miércoles, 19 de noviembre de 2025

EDUCACIÓN Y GIRO CIVILIZATORIO

 

EDUCACIÓN Y GIRO CIVILIZATORIO

La educación nunca ha sido un territorio neutral. Es un campo de disputa donde se juegan los intereses del poder político y las dinámicas del sistema económico. En la era digital, esta verdad se revela con mayor crudeza: la educación puede ser un motor de movilidad social, pero también un engranaje que perpetúa desigualdades. Todo depende de quién controla los recursos, quién define los contenidos y hacia qué fines se orienta la tecnología.

En los regímenes de capitalismo de Estado, como el chino, la educación digital se concibe como inversión estratégica para el bienestar colectivo. El despliegue masivo de infraestructura tecnológica en zonas rurales, la alfabetización digital y la apuesta por la formación en ciencia y tecnología muestran cómo el Estado utiliza la educación como herramienta de cohesión nacional y de preparación para la competencia global. Aquí, la educación no es solo un derecho: es un arma de desarrollo. El mensaje es claro: el conocimiento se distribuye para fortalecer al país entero, no únicamente a las élites.

En contraste, el capitalismo neoliberal convierte la educación en mercancía. El acceso a universidades de prestigio, cursos digitales de alto costo o plataformas educativas globales depende de la capacidad de pago. La pandemia de la COVID-19 fue un espejo brutal: mientras estudiantes de sectores privilegiados continuaban sus clases en línea, millones de jóvenes en América Latina quedaron excluidos por falta de conectividad o dispositivos. La brecha digital no fue un accidente, sino la consecuencia lógica de un sistema que prioriza el beneficio privado sobre el bienestar común. En este modelo, la educación reproduce desigualdades y consolida privilegios, reforzando la distancia entre quienes tienen y quienes no.

Incluso en democracias socialdemócratas, como las de Europa del Norte, se observa un esfuerzo por equilibrar mercado y equidad. La inversión en educación pública gratuita y en acceso universal a internet demuestra que la política puede orientar la digitalización hacia la inclusión. Allí, la educación digital se convierte en un verdadero mecanismo de movilidad social, porque se concibe como derecho y no como producto de consumo.

Pero tanto el capitalismo de Estado como el neoliberalismo, e incluso la socialdemocracia, no existen en un vacío. La dirección política y económica está siempre asida por un espíritu civilizacional concreto que les da forma y legitimidad. En el caso de la modernidad, ese espíritu es inmanentista: concibe el mundo como un espacio cerrado, autosuficiente, donde el progreso humano depende exclusivamente de la razón, la técnica y la organización social. Bajo este paradigma, la educación se convierte en el instrumento privilegiado para moldear ciudadanos funcionales al proyecto moderno, ya sea en clave colectiva —como en China— o individualista —como en el neoliberalismo occidental.

La modernidad, con su fe en la técnica y en la capacidad humana de dominar la naturaleza, ha hecho de la educación digital el nuevo campo de batalla. No se trata solo de transmitir conocimientos, sino de formar sujetos que respondan a la lógica civilizacional dominante: productividad, eficiencia, competitividad. Así, la política y la economía no son meros gestores de la educación, sino expresiones de un horizonte cultural más amplio que define qué significa aprender, para qué sirve el conocimiento y quién merece acceder a él.

Ahora bien, el espíritu civilizacional inmanentista de la modernidad en el capitalismo neoliberal luce agotado. Al reducir al ser humano a un medio para fines externos —productividad, acumulación, consumo— ha vaciado de sentido la promesa emancipadora de la educación. La figura del individuo autónomo, exaltada por el neoliberalismo, se ha convertido en engranaje de un sistema que lo instrumentaliza. Pero el relevo no necesariamente trae esperanza: el capitalismo de Estado del modelo chino parece dispuesto a llevar la inmanencia a un nuevo nivel, subsumiendo lo individual en lo colectivo. Este proyecto, que se presenta como alternativa al agotamiento neoliberal, corre el riesgo de transformar la educación en un dispositivo de homogeneización, donde la singularidad del individuo se diluye en la maquinaria del Estado.

Aquí es donde resulta necesario cuestionar incluso a los grandes intérpretes de la modernidad. Habermas defendió la racionalidad comunicativa, pero nunca rompió con la fe moderna en la inmanencia del progreso. Foucault desnudó los dispositivos de poder, pero no cuestionó que la educación siguiera siendo parte de un horizonte técnico-racional inmanentista. Bauman habló de la liquidez de la modernidad, pero no de su raíz civilizacional que reduce al hombre a medio. Incluso Byung-Chul Han, crítico del neoliberalismo, se queda en la denuncia de la autoexplotación sin interrogar el fundamento civilizacional que la hace posible. Todos ellos describen síntomas, pero no cuestionan la enfermedad de fondo: la modernidad como proyecto inmanentista que convierte la educación en instrumento de poder, ya sea para el mercado o para el Estado.

Por ello, se hace imprescindible un giro civilizatorio que supere la lógica agotada de la modernidad. Este giro debe conciliar inmanencia y trascendencia sin confundirlos, reconociendo que ambas dimensiones son distintas pero complementarias. La inmanencia asegura la presencia del hombre en la historia y su capacidad de transformar el mundo; la trascendencia recuerda que el ser humano no se agota en lo material ni en lo colectivo, sino que posee una dignidad que lo trasciende. Conciliar no significa mezclar ni diluir, sino mantener la diferencia en diálogo fecundo. Hace falta una fe encarnada, capaz de devolver al hombre su dignidad personal y social, sin manipularlo ni instrumentalizarlo. La educación, en este horizonte, dejaría de ser un dispositivo de poder y se convertiría en un espacio de formación integral, donde lo técnico y lo espiritual, lo individual y lo comunitario, se reconcilien en una visión más amplia de lo humano.

La conclusión es ineludible: la educación está siempre atravesada por la dirección política y económica, y estas a su vez están sostenidas por un espíritu civilizacional que les da sentido. En la era digital, la modernidad inmanentista convierte la educación en un dispositivo de poder que puede abrir puertas o cerrarlas, democratizar oportunidades o consolidar privilegios. Lo que define su destino no es la tecnología en sí, sino el horizonte civilizacional que orienta la política y la economía. Y hoy, entre el agotamiento neoliberal y el riesgo del colectivismo estatal, la educación se encuentra en el centro de una encrucijada histórica que exige no solo reformas técnicas, sino una crítica radical al espíritu civilizacional que la sostiene. Solo un giro que concilie inmanencia y trascendencia —sin confundirlos— podrá devolver al hombre su dignidad plena y abrir un camino hacia una educación verdaderamente liberadora.

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