PRUEBAS SOBRE LA INMORTALIDAD
DEL ALMA
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
El intelecto busca, pero el corazón es el que halla.
“George Sand”
Pienso que por lo que hemos expuesto y analizado sobre el alma, la mente, el cerebro y la máquina, se puede afirmar sobre el primero que no sólo es real, sino que además nos inclinamos a aceptar su existencia.
El examen nos sugiere que en la vida del hombre, hay pruebas a favor de la existencia del alma. No hay duda que estos argumentos constituyen una contrariedad para quienes niegan que exista el alma e incluso para quienes conceden que existe el alma a la vez que pretenden que el mundo físico es causalmente completo.
Con los materialistas y evolucionistas no es difícil compartir que los objetos materiales son reales, pero nuestros caminos divergen cuando se afirma que las cosas materiales no son el sentido último de lo real. La materia no es eterna, ni sustancia última de la realidad. Ni siquiera las leyes físicas son eternas. Hasta las invariantes científicas no son fijas, puesto que describen el estado actual de un universo que no siempre fue así y que algún día dejará de existir.
Con esto se hace trizas el sentido evolutivo del universo, dado que evolucionar significa desarrollar, pero si éste ha de desaparecer entonces otro telos dirige su existencia. Es más, afirmo que si bien la evolución ha producido muchas cosas nuevas, como la maravillosa mente humana, sin embargo, el alma no es uno de sus resultados.
Esto significa que el universo nunca ha dejado de ser creador, sin embargo no todo lo creado es obra del universo. Bien podríamos empezar por la pregunta: ¿Quién creó el universo? Ya hemos visto los imaginativos intentos infructuosos de Stephen Hawking por reemplazar el “diseño providente” por el “diseño cuántico”. Pero también hemos notado lo que opina el Nobel Richard Feynman:"Creo que nadie entiende verdaderamente la mecánica cuántica". Es decir, a nivel cuántico no se resuelve todavía la cuadratura del círculo.
En consecuencia, todo indica que sobre los niveles de lo físico y lo biológico está la realidad más real, superior y dominante del nivel espiritual. O dicho de otra forma. No hay obstáculo en estar de acuerdo con Popper aceptando un Mundo 1 físico, un Mundo 2 psicológico y un Mundo 3 cultural, pero en lo que discrepo y no cejo es en reducir el Mundo espiritual al Mundo 2 y 3. El Mundo 4 o del espíritu no se reduce a lo subjetivo o psicológico ni a lo cultural, más bien forma un mundo aparte, superior y dominante que abarca a todos los Mundos. Y al Mundo 4 o del espíritu pertenece el alma humana y su cúspide es Dios.
Nuestra mente estará en el Mundo 2, nuestro cerebro en el Mundo 1 y nuestras creaciones culturales en el Mundo 3, pero aquella parte nuestra que sobrevive al cuerpo y es inmortal está en el Mundo 4.
Todo esto implica que no sólo existe la causación ascendente (de lo físico a los complejos sistemas sociales) y la causación descendente (de los niveles superiores a los inferiores), sino, que además existe la causación teleológica preternatural (que es causa de todo y de sí mismo). Así, lo superior puede ser visto como un enriquecimiento de lo inferior pero ello no explica totalmente el nivel superior, lo que impide efectuar tanto un reduccionismo de lo superior a lo inferior como de lo inferior a lo superior. Lo cual entraña que el universo no sea determinista, sino que, como lo enfatizó Monod, hay una enorme dosis de imprevisibilidad.
La diferencia con Monod es que el azar tampoco significa que el hombre esté solo en la indiferente inmensidad del cosmos. Pues, el azar a nivel microscópico, genético y humano no significa, necesariamente, que no exista una teleología trascendente en la humanidad y en el cosmos. La causa preternatural no se contrapone al azar y a la necesidad cósmica, sino, que le da un fundamento y sentido que completa lo inmanente con lo trascendente. La causación por necesidad o por azar en el universo siempre será de carácter relativo y no absoluto, por ello no colisiona con la causación teleológica que es naturaleza absoluta.
Einstein nunca reconoció que en las profundidades de la naturaleza no rige la necesidad sino la probabilidad, mientras que la física cuántica parece decirnos que Dios sí juega a los dados. Francisco Miró Quesada Cantuarias (1992) nos dice que este es un lindo tema para la teología. Pero como vemos no se trata sólo de reconocer la causación azarosa junto a la determinista, sino de reconocer la causación teleológica.
Por ello, no hay tal exclusión ni colisión entre lo teleológico, lo necesario y lo azaroso. La omnipotencia y providencia de Dios no el imperio de la irracionalidad, sino de una profunda armonía de causa y sentido, que colmará de contenido ontológico y ético a todo lo viviente. Al final la teleología ética dirige la teleología ontológica. Por eso el hombre no está solo entre las cosas y con su pecado en la inmensidad del universo, sino rodeado de la pletórica misericordia de Dios. La misma que no sustituye la acción humana, sino que la fortalece si se le permite.
A fin de comprender la diversidad del universo es plausible admitir junto a la causación ascendente y a la causación descendente, tanto necesaria como azarosa, la causación teleológica. Para esta inteligencia nada es incierto, todo lo conoce, incluso el futuro, lo cual no interfiere lo azaroso e indeterminado y los actos libres, sobre todo éstos últimos, de los cuales es causa potencial pero no causa actual.
Es decir, no sustituye la voluntad libre. Si lo hiciese no tendría sentido la existencia del alma ni la inmortalidad, seríamos robots sin responsabilidad moral. Este asunto lo trato con mayor detenimiento en mi libro Signos del Cielo (2011).
De modo, que en este contexto es posible presentar las siguientes pruebas sobre la inmortalidad del alma:
PRIMERA PRUEBA. El hombre ora no con la mente sino con el alma, por tanto el alma existe.
Las Sagradas Escrituras hablan también, con más frecuencia, que el hombre ora con el corazón y el espíritu. El término “corazón” indica el lugar en que se manifiesta Dios, donde echa raíces la vida religiosa y se determina la actitud moral.
Por lo demás, la eucaristía llena de gracia al alma. Es decir, el alma es el centro de la vida interior del hombre. En consecuencia, el alma existe.
SEGUNDA PRUEBA Si el alma fuese una mera forma del cuerpo, entonces no habría la lucha entre el cuerpo y el alma Y como tal lucha existe, por consiguiente, al alma es distinta al cuerpo.
En el hombre existe una cierta tensión en el espíritu y la carne, que hace que se desarrolle una lucha de tendencias contrapuestas. En realidad, dicha tensión es producto del pecado y no de la carne en sí. Pero eso mismo indica que el alma es distinta al cuerpo tanto en su origen y naturaleza.
TERCERA PRUEBA. Las personas que vuelven a la vida después de una muerte clínica prueban la posibilidad de la existencia del alma fuera del cuerpo.
El alma que sale del cuerpo en una persona fallecida y luego regresa a la vida, guarda el recuerdo de una experiencia vívida sobrenatural. Porque si la muerte del cuerpo implica la muerte del alma, entonces no se comprende y sería imposible el cúmulo de experiencias que tiene el alma, de gente fallecida, en los casos que revive.
En otras palabras, el alma subsiste a pesar de que el cuerpo no esté funcionando o deja de existir. El alma no preexiste al cuerpo, pero sí subsiste. El retorno del alma al cuerpo es un símil remoto de lo que ocurrirá en la resurrección de la carne, cuando nuestros cuerpos mortales (Rom. 8,11) volverán a tener vida.
CUARTA PRUEBA. Tanto el deseo natural de sobrevivencia como el ansia racional de inmortalidad no nacen de un capricho ni de un mero temor a la muerte, sino que expresa una condición propia del alma humana puesta por Dios.
Cada ser tiende a lo que es. Y porque el alma es inmortal, tiende a la inmortalidad. Pues, si el alma humana no fuese una sustancia independiente del cuerpo no tendería en él a persistir desde siempre el deseo natural y el ansia racional de sobrevivir. Dicha aspiración a la vida eterna es puesta por Dios, quien creó al hombre a su imagen concediéndole con la libertad poder amarle y conocerle.
Esto quiere decir que sin la libre iniciativa del hombre de acercarse a Dios, dicho deseo humano de sobrevivencia se verá frustrado de alcanzar la dicha eterna, exponiéndose a la perdurable desdicha de su alma lejos de su Creador. Pero el hombre percibe también signos de su alma espiritual en su apertura a la verdad, a la belleza, su sentido del bien moral, la voz de su conciencia, la libertad, aspiración al infinito y su búsqueda de Dios,
QUINTA PRUEBA. La experiencia parapsicológica de aparición de difuntos y otros fenómenos paranormales revelan que existe una sustancia psíquica independiente del cuerpo, y esa sustancia se llama alma.
Porque los difuntos son parte de la comunión con el cuerpo místico de Cristo, sus almas que mueren en gracia y amistad con Dios, después de su muerte sufren una purificación. Esto significa que no andan por allí deambulando, aunque pueden socorrernos.
De modo que el alma humana que sobrevive a la muerte no es en sentido estricto una persona humana, sino una forma pura e inmortal separada del cuerpo, que puede muy ocasionalmente manifestarse parapsicológicamente o en sueños, pero que generalmente es utilizada dicha manifestación por el Demonio para extraviar el espíritu de los vivos. De manera que el hombre no puede dar cuenta de la muerte, pero sí de lo que sobrevive a la muerte.
SEXTA PRUEBA. La expansión acelerada del universo indica que la sustancia material se dirige a una muerte térmica inexorable y junto con ella de toda la materia cósmica existente. En el presente no todo lo real es inmortal.
Se prueba así que no todo lo real es eterno, el universo actual no es inmortal, sino sólo la sustancia espiritual que abarca el alma. De lo contrario, tras la muerte del cuerpo material no habría manifestación alguna de sobrevivencia de la sustancia espiritual.
SEPTIMA PRUEBA. La separación del alma y del cuerpo tras la muerte no significa que ésta sale del tiempo, sino que ingresa a otro momento del tiempo escatológico (eviternidad) en espera del Juicio divino.
Porque la verdad revelada estima la resurrección de los muertos en el Juicio Final de Dios, es que la inmortalidad no significa eternidad, sino eviternidad. De modo que la inmortalidad del alma es un estadio transitorio para volver a unirse al cuerpo y ser plenamente persona, lo cual es la condición natural del hombre. No obstante, es Dios quien puede destruir al alma en el infierno o darle dicha eterna, en la visión beatífica tras la prueba en esta vida.
OCTAVA PRUEBA. El alma es una forma pura que pertenece a la jerarquía ontológica del ser espiritual, que está por encima del ser real, es decir, de lo psíquico, lo biológico y lo físico. Pertenece al ámbito inferior de los seres espirituales.
Porque carece de sentido que el ser real se extienda solamente a través de la sustancia material y viviente sin escalar hacia lo espiritual. De modo que la vida del espíritu tiene una legalidad ontológica autónoma, así como también lo tiene la región del ser real e ideal.
NOVENA PRUEBA. La base anatómica, neuronal, cerebral o material de la mente, yo, conciencia, pensamientos y emociones, es sólo el vehículo en que se expresa el alma que no se reduce a un estado material del cerebro ni a su funcionamiento mental.
Porque no está demostrado cómo de un grupo de moléculas neuronales pueden segregarse ideas, emociones e intencionalidad, y como la mente requiere de la base fisiológica, entonces se puede seguir sosteniendo la autonomía del alma respecto a la mente, al cerebro y al cuerpo. Las “manifestaciones”, ni sus medios físicos son el alma misma.
DECIMA PRUEBA. El alma humana sobrevive no por intención sino por intensión.
El alma no tiene la intencionalidad de sobrevivir, tiene por el contrario la intensionalidad, o sea la propiedad ontológica, de sobrevivir. En otros términos, el alma humana no sobrevive porque desea hacerlo, sino que así fue creada para ponerse a prueba en el cumplimiento de un fin superior.
UNDECIMA PRUEBA. La inmortalidad del alma no decide su sobrevivencia en la eternidad, ni sus actos libres en la vida mortal.
La intensionalidad ontológica del alma sólo la predispone a la inmortalidad, pero su futuro destino no depende de esa condición, ni de la intencionalidad moral y religiosa de sus actos libres efectuados en la vida mortal, porque una condición eterna no puede depender de un ser temporal. Fe y actos cuentan, pero la decisión final no es suya.
DUODECIMA PRUEBA. La inmortalidad del alma en la eternidad es resultado de un acto libre divino.
Lo que finalmente va a decidir la condición inmortal del alma en la eternidad será la gracia y misericordia del juicio divino. La inmortalidad del alma no significa su indestructibilidad. El alma se destruye de dos modos, a saber, para sí y en sí, o humana y por designio de Dios. La destrucción humana es de índole moral. Pero sólo Dios puede suprimir “en sí” la inmortalidad del alma. En cualquiera de los casos la salvación es libre decisión de la misericordia de Dios.
La primera, séptima, undécima y duodécima pruebas son teológicas, la segunda es psicológica, la tercera es clínica, la cuarta es histórica, la quinta es parapsicológica, la sexta es cosmológica, la octava y décima son metafísico-ontológicas y la novena es científica.
Pero la idea del alma exige reconocer los límites de la ciencia, de la razón natural, verdades que sobrepasan absolutamente el orden visible y sensible, y exigen que el hombre renuncie a sí mismo.
No se trata, entonces, de un frío pensamiento, porque involucra el destino de la persona misma. Ir contra los sentidos no es el curso natural de la mente, y sin embargo dichas verdades existen. El alma no es algo transparente por sí misma, ni observable inmediatamente. Por eso es más fácil contradecirla que consentirla.
Si existe un Dios que ha hecho las cosas según un orden, de manera que a todo intelecto le sea razonable que todo ente esté ordenado, de donde se sigue el absurdo en que se incurre cuando se afirma que no hay vida más allá de la muerte, que no hay alma sino mente, cerebro y conciencia, todo es materia-energía, el universo es inmortal y que la existencia del alma no es más que un cuento de hadas. Pero de esta proposición universal “todo está ordenado”, se sigue que la vida no termina con la muerte del cuerpo, sino que encuentra plenitud en la promesa de su Revelación donde refulge la esperanza de la vida eterna. Habiendo llegado a su término la presente obra me viene a la mente las hermosas y venerables palabras del recio filósofo catalán Don Miguel de Unamuno, cuando escribía lleno de espíritu en su consagrado y gigantesco libro, Del sentimiento trágico de la vida:
“El hombre bueno no es aquel que cree que Dios existe,
sino aquel que quiere que Dios exista”.
En el mismo tono de nuestro profundo pensador hay que decir que la creencia en el alma y su inmoralidad es necesaria no para pensar la existencia sino para vivirla. La inmortalidad es la justificación final de la existencia, porque no sólo hay verdades lógicas, éticas y estéticas sino también religiosas, metafísicas, ontológicas y la inmortalidad del alma es una de ellas. Sólo son dos caminos: vivir eternamente junto al Creador o morir para siempre y sin esperanza en las tinieblas sin amor. La razón por sí sola se hunde en el escepticismo, requiere del auxilio de la fe y no hay fe sin un corazón anhelante de Dios. En nuestro corazón, más que en la razón, está la solución del conflicto. No basta con creer, hay que querer lo que se cree.
Un amigo me preguntaba si acaso esto no significa caer en las alucinaciones esquizofrénico-paranoicas del Nóbel John Nash, llevado a la pantalla en la película Una mente brillante, el cual dejó de creer en lo que veía para poder llevar una vida normal. Pero aquí la diferencia es notable. Una cosa son las alucinaciones de una mente trastornada y otra cosa es la existencia de dios y del alma. Pues así como Dios no es evidente y sólo por analogía podemos tener una idea de su existencia, de modo similar de la existencia del alma sólo se tienen indicios, cuya verdad va más allá de la lógica formal y sólo es comprensible en las complicadas ecuaciones de la lógica del amor divino.
Finalmente, ratifico que es un profundo error –en el que incurren filósofos como Peter Strawson y David Armstrong - suponer que no hay distinción entre mente y cuerpo. Pues, la mente no es el cerebro, es el yo el que posee un cerebro y no a la inversa. Basta reparar en el hecho de que la identidad y unidad de la mente no se corresponde con una parte definida del cerebro. Por lo visto se trataría otro de los “dogmas del empirismo”, como lo llama W. V. O. Quine. Al mismo tiempo, no es exacto que la propia mente sea inobservable –como piensa Ryle siguiendo a Hume y Kant-. Como piensa Popper, la mente es resultado de disposiciones innatas y de la experiencia social, y su acción revela su existencia. Al mismo tiempo, la computadora es parecida al cerebro y a la mente, pero es descaminador, como acertadamente alega Searle, atribuirle pensamiento y mente –como lo hacen Churchland, Rorty, Feyerabend y compañía-, puesto que sin el programador la inteligencia artificial no es nada. Por su parte, la parapsicología y la meditación trascendental demuestran la inusitada interacción entre la mente, el cuerpo y los objetos, que cuestiona la tesis mentalista y abona a favor de la espiritualista.
En todo esto podemos discrepar, pero discreparemos aun con más gente cuando afirmamos, contra la corriente principal de la filosofía moderna -que reduce el alma a la conciencia o a la mente- que el alma no es anterior al cuerpo, conforma una unidad psicofísica con éste, pero que sobrevive al mismo. Por tanto, no es la mente, ni el cerebro, sino que aun cuando en el orden del tiempo existe junto a ellos, sin embargo, en el orden de lo preternatural los trasciende y sobrepasa. Esa es su naturaleza y su destino. Aquí el orden final se sobrepone sobre al orden causal y al azar.
Lima, Salamanca 26 de Julio 2012
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