lunes, 20 de mayo de 2024

[LA LIBERTAD DE UN INTELECTUAL]

 

VÍCTOR SAMUEL RIVERA-Filósofo/PUCP

 

[LA LIBERTAD DE UN INTELECTUAL]


 


 

A modo de carta abierta.

Quiero dar un testimonio personal sobre Gustavo Flores Quelopana. Mi deseo es expresar el valor que tiene su obra en el quehacer filosófico contemporáneo en el Perú, al que ha aportado de diversas maneras en este tiempo actual que nos ha tocado vivir a él y a mí. Como historiador de la filosofía, presentaré mi testimonio como una muestra de empatía, aunque oblicua, es decir, indirectamente. Es notorio que no coincidimos él y yo en muchas cosas, algo que hasta es un bien que suceda; sin embargo, aclararé al final un par de ellas.

En gran medida adopto este enfoque de historiador de la filosofía por la forma peculiar que tenemos de ver la actividad filosófica en este tiempo nuestro, marcada por la más sobria de las locuras: la locura científica. El historiador ve su materia de estudio como un trabajo moral en curso. El filósofo que cree de sí mismo ser “científico” pertenece a una camada distinta. Piensa seriamente que hay un punto de vista que es el verdadero y, por lo mismo, ve con una antipatía cansada a quien cree que hay en curso algo moral que no esté hecho ya por la naturaleza, por alguna divinidad perezosa o por la Asociación de Psiquiatras Americanos. Invoca alguna sustancia probada en el cerebro y deduce de ello verdades morales, mientras que esta misma actividad, vista desde la lejanía prudente del tiempo, aparece como una analogía de los vicios más comunes en los Estados Unidos. Con Gustavo Flores comparto la idea del trabajo moral, aunque creo que uno debería ser discreto con las certezas. Aunque Flores piensa de manera distinta, la presente es una época de grandes certezas. De certezas creadas por los psiquiatras en alguna asamblea de dados cargados.

Es sorprendente, pero esta época de relativismo absoluto, donde todos los males están bendecidos por la autoridad antes que, por la verdad, resulta ser el producto social de la idea de una sociedad ilustrada y científica. El proyecto de una sociedad de sabios es una colmena de ignorancia. Esta aserción es central en lo que creo compartir con Flores, aunque él se exprese bien de otra manera. La mera concepción de un mundo instalado desde el saber implica una idea política del conocimiento y, por lo mismo, de la ignorancia. El mundo moderno ha situado y ubicado la ignorancia y le ha dado faz de enemiga. Dejo esta apreciación suelta como un elogio a la ignorancia, que es la sabiduría sin presunciones. Vayamos ahora a dar un paseo por el cientificismo, el padre que la ha gestado. Se menciona al cientificismo y la ignorancia como esferas de sentido político, como marcos donde la crítica política sea posible, ya sea desde un lado o desde el contrario. Estas esferas generan el espacio de tensión que hace posible la filosofía contemporánea. Gustavo Flores se halla bien situado en ese lugar de tensión.

El cientificismo es la versión ideológica de diversas formas de positivismo filosófico. Si hubiera que definirlo, yo diría que es aquella cultura que tiene como criterio de verdad uno o algún modelo de comprobación de la verdad. Este criterio, o procede directamente de la ciencia, y entonces es algo como el “método científico”, o pretende colonizar áreas de la comprensión humana que en nada se parecen a una verdad descubierta por un investigador con una placa de petri, hacer cálculos matemáticos, validar encuestas o disponer para el experimento de diversas sustancias químicas, como las que usan los políticos noratlánticos algunas veces para tomar decisiones por el resto de la humanidad.

Y es que la ciencia no es sólo logros o método. Es también un ejercicio de poder, como ha notado alguna vez M. Foucault. Y de poder para resolver dónde ha de emplearse el presupuesto de las corporaciones globalistas para fomentar el sexo fluido, la “diversidad” (un eslogan para inducir a la pérdida de valores e identidades colectivas) o, para colocar el dedo en la llaga que más duele, decidir dónde y bajo qué términos va a ser la siguiente guerra proxy que matará cientos de miles de inocentes.

El cientificismo se ha apoderado de la educación a nivel planetario y, lejos de ser una postura inocente de algunos fanáticos de la ciencia, se ha convertido en una genuina dimensión de control sobre la sociedad humana global. Cualquier cosa que hubiera imaginado Foucault sobre el control de las sociedades humanas, o Heidegger respecto de un mundo hecho imagen, alcanza y gobierna hoy la fuente misma del saber, ese panóptico que suelen ser las universidades actuales, centros de resentimiento y estupidez, donde un libro no compite con los insanos instintos tanáticos de sus patrocinadores. Gustavo Flores, con quien en tantas cosas me considero en desacuerdo y con quien tantas otras cosas no comparto, me acompaña en el horror, el desprecio que es inevitable para mí sentir por las sociedades posmodernas actuales, cuya mayor genialidad es haber naturalizado la psicopatía.

Pienso seriamente que esto ha sucedido con el afán de los financiadores de los vagos, de los dueños verdaderos del sistema de ignorancia, de convertir la demencia en la norma suprema del capital, el sustento abyecto y vacío de un mundo que los locos afirman “basado en reglas”. No hay mejor regla que la que aparente regularse sola. 

Un “orden basado en reglas” establecido por opulentos psicópatas con grado universitario. La obra de Flores nunca ha coqueteado con nada parecido a un orden desfondado. Ya mismo creo que todo orden político es desfondado. Pero un orden desfundado, sin fundamento, no puede tener nunca la pretensión de constituirse de manera global o universal, pues la mera idea de que eso suceda es repugnante. Pero la OMS o la Unesco son de otro parecer, de un parecer presuntamente global y que simula bien el interés de sus patrocinadores. En esta línea, lo que más aprecio de Gustavo Flores Quelopana, tanto como ser humano como por filósofo, es haber desafiado el poder de las corporaciones, el poder de cientificismo que, tristemente, viene de la academia global, o de los burócratas que mantiene Estados Unidos en la UNESCO. Flores es el vivo ejemplo moral de una rebeldía que es el arquetipo, el arquetipo de lo que un filósofo serio y valiente debería hacer en esta época sombría que atraviesa la humanidad. Es una suerte de Sócrates, sólo que es el Sócrates que escribe en lugar de predicar en la plaza.

Hace ya muchos años que los filósofos somos sometidos a normas de escritura que impone la UNESCO. Cada vez se es más exigente, por ejemplo, en qué palabras clave poner, para la que la UNESCO ha creado su propio diccionario; se me permita decir, un diccionario que no permite anotar casi ninguna idea filosófica. Los textos del saber global, así, ocultan el saber, y quizá hasta tienen proyectada su supresión.

Uno bien podría preguntarse quién, en derecho de qué, con qué virtud la UNESCO determina cómo o qué o para qué deben escribir los filósofos. Comprendo que deseen someter a los zootecnistas, esta es una idea sana si se ve desde lejos. Pero, ¿hay acaso alguien que pueda dar la causa de por qué los filósofos (imaginarse debe el lector a Platón o Nietzsche) deben participar en publicaciones indexadas, es decir, “científicas”? Al filosofante se le exige en un artículo poner los antecedentes del tema, como si los hubiera siempre, o párrafos del tamaño preestablecido para las mentes de menor formatos, o bien la preferencia por los temas favoritos y buenos de ellos mismos, frente a todo otro, que es por naturaleza condenable. Como no podría ser de otro modo, los burócratas de la educación global tienen una idea más bien estúpida de la filosofía: consideran su actividad como algo semejante a la zootecnia. Un bostezo y continuo progreso, un interminable viaje hacia lo mejor (y no a lo peor) para llenar un depósito de saber inútil. No sorprende sospechar que lo mismo ocurre con lo que ellos, los burócratas, consideran “ciencia”, donde todo se acumula con el tiempo y es básicamente un polvo que al final crea una montaña.

[Uno pensaría que los cientificistas son algo como vecinos temporales de Bacon, algo que sale de suyo recordando que sólo hablan inglés. El cientificismo sostiene una visión ingenua del saber heredada en la tradición angloparlante de las fantasías de la Atlantis Nova, es decir, el eje de control Noratlántico. Un cierto diagnóstico de omnipotencia hizo de esta tradición un encuentro básicamente del positivismo de la revolución industrial y que la filosofía se ha encargado tantas veces de desmitificar durante todo el siglo XX. No citaré hermeneutas. Nombraremos más bien a K. Popper, T.S. Kuhn o P. Feyerabend, por mencionar a los filósofos más prominentes en ese sentido].

El cientificista de la UNESCO desea papers científicos. Los desea y los exige, aunque todos sabemos, incluso los burócratas, que la filosofía no es ni puede ser una ciencia. Se le pide al filósofo escribir científicamente sobre Plotino, sobre Leibniz, Averroes, Hume o Heidegger. Sin duda, quien es mantenido por interés antes que por sus méritos se acostumbra a pedir demasiado a los demás. Y como aquí lo que se pide, se lo da al filósofo, es evidente que el solicitante no hace gran caso de lo que éste dice, salvo si coincide con sus prejuicios y los refuerza, en cuyo caso, ciertamente, la filosofía se ha quedado muda. Se obsesionan los cientificistas del globo con las premisas, los modelos de argumentación, los enlaces virtuales y el recurso de citas a la letra, que los libros citados, de ser posible, se hayan impreso mañana y no en la época tan oscura que le tocó vivir a, por ejemplo, Platón; la civilización que ha gestado esta locura no es por ello, más ilustrada, sino más ignorante. Para resolver siempre el progreso indefectible los burócratas controlan la academia en base a premios, becas y prebendas de diversa índole, que no suelen ser en muchos casos que formas muy poco sutiles de soborno.

Atenta a la norma social, que manda el aportante del soborno, termina siendo incapaz de criticar nada, pues es evidente que no es ésta la razón por la que se lo remunera.

No es de extrañarse que la burocracia del saber universal de normas para tipificar qué es o no científico el día de hoy. Es curioso, sin embargo, que lo que es ciencia en una fecha ya no lo es en otra, sin que a nadie le preocupen muchos los cambios de curso en el camino único del saber de la humanidad. Me hace recordar a la Iglesia de mi juventud. Se esmeró (y no poco) en hacerme creer que era la Iglesia de los pobres, en línea preferencial con los pobres, por así decirlo. Nunca hubiera imaginado que una generación después la opción preferencial de la Iglesia sea por el amor libre, o por las formas más minoritarias, digamos, las más elitistas, de comprender, hacer y gestar globalmente la sexualidad. La UNESCO resuelve sus normas de citación “científica” de la única manera en que es posible en este mundo sin certezas: a través del recurso a los psiquiatras. No hace mucho que supe que “APA” era la abreviatura de una asociación para asuntos mentales: la American Psychological Association. Como APA cambia los códigos universales y necesarios de citación todas las veces que sus miembros requieren cobrar sus dietas.

Que una asociación de médicos mentales determina cómo los filósofos usan o no usan sus materiales de trabajo, sería de esperar que la sociedad que representan sea la más saludable mentalmente, o al menos una de las más saludables. Y, en efecto, los Estados Unidos sorprenden con sus cifras sociológicas. Sólo son superados por el Imperio de Japón en número de suicidios. Cien mil americanos noratlánticos esperan cada año su turno en la muerte por consumo de fentanilo. Y como si no tuvieran ya bastantes decesos, los americanos se aseguran que el resto de la aldea global que su ciencia controla, su país presenta la mayor cantidad de bases militares repartidas por todo el mundo. El internet, esta globalización americana del saber, indica que esta nación “podría tener alrededor de 750 bases repartidas en más de 80 países por todo el mundo”. El internet, que ellos mantienen, informa también que son felices poseedores de “5500 ojivas nucleares. A este conjunto se lo llama “orden basado en reglas”, las reglas de los psiquiatras.

Deseo explicitar, aunque sea por esta vez dos temas que me separan de Gustavo Flores, quizá el colega con quien más cosas creo tener más en común, fuera de la hermenéutica, ciertamente. Gustavo suele tener frases algo acres contra la posmodernidad, a la que llama también “posmodernismo”, y usa con cierto tono pesado el adjetivo “posmoderno” para referirlo a esta época lamentable de los burócratas globales y la formatización del saber por instituciones cuyos aportantes son no anónimos y que, en todos los casos, no son jamás filósofos. Dirijo esta sección especialmente a Gustavo, con el fin de que algunas cosas queden claras entre nosotros. Dejo estas aclaraciones para los futuros que han de reemplazarnos, esto bajo la suposición de que la gobernanza global basada en reglas sea capaz de tolerar ese futuro en que ellos no estarán. Ellos, los que piensan en todo menos en el futuro.

“Posmodernidad” es una voz que he intentado definir y precisar para mi propio uso varias veces. Al tratar de “posmodernidad” sobreentiendo que lo que se aclare se considera válido también para sus parientes o derivados semánticos como “posmoderno” o “posmodernismo”. “Posmoderno” es un término político y social, esto es, tiene una carga dentro de la sociedad global en el dilema amigo/enemigo. El “posmoderno” es un potencial enemigo de la democracia y los valores burgueses, por lo que entra en calidad de enemigo en, por ejemplo, las obras de Carlos Thiebaut. El “posmoderno” puede en otro contexto ser el relativista moral heterocurioso, en lo que se hace enemigo de la ética de los valores o de las certezas de las sociedades tradicionales. Buena parte de eso se ve en el gobierno que le han dado Francisco y Benedicto XVI a la contradictoria y penosa escena de la Iglesia Católica de hoy en día; demás está recordar que el posmoderno relativista nunca es enemigo de la democracia o la cultura de los derechos. Tanto para los socialdemócratas como para los conservadores católicos lo “posmoderno” designa al enemigo político, al hombre malo e indeseable, pero nunca al interlocutor filosófico.

Como una cuestión práctica, hay que hacer una diferencia entre su uso como término político y social y su empleo en el discurso de la filosofía. Cuando se trata del primer caso, estamos ante una significación emotiva y sirve, como otras de su tipo, pace Ch. Stevenson, para decir “eso me gusta, ojalá te guste a ti también”; en un contexto político la significación es como sigue: “si eso te gusta, eres mi amigo y si eso desgraciadamente no te gusta, eres mi enemigo”. En la práctica es como decir “si eso te gusta, te doy la beca, te pongo de decano, te paso la subvención para el posgrado”, etc. y “si eso no te gusta, no sólo te negaremos todo lo que te daríamos si te gustara, sino que te perseguiremos incluso en tu nombre”.

Como se puede notar, es muy poco difícil hacer abuso de esta manera de significar, que es propia de los conceptos políticos y cuyo significado en términos de amigo/enemigo tiene una referencia circunstancial. Así, “posmodernidad”, “posmoderno”, etc. son lo que Ernesto Laclau llamada “significantes vacíos”, esto es, que refieren de acuerdo a las circunstancias del discurso. Pienso que esta estrategia de significación estuvo presente, por ejemplo, cuando Richard Rorty se autocalificaba de “liberal posmoderno”. También creo que es lo que sucede cuando Gustavo dice que tal o cual cosa o persona son “posmodernas”. El carácter esencialmente vacío de la expresión puede tener una gran eficacia narrativa y, desde un punto de vista stevensoniano, algo muy convincente para los amigos, aunque implausible para los enemigos. Rechazo totalmente haber usado el término de esa manera.

En la filosofía política cabe esta regla, que se podría poner como la regla de oro moral del filósofo: el uso de términos políticos y sociales para una argumentación filosófica debe tener lo que vamos a llamar un “diseño cognitivo”. No sostengo que haya que usarse alguna definición completa de cada expresión, siendo esto poco probable. No creo que sea posible abarcar todos los posibles escenarios de significación. Esto es tan cierto que la mayor parte del trabajo de los historiadores de la filosofía consiste en tratar de averiguar, precisar o definir qué quiso decir tal o cual con la expresión esta o aquella. Esta situación se agrava en la filosofía política y más aún en la que se refiere al tiempo presente, donde, como aprendí de Gianni Vattimo, no es posible la argumentación desinteresada, la mera idea de argumentar sin intereses es un sueño que es conveniente dejar a Jürgen Habermas o el primer John Rawls. Un “diseño cognitivo” es una estrategia de significación que haga posible al lector la referencia de aquello de lo que uno en cada caso está diciendo. Se trata de una exigencia moral, pues la filosofía, como bien sabe la UNESCO, puede servir para estafar y mentir, manipular y amansar.

“Posmodernidad” y sus parientes o derivados es un término que toma su sentido en filosofía de un cierto contexto dentro de la tradición filosófica misma. Recuerdo que Rorty llamaba la atención sobre la posmodernidad tal y como era presentada en la década de 1990 por Fredric Jameson. Lo que estaba mal realmente era que Jameson charlataneaba, es decir, no centraba “posmodernidad” en la tradición filosófica, lo cual hacía de sus obras algo no recomendable. En general sus libros no sólo son difíciles de leer, sino que su enredo estimula a dudar de la altura desde la que se enfocan los problemas. Justamente Rorty, con buen criterio, subrayaba la deuda en este sentido con Jean-François Lyotard, que creó esta voz como una crítica al universalismo epistemológico y sus instalaciones institucionales en las democracias de su tiempo. En este momento de mi paso por el tiempo creo que quiso decir algo que ahora no estoy seguro de que haya sido cierto, pero que en su momento revestía de gran impacto sobre la sociedad. Rápidamente Lyotard fue asociado por los lectores perplejos con la hermenéutica o con alguna derivación de ésta, lo cual le permitió a Gianni Vattimo decir que este discurso, que se llamaba “posmoderno”, se había convertido en “la nueva koiné de nuestro tiempo”. Todas las veces que en mis textos hay referencia a la posmodernidad, cuento con un respaldo indudable en una experiencia que tuvimos todos los filósofos en las décadas de 1980 o 1990, excluyendo como una singularidad, ciertamente, al lastimado de Fredric Jameson.

La posmodernidad fue concebida por los lectores de Lyotard como el extremo de un arco temporal que presuponía el reconocimiento de la modernidad como un tiempo histórico con el cual el presente se identificaba. En gran medida esto fue tratado por Michel Foucault en Qué es la Ilustración: el mero planteamiento de una posmodernidad implica el cuestionamiento de los valores que hacen sentido, implica la posición de la crítica. Implica cuestionar o reaccionar. La modernidad, por lo tanto, entra a la academia como un concepto político, pues implica tomar posición frente a un fenómeno histórico. El vocabulario filosófico sobre la modernidad es muy reciente, casi tan reciente como el de la posmodernidad; incluso la posmodernidad no sería otra cosa que una manera pesimista de hablar de la modernidad. Es importante recordar el Discurso filosófico de la modernidad, de Jürgen Habermas, como lo que es, una toma de posición y un enfilamiento, que no requiere ya de argumentos, sino de valores. No en vano los partidarios de OTAN hoy pretextúan sus movimientos bélicos por los presuntos “valores europeos” de un orden internacional “basado en reglas”. Mejor sería decir, basado en al alistamiento en cuestiones de supuestos valores que, por ser de ellos, si tal cosa fuese posible, ellos presuponen deben ser de todos.

El empleo de las palabras más fáciles para argumentar en filosofía es un error de perspectiva. Un buen ejemplo son las obras de un crítico literario de Corea del Sur que trabaja años ha en Alemania y cuyo nombre busco ahora en internet. El nombre es Byung-Chul Han, y hay que tomarlo como ejemplo de qué se hace cuando se argumenta y se usa palabras sin diseño cognitivo. Este autor, que llegó a los 22 años a Alemania sin saber alemán se doctoró como experto den Heidegger. Nunca hubiese tenido noticia de él si no fuera por la presión de mis alumnos, que deseaban dedicarse a su obra para trabajos de tesis. Asombrado por el uso exquisito de la bibliografía, por la prosa hábil, por las salidas elegantes, comencé a sentirme alarmado por el uso algo impreciso de conceptos de autores contemporáneos, de lo cual Byung-Chul Han extraía luego radiografías argumentativas, es decir, fotografías de argumentos; en sus fotogramas Byung-Chul Han desplaza los significados originales que ha tomado de Foucault, Agamben o Heidegger para hacer con ellos teorías sin sentido. Tomé entonces el concepto central del autor, lo que el coreano denomina “neoliberalismo”.

Uno de los temas que más me han separado de la completa coincidencia con Gustavo Flores es este asunto del “neoliberalismo”.

Byung-Chul Han. Resultaba que el autor hablaba todo el tiempo de ese concepto, pero jamás lo había definido, ni daba trazas de qué significaba, esto con la esperanza de que el lector no se iba a sentir defraudado por ese vacío. Para expresarnos como el segundo Wittgenstein, el autor no ofrece ni síntomas ni criterios de qué entiende él que es el “neoliberalismo”. En realidad, seguirle la cuerda a Byung-Chul Han sólo es posible si uno da por sentado que, a pesar de la bibliografía minuciosa y las citas admirables, la clave de lo que había que saber en sus libros la encerraba desde siempre “neoliberalismo”, el significante vacío que ya todos sus amigos y enemigos saben, si no en la maestría de los argumentos, sí en el fondo emotivo de su corazón.

Muchas veces he reprochado a Gustavo hablar del neoliberalismo. Siempre me reprocha no condenarlo o quizá no ser abiertamente su adherente. Los católicos conservadores, los papistas, me acusan de no aceptar las así llamadas “cinco pruebas” donde supuestamente Santo Tomás de Aquino “demuestra” que Dios existe. El tema de fondo es la palabra “neoliberalismo” o bien la voz acusadora de “demuestra”, de ninguna de las cuales puedo responder. Es que “demuestra” o “neoliberalismo” están lejos de ser voces, por decirlo así, “científicas”, salvo que se realice primero lo que se ha llamado un diseño cognitivo, es decir, instalar una escenografía de sentido en base a criterios o síntomas que uno pudiera usar de referencia. No es mucho pedir; de hecho, esto es algo que Santo Tomás en su momento hizo y que Byung-Chul Han no hace todavía. Debe agregarse que, en los dos ejemplos ofrecidos, el tema semántico no se puede separar del asunto político. Tanto “demuestra” como “neoliberalismo” son términos que, usados políticamente, son vacíos. Esto significa que la adhesión tanto a uno como a otro depende de un posicionamiento del tipo amigo/enemigo que es situacional, quisiera decir mejor, que es ontológica. No consiste en un saber, sino en un no-saber que, sin embargo, indica el lugar de uno y, en la misma línea, el espacio del otro. El no-saber posicionado, ciertamente, es el significado en cada caso de “demuestra”, etc.

Puedo entender que los católicos conservadores, siguiendo enseñanzas del siglo XIX, digan “demuestra”, pues creen así aliarse con la Iglesia, sea lo que sea que esa palabra tan antigua y degradada pueda hoy significar. Lo de “neoliberalismo” genera la duda de quién, qué colectivo o persona se identificaría con “neoliberal” y se sintiera estrictamente comprometido como un neoliberal militante. Las mismas razones por las que se me requeriría hablar sobre el neoliberalismo y posicionarme en contra (o en favor) son las que hacen posible que Byung-Chul Han venda sus libros.

Comprendo que Gustavo y yo tenemos distintas maneras de comunicar y pensar la filosofía. Y aquí es donde quiero mostrar mi admiración y mi respeto. Friedrich Nietzsche es, indudablemente, un gran filósofo. Incluso su locura, con seguridad, era una suerte de salud, quizá la única salud. Nietzsche, quien vivió en el inicio del despliegue moderno del saber y el poder, quien fue testigo de la revolución industrial y la expansión militar del humanismo en África y Asia, este mismo Nietzsche vio en la palpable verdad social que estaba delante de sí mismo la negación y la pérdida del sentido de todas las cosas. Gustavo, a mi juicio, como acusador del nihilismo, es un profeta, el profeta loco que dice la verdad que los demás tienen la certeza de rechazar.

El cientificismo de nuestra cultura posmoderna (esto significa “contemporánea”) es el espejo inverso de las certezas que se supone no tenemos y que es común y regular, normal, exigir sí tener. Se trata de unas certezas inversas, como decía en otra época Vattimo (queriendo decir algo distinto), del “carácter perentorio de la verdad”. Este carácter “perentorio” de la verdad es un rasgo que tiene sentido sólo en una sociedad que pretende tener disposición completa de la verdad. La certeza de que los científicos de la mente saben, y que nosotros no sabemos, sino debemos obedecer, es una forma de nihilismo que quizá el propio Nietzsche no pudo entrever.

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