar no ha culminado en triunfo de la justicia,
como se esperaba, sino en la omnipotencia de una razón práctica que se coloca
por encima del bien y del mal. La modernidad en su fase de apogeo creyó en la
promoción de una nueva humanidad sobre la base de la idea pura del derecho.
Pero el derrotero histórico de la modernidad demostró que la justicia que no se
basa en el amor, que la ética sin religión culmina en holocausto material y
espiritual.
El
problema no es sólo que el capitalismo es una sociedad sin ética, sino que las
bases metafísicas mismas de la modernidad conducen a ello, a saber, a lo
anético. Y es que el problema de fondo de la autonomía de la razón es la
negación de las verdades suprarracionales como camino regio para reconocer que
la condición humana requiere tanto de la dimensión inmanente como trascendente.
Cuando se rompe o quiebra esa unidad es la propia realidad la que se trastoca y
conduce hacia una secularización disolvente. La filosofía moderna ha
desempeñado un rol protagónico en la crisis de la conciencia occidental y en la
crisis de los valores. Rechazando la Trascendencia, negando el Ser que funda
todo ser, ha derivado hacia el irracionalismo e impedido que la razón conquiste
las verdades suprarracionales. Y es que sin Dios no se piensa racionalmente ni
se puede vivir una vida virtuosa, ética y valorativa.
El
idealismo subjetivo imperante en la modernidad nihilista se vuelve en enemigo
letal de la verdad objetiva. De esa forma no se puede asegurar ni la felicidad
ni la dignidad de la humanidad, porque es intrínseco a la estructura ontológica
del hombre el problema de la verdad y divinidad. Nuestra época está privada de
verdad y ha extraviado el sentido del ser. Ello acarreó la pérdida del sentido
de la vida, de la moral y de los valores. El valor necesita del ser como las
flores necesitan el líquido elemento. Por ello la reestructuración ética exige
una revolución metafísica. La modernidad clausuró primero la trascendencia en
el cosmos y entonces ésta se refugió en el alma. El cielo y el infierno se
abrieron en ella.
Mas ahora,
la está desalojando del alma misma. Y en un panorama verdaderamente luciferino
cielo e infierno son echados al tacho colero por una conciencia que se siente
exenta y omnipotente respecto a toda trascendencia. Se ha configurado el contexto
para vivir libre de toda norma universal. Fracasan con su pura idea de derecho
tanto el Estado jurídico como el Estado de bienestar. Ambos son elementos de la
misma fórmula que conducen hacia la desintegración de los valores.
Hace
falta volver tanto hacia una metafísica de la interioridad de índole
agustiniana como a una metafísica de la exterioridad de índole tomista. No es
posible recuperar el sentido de las dimensiones éticas de la vida sin restaurar
el fundamento trascendente que insufla una verdadera interioridad del alma y
exterioridad del cosmos. El drama del pensamiento moderno con su excrecencia
nihilista es la demostración más palpable que es necesario asumir una razón
abierta a la fe y a lo sobrenatural. El logos humano exige de ambas alas para
llegar a la verdad y llevar una vida buena. Sin justicia no hay humanidad, más
sin fe no hay justicia ni humanidad. La humanidad en la modernidad nihilista
yace extraviada porque tenía que perder la justicia al perder la trascendencia.
Y la razón humana no sólo es pensar sino también sentir una situación
existencial que necesita el ámbito de la inmanencia
entrelazada con la trascendencia. De lo contrario su desorientación está
garantizada.
El hombre
puede emprender el cambio interior de lo anético a lo virtuoso porque la verdad
habita en su alma. Desde ella puede
comenzar a abrirse a la recuperación de la trascendencia y culminar en el
reconocimiento de las verdades suprarracionales. Esta forma de sobreponerse a
la modernidad nihilista quizá no sea la única pero conserva toda su validez
desde el momento en que la libertad y la autonomía de la voluntad no es
absoluta sino relativa y su centro es una moral unida a una metafísica de lo
trascendente. Pues el origen de la sociedad no es el derecho y la ley, sino el
sentimiento natural humano de bondad. Cuando ésta se pervierte o complica
–generalmente desde la aparición de la civilización- se requiere de la ley. Esa
inclinación del hombre hacia el bien es el centro de la moral y es de índole
metafísica.
La
apelación constante a la metafísica no es resultado de una reflexión teológica,
sino ontológica. Ahora fortalecida desde la ciencia a partir del experimento de
Aspect de 1982. Este experimento pionero verificó las predicciones mas
paradójicas de la mecánica cuántica, haciendo decir a algunos que la metafísica
se hizo experimental. La comunicación instantánea o superlumínica entre el
espín de dos partículas dio paso a hablar del “efecto de Dios” o
entrelazamiento entre la mecánica cuántica y la metafísica experimental. Es
casi como hablar de la presencia de la mente en la materia o de la presencia de
una sincronicidad entre ambas.
22 de Julio 2018
El nacionalismo tiene desafìos nuevos para resurgir en un mundo global con problemas mundiales. La globalizaciòn va màs allà del neoliberalismo y la mundializaciòn se acelera por la confluencia de crisis de ìndole global. Hemos ingresado a la Era de la Tierra, la era planetaria se acelera y exige del pensamiento humano respuestas a la altura de problemas globales. Y si el nacionalismo busca renacer debe ofrecer respuestas a dichas crisis globales. El nuevo nacionalismo debe ser capaz de ofrecer soluciones globales. La Humanidad es una categorìa màs amplia que la Naciòn, y el neonacionalismo debe responder a sus nuevos problemas. De lo contrario en vez de constituir una contribuciòn se convertirà en un bàrbaro regresionismo reaccionario decimonònico con perfiles de amenaza fascista. Una filosofìa de la sìntesis que integre lo universal (el pensamiento humano) con lo particular (la tradiciòn nacional) puede ser el alma utòpico-epistèmica del neonacionalismo
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