sábado, 25 de enero de 2020

CHACON Y LA FILOSOFÍA ANDINA


CHACON Y LA FILOSOFIA ANDINA
Gustavo Flores Quelopana
Past-President de la Sociedad Peruana de Filosofia
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LO DIRÉ CON TODA CLARIDAD. Hugo Chacón –quien acaba de publicar un libro sobre la filosofia andina- es no solo un inspirado y fino novelista, profundo peruanista, y un detectivesco y perspicaz arguediano sino un agudo pensador, elegante ensayista y que insiste en la idea medular de índole antieurocéntrica, a saber, que la filosofía no es patrimonio de Occidente ni de determinadas culturas o civilizaciones, sino que pertenece a la condición existencial del hombre. Y, por ende, la civilización andina tuvo un modo peculiar de hacer filosofía. Ese modo sui generis de filosofar se dio a través del mito. Y esto lo afirma en este trabajo preparatorio que abre el camino a su venidero libro sobre la filosofía del “Yawar Mayu”.

Efectivamente, Chacón con esta tesis se deslinda de las corrientes eurocéntricas de la filosofía andina, pero hace lo mismo con ciertas corrientes de la filosofia autoctonista. Por un lado, no es un cosmovisional como Estermann, Rivara, Sobrevilla, Mejia y Depaz. Por otro lado, no es un ecologista del Allin Kausay como Maria Flores, ni un etnofilósofo de lo intercultural como Víctor Mazzi, ni un mero nativista como Víctor Díaz Guzmán. Sino que es un filósofo de lo mitocrático –recoge mi postura- pero que se encamina hacia una filosofía propia del “Yawar Mayu”.

Sobre su mitocratismo asume la teoría del mito como logos filosófico, rechaza lo cosmovisional como principio explicativo de la filosofía andina y considera lo mitocrático como la categoría idóena para entender la filosofía andina. Así escribe: “En los años recientes la producción teórica del filósofo Gustavo Flores Quelopana se constituye en la más firme intercesora de la filosofía nuestra. De él proviene un sólido cuerpo de pensamiento que ha logrado desentrañar sus elementos formativos. Ha concluido señalando que en la base de su filosofía se encuentra el pensamiento mítico. Acuña para ello una categoría nueva: filosofía mitocrática, fundada en el logos del mito en oposición a la filosofía logocrática, de origen griego, fundada en el logos de la ratio.”

Y para remarcar aun más su convicción expresa: “Precisa las razones que explican la renuencia de los pensadores nacionales para acompañarlo en su posición: el eurocentrismo vergonzante y la definición monocultural de los académicos, que conduce a negar la denominación de filosofía a todo aquello que no posea orígenes griegos. A partir de aquella idea, en apariencia inocua, Flores Quelopana elabora un conjunto de proposiciones que echa por tierra las limitaciones de la cosmovisión para interpretar el alto pensamiento andino y se adentra en el territorio de la filosofía como sustento de su civilización. Gustavo Flores instala de pie lo que estaba de cabeza, realiza un giro copernicano al determinar que el pensamiento mítico sustenta la filosofía andina y explicar su naturaleza divergente de la racional y analítica filosofía occidental.”  

La reivindicación que hace Chacón de la capacidad especulativa filosófica, como algo propio de la inteligencia humana, va contra la soberbia etnocéntrica de Occidente que niega que la filosofía sea patrimonio universal de la humanidad. Incluso la Iglesia en su encíclica “Fides et Ratio” (1998) de Juan Pablo II defiende este punto de vista no eurocéntrico. La búsqueda de la verdad última, en ese sentido, se ha dado tanto en Occidente, Oriente y en las civilizaciones precolombinas.

Claro que no se presentó de la misma forma. Y esto es así no sólo porque el asombro es un fenómeno fundamentalmente humano y no exclusivamente europeo, sino porque la razón está presente también en el mito. Para el hombre ancestral el mito fue el medio para elevarse hacia la contemplación de la verdad. El mito, como afirma el filósofo Alberto Wagner de Reyna, es el horizonte en que se manifiesta lo sagrado, expresa una verdad mediante una imagen y adviene como Revelación absoluta. En una palabra, el mito es revelación natural en que se da lo divino.

Era inevitable, entonces, que Chacón viera el término diltheyano “cosmovisión” como algo manido para explicar la racionalidad andina. No lo niega, pero rechaza su absolutización por entorpecer la capacidad filosófica de la civilización andina. Y en esto se distancia enormemente de Josef Estermann. En el Perú destacan desde la postura eurocéntrica tres filósofos que ranciamente niegan la filosofía para la civilización andina: la positivista Rivara de Tuesta (1929-2014), el analítico David Sobrevilla (1938-2014) y el hermeneuta Zenón Depaz. Esto los conduce acríticamente a la defensa de un magisterio eurocéntrico adocenado, anatópico y totalmente errado. En cambio, Chacón se encamina hacia la teoría del mito como logos filosófico para descorrer el velo del eurocentrismo. Eurocentrismo  que ha demostrado su incapacidad para entender la racionalidad analógica del mito.

Conocí a Hugo Chacón en el 2016, en momentos en que buscaba afanosamente encontrar una solución al capítulo de su libro “Nación andina”, que se ocupa de la filosofía. Ya había leído ávidamente sobre el tema a autores nacionales y extranjeros. Ni la filosofía de la liberación de Enrique Dussel, ni la filosofía inculturada de Juan Carlos Scannone, ni la filosofía del estar siendo de Rodolfo Kusch lo satisfacían por eurocéntricas o gaseosas. El mismo talante anatópico se halla en José Carlos Mariátegui y en Augusto Salazar Bondy. No encontrando respuesta satisfactoria en ninguno. Lo guiaba su acendrada intuición de que la filosofía andina no es un problema sino parte de la solución. Hasta que se topó con mis aportes. Tildó a mi filosofía mitocrática de “giro copernicano” y piedra de toque para rescatar nuestra racionalidad. Cosa que agradezco sinceramente.

No obstante, lo que más me regocija es que nunca consideré haber encontrado en él a un discípulo, sino a un auténtico pensador. Y como tal sabe emprender de continuo su propio camino. Naturalmente, no es necesario estar de acuerdo con todas  sus  conclusiones para valorar su esfuerzo. En un país jerárquico y paternalista, mediocre, servil y maniobrero, que desde la Conquista y la marmita colonial tiene una menguada elite intelectual, se afana en la obsesión palaciega, tan poco acostumbrada a innovar y en donde el emprendorismo se engolfa en la pedestre repetición con fines materiales, él buscaba empeñosamente un nuevo enfoque que diera solución a viejos prejuicios arraigados sobre la civilización andina. Y lo encontró en la filosofía mitocrática. Ahora ya he marchado más hondamente en dicho planteamiento, y se encamina hacia propia filosofía del “Yawar Mayu”.

Es el inicio de este proceso el que exhibe en las presentes páginas. Una vez posesionado del aparato conceptual necesario prosigue su marcha con soberana independencia. Ello es lo que sobresale en sus consideraciones sobre Hombre, naturaleza y Dios, el Kamaquen y Kallpa; vuelve a las consideraciones de Mircea Eliade sobre el tiempo cíclico y se pregunta si el retorno es sólo cíclico, expresa su idea de divinidad como flujo ordenador o Yawar Mayu, pone énfasis en la ética y moral de la reciprocidad y concluye discutiendo la relación entre dialéctica y dualidad.

Todo ello me ha llevado a preguntarme si acaso Chacón no es un alma barroca en lo medular. Martín  Adán  pensó  que  lo  barroco  caracteriza  lo esencial del espíritu peruano. Y pienso que Chacón sí lo es. Porque lo barroco no es un simple abigarramiento, voluta y capricho, debido a que detrás de ello hay un estremecimiento, una emoción, donde todo es movimiento, todo flota y discurre en el Yawar Mayu. Pienso que su pasión barroca condiciona su pensamiento. La pasión barroca de su espíritu traduce bien el alma andina. Umberto Eco (Historia de la belleza, 2004) llama a lo barroco cultura de la ambigüedad. Y en lo esencial acierta porque en lenguaje hegeliano lo ambiguo es un estar entre el ser y la nada. Eso nos transporta hacia el lado oscuro y trágico del destino humano. O como diría Ortega, sumido en un perpetuo hacerse y siempre incompleto.

Este es el punto que me resulta difícil de asimilar en su propuesta. Pienso, más bien, que las culturas míticas tienen una pasión acérrima por lo inconmovible y permanente. Son más parmenídea que heracliteana. Pero no se trata de un arjé, un principio impersonal, o una energía (Kamaquen), sino algo personal y providencial. A pesar que la mentalidad agrocéntrica las mantiene atentas a un tiempo cíclico, sin embargo, su cosmocentrismo se atiene a lo inmutable y permanente providencial. Es la vieja lucha entre el ser y el aparecer, lo nouménico y lo fenoménico pero llevado al plano de la acción. En ese sentido considero que el mundo andino pensó la Vida (Camac) como lo permanente en el fondo del ser. La muerte es un retornar al fondo del ser, que no es la Nada, es una relación con un Infinito que no se agota en el aparecer. El aparecer es apenas un embrujo. O sea lo divino no es un abismo sin fondo de puro movimiento. Es, más bien, el reposo de todo cambio pero también su motor. Es más, atisbo que la mentalidad andina precolombina –como en Platón y Plotino- pensó en una capa más profunda que recubre la capa ontológica del ser. Y esta capa es lo ético, la buena acción.

Hay un más allá del ser, una trascendencia. De ahí que lo divino sea siempre identificado como lo Providente. No en vano ilustra Blas Valera que en el muy benigno y religioso imperio incaico los sumos sacerdotes le rezaban preces para el Inca o curacas. Por todos los andes andaban una gran cantidad de penitentes. Y como lo ético es más importante que lo ontológico, resultaba que hacer el Bien, la buena praxis, el buen vivir, la responsabilidad con el prójimo, devenía en lo más importante en la vida presente como lo es en el universo.

Por ello era tan importante el obrar bien, antes que conocer el ser, en el mundo precolombino. En ese sentido la trascendencia precolombina es más ética que ontológica. Antes que el arjé está la praxis. Lo cual tiene grandes repercusiones, porque significa que el ser no determina el sentido sino que el sentido determina el ser. Y es así porque por encima del ser está lo divino, o sea la acción providencial del Bien Absoluto. No en vano en el imperio incaico se tuvo un acento ético tan gravitante. Es como si el mundo andino antes que pensar el ser absoluto o la nada absoluta pensara en el Bien absoluto. De ahí que el Kamaquen como energía vital atea, como propone Federico García y Carlos Milla, no es convincente.

¿Pero acaso esa divinidad activa no es el Yawar Mayu de Chacón? Es posible, pero el Infinito o lo divino es antes de la aparición del Yawar Mayu. En este sentido la filosofía del Yawar Mayu no daría cuenta de lo más importante, a saber, la acción fundante de lo divino. Otro problema, no menos importante, es que el mundo andino en el proceso de aculturación asimila tópicos occidentales que morigeran el Bien absoluto por el Ser absoluto como epicentro del pensar. Heidegger había afirmado que la historia de la filosofía –occidental- es la destrucción de la trascendencia por la ontología, porque al pensar a Dios como fundamento lo degrada a ente. Pero si Dios está más allá del ser –como lo pensaron los andinos- entonces hay otra racionalidad: la de la trascendencia.

Todo lo cual significa que más importante que imaginar a Dios como   causa  del  mundo  es  verlo  como  causa  del Bien. Dios antes que trascendencia ontológica es trascendencia ética. Y pienso que esa idea fue clave para edificar un imperio como el incaico, basado en la concepción del Estado-justicia, y basar las relaciones humanas en la reciprocidad. Porque la reciprocidad es la secularización de la religión, una terrenalización de lo divino sin negar su trascendencia –muy distinto a la trascendencia de Husserl que es pura inmanencia-.

Pienso que si la filosofía del Yawar Mayu de Chacón se dirige hacia un territorio donde lo ético es más importante que lo ontológico, estaría calando en lo más profundo del alma andina. Es allí donde el Allin Kawsay (Vivir Bien) tendría realmente sentido. Otro problema es si ese Vivir Bien es posible en medio de la presente civilización decadente y tóxica que corroe las entrañas de todo lo que toca. Al respecto soy escéptico. No porque no crea en los elevados principios del Allin Kawsay sino porque en la historia universal ninguna nueva cultura ha florecido sin que antes haya conocido su final la civilización imperante.

No obstante las críticas vertidas considero que el texto es sumamente substancial y altamente recomendable para el debate de las ideas y el destino del país, tan desprovisto ahora de formulaciones totalizadoras y coherentes; esta vez desde la opción andina.

Enero 2020

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