ANTONIO BELAUNDE MOREYRA: SEMBLANZA PERSONAL E INTELECTUAL
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
Publicado en Mercurio Peruano
n° 529, 2016, pp- 206-212
Quien sabe que es profundo, se esfuerza por ser claro
Giovanni
Papini
Lo que escribo aquí no es un panegírico ni un ditirambo, sino una semblanza personal e intelectual de un maestro en la vida y el pensamiento.
El genio poliédrico de acendrado peruanismo y sincera fe
trascendente cristiana reluce en la vida y obra de don Antonio Belaunde
Moreyra. Dotado con la hondura del filósofo, la intuición del poeta, la
filigrana del escritor y la fascinación del artista, supo recuperar la alianza
perdida en el mundo moderno entre la razón y el corazón. Si alguna virtud
sublime hemos de rescatar de entre sus muchos méritos, es saber ponerse de pie
contra la ola de escepticismo, hedonismo, relativismo e increencia que carcome
a la humanidad en la modernidad.
En una palabra, fue un hombre que tuvo el coraje de creer con
simplicidad y altura en el bien y la verdad. “Si deseas que los sueños se hagan
realidad, ¡despierta!”, decía el escritor estadounidense Ambrose Bierce. Esto
mismo me acaba de pasar, cuando una noche sueño que Don Antonio conversaba
conmigo con su tranquilidad acostumbrada y me mostraba orgulloso su reciente
adquirido clásico auto Cadillac negro descapotado, con asientos de cuero
blanco, de pronto se sienta a la mesa con nosotros, donde entre los comensales
estaba mi difunta esposa, y presto devoró como heliogábalo un inmenso pedazo de
una jugosa sandía. Este fue el sueño y no sé si fue el hado o el espíritu de
don Antonio el que lo provocó. Ahora la realidad.
Cuando despierto, esa misma mañana en mi correo electrónico me doy
con la grata y sorpresiva invitación de la señera revista Mercurio Peruano,
fundada por su padre don Víctor Andrés Belaunde, para escribir “Don Antonio
Belaunde Moreyra: semblanza personal e intelectual una semblanza personal y
académica” sobre Antonio Belaunde Moreyra. Extraña coincidencia entre el sueño
y la realidad. En este caso no se aplica lo que decía Joan Miró sobre el sueño:
“Nunca sueño cuando estoy durmiendo, sino cuando estoy despierto”.
La verdad es que soy asiduo lector del Mercurio Peruano pero nunca
soñé en recibir una invitación para garrapatear en sus ilustres páginas.
Renuncio desde el principio a hacer una semblanza académica de su persona
porque esta etapa de su vida no la conocí bien, y sin duda habrá otras personas
mejor dotadas que yo para este asunto, pues desborda mi conocimiento, algo me
contó pero no fui ni su alumno, ni seguí dicha trayectoria suya y él mismo no
daba mucha importancia a su paso por las aulas.
Al contrario, don Antonio gozaba siendo pensador, lo suyo era
pensar y pensar hondamente. Muchos de nosotros siempre lo recordaremos similar
al Pensador de Rodin, sentado en su sillón napoleónico con el puño hundido en
la mejilla. También disfrutaba que le tomaran dictado de sus pensamientos, se
deleitaba sonriendo de una buena frase salida de su sesera, y pulía sin cesar
recordando asombrosamente la palabra exacta en que se había quedado o la que se
tenía que cambiar.
El doctor Aníbal Ismodes Cairo, a quien conocí personalmente en el
cenáculo de filosofía y que fue secretario de Víctor Andrés, decía que don
Antonio había heredado la memoria de su padre. Por eso, creo que estoy en mejor
pie aceptando la invitación de la prestigiosa revista para escribir una
semblanza personal e intelectual. Pues, don Antonio me concedió generosamente
su amistad, fundamos juntos el Cenáculo Sanborjino de Filosofía, lo vi pensar,
tomé muchas veces dictado de sus libros y fui editor de gran parte de sus obras
a lo largo de sus últimos quince años.
Además, en lo personal siempre estaré agradecido porque me ayudó
con su ejemplo y nunca pontificando, a avanzar por el camino post-marxista –del
cual yo ya estaba de salida desde mi poemario Madrigales Prometeicos de 1996–,
a reconciliarme con Dios y a progresar por el camino de la metafísica. A propósito
nunca olvidaré su gran caridad.
Las veces que lo acompañé en taxi o en mi propio auto a alguna
conferencia, sin mirar qué moneda salía de su sencillera, daba sin tregua
limosna al necesitado que se le acercaba por la ventanilla. Y añadía una frase:
“Ruega a Dios por mí”. En esto era un buen católico, creía no sólo en la fe
sino también en las obras. Esto me hizo pensar que cargaba en su alma penas
profundas que jamás me atreví a indagar, cosa desconcertante porque su talante
era alegre, no muy conversador, pero gustaba de estar en sociedad. Su gran
virtud era la modestia, pues siendo un hombre de cultura tan dilatada y
enciclopédica tenía el recato siempre de hacer preguntas, no era pedante con su
sabiduría, pero ¡claro!
Cuando discutía sobre alguna idea lo hacía con gran pasión y
vigor, alzaba la voz. Él sí sabía sacar partido de la pasión por las ideas.
Incluso llegaba a vociferar ante una idea errónea o descabellada, pero a
continuación siempre se reía de sí mismo. Esa era su virtud suprema, saber reír
de sí mismo. No temía el ridículo y en eso me hacía recordar a Napoleón cuando
dijo: “De lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso”.
Al lector avisado no le pasará desapercibido que trato de ordenar
mis ideas sobre el caudal de experiencias que brotan de los recuerdos. Pero
prefiero navegar por el bravo y salvaje torrente de la evocación vivida, en vez
de la congelación inerte de la exposición sistemática. De modo que proseguiré
con mi método heteróclito, más fiel a la vida que al sistema.
Cuando lo conocí, y la memoria esquiva rehúsa darme el lugar
exacto, hicimos migas de inmediato por el asunto de la filosofía. Él acababa de
escribir un ensayito sobre la deuda externa: Deuda y Derecho. Un llamado a la equidad, que ya había
aparecido en la Revista Peruana de Derecho Internacional en 1988 y que él me
encargó publicar en 1999.
Desde ahí empezó mi colaboración editorial pero nuestra amistad
fue un año antes. Por tanto, nuestra relación debe remontarse un año atrás, en
1998, justo cuando publico mi trabajo: Eurocentrismo y Filosofía Prehispánica.
Don Antonio estuvo acompañado por la inteligente dama Lita Ganoza
aquella noche en El Búho Rojo, cuando se presentó mi mencionado libro, y en el
debate polemizó con Mario Mejía Huamán, María Luisa Rivara de Tuesta y
Francisco Nicole, apoyando mi idea sobre la existencia del filosofar
precolombino. Años más tarde a don Antonio le publicaría su trabajo: La
mentalidad participativa y otros ensayos (2010), donde precisa su idea sobre un
modo de filosofar no griego ni occidental.
Pero fue en una sesión de la Sociedad Peruana de Filosofía (SPF)
en el año 1999, a la que don Antonio me invitó, donde surgiría la gran amistad
entre nosotros y uno de sus libros principales: Perú, Persona, Sombra y Alma.
Sobre el debate de la Identidad Nacional, el cual conocería cinco pequeñas
ediciones (la última del 2008), y ello porque no dejaba de reflexionar sobre el
tema.
Esa noche en el Instituto Porras Barrenechea salió muy inconforme
de su conferencia porque las críticas fueron acres, en especial de Gustavo
Saco, que calificó su tema como “no filosófico”. Aquella desconsideración
sublevó mi espíritu para decir que no hay tema vedado para la filosofía y que
el mismo Hegel había abordado el volksgeist, “espíritu nacional” o “espíritu
del pueblo”.
Entonces, disconforme de la tendencia izquierdizante del Búho Rojo
y de la poca comprensión en la Sociedad Peruana de Filosofía, ya en su espíritu
se iba gestando la idea de fundar un cenáculo de filosofía propio. Lo cual me
lo dijo. Pero ello acontecería todavía un año después, en el 2000, cuando ya
estaba retirado del servicio diplomático y estaba instalado en una casa de
reposo cerca al Pentagonito.
Un año antes, en 1999, me invitó varias veces a su residencia en
la sanisidrina avenida Basadre, para colaborar con él y me quedé asombrado por
la cantidad y calidad de manuscritos que llenaban columnas de recipientes de
plástico. Eso era un verdadero tesoro cultural y puse todas mis fuerzas en convencerlo
que no lo podía dejar inédito y debía publicarlo. Había mucho de lógica,
epistemología, ética, estética, filosofía de la cultura, de la religión, de la
literatura, en fin, estaba ante un universo temático de gran calidad y
profundidad.
Lo tranquilicé diciéndole que mis líneas de investigación iban por
otros surcos y que podía sentirse tranquilo sobre la originalidad de sus
manuscritos. Así fue, a lo largo de quince años publicamos gran parte de su
obra filosófica, ensayística y literaria, pero quiso el destino que otra gran
parte se perdiera en la incuria del olvido. En especial un voluminoso trabajo
cuyo original no me lo entregó pero lo conocí, y que él le tenía en gran
estima, se llamaba El Territorio.
Antonio Belaunde Moreyra era un brillante ensayista, escribía como
hablaba, era espontáneo y claro, su cultura era muy amplia. Gustaba ser ameno y
solía insertar pasajes hilarantes cuando eso era posible. Sabía de arte,
música, pintura, matemáticas, filosofía, religión y, por supuesto, de derecho
internacional. Cuando conocí su biblioteca me quedé asombrado, era todo un mini
departamento destinado a tal fin. Luego supe por sus hijas que solía pasar
largas horas allí solamente interrumpidas por el almuerzo y las tareas de
rutina.
Su esposa Ivonne, era una bonita mujer, muy educada y simpática,
que lamentablemente falleció de cáncer. Recuerdo la taza de chocolate y
pastelitos que nos ofrecía mientras trabajábamos en la ordenación de sus
escritos. Por ese entonces don Antonio tenía una alta y atractiva secretaria,
de nombre Mayra, y fue la encargada de pasar a máquina gran parte de sus
manuscritos.
Mi modesta tarea fue ayudarlo en la clasificación de los papeles y
discutiendo algunas ideas filosóficas, y algo después tomando el dictado de sus
libros. Para el año 2000 el doctor Belaunde estaba viudo y retirado del
servicio diplomático. Una vez instalado en la casa de reposo de San Borja se
animó a crear el cenáculo de filosofía.
No sin razón decía Ovidio: “Ligero es el peso que bien se lleva”.
Allí tuvo dos secretarias más, primero la nerviosa Betsabé y luego una joven
profesora de filosofía que pertenecía al comité colaborador de la revista
villarrealina de Filosofía Evohé. Don Antonio era una mente infatigable,
siempre estaba elaborando una nueva idea, siempre necesitaba dictar lo pensado
y su requerimiento de ayuda secretarial testimonia esta cualidad suya.
Muchas veces me dijo que el trabajo intelectual lo hacía sentirse
vivo. Esto lo pude comprobar en su último gran libro: Acerca del mar. Sobre
todo el nuestro (2012). Cuando me lo dictó era un anciano octogenario y, sin
embargo, su lucidez mental era asombrosa. En la versión original fueron cerca
de 400 páginas dictadas de memoria. Se acordaba de libros, leyes, fechas,
nombres de buques, personajes, incidentes bélicos, etc., con una precisión
asombrosa. Y a lo largo de sus páginas ni una sola cita.
Efectivamente, no gustaba regodearse con la erudición luciendo
citas como joyas de familia. ¡Toda una lección para las actuales tesis
universitarias, llenas de formalismos pero carentes de inspiración! Este libro
me fue dictado cada martes o jueves en el Starbucks de Chacarilla, allí nos
sentábamos con dos tazas de chocolate caliente y galletitas desde las 3 hasta
las 6 de la tarde a lo largo de tres meses, y en cada sesión se acordaba exactamente
en qué frase se había quedado.
Cuando el libro fue presentado en la Academia Diplomática del Perú
su amigo Luis Solari Tudela reconoció abiertamente sus méritos y calificó el
texto como el mejor de todos los tiempos en dicha materia, en especial, sobre
Derecho Marítimo.
En dicha presentación hubo un momento en que don Antonio se olvidó
lo que iba a decir, pero su bonhomía expresada en la sonrisa amable de anciano
arrancó aplausos.
En el cenáculo sanborjino la tarea conjunta fue la de congregar a
un grupo de maestros veteranos e intelectuales jóvenes prometedores, presididos
todos por un espíritu filosófico y un ánimo por escribir. Yo era de la opinión
de una reunión al mes, pero él se decidió por una cada fin de semana.
Y así se sostuvo por cinco años, hasta que una extraña crisis de
su salud en el 2005 provocó el traslado del cenáculo a la casa del contertulio
Julio Rivera Dávalos, que a la sazón ya había escrito su primer libro sobre la
problemática del himno nacional y el cual procedió a bautizar unilateralmente el
cenáculo con el nombre de Yachaywiñay o Casa de la Sabiduría.
Esto me recuerda que varias veces le propuse al doctor ponerle su
nombre al cenáculo de San Borja, pero él era una persona casi exenta de
personalismo y protagonismo, por lo cual siempre se rehusó a ello. Antonio Belaunde
tuvo el mérito sobresaliente de ser un maestro que en vez de discípulos generó
pensadores y escritores. Su contacto personal enriquecía con su enciclopédico
saber y su mente poliédrica sabía iluminar profundamente y con llaneza las
cuestiones más complicadas.
Desde joven, me contó, quiso ser filósofo y al saberlo su padre
asustado lo metió en menos de una semana al servicio diplomático. Pero su amor
al saber no se apagó nunca y así como prestó invalorables servicios al Perú
como embajador, también lo hizo como pensador. Sus libros lo testimonian.
La poca difusión de sus ideas y la falta de reconocimiento le
provocaban por momentos amargura. Pero luego comprendía que no estaba
trabajando intelectualmente para su tiempo, sino para el venidero.
Pues, en primer lugar, si muchas de sus obras se publicaron fue
porque contó con el método de edición de corto tiraje que puse a su disposición
y requería una muy pequeña inversión. Y, en segundo lugar, sus obras más
importantes las daba a conocer hallándose ya provecto, cuando el necio
prejuicio ambiente actual suele sobrevalorar el aporte juvenil y desestimar el
de la senilidad.
Esto lo comprobó el propio doctor en una conferencia sobre
Mariátegui que dictó David Sobrevilla; cuando se le acercó le preguntó si conocía
su trabajo sobre el Amauta, a lo cual David le contestó irrisoriamente que su
problema era que estaba dando a conocer sus obras muy anciano. ¡Como si el
valor de una idea dependiera de la edad de su autor!
Pero esta majadera respuesta en vez arredrarlo lo envalentonó y
persistió en la publicación de sus libros. Estas actitudes no llaman la
atención en nuestro mundillo intelectual, otro de los últimos casos conocidos
–aunque por otros motivos- es el del filósofo Alberto Wagner de Reyna, quien
encontró en sus colegas de la Sociedad Argentina de Filosofía la comprensión y
acogida debida.
De la misma manera pudo publicar algunos de sus ensayos en esta
vieja revista que fundara su padre, como la reflexión: "Una meditación
sobre los símbolos" que publica el Mercurio
Peruano en el número 524 (2011), pp. 204-213. Y así fue que publicó en
Lima, en sus últimos 15 años, una serie de títulos con el sello del Instituto
de Investigación para la Paz, Cultura e Integración de América Latina (IIPCIAL).
En total fueron 12 libros y 5 opúsculos que recogen la mayor parte
de sus ideas, todos ellos con depósito legal en la Biblioteca Nacional del
Perú. Así, la relación de los libros publicados por Antonio Belaunde es la
siguiente: Acerca del mar: sobretodo el nuestro. 2 vols. (2012). La mentalidad
participativa y otros ensayos (2010). De rapto y tedio (2009). Conatos en
ciencias exactas (2009). Nuevos conatos (2008). Bolívar y temas varios conexos
(2007). Alcance filosófico en César Vallejo y Antonio Machado (2005). Perú Persona
Sombra y Alma (2005). El mar del Perú. Información preliminar (2005). Parménides
y el argumento ontológico y otros ensayos (2005). Conatos Literarios (2003). Deuda
y derecho: un llamado a la equidad (1999) La relación de opúsculos es: Conatos
lógico-matemáticos (2008) Urge la pena capital (2008) Propuesta para renovar el
bicameralismo (2008) Vallejo poeta existencial (2005) Acerca de lo nouménico y
lo fenoménico (2005)
Los libros inéditos: Conatos Filosóficos, La medición del
desarrollo y otros ensayos economizantes, Euclides premétrico, Cosmos nouménico
y cosmos fenoménico.
Los libros que planeaba: Conatos teológicos, La medición del
desarrollo y otros ensayos economizantes, Nueva lógica. El libro perdido: El
territorio.
Don Antonio acariciaba el proyecto de terminar una autobiografía y
muchos capítulos adelantaron con su secretaria Betsabé. El destino de tal
archivo lo desconozco y quizá esté perdido para siempre. Y mientras más se
deterioraba su salud más pensaba en dictar –su letra era ininteligible– un
libro de Conatos teológicos, pero no avanzaba con libertad porque decía que
temía expresar opiniones heréticas. Asimismo, ambicionaba terminar un libro
sobre lógica pero las fuerzas lo traicionaban.
Sin duda, la medicación a la que estaba sometido afectó su
concentración y fuerzas para escribir. En sus últimos años no contó con ayuda
secretarial. En sus postreros cinco años su aislamiento aumentó, su dificultad
física para desplazarse al cenáculo Yachaywiñay de Pueblo Libre lo compensó
invitando a almorzar a la casa de reposo a algunos amigos filósofos, siendo uno
de ellos el doctor Manuel Migone, con quien también departí y pude apreciar los
finos análisis intelectuales que se hacía en la sobremesa.
Pero poco a poco ya ni esas reuniones se le permitían celebrar y
no sé por qué recónditas razones. Mi impresión final es que don Antonio quiso
vivir en la casa de reposo como en su propia casa, pero eso era una batalla
perdida. Al final tan solo su amiga Lita y su hija Teresa eran sus visitas
cotidianas, al resto se le obstaculizó el contacto. Era una persona
acostumbrada a mandar pero domiciliado en hogar ajeno se le limitó en mucho su
arbitrio.
En una palabra, nunca en una casa de reposo se podrá vivir como en
el propio hogar y eso lo constató en carne propia el doctor Belaunde.
Si en una apretada síntesis quisiéramos precisar los principales
aportes suyos, se podría decir que en lo cultural, Antonio Belaunde demostró la
posibilidad de la vida filosófica seria y fructífera fuera de la academia y su
iniciativa dio origen a la creación de otros cenáculos de filosofía
(Yachaywiñay, La Serpiente de Oro, el cenáculo de Luis Solari Reinoso).
En lo humano, dio ejemplo que cualquiera que sea la causa que se
tenga que defender en el terreno de las ideas, éstas son oportunidad para
mantener la cordialidad y el respeto mutuo. En la escritura, su estilo se
caracteriza por su pluma ágil, inteligente, culta, sincera y espontánea fue
modelo de la vitalidad del ensayo sobre la gris monografía universitaria.
En la amistad, fue tolerante con los defectos y alegre con las
virtudes de los demás. En las ideas, finalmente, describe la identidad y
realidad nacional como un crisol sintetizador de razas, que actualmente vive,
sin embargo, bajo la sombra de la rebeldía india. El Perú sufre de
psiconeurosis como crisis de crecimiento de las personalidades complejas.
El problema del país para Belaunde es religioso, es de
reconversión al cristianismo, para que no se le escape el alma hay que elevarse
hacia la trascendencia. Por otro lado, el género “Silva” de sus obras
literarias lo colocan como modelo del llamado “architexto” y como ilustre
exponente de la traducción, la antología y el florilegio. Efectúa el análisis
jungiano de los apócrifos machadianos y la exégesis escatológica y salvífica de
la poemática de Vallejo. Efectuó la demostración del Lema de Zorn mediante la
exclusión del célebre tertium non datur.
Y en el terreno de la política renovó la propuesta del
bicameralismo diferenciado. La mayor aportación de su pensamiento podría ser la
claridad con la que afronta la antropolatría nihilista postmoderna mediante una
teoría de los valores de índole realista. Siendo cristiano se propuso elucubrar
una idea heterodoxa de realidad trascendente que deduce del argumento
ontológico de Parménides. Propone la idea de la paralaxia para sugerir
cosmológicamente que las tres fuerzas euclidianas y la fuerza gravitacional en
un prístino principio pudo haber sido una sola.
Asimismo reaccionó contra los prejuicios eurocéntricos mediante la
tesis de la mentalidad participativa, mediante el cual se reconoce la
importancia de las preguntas míticas con relevancia filosófica. Se interesó por
la oniromancia y los universos simbólicos, para destacar que mediante ellos se
ilumina la causación circular que está en las mismas cosas. Se interesó por el
simbolismo de los cuerpos platónicos, en especial del dado dodecaédrico, como
causa final que informa infusamente el cosmos.
Sus ojos apagaron su longeva vida un 8 de diciembre de 2013, a los
88 años de edad. Si la muerte es la congelación del tiempo, entonces nunca
destruye por completo nuestra vida. Y lo que queda es el desafío de asumir una
herencia para superarla. Así, don Antonio nos interpela desde el Parnaso de los
inmortales para proseguir en la heroica senda del pensar. Lo cual es suficiente
para que viva soberanamente en nuestro espíritu.
Lima, Salamanca 12 de Marzo del 2017
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